CON LA MESA PREPARADA para seis, comió el señor alcalde de Villalobos enfrente de su esposa.

El silencio les había acompañado durante todo el ágape, y sólo el ruido de los paladares, de los labios y de los instrumentos sobre el plato fueron el diálogo de aquella comida frustrada que el señor alcalde de Villalobos se había prometido al salir por la mañana a la alquería de doña Paula.

La mujer del alcalde hizo esfuerzos inverosímiles por averiguar qué había ocurrido realmente en la alquería y a qué había ido su marido allí. Pero todo fué en vano, porque don Simplicio estaba más dispuesto a no soltar prenda que ella misma a preguntar.

Por fin, después de un largo silencio, el alcalde rompió a hablar:

—Es necesario que se te ocurra algo, mujer. El señor gobernador puede pasar aquí la noche y entonces ¿qué vamos a hacer?

—¿Pasar la noche aquí? —preguntó la mujer del alcalde, poniendo una larga cara de sobresalto.

—¡Hombre!… ¡Digo yo! Figúrate que viene muy tarde; no le vamos a echar del pueblo como si fuese un cualquiera. Tendremos que alojarle. Y vamos, me parece a mí que lo normal es que se hospede en nuestra casa.

—Bien, bien, Simplicio. Al fin se hará lo que tú quieres y nada más. A mí no me toca más que callar.

—Callar y preparar una gran cena.

—¡Sí, eso es!, para que después nos sobre más de la mitad. Para que nos pase lo que a mediodía. Que ibas a tener tantos invitados y que cociera el jamón. Aquí lo tienes, ¿y qué? ¿Cuánto jamón has comido? No haces más que pensar en tu dichoso gobernador y en el testamento de esa bruja.

Todo esto lo dijo con mucho movimiento de las manos y gran agitación de las cejas, que las tenía negras y pobladas como ala de cuervo, en lo que la hermosa alcaldesa cifraba su mayor orgullo. Era una mujer joven, que había tenido varios hijos, con lo que su cintura había adquirido una forma que daba la mejor impresión de plenitud que podía darse en Villalobos. Su cara, rellena y bien coloreada por los aires de Castilla, era agradable y hasta majestuosa, todo lo contrario de la de su marido, que, a fuerza de abotagada, producía una sensación de guiño pantagruélico más propicio a las risas de los convecinos que al temor. Hablaba con justeza, sin remilgos, pero tampoco con la tosquedad de las mujeres del pueblo, con lo que daba a entender a cualquiera que se encontrara por primera vez con ella, que la alcaldesa de Villalobos era un producto de importación en la comarca: una de esas mujeres que nacen en la capital y hubiera muerto en ella si el bueno de don Simplicio no se la hubiese traído a Villalobos hacía muchos años.

—Mira bien lo que dices —replicó el alcalde, ya picado por los gestos de su mujer—, que cuando las mujeres os ponéis a hablar… Si no traje a nadie a comer es porque las cosas no se han arreglado aún. Después ha llegado el notición del gobernador. Y no iba a invitar al Tuerto y al secretario, para que se comieran nuestro jamón.

La alcaldesa fué a replicar, pero prefirió levantarse en silencio y empezar a recoger la mesa.

En fin, con la testarudez de su marido nunca podría saber lo ocurrido en la alquería, que era, en realidad, lo que le interesaba más que la suerte de sus jamones.

Hacía un calor insoportable y la mujer del alcalde no lograba mitigarlo a pesar de todo el aire que se daba por el escote.

Se había puesto lo mejor que tenía para los domingos y demás fiestas de la iglesia, porque ella no participaba de la opinión de su marido en lo referente a las cosas de la sacristía.

Ahora, en vista de que el señor gobernador podía llegar de un momento a otro, no era cosa de mudarse también, porque aunque aquello no era fiesta de guardar, parecía conveniente que la mujer del alcalde de Villalobos compareciera ante la primera autoridad de la Provincia lo más presentable posible.

Con estas cavilaciones tan ajenas a las que causaban el dolor de cabeza a su marido, iba recogiendo la mesa del frustrado ágape la alcaldesa de Villalobos.

El juez se esforzó durante toda la comida en convencer a su esposa de que aquellos infelices seres que habían descendido con tanto descaro del coche delante de la Parroquia, no tenían en absoluto el aspecto de unos criminales.

Como la cabeza de la señora del juez era tan dura como cualquiera de las piedras berroqueñas que a aquellas horas resistían estoicamente al sol en Villalobos, don Fidel trató por todos los medios de recordar alguna de las teorías caracterológicas que había estudiado cuando aún era un mozalbete de la Facultad y se reía de las estupideces de Lombroso. Ahora sentía haberlo olvidado todo, aunque estaba convencido de que ni la descripción lombrosiana más aguda y exacta podría apear a su mujer de la convicción de que, especialmente el disfrazado de cura, era una especie de Landrú, y franchute por más señas.

