NO. El señor Rivero no se había llevado la llave de la despensa. Tía Mag tenía razón. No obstante, la pequeña acusó el golpe de su muerte aquella misma tarde. Cuando trató de retirarse del comedor, como sus hermanos, la madre la detuvo con su gesto severo.
—¿Adónde vas, Lena? —le preguntó.
—Pues… a la calle. A jugar a la calle, si tú me dejas.
—Es que no te dejaré. No me agrada ver niñas por las calles como ovejas sin pastor. Tienes ya nueve años, eres casi una señorita y andas vagabundeando como un pilluelo. Trae aquí tu almohadilla y ponte a hacer encaje. Estoy perdiendo ya toda esperanza de educar esos dedos tan desmañados.
—Eso de hacer encaje es perder el tiempo. Papá decía…
—Tu padre (en paz descanse su alma) tenía ideas muy originales sobre la educación. Ideas con las que no estoy de acuerdo. ¡Vamos! Trae tu almohadilla y te pondré tarea.
Lena miró a su madre horrorizada. Aquello significaba que no podría moverse en toda la tarde. Porque estaba segura de que aquel trozo de encaje de bolillos que su madre iba a señalarle, no se acabaría jamás. Siempre se le enredaban los dedos entre los hilos, se pinchaba con los alfileres, desviaba el dibujo y, al final, el trozo sucio que presentaba a su madre era una sinfonía de trampas, de la que todos se burlaban…
Lena admiraba a Heidi, a María, a tía Mag, cuando tejían con limpieza y maestría aquellas largas tiras de encaje que ella no era capaz de hacer. Los blancos dedos de María y los morenos de Heidi jugaban con habilidad tal con los palillos, que el encaje surgía de ellos como una espuma. Tía Mag manejaba con más destreza la aguja de gancho y sembraba de puntillas y entredoses toda la casa. Los respaldos de las butacas, los estantes de los armarios, los tapetes de las mesillas, las sábanas, las mantelerías, tenían anchas puntillas de crochet fabricadas por los incansables dedos de tía Mag. Heidi también hacía finas puntillas de frivolité (muy de moda por aquellos días) y la pequeña lanzadera de marfil iba y venía entre sus dedos con tanta rapidez que Lena se quedaba contemplándola con la boca abierta. Decididamente, ella no sabría hacer nunca tales primores. Primores que, por otra parte, le parecían inútiles, puesto que podían comprarse a bajo precio.
Pensando en una posible tarde de quietud, de forzado trabajo estéril, se rebeló:
—No tengo ganas de trabajar, mamá. ¡No quiero hacer encaje!
—¿Que no quieres, has dicho, o es que oí mal?
Lena vaciló un momento. Su madre le dejaba una puerta abierta para la rectificación. ¿Le diría?… ¡No! No quería volver a hacer encaje de bolillos, aunque la castigase. Prefería declararse en rebeldía.
—He dicho que no quiero hacer encaje. ¡No sé hacerlo! ¡No puedo hacerlo!… No puedo estarme quieta tanto tiempo, cuando el cuerpo me pide ir a jugar.
La señora Rivero, se santiguó, en el colmo de su asombro:
—¿Que te lo pide el cuerpo?… ¡Jesús, dulce Jesús! ¿Qué lenguaje es ése, niña? Lo que el cuerpo te está pidiendo son unos azotes, que te vas a llevar por desobediente. Si no quieres hacer encaje, repasarás calcetines. Trae el cesto de la ropa y siéntate aquí, a mi lado.
Pero coser calcetines tampoco agradaba a Lena. Ni coser calcetines, ni hacer encaje, ni repasar la ropa, ni hacer vainica… Todo lo que la obligase a estar quieta, a fijar la atención, le excitaba los nervios, levantando un revuelo de sus mariposas negras.
Aquella tarde, pensando que su padre no podía ya defenderla, trató de entrar en razón y obedecer a la madre. Durante algunos segundos lucharon su buen deseo y su rebeldía. «Mamá tiene razón —se decía—; si el encaje no me agrada debo coser calcetines. Tengo ya nueve años. Ya soy una señorita…» Pero las mariposas negras eran más fuertes que su voluntad. Como locas se pusieron a revolotear alrededor de su cabeza, zumbándole en los oídos y aturdiéndola con sus violentos aletazos. Y Lena, vencida, se entregó a ellas.
