EN LA PLAZA DE VILLALOBOS quedan ya muy pocas luces encendidas. Una es la del cura. Otra la del alcalde. Otra la de la oficina de Correos.
En medio de estas luces hay una oscuridad densa y cálida que se aferra a las cosas con una caricia llena de voluptuosidad.
Las paredes blancas, las colgaduras de la fiesta malograda se han ido desvaneciendo poco a poco en la penumbra niveladora.
Primero se ha apagado la luz del alcalde. Después la de la oficina de Correos. El cartero y barrendero de Villalobos ha atravesado la plaza con paso lento y desgalichado. Después se ha metido por una callejuela. Sus pasos llenan al principio todo el silencio:
—Toc, toc, toc…
Después se pierden dentro de la sombra.
El reloj de la parroquia da una hora con voz cascada de puro vieja y monótona. Son las doce y media. A punto de terminar el día, esta jornada que Villalobos ha vivido de cara a la muerte…
La luz del cura ha oscilado. Después se apaga de una vez y todo queda en tinieblas, mientras en la lejanía empieza a levantarse la luna en medio del desierto sin color.
Por encima de los tejados, sobre toda la meseta circundante, hay un confuso rumor de seres que despiertan, de cosas que siguen viviendo cuando todo acaba en el pueblo. El vuelo mudo de los murciélagos traza geometrías invisibles bajo los aleros, y choca con las ventanas entreabiertas de las casas. Para ellos también hay una vida mientras peregrinan hacia la muerte. Pero cuando muera uno de estos pequeños seres de la noche, nadie de los que viven de día en Villalobos les dedicará un recuerdo, ni una oración, ni saldrá a la calle a comunicar la noticia a las vecinas.
Hay un mundo al lado de otro mundo. Junto a Villalobos hay otro espacio lleno de vitalidad que avanza hacia el mismo fin común, en la noche llena de luz blanca. Hay insectos que mueren, y estrellas que perecen tal vez cada minuto. Hay millones de latidos que cesan mientras en Villalobos duermen los buenos ciudadanos, los clientes del Tuerto, las alumnas de la señorita Benigna, el Tonio y la Cinda.
Mientras dura esta paz, hasta que llegue un nuevo día, sólo Dios sabe lo que está fraguando en cada alcoba, en cada corazón, en cada polvo minúsculo.
Ignoramos qué rumor correrá a la mañana siguiente. Si las campanas que toque el hijo de la sacristana serán por alguien que se ha ido, o por alguien que llega.
Habrá niños en el Hospital de Afuera y es posible que lleguen a vivir mejor en la alquería de la pobrecita doña Paula. Pero todo esto pasará también como las banderolas, las colgaduras y la limpieza de la plaza para recibir a un gobernador que a última hora no vino.
Habrá sido todo una especie de comedia, una farsa con la que hemos disfrazado el acontecimiento más grande del día. La gente habrá huido del pensamiento que deseaba evitar, y el recuerdo de la pobrecita doña Paula habrá cristalizado en la oración de última hora.
Entretanto, muchos pensarán que a Villalobos le ha ido bien. Que lo que interesaba era que muchas cosas quedaran como estaban y que no cambiaran de dueño.
Y no habrán pensado que es la vida, cada día, cada minuto, la que cambia de dueño en Villalobos.
La Coruña, 19 junio-18 septiembre 1954