OVIEDO es una ciudad dormida.
Por las calles, estrechas y empinadas, del Oviedo antiguo, envueltas, de ordinario, en espesa niebla, corre un sueño de siglos. Las moradas humildes, de paredes desconchadas por la humedad, se aprietan en torno a los palacios y caserones con fachadas de piedra renegrecida. Unos y otra parecen dormitar constantemente en un dulce letargo. El gris plomizo del cielo ampara el plácido sueño de la ciudad, y la niebla, que la envuelve celosamente, amortigua los ruidos callejeros. El timbrazo violento de los tranvías, el claxon de los coches, las campanas de iglesias y conventos que llaman continuamente a la oración, se quedan enredados entre la muelle niebla, húmeda y pegajosa…
Cuando el sol logra desgarrar las nubes y posarse sobre el mojado asfalto, toda la ciudad se esponja y se empapa de sol, con una ancha avidez desconocida en los pueblos de la meseta y del mediodía. Pero el sol no visita con frecuencia esta triste ciudad y el sucio algodón del cielo achata los horizontes envolviéndolos en una campana gris.
En los amaneceres, contemplado desde los altos del Naranco, presenta el valle de Oviedo el fantástico aspecto de un mar embravecido, de entre cuyas espumas van surgiendo, como islotes encadenados, los picachos de Morcín. Si el sol consigue disipar la niebla, aparece en seguida, como un faro, la aguja gótica de la Catedral. Tras ella van emergiendo, de entre la espuma blanca, los rascacielos del Oviedo moderno, las torres de San Juan y de San Isidoro, Santo Domingo y las Salesas. Y por fin, los tejados rojos y grises del caserío, con sus penachos de humo. Oviedo se despereza…
Pero no logra sacudir por completo su modorra de siglos, en los que la leyenda y la tradición fueron tejiendo juntas la historia de la ciudad. Una revolución y una guerra civil, desgarrando su carne, cubriendo su epidermis de cicatrices, obligándola a restaurar sus miembros amputados, han cambiado ligeramente su faz, pero no han conseguido transformar la esencia íntima de su ser. A raíz de sufrir la devastación trágica de la guerra, como un muchacho cuando sale de la cama convaleciente de una grave enfermedad, Oviedo «dio un estirón». Rompiendo diques de intereses creados y de prejuicios, se lanzó a la conquista del espacio, convirtiendo en realidad muchos proyectos que los Ayuntamientos de la Monarquía y de la República empezaban a planear tímidamente, sin llegar a realizarlos, A lo largo, a lo ancho, a lo alto, empezó Oviedo a crecer y a transformarse, obligado por la necesidad.
Pese a esta sed de expansión, en las calles y plazas del Oviedo antiguo, en sus rincones bellos y románticos, como petrificados sueños del pasado, entre las mismas piedras centenarias, cubiertas de verdín por la humedad, sigue latiendo, rebelde, el espíritu sedentario de la población. Ese duende de las ciudades viejas, que se burla del progreso, de la urbanización, de los deportes, de cuanto representa modernismo, porque tiene su morada en paz en las estrechas y silenciosas rúas de la inmortal Vetusta, a la sombra de los venerables muros de su Catedral. Allí está el alma de Oviedo. Un alma hecha de grandezas y de pequeñas miserias, de heroísmo, de timideces, de renunciaciones… Un alma que se alarma y protesta ante cada innovación de las costumbres. Un alma somnolienta que se mira en el espejo del pasado, viviendo un poco a crédito del pensamiento de las generaciones anteriores. Los ovetenses saben que no es fácil sacudirse la tiranía de este espíritu imponderable de la vieja ciudad. Que atesora, por otra parte, cuanto de típico, de artístico, de folklórico existe en la capital del Principado.
La personalidad de Oviedo, insobornable y firme, bajo el paisaje blando de la niebla, suele pasar inadvertida a los ojos del viajero que entra en esta ciudad por la Estación del Norte. Uría, una calle vulgar —que bien puede ser la calle principal de una capital cualquiera de provincia—, le da la bienvenida. Y el viajero, que no cala buscando el alma de Oviedo, cree hallarse en una ciudad moderna, estandarizada, incorporada definitivamente al momento actual.
