II

LA niebla se había levantado y la plazuela parecía desnuda, despojada de su velo de gasa. Era la suya la desnudez, rústica y casta, de una moza aldeana. Olía a limpio… La plaza de la Catedral, recién regada, conservaba aún el brillo y la frescura de la ablución matinal. Sobre las losas mojadas, los pasos de los escasos transeúntes resonaban como el latir de un corazón.

Lena Rivero se detuvo a contemplar las mujeres que instalaban sus puestos de almadreñas bajo los soportales de las casas. Pero el señor Quintana, tomando a su sobrina de la mano, con alguna impaciencia, la obligó a entrar en el templo.

Entraron por la puerta de la nave, dirigiéndose al altar de San Antonio, en el que se decía la Misa de nueve. Ocupó el señor Quintana un reclinatorio y arrodilló a la niña en otro, próximo al suyo, entregándole un devocionario abierto:

—Lee y aplica la Misa por el alma de tu padre.

A Lena le sonaron de un modo extraño aquellas palabras. ¡Por el alma de su padre!… En su infantil concepción de las cosas, trató de imaginárselo convertido en una blanca paloma… ¡Imposible! ¿A sus abuelos? Bien. No les había conocido y podía imaginárselos a su antojo: palomas, ángeles… Pero a su padre, no. Su padre era un hombre de carne y hueso, como tío Pedro, y en verdad que no resultaba fácil imaginarse a tío Pedro convertido en un alma, volando por los espacios infinitos…

Haciendo un pequeño esfuerzo de imaginación logró desposeer al señor Quintana de su barba y de su bastón, le envolvió en un blanco sudario y «le soltó» por el ámbito de la Catedral. Resultaba aquello tan divertido que a Lena se le escapó la risa.

El señor Quintana miró a la niña sorprendido. Tal asombro reflejaba su rostro, que Lena, avergonzada, bajó la vista, dejándola reposar sobre las páginas de su devocionario. Pero no podía leer. Sentíase invadida por una sensación extraña, mezcla de curiosidad y tristeza, ante el misterio de la Muerte que la Vida colocaba en su camino. ¿Por qué se había ido su padre? —se preguntaba—. ¿Por qué?… No era muy razonable marcharse así, dejándoles abandonados. ¿A quién iba a recurrir ella ahora, cuando la odiosa bandada de mariposas negras la persiguiese?… Su padre las veía venir y sabía ahuyentarlas antes de que se pusieran a revolotear, como locas, alrededor de su cabeza. Le bastaba posar sus manos frías sobre su frente, y al momento se calmaba su angustia. «¿Ves, pequeña? ¡Ya se fueron!», le decía su padre. «Ya las hemos espantado. ¿Verdad que no piensas ahora en cosas terribles?… Anda, vete a jugar.» La señora Rivero le miraba severamente y decía que era un estúpido cuento el de las mariposas negras, y que ella sabría curarla, de una manera más práctica, de todas sus tonterías.

Lena movió la cabeza negativamente al recordarlo. No. Su madre se equivocaba. Su madre no sabría curarla nunca de sus arrebatos, porque no la comprendía. No trataba nunca de comprender su pequeño cerebro torturado por extrañas ideas, por deseos absurdos, por temores imprecisos… No sabría salir al paso de los fantasmas que trataban de asaltarla, a los que llamaba «su estúpida rebeldía». En cambio, su padre, sí. Le bastaba posar sus manos frías sobre la frente de ella para ahuyentarle toda idea desagradable y devolverle la calma. ¡Sus manos! ¡Sus manos frías, sobre su frente, cuando la sentía arder bajo la angustia de un pensamiento malo!…

Y bien, ¿qué sucedería ahora?… Aun le quedaba Heidi. Pero Heidi se burlaba con frecuencia de sus mariposas negras y la alejaba de su lado con impaciencia.