Su primer gesto de rebeldía consistió en estrellar contra el suelo el precioso jarrón de porcelana de Sèvres, que ostentaba su delicada belleza bajo la cornucopia. Hecho esto, se plantó en medio del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de reto.
Ya estaban rotas las hostilidades. Las miradas de madre e hija se cruzaron brillantes, como espadas desnudas. Lena creyó que su madre iba a golpearla. Lo deseaba. Entonces podría dar rienda suelta a su deseo de gritar, de patalear… Podría reírse, llorar, calmar, en fin, aquella exaltación que se había apoderado de ella cuando su madre le dijo que no volvería a dejarla salir sola a la calle. Pero la señora Rivero, comprendiendo la actitud de la pequeña, contuvo su deseo de castigar con violencia aquel destrozo voluntario, para no causarle el placer que la niña anhelaba. Se limitó a zarandearla tomándola por un brazo y llamándola estúpida.
—No te moverás de aquí en toda la tarde —le dijo con fingida calma—. Mañana decidiré lo que he de hacer contigo.
Aquella calma asustó a Lena más que las voces y castigos corporales a los que ya estaba habituada. No la esperaba y se desconcertó. ¿Qué pensaría hacer con ella su madre? ¿Arrojarla de casa? ¿Internarla en un colegio?… Le constaba que la madre adoraba aquel jarrón y le cuidaba como el mejor de sus tesoros. Su actitud indiferente, en aquel momento, no cabía duda que escondía una venganza de la que no podría librarse…
Su sorpresa era tan grande, que toda su valentía de gallo de pelea desapareció con la bandada de mariposas negras. Se vio sola, indefensa, a merced de su madre, que era la más fuerte.
Mientras Petrona recogía los pedazos desparramados por el comedor, y levantaba los manteles, Lena miraba a su madre, a María, a tía Mag… Nadie hizo un comentario, seguramente porque todas esperaban, como Lena, que la tormenta hubiese estallado y aquel silencio las había sorprendido.
La pequeña pasó de la sorpresa a la curiosidad. Y de la curiosidad al miedo. Por primera vez en su vida, su madre la había vencido, sin darle unos azotes, sin un gesto. Casi sin una palabra. Y todo aquello, ¿qué significaba?
Pensativa, fue a sentarse en el suelo, cerca del balcón. No era una actitud humilde, de arrepentimiento, sino de expectativa. Se sentaba en el suelo por dos razones: por ser en ella una costumbre arraigada aquella de sentarse sobre la alfombra y abrazar sus rodillas, inclinando la cabeza sobre ellas, y porque en aquel rincón, detrás de una butaca, se libraba de la mirada de su madre, que aquella tarde no podía sostener.
No obstante, unos minutos más tarde no se acordaba ya del jarrón ni del posible castigo y encontró un agradable entretenimiento, agujereando, con el punzón de Heidi que conservaba en el bolso de su delantal, el gran telón de lona verde que, cubriendo la parte baja de los balcones, anunciaba «La Uva de Oro». A través de los pequeños agujeros practicados, podía contemplar la calle, y si levantaba un poco la vista, conversar mentalmente con la veleta de la torre de la Universidad y con sus amigos «Ursus» y «Lupus», que tenían sus ventanas frente a las suyas…
A media tarde, comenzaron a llegar los amigos a visitarles. Algunos, casi desconocidos, atraídos por el desagradable acontecimiento; habituales, la mayor parte de ellos, a sus tertulias. Todas las tardes, cuando cerraban el comercio, acudían a visitar a los Rivero numerosos amigos. Se jugaba. Se charlaba. Se criticaba… «La Uva de Oro» era un poco la rebotica de pueblo donde se comentaban los sucesos menudos de la ciudad.
Lena no había asistido nunca a las reuniones, pero aquella tarde, como nadie se ocupó de impedirlo, permaneció sentada, junto al balcón, observando, con verdadera curiosidad, a las personas que iban llegando. Todos tipos vulgares, aburridos…
Como siguiendo un juego, empezó Lena a clasificarlos y a colocarles el mote que su padre —que poseía el sentido del humor bien desarrollado— les había puesto:
He aquí el «Comendador». ¿Por qué le llamaría su padre el «Comendador»? —se preguntaba Lena—. El señor de Girald tenía cinco hijas, por el honor de las cuales velaba celosamente. ¡Vano cuidado! Nadie intentó, jamás, mancillar el honor de «las cinco chicas Girald», ni siquiera desgranar a su paso un simple requiebro. Eran cinco pequeñas pavas que aparecían con frecuencia, satirizadas sin piedad en el Spleen por los estudiantes. Cinco muchachas que lucían a todas horas los últimos modelos de la moda y las cinco sonrisas que habían ido estrenando al hacerse mujeres. Cinco sonrisas que iban sabiéndoles a desilusión, a medida que pasaban los años sin que lograsen encontrar un novio. El señor de Girald velaba celosamente por aquellas cinco sonrisas, que estaban convirtiéndose en cinco muecas.