Impresión que recibió Lena Rivero cuando llegó a la ciudad en la primavera del año 1950.
El tren entró en la estación arrastrándose perezosamente por la espesa niebla que envolvía a la ciudad.
Antes de que el convoy se hubiese detenido, Lena Rivero recogió su equipaje y abrió la portezuela del sleeping, impaciente por descender al andén. Regresaba a la ciudad después de una larga ausencia y sentía prisa por recorrerla toda, por acariciar sus piedras centenarias, por hallar en cada calle, en cada plaza, alguna huella de la familia Rivero, cuya historia quería desempolvar. Muchas veces, en aquellos años de ausencia, se había preguntado Magdalena qué había de cierto en la odiosa leyenda que su familia arrastraba como una cadena. Leyenda que, en el transcurso de varias generaciones, no se había desmentido una sola vez.
Lena Rivero defendía, en sus artículos y en sus novelas, la influencia de lo hereditario sobre el ambiente, como factor determinante de la personalidad. Creía tener motivos para hacerlo. De la herencia, algo sabían los Rivero por experiencia. Era el ambiente lo que Magdalena buscaba entonces. Quería pulsarlo de nuevo. Quería fundirse en él, en un deseo, un poco inconsciente, de encontrar en el escenario de su rebelde infancia otra justificación para su disparatada juventud.
Y allí estaba, sobre el andén, un tanto desconcertada. ¿Se encontraba realmente en su ciudad natal, en la misma estación que la vio partir?…
Ante ella se levantaba ahora un hermoso edificio de arquitectura moderna, que en nada se parecía a la vieja estación cuyo recuerdo conservaba en su memoria. Era un edificio viejo, de ladrillos rojos, con una marquesina de cristales renegridos por el humo. A un lado de la estación estaba la cantina. Un quiosco, también de ladrillos rojos, rematado por un tejado de pagoda china. Cuando tío Juan Rivero se iba a Roma, o salía, simplemente, de la ciudad, capitaneando alguna peregrinación de menor importancia, su padre la llevaba a despedirle. Después de arrancar el tren, entraban en la pagoda china a tomar un refresco. «Toma, Nita», le decía el señor Rivero, ofreciéndole un vaso de naranjada. «Pero cuidado con mancharte el vestido. Nos regañaría tu madre.» Desde luego, Magdalena vertía el refresco sobre su trajecito, el «Aguilucho» hacía un amargo gesto de resignación, y al regresar a casa se producía la escena que temían.
Pero aquello pertenecía ya al pasado. Su padre había desaparecido como la vieja estación de ladrillos rojos, y Magdalena se encontraba sola, aquella mañana, en una estación que le era desconocida, rodeada de una gente también extraña.
Al buscar la salida tropezó con una pequeña verja que cercaba una escalera. «Paso al andén II», leyó sobre ella. Y sonrió complacida. Se veía que la ciudad progresaba…
En el patio de coches su complacencia se trocó en desilusión: su amigo el Covadonga no la esperaba.
«Debí preverlo —pensó Lena Rivero—. ¡Tantos años!»
El coche del Hotel Covadonga era en Oviedo como una institución. Enorme y elegante en su estilo (hoy hubiese resultado por su forma una especie de monstruo antediluviano), cuando pasaba por la calle Uría, entre la gente ociosa que a cualquier hora deambulaba por ella, arrancaba un obligado comentario. «Ahí viene el Covadonga. Ya ha llegado el exprés.»
Lena solía pasearse, cuando era niña, montándose en la trasera del coche, como un pilluelo. Colgada del estribo, o agarrada a la barandilla posterior, recorría diariamente la distancia que mediaba desde la Plaza de Porlier a la Estación del Norte, cuidando de apearse antes de que el coche se detuviera, para no ser sorprendida. Cuando el coche recogía los viajeros, ella volvía a instalarse en su puesto de retaguardia, observando con gran curiosidad a las elegantes damas que ocupaban los mullidos asientos. «Yo también seré algún día una distinguida dama —pensaba Lena, procurando guardar el equilibrio para no estrellarse contra el asfalto—, y regresaré a Oviedo vestida muy elegante. Me sentaré cómodamente en el interior del coche, y al llegar al Hotel me inscribiré en el Registro de viajeros con un gesto cansado y cosmopolita…»
Lena contaba, por aquella época, diez o doce años y era una chiquilla inquieta, de ojos demasiado grandes para su cara menuda, piernas demasiado flacas y largas para sus años, y una imaginación que también desbordaba toda medida normal. Cómo y cuándo iba a conseguir lo que deseaba, era cosa en la que no se detenía a pensar. Su padre le había dicho muchas veces que los Rivero conseguían cuanto se proponían, y ¡ella era una Rivero! La razón era suficiente.