Lena cerró el libro bruscamente, negándose a leer. No tenía ganas de leer. Ni de rezar… Para evitar que el sueño la invadiese, levantó la cabeza y fijó su atención en la imagen de San Salvador, colocada al final de la nave, junto a las gradas del Presbiterio. Tía Mag decía que cuando se le cayese de la mano aquella Bola que sostenía, se acabaría el mundo. Pero nada tenía la niña que temer: su mano la sostenía con firmeza. No sabía explicarse por qué la imagen de San Salvador, pintada rabiosamente de azul y rojo, le recordaba siempre a San Cristóbal, y su vista la obligaba a recitar mentalmente la fábula de la lechuza que entró a beber el aceite.

—Vamos, niña —dijo tío Pedro, interrumpiendo sus divagaciones—. La Misa ha terminado.

Salieron por la misma puerta. Atravesaron la plaza, bañada ya tímidamente por el sol, y siguieron por la calle de la Platería, continuando por la Rúa hasta Porlier. Caminaban despacio. Tío Pedro, por costumbre. Lena, para acomodarse a su andar. Se detuvieron junto al amplio portal del Palacio del presidente de la Audiencia, y el señor Quintana, posando una de sus manos sobre el hombro de su sobrina, le dijo en tono solemne:

—Ya estamos llegando a casa, Lenita. Espero que no te eches a llorar como una criatura cuando veas a tu madre. Te acercas a besarla y le prometes ser muy buena en lo sucesivo.

Asintió la pequeña con la cabeza, mientras leía, mentalmente, la inscripción de la renegrida lápida de mármol colocada en la fachada del edificio. La sabía de memoria. Los domingos, cuando iba a Misa de doce con Heidi y con María, se entretenía leyendo cuantos anuncios e inscripciones encontraba a su paso:

—«En este su antiguo Palacio, nació Don José María Queipo de Llano, Conde de Toreno, diputado…»

—Tienes ya nueve años —decía tío Pedro—, y es preciso que sientes la cabeza y no des más disgustos a tu madre.

—«… Diputado en las Cortes de Cádiz, presidente del Consejo de ministros y célebre historiador. A la grata…»

—Si, hija mía. Piensa en tu madre. La pobrecilla tiene que enfrentarse ahora con la vida y luchar para sacaros adelante. Y la vida es dura. ¡Muy dura! Y tu madre, que desde ahora ha de llevar el timón del hogar, tendrá grandes preocupaciones…

—«… a la grata memoria del insigne estadista, el Excelentísimo Ayuntamiento de Oviedo. 1916.»

—¿Comprendes, Lenita? —le preguntó el señor Quintana.

Sin comprender una palabra, la niña volvió a asentir con la cabeza y siguió caminando cogida de su mano. Pero al doblar la esquina de la Universidad y divisar el letrero que anunciaba a «La Uva de Oro», salvó de una carrera, sin escuchar las protestas de tío Pedro, la distancia que la separaba de ella y entró en la tienda.

Ger estaba sentado detrás de la mampara de cristales, ante el viejo pupitre de hule negro, que hasta entonces había usado su padre. Leía un libro que escondió rápidamente al ver entrar a su hermana.

—¡Hola, «Ranita»! ¿Ya has vuelto? —le dijo como si nada hubiese sucedido.

Lena, sin responder a su saludo, se dedicó a recorrer toda la tienda, comprobando, con un poco de asombro, que todo estaba lo mismo. Sobre el mostrador los tarros de caramelos, la balanza, la caja de uvas pasas, apoyada contra la estantería… Todas las estanterías estaban llenas de botellas de vinos de marca, de latas de galletas, de cajas de cartón… En la trastienda había un montón de sacos y de cajones, y al fondo, a través de la puerta abierta, se veía la bodega. La bodega le trajo a la memoria la querida figura del «Aguilucho», sentado sobre un pequeño taburete, embotellando el dulce vino de Valdepeñas, que tanto le gustaba a ella. Ya no volvería a verlo. Ya no volvería a ocupar aquel taburete, ni a sentarse ante el viejo escritorio, pero allí estaba todo, como si cualquier día fuese a volver… Su padre se había ido, y a pesar de ello, todo continuaba igual. Hasta Cheni, el mozo, se hurgaba las narices con la misma expresión de mono que tenía de ordinario, mientras deshacía una soga de esparto para hacer estropajos. Cheni parecía una mona, mondando un cacahuete y mirándola a hurtadillas desde el suelo, donde estaba acurrucado. Lena le dio con el pie para hacerle rabiar, y Cheni le cogió por una pierna. Pero ella logró huir y, haciéndole burla, escapó escaleras arriba, dirigiéndose a la cocina.