De Girald era un alto funcionario de la Magistratura. Era también un funcionario alto. Gordo. Lustroso. ¡Magnífico!… Pero nada práctico, como ha de corresponder, según se cree, a la condición de catalán. La partícula «de» que anteponía a su apellido era una clara demostración de su entrega absoluta a la vanidad de su mujer e hijas.
Girald entró en el salón, saludando ceremoniosamente a todos. Besó la mano a la señora Rivero y fue a sentarse junto a ella en el sofá.
Después llegaron los gemelos Vela. «Blanco y Negro» los llamaba el señor Rivero, porque uno de ellos era cura y el otro vestía siempre de claro, como un muchacho. Con ellos entraba Sara Montoya, agitando el abanico y hablando a voces. Sara Montoya era una vieja amiga de la señora Rivero, y aún permanecía soltera; todos tenían motivos para sospechar que no por su voluntad, a pesar de que Sara Montoya fue una muchacha bonita en su juventud y pertenecía a una familia distinguida. Aún entonces, ya pasados los cuarenta, era lo que los hombres llaman «una real hembra». Acaso por eso mismo, ninguno se decidió a llevarla al altar. La Montoya era una de esas mujeres que se indigestan. «Demasiada mujer para un solo hombre», había dicho de ella el capitán Jáuregui. Sara Montoya se vengaba de su forzada soltería hablando mal de todas las mujeres. Criticaba las costumbres modernas, calificándolas de licenciosas. Conocía los noviazgos que se hacían y deshacían en todo Oviedo. Sabía la historia de los malcasados y de los no casados ni bien ni mal. Y se hacía portavoz de los sucesos amorosos de la ciudad, El señor Rivero la llamaba «La Gaceta de Venus» y hacía un gesto de mansa resignación cuando, a través de los cristales de su escritorio, la veía acercarse a la tienda. Y se acercaba, por lo menos una vez al día, a la hora que comenzaba la tertulia. «Ahí viene la Montoya, cargada con su saco de chismes», decía el señor Rivero, al verla aparecer por la plazuela de Riego. «Parece que hoy el saco le pesa mucho. Tendremos novedades…»
La tertulia se fue animando con la presencia de los parientes Quintana y otras personas que venían a testimoniar a los Rivero su sentimiento por la muerte del «Aguilucho».
El comandante Data llegaba, como siempre, rezagado, fumando en su vieja pipa. Pequeñito, pacífico, redondo, nada denunciaba en él al militar valiente que había combatido con Germán Rivero en la guerra de Cuba. La señora Rivero le distinguía con su particular afecto y los muchachos le adoraban. Es curioso observar que la simpatía o antipatía que los niños sienten hacia las personas mayores, casi nunca es caprichosa. El comandante Data gozaba de la simpatía de todos, especialmente de la de Lena, que odiaba a los demás amigos de sus padres. Desde el pequeño pedestal de sus nueve años, les contemplaba aquella tarde con un desprecio olímpico.
Hablaban, naturalmente, del «Aguilucho». Era el tema obligado de la conversación. Su desgraciada muerte puso sobre el tapete la leyenda —desconocida para ella hasta aquel día— que pesaba como una maldición sobre los Rivero.
Lena prestó atención. El señor de Girald narraba a las señoras, con su pose de hombre de mundo, el origen de esa leyenda:
—Fue cuando la amortización de bienes de la Iglesia. En Villaviciosa, nadie se atrevía a comprar la quinta de los frailes, sin duda alguna la mejor de Asturias por su rica fruta. Las manzanas de «mingán» y de «reineta», las sabrosas peras «muslo de dama», los ricos albaricoques y las ciruelas «claudias», que no conocían rival en los mercados, allí se producían. El viejo Rivero compró la finca sin importarle un comino la maldición que la gente piadosa había lanzado sobre ella. Y en sus manos, aún se multiplicaron los injertos y se mejoró la producción, de tal manera, que podía considerarse, sin discusión, la finca más rica del Principado. Pero el viejo no pudo disfrutarla mucho tiempo. Una noche regresaba del mercado de Villaviciosa, en el que había vendido varias reses, y, sin que nadie llegase a descubrir el motivo, se le desbocó el caballo y fue a estrellarse contra la misma tapia de la finca.