No se equivocó la niña. Fueron pasando los años, y aquel deseo de su infancia, nunca olvidado, estaba a punto de realizarse aquella mañana. Había regresado a Oviedo en coche-cama, se envolvía en un abrigo de visón, traía en el bolso su talonario de cheques… Pero la Estación del Norte no era la vieja estación de ladrillos rojos que la había visto partir, ni en el patio de coches le esperaba ya el Covadonga.
Sí, el «Aguilucho» le había asegurado que los Rivero conseguían siempre cuanto se proponían. Lo que no le había dicho era que con frecuencia, cuando ya lo habían conseguido, faltaba la razón, el estímulo, que les había impulsado a alcanzarlo. Decepcionada, atravesó Magdalena la doble hilera formada por los mozos de equipajes, que gritaban nombres de hoteles y de pensiones, y se fundió entre la riada de viajeros, de taxis, de carretillas…
Uno de aquellos mozos se le acercó, preguntando:
—¿Taxi? ¿Hotel?…
Le entregó Lena su bolso de avión, único equipaje que la acompañaba, pues no podía detenerse mucho tiempo en Oviedo, y le ordenó:
—Llévelo al «Covadonga». Yo iré andando.
Al oír aquel nombre y fijarse detenidamente en la dama, el mozo se descubrió con respeto, rascóse la pelada cabezota, y sonrió.
—El Hotel Covadonga ya no existe —dijo titubeando—. Hace años que se ha cerrado. Pero si la señora lo desea, puedo llevarla al Hotel Principado. Es ahora el mejor de Oviedo.
—¿Principado?… —inquirió Lena, sin recordar aquel nombre.
—En la calle de San Francisco…
—¡Magnifico! Desde luego…
—Sí, señora. ¡Magnífico! Es un hotel de primera categoría.
—No es eso lo que me importa sino el hecho de que se encuentre situado en la calle de San Francisco. Allí, precisamente… Bien; llévese mi maleta. Yo iré andando.
Entregó su bolso al mozo, y le dejó marchar delante de ella. No necesitaba guía. Prefería internarse sola por la ciudad y recorrerla toda, como la recorría cuando era niña, tratando de descubrir en cada calle, en cada plaza, en cada rincón, un encanto nuevo.
Salió del patio de coches, caminando despacio por Uría. La niebla que le había velado el paisaje desde que el tren había pasado el Puerto de Pajares, acababa de resolverse en una fina lluvia y mojaba sus manos y su cara, quedándosele prendida en menudas gotas sobre el abrigo. Sonrió satisfecha al considerar que, al menos, el «orbayu» no había faltado a la cita. Le bastaba su presencia para sentirse en Oviedo, para volver a identificarse con su ciudad. La primavera, que reventaba en los jardines madrileños en una eclosión gozosa, seguía siendo, en la vieja ciudad norteña, una prolongación del invierno húmedo y dulce que disfrutaba.
En fin, ya estaba allí, como años antes, caminando bajo la lluvia por «la principal arteria de la capital», como se la llamaba en las antiguas crónicas de sociedad. Sin embargo, ni ella era ya «Ranita», la chiquilla revoltosa que impacientaba a la señora Rivero con sus travesuras, ni la calle de Uría tenía tampoco aquella fisonomía, un poco ingenua, de sus primeros años. La mayor parte de los edificios que ahora ocupaban sus dos aceras habían sido levantados o reconstruidos después de la guerra y se habían tragado a los pequeños chalets que en otro tiempo la perfumaban con los magnolios y rosales de sus jardines. Indudablemente, todo había cambiado bastante.