Tía Mag estaba junto al hogar, removiendo en un enorme caldero una prenda negra. Petrona fregaba la loza del desayuno. Ninguna de las dos se dio cuenta de su presencia. «Kedi», sí. Abrió un ojo y la reconoció en seguida. Y saltando del llar, corrió a restregarse contra sus piernas, maullando alegremente.

—¡Buenos días, «Kedi-Bey»!… ¿Qué le has robado a la señorita Mag esta mañana?

Tía Mag se volvió hacia Lena, y le dijo como Ger:

—¡Hola, «Ranita»! ¿Ya has vuelto?

Tía Mag tenía los párpados enrojecidos y vestía ya de luto. La niña la besó y le preguntó por su madre.

—En la salona está —le contestó la vieja señorita Quintana, sin dejar de remover la prenda que estaba tiñendo.

Tras alguna vacilación, Lena, seguida por «Kedi», atravesó el pasillo, mirando con recelo la habitación que su padre había ocupado, y entró en la sala.

La señora Rivero estaba sentada en un amplio sofá, que parecía estrecharse abrumado por los muebles que le rodeaban. La casa de los Rivero, aunque vieja, era una casa confortable y grande. Los Rivero la ocupaban por completo: el bajo, los dos pisos, la buhardilla… No obstante, los muebles se amontonaban en todas las estancias de una manera absurda. Muebles que habían pertenecido a los abuelos Quintana, otros que se habían reservado cuando el señor Rivero levantó el piso de la calle de Uría, algunos procedentes de la herencia del tío Juan… Se trataba, sin duda, de una verdadera colección de muebles.

El comedor-salón ocupaba toda la parte delantera del primer piso. Era una pieza soleada y amplia, que, sin embargo, causaba la sensación de ser reducida, a fuerza de contener tantos muebles. En el centro había una mesa hermosamente tallada, a cuyo alrededor se agrupaban hasta ocho sillas. A un lado estaba el sofá, alto y ancho, reposando sobre seis bolas doradas. Codeándose con él, el ancho armario ropero que no cabía en la «italiana». Al otro lado estaba el aparador, también ancho, también alto, pero sin cornisa; el techo bajo había obligado a suprimirla. A su lado, el trinchero. Una vitrina en forma de rinconera. El reloj de pared… Entre los dos balcones, la vieja cómoda —tallada, como todos los muebles del salón— bajo una hermosa cornucopia, que se inclinaba hacia adelante, para no incrustarse en el techo. Había varias butacas de gutapercha, cada una de las cuales ocupaba un respetable sitio. Lena, que adoraba el espacio como los pájaros, sentía un odio mortal hacia todos los muebles, especialmente hacia aquellas butacas, que le salían al paso cuando quería jugar alrededor de la mesa. Delante de los balcones había dos maceteros, cuyas macetas, provistas de grandes plantas, ocultaban el espacio de calle que, a través de los stores, cortinajes y visillos se hubiese podido ver. Cortinas y visillos que tía Mag se encargaba de mantener siempre limpios y almidonados. Ante el sofá había una piel de oso, y dos pieles de zorro ante el armario y ante la cornucopia. Cuadros, barómetros, porcelanas, invadían las paredes en una especie de pugilato sostenido entre todos los cachivaches para no dejar un solo espacio libre.