Intervino el señor Quintana:
—¡Un accidente!… Puede pasarle a cualquiera.
—¿Un accidente?… ¡Ejem!… Parece que los accidentes se han sucedido de generación en generación, porque es lo cierto que los Rivero ¡no mueren nunca en la cama!… ¡No, no soy supersticioso, mis queridas amigas! No acostumbro a creer en paparruchas y leyendas, pero, a veces, no tenemos más remedio que inclinarnos ante la evidencia… En cuanto a las hembras de la familia…, en fin, señoras, vale más no hablar.
Tío Pedro escuchaba al «Comendador» acariciándose su bien recortada barba —una de las pocas barbas que quedaban en Oviedo—. En sus manos había temblor de rabia, de indignación, contra aquella superchería. Y acabó exteriorizando su protesta:
—¡Tonterías! ¡Tonterías!… Si los Rivero no mueren nunca en la cama, es porque tampoco viven una vida normal, de personas sensatas. Son una raza de aventureros, de gente absurda… Dondequiera que surge una empresa arriesgada, encontramos un Rivero. Misioneros o revolucionarios, idealistas, agitadores de masas, exploradores… Gente ambiciosa, rebelde, que vive al margen de la vida vulgar y recoge, tarde o temprano, la cosecha que siembra.
Pero el señor de Girald no quería renunciar a la leyenda:
—¿Y el curita?… No va a negarme usted que Juan Rivero murió en las mismas gradas del altar, después de decir su Misa…
—Una embolia… Una angina de pecho… ¡Qué sé yo!… Desde luego, acababa de celebrar y fue una muerte santa.
Girald se frotó las manos y después señaló con el dedo un punto invisible sobre las cortinas de damasco de la «italiana». Y gritó triunfalmente:
—¡Pero no murió en la cama! Luego también la maldición se cumplió sobre su persona… Y, ¿qué me dice usted de los pajarracos negros que anuncian tres días antes la muerte de un Rivero?… ¡Ejem!… No me dirá usted, mi querido señor Quintana, que son visiones de neurastenia… Su hermana puede afirmar…
La señora Rivero agitó el rosario, que aún conservaba entre sus manos, y rompió a llorar convulsivamente:
—¡Por favor! ¡Por favor, amigos míos!… Comprendan… ¡No puedo más!…
Era evidente la falta de discreción y de tacto del señor de Girald. Los Quintana y el comandante Data se vieron obligados a suplicarle que mudase de tema.
La conversación quedó cortada bruscamente; y Lena, intrigada por conocer la historia de los pájaros negros, que el señor Girald había esbozado. Le inquietaban también aquellas palabras, para ella un tanto extrañas, que tío Pedro había pronunciado refiriéndose a los Rivero. Parecía como si sus antepasados se hubiesen escapado de algún cuento de brujas y encantamientos.
Ya tenía puesta en marcha la imaginación figurándose a los Rivero como seres fantásticos, destinados a morar en un mundo aparte, cuando volvió a solicitar su oído, haciéndola descender a la realidad, algo que la interesaba mucho. Todos hablaban de Heidi. Y ahora era la Montoya quien llevaba la voz cantante:
—… naturalmente, hija mía —aseguraba Sara, dirigiéndose a su amiga, pero hablando en realidad para las demás señoras—. Muerto su padre, toda la responsabilidad de lo que pueda suceder cae sobre ti. Y tú no puedes desentenderte de ella.
La señora Rivero no sentía por el momento ninguna necesidad de tomar una determinación respecto a Heidi, e hizo un gesto de fastidio, que bien pudiera traducirse por un «dejadme en paz». Pero la voz autorizada de Girald se unió a la de la Montoya, aplaudiendo su previsión:
—Dice muy bien nuestra querida amiga. Le aseguro que esa niña va a darle serios disgustos. Todo Oviedo comenta sus coqueterías, sus… vamos a llamarlas genialidades. Un novio cada día… ¿Cómo un novio? ¡Dos o tres pretendientes paseándole la calle, como si en toda la ciudad no hubiesen más doncellas! Y es que ella los atrae, no cabe duda. Mis hijas son formales y jamás se les acerca ningún hombre. En cambio, esta muchacha… Bien sabemos que Heidi es una femme allumeuse. Y lo digo en francés, suavizando los vocablos, para no ofender el pudor de las señoras. ¡Estas muchachas tropicales!…
El vientre del señor de Girald empezó a sacudirse en pequeñas oleadas de grasa, a consecuencia de la risa con que él mismo aplaudía su comentario. La Montoya ocultó tras de su abanico el pudor que estaba muy lejos de sentir. Carraspeó tío Pedro. El comandante Data se puso a acariciar nerviosamente el puño de su bastón, del que nunca se separaba, dando suaves golpecitos en el suelo.