Lo que a la mujer de la boca torcida le escandalizaba más era que aquellos pecadorazos hubieran pedido ayuda a la iglesia, y que el calzones del sacristán hubiera cerrado la puerta del templo, después de haberlos admitido en ausencia del cura.

La mujer de la boca torcida revolvía mentalmente el martirologio romano en busca de antecedentes, y mientras sorbía la sopa con un ruido de labios que nada tenía de sentimental, se le iban presentando las imágenes de mártires, vírgenes y sacerdotes que habían resistido hasta el fin los asaltos de los impíos, y no habían permitido que el templo del Señor fuera profanado por hombres como los que ahora estaban encerrados en la Parroquia de Villalobos.

Pero a la mujer de la boca torcida se le ocurrió que aquello traería al menos un gran bien, pues aun teniendo en cuenta los horrores que estarían pasando a estas horas el señor cura párroco y la pobre Isabel, lo cierto era que todo ello traería como consecuencia la expulsión del sacristán y, por consiguiente, de la sacristana también, esa mala pécora, sucia y resucia, que había dado a luz sin permiso de su marido al mocoso del monaguillo.

A ella y a mujeres como la Cinda no habría más remedio que echarlas de Villalobos, si se quería que las pobres monjas del Hospital de Afuera viviesen tranquilas.

Muy ajena debía de andar a todo esto la Cinda cuando después de comer, con la tácita ayuda de don Oroncio, burló la vigilancia de su madre y salió como alma que lleva el diablo hacia el molino.

—Oroncio, prohíbeselo —había dicho la madre al ver que su hija se levantaba de la mesa.

—Pero, mujer… Ella ya es mayor.

La señora Clemencia gimió impotente ante la abulia de su marido.

—Nos traerá un disgusto. Oroncio. Nos traerá un disgusto como la otra vez.

Y se quedó sentada en el comedor, pequeño y adornado con cromos religiosos, hasta los que llegaba, poderoso y dorado, el sol de mediodía.

Bajo la misma luz, el cabello pardo y brillante de la Cinda reverberó por un instante cuando ella empezó a correr entre los trigales. Después, hasta ese destello sucumbió en el polvo de la carretera.

El cartero opinó que lo mejor después de haber comido a medias era echarse una siesta entera, hasta que el señor gobernador interrumpiese con su llegada todas las actividades decentes de Villalobos.

El cartero se quedó dormido en su silla de la oficina de Correos gracias a que la buena diligencia del vecindario hacía innecesaria su labor de barrido vespertino que acostumbraba a hacer a aquellas horas.

El cartero roncaba como un bendito a los pocos minutos de sentarse en su silla de la oficina de Correos, a pesar de ser esta incómoda y desvencijada, como sólo en una oficina de Correos y en Villalobos puede haberlas.

Al cartero le rondaba una mosca impertinente y pesada en la nariz. Se posaba y volvía a volar para posarse otra vez. Pero nada de esto turbó el profundo sueño del cartero en su silla desvencijada y dura.

Soñaba con filas interminables de barriles llenos de tinto, que salían en una especie de procesión mágica desde la taberna del Tuerto, pasaban por la plaza del Ayuntamiento y entraban en la parroquia, donde el señor cura estaba predicando la novena de Santa Olegaria. Después, las campanas tocaban a rebato y por la calle de enfrente a Correos, largas filas de convecinos suyos traían en medio el cadáver de doña Paula. Los barriles y los acompañantes de la vieja entraban a una en la parroquia. Quiso contar los barriles: uno, dos, once, dieciséis… Siguió contando durante varios minutos, hasta cansarse. Después el suelo cedía bajo sus pies. Los barriles a un lado y a otro vociferaban debajo del púlpito donde predicaba el cura la novena de Santa Olegaria. Los que traían el cuerpo de doña Paula lo depositaron en el suelo, en el medio de la iglesia. Entonces los barriles dejaban de hacer ruido y el párroco cesaba en su predicación. Detrás de ambas procesiones venía un grupo de hombres muy graves, que sin embargo llevaban todos en la mano un vaso lleno del mismo tinto de los barriles: eran el alcalde, el gobernador, el Tuerto, don Nando, el juez, el secretario, y una serie de individuos desconocidos a los que el cartero nunca había visto por Villalobos. Todos se sentaban en los primeros bancos, y sin abandonar su gesto de seriedad impresionante levantaban sus vasos, brindaban en silencio, con gestos y guiños, y bebían a la salud de la difunta, que yacía en el medio.