Aquella mañana encontró Lena un nuevo mueble en el salón: la máquina de coser, traída desde el cuarto de tía Mag para confeccionar a toda prisa los vestidos de luto. Ante la máquina de coser estaba sentada Gina, la modista, preparando una prenda. En el sofá, la señora Rivero y María rezaban en voz baja el Santo Rosario. La señora tenía cubiertas las rodillas con el chal azul de Heidi y parecía sentir frío a pesar de lo avanzado de la estación.

Lena encontró a su madre mucho más vieja. «¿Cómo habrá envejecido tanto en tres días?», se preguntó. Representaba diez años más. También María le pareció mayor. Y la encontró muy bonita con su bata de luto.

Siguiendo los consejos de tío Pedro, Lena saludó a su madre serenamente, pero al rodearle el cuello con sus brazos y sentir la humedad de sus lágrimas sobre el rostro, rompió a llorar. La señora, tratando de serenarse, le dijo en el tono severo que empleaba cuando hablaba con la menor de sus hijas:

—Vamos, Magdalena, ¡no llores!… Y ¡límpiate esos mocos!… Bien, así… Ahora, prométeme que vas a ser una niña buena. Me tienen harta tus genialidades.

La madre volvió a llevarse a los ojos su pañuelo de encaje, y tío Pedro, que entraba en aquel momento en el comedor, la regañó suavemente:

—¡Vamos, vamos, ya está bien, hija mía!… Es preciso hacer algo más positivo que llorar. Piensa en tus hijos.

Ésta era la muletilla de tío Pedro: «Piensa en tus hijos». Y a los muchachos les aconsejaba siempre que pensasen en su madre. Y a unos y a otros lo repetía cuando les visitaba:

—Piensa en tus hijos, mujer. Ahora que te necesitan tanto… —Y añadió en el tono reposado y solemne con que se expresaba siempre—: ¡Desde ahora, eres en esta casa el timón! Sobre ti recaerán todas las responsabilidades.

María ofreció a tío Pedro su sitio en el sofá y tío Pedro se vio obligado a interrumpir su pequeño discurso para disculparse:

—Gracias, gracias, hija mía. No quiero llegar tarde a mi despacho. He venido a estas horas para traeros a Lena, que deseaba regresar a casa, pero no puedo entretenerme ni un minuto. Comprended…

Comprendieron. El señor Quintana no podía, de ningún modo, llegar tarde a su despacho. La razón era de peso y nadie se atrevió a insistir.

Tío Pedro era la esencia misma de la puntualidad. Siempre llegaba a tiempo a todas partes. En su hogar, todo funcionaba como un perfecto mecanismo: a las ocho de la mañana, el desayuno. A las dos, el almuerzo. A las ocho de la tarde, el Rosario y la cena. Lena tuvo ocasión de comprobarlo durante aquellos tres días que había pasado en su casa. Y como ella, cuantas personas la frecuentaban. Ni tía Elisa, ni los muchachos, ni mucho menos tío Pedro, dejaban de presentarse en la mesa cuando el reloj marcaba la hora convenida. El orden que reinaba en aquella casa era perfecto y a Lena le había resultado grato en esos tres días, por contraste con la desorganización de su hogar. A pesar de ello sintióse satisfecha cuando pudo recorrerlo de abajo arriba y comprobar que todo seguía lo mismo. Le había parecido muy larga la breve ausencia.

Cuando el señor Quintana se despidió de su hermana y salió a la calle, Lena le preguntó a su madre por Heidi. La señora Rivero movió la cabeza en un gesto que la niña no acertó, entonces, a comprender.

—¿Tu hermana?… Como siempre, sentada ante el tocador.