El «Gemelo Blanco» asentía con la cabeza, complacido por aquel nuevo debate. Desde luego, aquello se ponía interesantísimo. Que se hablara de Heidi era cosa que le agradaba, aunque él permanecía como espectador.
—Yo opino —decía Girald— que usted debía casar a Heidi o internarla en un colegio de señoritas, hasta su mayoría de edad. Si Heidi fuese hija suya… Pero dirá todo Oviedo que, no siendo usted su madre, su conducta no la preocupa lo más mínimo…
Lena abrió mucho los ojos y asomó su cabeza tras la butaca, para mirar a Girald. Pero ¿qué decía aquel hombre?… ¿Que Heidi no era hija de la señora Rivero?… ¡Y todos parecían de acuerdo al afirmarlo!…
La niña se llevó las manos al corazón y apretó fuerte, tratando de contener sus latidos. Aquel descubrimiento le hacía daño. Entonces, ¿quién era Heidi? ¿Qué hacía Heidi en aquella casa?…
Todas cuantas preguntas se hacía Lena se las iban contestando la Montoya y el señor de Girald en los consejos que le daban a su madre. Aunque todos intervenían en la conversación, eran ellos los que más se interesaban por la suerte de Heidi y parecían sentir gran satisfacción en desprestigiarla a los ojos de la señora Rivero. No le quedaba más remedio que emplear con la muchacha mano de hierro con guante de terciopelo, le decían.
Lena pudo descubrir, a través de los comentarios de los amigos, que Heidi había sido el fruto de los amores del señor Rivero con una dama criolla, que la familia de ella le había rechazado a causa de su vida aventurera, que el «Aguilucho» les quitó a la niña, trayéndosela a España, que…
En fin, también se hablaba de muchas cosas que Lena conocía: las pequeñas alcahueterías de tía Mag, que no debía de ignorar la señora Rivero, el desfile de pretendientes por la acera de la Universidad, escandalizando a otras muchachas a las que nadie paseaba la calle…
Sí, todo aquello lo sabía Lena. Sabía que Heidi era la chica más bonita de cuantas conocía y que todos los estudiantes se la disputaban. Y sabía que otras muchachas la envidiaban y los desafortunados padres protestaban de aquella predilección que Heidi gozaba entre los hombres. No la preocupaba aquello, pero el descubrimiento de que Heidi no era hija de la señora Rivero la llenaba de inquietud. Comprendía entonces muchas cosas que hasta aquel día no había comprendido: las continuas reticencias de la gente, cuando hablaban de las buenas relaciones existentes entre su madre y Heidi; las vacilaciones de la madre cuando trataba de mandarle o prohibirle algo a Heidi; el lujo casi excesivo con que la vestía; su tacto para llevar por un camino amable las relaciones que (en otros casos que Lena conocía) resultaban tan terribles como en los cuentos.
La precoz intuición de la chiquilla le hizo presentir que la paz, siempre en precario en su hogar, iba a desaparecer desde aquel momento. Entonces sufrió la crisis más intensa de su vida. Allí estaban otra vez, asaltándola sin piedad, sus mariposas negras. Más terribles, más agresivas que nunca, sin que ya las manos frías de su padre pudiesen calmar su angustia… Oleadas de odio, de amargura, de rabia, se estrellaban contra su pobre cerebro, retorciéndoselo de dolor. Sentía deseos de gritar, de azotar con un látigo a aquella gente que hablaba mal de Heidi y sembraba la discordia entre su familia.
Para no estallar en sollozos, dándoles el espectáculo de su ira, se levantó sin hacer ruido y salió del salón. En el pasillo se tropezó con el capitán Jáuregui y su mujer, que venían a visitarles. Los Jáuregui no eran gente chismosa, pero Lena estaba ya bastante irritada y no los recibió con muchas consideraciones.