La gente que pasaba a su lado caminaba sin prisa. Con ese caminar lento de la gente provinciana que no conoce las distancias grandes y pasea, más que camina, cuando va a sus ocupaciones. La lluvia parecía no molestarles. Los habitantes de países húmedos desconocen el miedo al agua, que obliga a refugiarse en las casas y en los cafés a los moradores de climas secos. Magdalena Rivero se fijó en unas pequeñas que, riendo y jugando bajo la lluvia, se detuvieron ante ella. Quizás alguna de aquellas niñas fuese hija de una amiga de su infancia, de una antigua condiscípula del colegio. Tal vez ni siquiera fuesen de Oviedo. La guerra había destrozado muchos hogares, dispersando a sus miembros por todo el mapa de España, y no resultaría fácil encontrar reunida a una familia en su lugar de origen. Cuantas personas se cruzaban con ella le eran desconocidas.
Se detuvo al llegar al Boulevard. «¿Cómo le llamarán ahora? —se preguntó—. Seguramente Paseo de X… o Avenida de Z…» Era de protocolo. Sin embargo, para los ovetenses seguiría siendo siempre el Boulevard. Y así se le llamaría, por los años de los años, lo mismo que en otro tiempo se le llamaba Paseo de los Álamos.
¡Viejo Paseo de los Álamos!… Toda la historia de una generación, de una ciudad, se encerraba en estas palabras.
El moderno Boulevard había sido, treinta años antes, el provinciano Paseo de los Álamos, que remataba el parque de San Francisco en su límite de la calle de Uría. Ancho paseo sombreado y recogido entre los álamos que le daban su nombre. Una apretada hilera lo partía en dos avenidas —de ida y de regreso—, por las que paseaban las señoritas. Las artesanas debían hacerlo por la acera que bordeaba el parque, si no querían despertar la murmuración de todo Oviedo, que las censuraría duramente si se atrevían a pasar la raya marcada por los convencionalismos. A su vez, las artesanas cuidaban de que ninguna muchacha de servicio, ni obrerita de poca categoría, se atreviese a alternar con ellas, y defendían lo que hoy se llamaría su «espacio vital», con el mismo tesón y orgullo con que la «gente bien» defendía el suyo.
El Oviedo de la segunda década del siglo conservaba, de una manera ostensible, las características de los pueblos pequeños, donde la diferencia de clases es más notoria que en las grandes ciudades.
El primer paso hacia la democratización de costumbres lo dio Oviedo, sin percatarse de ello, al hacer desaparecer el tradicional Paseo de los Álamos, convirtiéndolo en un paseo asfaltado, que los ovetenses empezaron a llamar el Boulevard. Su nombre oficial, durante la última época de la Monarquía, era el de Príncipe Alfonso, y más tarde, al advenimiento de la República, el de Pablo Iglesias.
Cada uno de estos nombres hizo evocar a Lena diferentes escenas de las que ella había sido espectadora: Pequeñas conspiraciones. Conciertos de la Banda de Ingenieros. Desfiles de los «Somatenes Armados de la 8.a Región». Conciliábulos de las juventudes rebeldes, no adictas a la U. P. Certámenes de Bailes Regionales. Tribunas engalanadas. Banderolas. Carreras de estudiantes, dispersos por la policía. Tracas. Pancartas. Mítines de propaganda electoral. Hormigueo de camisas azules y de camisas rojas que la cuenca minera volcaba sobre la capital. Incendios. Turbantes blancos y tarbuses rojos. Desfiles. Zumbido de aviones. Impactos de metralla sobre el asfalto. Descargas homicidas. Y otra vez tribunas engalanadas. Nuevos desfiles. Banderolas. Certámenes de bailes regionales… La historia se repetía. Y el Boulevard ovetense, como el espejo maravilloso de los cuentos, iba recogiendo siempre, y reflejando, el latir de la ciudad…
El monumento al Conde de Santa Bárbara, que se levantaba al término del Boulevard, cortó con su presencia el hilo de sus recuerdos. Lena lo saludó como a un viejo amigo y le habló con la naturalidad con que acostumbraba a hablar a los animales o a las estatuas y demás cosas inanimadas. A los ojos de la última Rivero no había diferencia alguna entre animales y cosas, si de cariño y simpatía se trataba. Eran sencillamente seres amigos o enemigos, según cayesen dentro del reducido círculo de sus simpatías, o residiesen al otro lado de la trinchera de la incomprensión. El monumento al Conde de Santa Bárbara —como la estatua del inquisidor Valdés y el busto del cabecilla Riego— pertenecía al grupo de los seres amigos, y esto era suficiente para que ella le saludase familiarmente:
—¡Buenos días, José Tartiere! ¿No me recuerdas?… Pues yo no te he olvidado. Ni a ti, ni a esos muchachos que te rodean simbolizando el Trabajo. Confieso, querido Conde, que en mi infancia me atraían sus esculturas más que la tuya. Y aun hoy… En fin, tienes que reconocer conmigo que no están mal… Sí, ya sé que, según mi madre, yo he heredado el espíritu plebeyo de los Rivero. ¡Qué se va a hacer! Como diría tía Carina, «cada uno es como es, y nosotros los Rivero, somos así».