Lena subió al segundo piso. La habitación de Heidi —que desde hacía poco más de un año compartía con ella— estaba en el piso segundo del edificio. Era una espaciosa sala que se correspondía con el salón-comedor y la «italiana», donde dormían sus padres, y abría los balcones frente a la puerta misma de la Universidad. También en la habitación de Heidi se amontonaban muebles de diversos estilos y colores en deliciosa algarabía: la cama, dorada y velada apenas por las cortinas de organdí blancas, causaba la admiración de todas las amigas, ya que las camas de metal aún no se habían popularizado en Oviedo. Armario y sillería de caoba, tapizada de damasco rojo, procedían de la herencia de Juan Rivero. El sécretaire, de palosanto, había pertenecido a la abuela Ana; el piano, un Erard de media cola, un tanto deteriorado, fue adquirido en una almoneda. En cuanto al tocador, ¡oh, el tocador!… El tocador lo había hecho la misma Heidi, ajustándose a un dibujo de El Hogar y la Moda, modelo 1920, y constaba de un espejo ovalado y una tabla, vestida con unas faldas de damasco rojo, para buscarle parentesco con la tapicería de las sillas. Un tapete almidonado lo cubría, prestándole cierto aspecto de pequeño altar, en el que Heidi oficiaba constantemente.

Delante del tocador, envuelta en vaporosa bata azul, calentándose las tenacillas de rizarse el pelo en un infiernillo de alcohol, encontró Lena a Heidi aquella mañana. La niña había entrado despacio, tratando de sorprenderla por la espalda, pero Heidi la había visto a través del espejo y, dejando las tenacillas sobre el soporte, se volvió hacia la puerta, abriéndole los brazos:

—¡Lenita! ¡Nena!

—¡Heidi! ¡Heidi querida!

Se abrazaron contentas de volver a encontrarse después de tres largos días de separación. Y mientras hacía sus rizos, Heidi fue contando a la pequeña lo ocurrido durante su ausencia:

—¿Sabes, Nita?… El entierro de papá «constituyó una imponente manifestación de duelo», según dice esta mañana La Voz de Asturias. ¿Aún no has leído la necrología? ¡Ocupa tres columnas! Y dice que nuestro padre fue un comerciante honrado y de mucho prestigio, que contaba muchas simpatías en la ciudad. Nada dice de… del accidente, vamos, y habla de su caballerosidad, de su valor y de la Cruz que le concedieron en la guerra de Cuba.

—¿No cuenta de «Maceo»? —la interrumpió la niña con viveza.

—¡Pero, Nita, qué cosas se te ocurren!… ¿Cómo va a hablar de un caballo?

—Pues papá le quería mucho. ¿Tampoco dice de los bandidos que una noche le asaltaron cuando iba desde el ingenio a La Habana?… ¿Ni del indio?…

—¡Qué pava eres, hijita! —cortó Heidi, impaciente—. En una necrología no se habla de caballos, ni de bandidos, ni de indios, sino de las virtudes del difunto. Y, naturalmente, del dolor de sus deudos —concluyó Heidi, colocándose graciosamente sus rizos sobre la frente.

Lena estaba decepcionada. El episodio de los bandidos que asaltaron a su padre cierta noche era, a su juicio, más interesante que aquello de su probidad y su prestigio de comerciante. Comerciante lo es cualquiera; pero no a todo el mundo asaltan los bandidos una noche, cuando va a oír una ópera a la ciudad. En fin, si al menos comentase…

Se atrevió a aventurar:

—¿Tampoco dice nada de los crespones negros que llevaba el coche de primo Carlos?

Heidi se quedó un minuto pensativa. Después atrajo hacia sí la niña y le preguntó:

—¿De los crespones, dices?… ¿Quién te ha hablado de esas cosas?… Vamos, siéntate aquí, sobre mis rodillas, y cuéntame. ¿Qué te han dicho?

—En casa de los tíos se comentaba. Y las primas decían: «¡Anda, para que rabie todo Oviedo y sepan que en la familia tenemos coches!». Pero tía Elisa protestaba del ridículo y tío Pedro dijo que cuando viese a Carlos iba a romperle el bastón sobre las costillas.

Heidi, con el rostro encendido de rubor, jugaba nerviosamente con las tenacillas. Acabó por apartar a la niña de su regazo y empezó a pasearse muy preocupada.