El capitán retuvo a Lena, cogiéndola por las trenzas:
—¿Adónde va esta fierecilla? Parece que sales ciega del toril.
—Les odio, ¿sabes?… Les odio… ¡Todos son malos!…
Los Jáuregui se miraron asombrados. El capitán, sin soltar a la niña, volvió a preguntarle:
—Vamos, dime, «Ranita», ¿qué te han hecho?
Lena se encogió de hombros. En concreto, no sabía qué contestar.
—Nada… nada… todavía. Pero les odio. ¿Habéis visto al «Comendador» cómo mueve su horrible vientre cuando se ríe?
Jáuregui rió a carcajadas.
—Anda, vete a jugar; diablo de criatura… ¡Vaya unas observaciones!
Lena escapó de sus manos y corrió a buscar a Heidi.
Heidi estaba sentada ante el tocador, frotándose con el polissoir sus bien cuidadas uñas. Tantas veces la había sorprendido Lena en esta actitud, que siempre que cerraba los ojos para recordarla se le representaba envuelta en su vaporosa bata azul, frotándose las uñas, o haciéndose los rizos con las tenacillas.
Entró muy despacio para sorprenderla y la abrazó por la espalda.
—Heidi, ¿me quieres mucho? —le preguntó angustiada—. ¿Lo mismo que antes?
Heidi la rechazó suavemente.
—No seas mimosa, niña; ¿por qué no he de quererte? ¿Quién te «pone la silla» todas las noches?
Lena quiso reír, pero inopinadamente se echó a llorar. Se había acabado «la silla». La dulce intimidad que disfrutaban iba a quedar cortada bruscamente. Estaba claro que iban a separarla. ¿Qué determinación tomaría aquel odioso sanedrín respecto a Heidi?
Abrazándose a ella, le rogó que colocase sus manos sobre su frente, para tratar de ahuyentarle sus mariposas negras. Heidi la obedeció sin comprender. Como no podía seguir el curso de sus pensamientos, desconocía el motivo de sus lágrimas, tomando por una puerilidad lo que a la niña le parecía una tragedia.
—¡Vamos, ya está, ya está…! Ya espantamos tus dichosas mariposas. ¿No era así como te decía papá?… Aunque creo que mamá tiene razón cuando se burla de ellas. Estás tan consentida, tan mimada…
Lena se limpió las lágrimas y miró a Heidi con curiosidad. Heidi decía «mamá» como si de verdad la señora Rivero fuera su madre. Seguramente, Heidi no lo sabía. Sería mejor no decirle nada, para no disgustarla.
—Bien, límpiate las narices y los ojos y no vuelvas a llorar —le decía Heidi—. No he visto una chiquilla más llorona. Si, ya sabemos que te aburres encerrada entre estas cuatro paredes, tú que vives siempre en medio de la calle. Pero, ya ves, también yo me aburro mucho y, sin embargo, no lloro. Mira, si quieres entretenerte, pasa revista a esas tarjetas. Todo Oviedo nos ha testimoniado su pesar por la muerte de nuestro padre. El presidente de la Audiencia, el marqués de…
—¡No me importan los marqueses, ni los presidentes! —atajó Lena, rencorosa contra la sociedad.
Pero de pronto se acordó de que al día siguiente tendría que ir al colegio y podría presumir ante las compañeras.
—Y el marqués, ¿era amigo de papá? —le preguntó.
—Naturalmente, Lenita. ¡Muy amigos! —se apresuró a afirmar Heidi—. En casa de tío Juan se conocieron. Tío Juan fue director espiritual de la marquesa.
Dominada por un sentimiento de vanidad, subió la niña sobre el taburete del piano y alcanzó las dos bandejas de plata, del comedor, repletas de tarjetas de visita y de pliegos de firmas. Y llamó a María, que estaba en su habitación bordando en negro una camisa blanca de Ger. María no dio ninguna importancia a las tarjetas, ni a los nombres que figuraban en ellas. Se acomodó en una butaca, junto al balcón, con el cesto de costura sobre las rodillas, murmurando despectiva:
—¡Vanidad de vanidades y todo vanidad! Lo importante es que el Señor haya acogido a nuestro padre en su Santo Seno, como yo le pedía siempre en mis oraciones. Lo otro tiene tan poca importancia…
Pero Heidi insistía, complacida:
—¿Que no tiene importancia?… No puedes imaginarte, Lenita, la gente bien que ha desfilado estos días por nuestra casa. Papá contaba en Oviedo con muchas simpatías.