Pero Lena no acostumbraba a perder mucho tiempo en pláticas amistosas y se despidió del Conde y de sus atletas, para comprar en el pequeño quiosco de las flores una plantita. Era el quiosco de antaño, de paredes de cristal y caprichoso tejado, ante el cual se había parado tantas veces durante su infancia. El quiosco no vendía flores, sino ramos de encargo, y Lena compró un cactus para no alejarse del puesto con las manos vacías. Después atravesó la plaza de la Escandalera y encaminó sus pasos, por San Francisco, hacia la Universidad.
Sobre sus espesos muros halló escrita en latín una leyenda, cantando, a la antigua usanza, al vencedor de la guerra, bajo cuyos auspicios se había reconstruido la Universidad. La leyenda nada decía a sus recuerdos, pero allí estaban las cadenas, sus cadenas, resistiendo guerras y revoluciones, inmutables al paso de los acontecimientos. Las acarició con emoción y sintió que, a su contacto, el corazón le latía aceleradamente. Las cadenas de la Universidad de Oviedo eran algo consustancial con su vida. Cuando era niña se columpiaba en ellas, después de haberlas ganado, en buena lid, a los muchachos del barrio. Ger afirmaba, muy seriamente, que le pertenecían por derecho de conquista. Y para mortificar a Heidi en su vanidad, solía añadir con voz hueca: «Coloquemos las cadenas de la Universidad sobre campo de… patatas de “La Uva de Oro”. ¡Ah! Y no olvidemos las tenacillas de rizar el pelo, que adornarán el escudo de los Rivero».
Heidi no se enfadaba demasiado. Tanto Ger como Heidi eran encantadores. También María era buena chica. No intervenía en los altercados de sus hermanos sino para tratar de reconciliarles. Ger la llamaba «Santa María» y todos encontraban muy oportuno el nombre. Lo que Lena no hallaba justificado era el de «Ranita» que le daban a ella. Había sido una niña flaca y alta, que en nada se parecía al pequeño batracio. «En todo caso —pensaba ahora—, sus ojos… Tal vez sus ojos… Los ojos de los Rivero, grandes y tristes, anclados a flor de piel, bajo una frente amplia, aunque no muy bella.» Su tía Magdalena —a la que llamaban sólo Mag, y en honor a la cual le habían puesto a ella su nombre, convertido a su vez en Lena— la peinaba, cuando era niña, partiéndole los cabellos en dos trenzas, apretadas y largas, que no la favorecían gran cosa. Estaba claro que a Ger no le parecía bonita.
Fue tía Mag quien le contó la leyenda relacionada con las cadenas de la Universidad. Y en aquellos lejanos tiempos, la calle de la Universidad se llamaba la calle de la Picota. Por la de San Francisco subían los reos de la Inquisición cubiertos con su sambenito. Los llevaban montados sobre una mula y, según decía tía Mag, el reo que, dando un salto, conseguía agarrarse a las cadenas, había salvado su vida.