—Cuando tía Elisa lo dice, tendrá razón. Tía Elisa es una mujer muy elegante. Todo Oviedo lo comentará sin duda. ¡Todo Oviedo!… Seremos el hazmerreír de la ciudad… Y yo tuve la culpa, ¿sabes, Nita? La idea fue mía. Carlos se resistía, pero acabó por acceder para complacerme. Y ahora comprendo que tía Elisa tiene razón: puesto que el coche no es nuestro, llevarlo con crespones es ridículo, ¡francamente ridículo!… ¡Y yo que lo encontraba ayer tan natural!… Y hasta elegante… ¿Qué ha dicho mamá de eso?

—Mamá no sabe nada. Tío Pedro no se lo ha dicho. Pero se lo dirá Sara Montoya, que es una chismosa. Entonces te reñirá, seguramente.

Heidi se encogió de hombros. La opinión de su madre parecía inquietarla menos que la de la ciudad. De pronto Heidi detuvo sus pasos junto al balcón y sonrió complacida. De su rostro había desaparecido toda señal de preocupación. A través de los visillos de encaje hacía señas a alguien para que se acercase.

—Mira, Nita, allí viene Guillermo. No… no te asomes tan descaradamente, ¡por favor! Si te viera no se acercaría.

Lena se frotó las manos regocijada. Guillermo era muy simpático. A Guillermo —uno de sus pretendientes— debía Heidi su coronación olímpica.

—Pues, sí —dijo la chiquilla con ironía—, ahí viene Papá Zeus. Si la señora Rivero le ve acercarse…

—¡Nita! —suplicó Heidi—. Si fueras tan buenecita que bajases a entretenerla, podría decirle a Guillermo que esta noche hablaríamos un rato por el balcón.

Lena se encogió de hombros, convencida, como siempre, por las palabras de Heidi.

—Está bien, hija. Entretendré a mamá y a Gina para que no le vean. Pero termina en seguida. Ya sabes que a mamá no le gusta que la gente te vea hablar con un hombre por el balcón.

Y después de este consejo, dado con la mayor seriedad, Lena bajó al comedor, dispuesta a ayudar a Heidi.

La señora Rivero pasaba entre sus dedos las cuentas de un rosario, aunque su hija se habría atrevido a asegurar que no rezaba. Estaba al tanto de todo.

—Lena —dijo a la niña al verla entrar—, ve a la cocina y dile a tía Mag que retire el caldero de la lumbre. Ya han pasado veinte minutos.

La niña fue a la cocina, dio a tía Mag el recado y volvió al comedor. Entonces le preguntó su madre:

—¿Qué hace Heidi?

Tras alguna vacilación, Lena mintió:

—Está arreglando la habitación de Ger.

Protestó la señora:

—Ya le he dicho muchas veces que la limpieza es cosa de las criadas. ¿Por qué no viene a ayudar a Gina?

Gina le probaba a María un vestido negro. ¡Qué bonita estaba María con su vestido de luto! Su piel parecía más blanca, y sus cabellos más rubios, en contraste con lo negro del vestido. Nadie quería creer que María contase sólo doce años, pues estaba tan alta como Heidi, aunque un poco más delgada, y tenía el aire reposado y tranquilo de una muchacha de más edad. En realidad, María había sido siempre «una niña mayor». Limpia, formal, obediente… Siempre llevaba en orden sus tirabuzones y siempre impecable el traje. Había en aquella muchacha algo que entonces nadie acertaba a explicarse. Como una especie de inmunidad contra el barro, contra el polvo, contra todo lo que significara suciedad. Cuando el señor Rivero sacaba al campo a sus hijas, las dos corrían por los caminos y por los pastos, las dos se encaramaban sobre los montones de grava, las dos se metían en las zanjas de la carretera, y trepaban por los árboles. Lena regresaba a casa como regresa el soldado de una batalla. María, siempre impecable.