Lo que había de verdad y de mentira en las historias que tía Mag le contaba durante su infancia era cosa que no importaba a Lena. Lo interesante era la leyenda en sí, aunque se tratase sólo de un simbolismo. Y era agradable escuchar la voz suave y monótona de tía Mag relatando sus cuentos antiguos, mientras el canalón de la casa, siempre roto a la altura de los balcones, volcaba incansable, sobre la acera, el agua que recogía en el tejado. Los días de lluvia, tan frecuentes en la comarca, no se le hacían a Lena insoportables gracias a las leyendas y a los cuentos de tía Mag.
Bien. Debía hacer justicia a Heidi. También Heidi contaba hermosos cuentos, tocaba en el viejo Erard bellas sonatas y, sobre todo, ¡ah!, sobre todo, Heidi era una muchacha tan divertida… Los estudiantes así lo reconocían al proclamarla su diosa.
La noticia de aquella coronación olímpica la había lanzado a los vientos el Spleen, el periódico cómico-satírico editado por los estudiantes, que era recibido con angustiosa expectación en todos los hogares. Por él iban desfilando, tratadas con mayor o menor respeto, las muchachas casaderas de la ciudad. En seguida se las reconocía a través de la bien trazada caricatura, y eran el comentario de la semana. A Heidi se la trataba siempre con exquisita galantería. Nadie podía explicar por qué Heidi, la traviesa, la que sin duda merecía como ninguna la sátira y la venganza de los hijos de Adán, había sido proclamada, públicamente, «Diosa de los Estudiantes», y recibía el incienso de toda la juventud masculina del Rectorado. Sin embargo, tenía su explicación: Heidi a todos los acogía con la misma sonrisa, a todos halagaba con sus promesas, sin entregarse jamás a un solo amor. Y al no tener «novio oficial», cada uno de los amigos podía considerarse un poco novio suyo, y se inflamaba bajo su ardiente mirada y su hechicera sonrisa. Los apasionados versos que unos y otros le dedicaban en el Spleen fueron, durante mucho tiempo, la comidilla de la ciudad.
Lena Rivero contempló la Universidad con el cariño con que se vuelve a ver a una antigua amiga. Su patio, que conoció los éxitos amorosos de su hermana, había sido también el escenario de sus travesuras. Allí, frente a las mismas puertas de la Universidad, se alzaba, en otro tiempo, la casa de los Rivero. La casa ya no existía, pero allí estaba la Universidad, con su torre cuadrada, con sus cadenas, con la negra estatua del fundador plantada en medio del claustro, despertando en la viajera todo un mundo de recuerdos…
Columpiándose suavemente en las vetustas cadenas, Lena Rivero cerró los ojos, se olvidó de cuanto la rodeaba, y sintió que comenzaba a hundirse en el pasado. En un pasado que se levantaba ante ella, envuelto en la doble niebla del clima y de los años, y empezaba a proyectarse en su memoria, con tal lentitud, con tanto detalle, que revelaba lo profundamente que se le habían quedado grabados aquellos recuerdos. Le parecía que un operador fantástico empezaba a proyectar ante ella la película de su vida, empleando el reconocido truco de la cámara lenta…
Sí, lentamente… lentamente… con el pausado ritmo de la ciudad. Allí estaba otra vez la casa de los Rivero, levantándose frente a los mismos muros de la Universidad. Y en ella una familia, sobre la que pesaba la leyenda de una herencia terrible.
Componían la familia el señor Rivero, llamado de sobrenombre el «Aguilucho»; la señora Rivero, poseedora de una elegante bata de terciopelo azul, adornada con esterillas negras; abuela Ana, madre de la señora Rivero; tía Mag, hermana de la señora Rivero y dueña de un humilde delantal color chocolate; Heidi, hija del señor Rivero y de la señora W…; y tres hijos del matrimonio Rivero, llamados Germán, María y Magdalena, más conocidos por «nuestro Ger», «Santa María» y «Ranita».
Cuando nació «Ranita», abuela Ana empezó a pensar en abandonarles, pareciéndole, sin duda, que las cosas se complicaban ya demasiado. Su muerte no alteró el ritmo de vida en la casa de los Rivero. Pero nueve años más tarde, concretamente un día de la primavera del año 1924…