Lena lo recordaba con envidia, mirándola probarse su traje nuevo, cuando desde el primer rellano de la escalera llamó Ger:

—¡Mamá!… ¡Mamá!… ¿Cuántos gramos de café he de dar por dos pesetas?…

Tía Mag entró en el salón con las mangas del vestido remangadas y los brazos salpicados de tinte, repitiendo la pregunta de Ger:

—Dice el niño que…

La señora Rivero agitó, con impaciencia, su rosario:

—¡Calamidad de muchachos!… Vamos, Lena, por favor, baja tú y ayúdale a despachar a esa gente. Dile…

Sin escuchar más explicaciones, Lena salió al pasillo, montó en el pasamanos y dos segundos más tarde aterrizaba en la tienda, en la que dos vecinas se lamentaban de la muerte del señor Rivero, mientras se despachaban ellas mismas el comestible.

Disimuladamente, la muchacha acercó al mostrador una pequeña tarima y, subiéndose sobre ella, atendió a las vecinas como la señora Rivero lo hubiese hecho.

Ger aprovechó la presencia de su hermana para marcharse.

—Escúchame, «Ranita». Si mamá te pregunta por mí, le dices que…, en fin, dile que me fui a casa de Ribas a pedirle la traducción de inglés. Mañana tendré que volver a clase, y ya ves…, tenemos los exámenes encima.

—Está bien —concedió Lena—, pero vuelve en seguida. Puede llamarme Gina para tomarme medidas y no voy a dejar la tienda sola. ¿Dónde está Cheni?

—Cheni fue a la estación a recoger mercancía. Regresará en seguida.

Lena movió la cabeza negativamente. Por experiencia sabía que Cheni no regresaría ya hasta la hora de comer. Solía hacerlo cuando vivía el señor Rivero, y ahora que nadie iba a reñirle, se quedaría a jugar en cualquier parte, regresando cuando el hambre le acuciarse. ¡Si conocería ella a Cheni!

En realidad, lo único que lamentaba era no poder salir ella también y hacer lo mismo que Ger y que el criado. Éste era para Lena, más que un criado, un compañero de juegos. La dejaba montar en la carretilla, la enseñaba a fabricar flautas de caña, le traía manzanas verdes que robaba en las fincas próximas a su casa… y la obedecía siempre con fidelidad de perro. Era el lugarteniente de la niña en sus correrías por el barrio y alcahueteaba todas sus travesuras. A cambio de esto, ella se mostraba condescendiente con el muchacho, le disculpaba ante sus padres y encubría sus pequeñas raterías.

Aquella mañana, Lena iba a aburrirse mucho sin Cheni y sin su hermano. Antes de marcharse éste, retiró de la Caja algún dinero. Sorprendió Lena la maniobra y le dijo:

—¡Has cogido dinero de la Caja! Se lo diré a mamá.

Ger tomó a la niña en sus brazos, haciéndola dar en el aire dos volteretas.

—No seas soplona, «Ranita». Te traeré un pastel si no le dices nada. Tengo que comprarme cuadernos, y… ya sabes cómo es mamá. Protesta siempre que gastamos algunos céntimos.

Desde la puerta se volvió poniendo hocico de conejo para hacerla reír. La chica, naturalmente, se rió, reconciliada ya con él, y le envió un beso.

A pesar de sus piquillas de muchachos, los hermanos se querían mucho. Lena admiraba a Ger y estaba muy orgullosa porque todas las jovencitas de la calle y del Colegio pretendían ser novias suyas, le enviaban cigarrillos de sus hermanos, chiclé perfumado para mascar, caramelos de futbolistas para su colección, y hasta cartas apasionadas. Lena era la mensajera y se ponía insoportable en su papel de peana, por la que se adora al santo.

En verdad, podía estar orgullosa de su hermano. Era un muchacho hermoso. Alto. Fuerte. Había heredado la belleza de su madre y la virilidad de los Rivero. Físicamente, Germán Rivero era todo un Quintana: blanco, rubio, de ojos intensamente azules… Se parecía mucho a María y con ella gozaba de la predilección de la señora Rivero. Tanto le había mimado ésta y tan cosido le tenía a sus faldas, que el «Aguilucho» le despreciaba. Con frecuencia decía a Lena, dándole unos cachetitos cariñosos: «¡Tú sí que eres todo un chico! Si fueses un muchacho, ya te habría enviado a América. Pero Ger tiene miedo al agua… Y tu madre prefiere convertirle en un picapleitos».

Sin embargo, el señor Rivero era injusto con él. Pese a cuanto afirmaba, Ger tenía en gestación una recia personalidad que más tarde había de ponerse de manifiesto, aunque entonces era sólo «nuestro Ger», el muchacho mimado al que adoraban todas, por ser el único varón de la familia.

Cuando Ger salió de casa aquella mañana, Lena se entretuvo revolviendo las cajas de las estanterías, mientras las parroquianas no la reclamaban. Encaramada estaba sobre la escalerilla de mano, tragando el polvo de los estantes más altos, cuando a la misma puerta de la tienda se detuvo un organillo callejero y se puso a tocar «La Java». La música electrizaba a Lena, incluso la pobre musiquilla de manubrio, que iba sembrando de alegres notas las calles de la ciudad. Columpiándose en lo alto de la escalerilla, comenzó a tararear los primeros compases de aquella música pegadiza, y hubiese terminado cantando a voces de no haber oído a tía Mag, que gritaba desde la cocina:

—¡Lenita!… ¡¡Nita!!… Dice tu madre que despaches pronto a ese hombre… ¡Jesús, Señor! Para músicas estamos.

La niña bajó de la escalerilla, retiró de la Caja algunas monedas y salió a la calle a decirle al organillero que se fuera. El hombre, arrastrando lentamente su pata de palo —Lena no se explicaba por qué todos los organilleros tenían patas de palo—, había interrumpido ya su concierto y se retiraba, saludando con la gorra en la mano a alguien que desde el balcón le había echado unos céntimos rogándole que se fuera con la música a otra parte. Lena miró hacia arriba y vio retirarse a Gina. También Heidi cerraba precipitadamente el balcón y Guillermo huía calle abajo. Entonces, recordando el encargo de Heidi, se quedó consternada esperando la escena borrascosa que entre su madre y su hermana iba a desarrollarse. Pero con gran sorpresa por su parte, transcurrió toda la mañana y llegó la hora del almuerzo sin que hubiese estalladlo la tormenta.

Almorzaron muy tarde, esperando por Ger. Presentóse éste cerca de las cuatro, jadeante, cubierto de sudor y con las ropas llenas de barro. Sin duda venía de jugar al fútbol, en Buenavista. No hacía falta preguntarle…

Entró en el comedor, como Heidi, con la cabeza baja, y ocupó su sitio en silencio.

La comida fue para Lena otra sorpresa. Por primera vez, desde que era capaz de recordar, no les servía Petrona el clásico cocido. ¿Qué significaba aquello? Era un síntoma revolucionario que nadie se hubiera atrevido a provocar mientras vivió el «Aguilucho». En medio del caos administrativo de tía Mag y del desorden que reinaba en la casa, se respetaban ciertas costumbres y ciertas instituciones, como si fueran sagradas. Una de ellas era aquella del cocido, que, invariablemente, constituía el primer plato del almuerzo. ¿Porque el señor Rivero lo hubiese impuesto?… Seguramente, no. Era costumbre vieja de los Quintana, castellanos de origen. Por otra parte, no era el «Aguilucho» quien representaba en el hogar el espíritu del orden y de la disciplina. Pero el «Aguilucho» había muerto y la señora Rivero se encontraba preocupada y hacía constantemente concesiones para sostener la paz. Tía Mag se había aprovechado de aquella brecha para lanzarse por ella con su bandera de rebeldía. El pacifico desorden del hogar era el único gesto de rebeldía que la humilde señorita Quintana se permitía tener.