Entretanto, él seguía hundiéndose en mitad de los barriles. Sentía sed y calor; una sed insaciable de aquel vino que bebían todos menos él. Cada vez caía más bajo y nadie parecía hacer caso de él. Los barriles empezaban a reírse a carcajadas. En sus bocas, en sus ojos y en sus narices rezumaba el vino tinto, pero él seguía teniendo sed y hundiéndose en el piso de la iglesia. De pronto quiso gritar y no pudo. Su lengua se movía y sus labios modulaban algo, pero la voz no le salía del cuello, como si la tuviera petrificada en la garganta.

Esto le asustó más que los barriles y el cadáver de doña Paula. En la angustia de la caída quiso cogerse a algo. Estiró las manos, se aferró al respaldo de un banco lleno de mujeres que se habían vuelto a él con ojos asustados y burlones. Zarandeó los pies en el aire…

El cartero de Villalobos despertó sobresaltado de la pesadilla, agitando la escoba, que tenía apoyada en la pared, muy cerca del sitio donde dormía sus siestas. Los barriles habían desaparecido y dentro y fuera de la oficina de Correos la luz del sol tapizaba majestuosamente la silenciosa calma de la tarde.

Al cura de Villalobos le amenazaba la digestión con ponerse de pie en el píloro cada vez que el sacerdote americano reanudaba sus intenciones de hablar latín para entenderse mejor.

La mujer norteamericana sonreía a todo con una mirada desvaída de ternera joven.

El hombre norteamericano daba las gracias cada vez que la Isabel le llenaba el vaso de vino tinto, y miraba con atención a los labios del señor párroco para hacerse cargo de la conversación que este sostenía con su paisano del estado clerical.

El cura de Villalobos hacía verdaderos esfuerzos para no impacientarse cada vez que tenía que repetir, silabeándolas, todas sus palabras dos o tres veces a su colega norteamericano.

La mujer norteamericana se había vestido una sutil falda de un tejido terriblemente vaporoso que resultaba menos digno de una criatura bautizada que el mismo pantalón de viaje. A la Isabel le dieron ganas de santiguarse tres veces seguidas, y don Jenaro opinó que en aquella falda debían estar ocultos tres, por lo menos, de los siete pecados capitales. Pero lo turbador era que la misma sensación de peligro no le permitía apartar los ojos de ella.

El colega americano del señor cura de Villalobos enseñaba la dentadura brillante y limpia de un modo gracioso, siempre que pronunciaba nombres como Aranjuez y Zaragoza. Y se volvía grave y serio al hablar de su eminencia el cardenal de Boston.

Era un hombre joven, rubio y guapo. Aunque era delgado, parecía un atleta, con expresión de niño fumador de puros. Sus ojos azules miraban con sorprendido agrado a todos los ángulos del comedor y de la galería, más allá de la cual se extendía el panorama luminoso y cálido de la plaza llena de colgaduras y banderitas. Sonreía siempre que el cura de Villalobos le dirigía la palabra, y siempre que encontraba invencibles dificultades para hacerse entender. A la Isabel acabó por hacérsele simpático y, mientras servía, no dejaba de cavilar sobre qué significado podrían tener en aquel cuerpo de atleta esos ojos azules de niño fumador de puros.

El hombre americano seguía sin entender nada de lo que decía el cura de Villalobos, por más que se esforzaba en mirar los labios de don Jenaro.

A don Jenaro no le escandalizó mucho que la brisa que entraba desde la galería jugara con la sutil falda de la mujer, pero en cambio le llamó poderosamente la atención que sus tres comensales hubieran visto bañarse de cuerpo entero en una piscina a su eminencia el cardenal de Boston.

Isabel no sabía quién pudiera ser el cardenal de Boston, pero sospechó que sería un hombre de goma o algo de propaganda como lo que había visto en la capital las dos veces que había estado allí. De todas maneras no comprendía cómo a los franchutes podía parecerles atractivo que un hombre de goma como el cardenal de Boston se bañara en una piscina pública.

El párroco contó a sus huéspedes americanos que a él le habían entrado en pleno agosto muchas ganas de bañarse en el río de Villalobos, pero nunca había visto a ningún cardenal bañarse en una piscina, aunque no dudaba de que tal espectáculo sería muy edificante y constituiría una formidable derrota del infierno.

El colega americano del señor cura opinó que, en efecto, era una verdadera derrota del demonio el que la Santa Madre Iglesia entrara por fin en las piscinas públicas y se bañara a la vista de todos, puesto que la Santa Madre Iglesia no tenía tantas deformidades que ocultar como muchas damas honorables que se bañaban en esos mismos lugares.

A la Isabel le extrañó que algunas damas honorables se bañaran alguna vez, y se fué a la cocina preguntándose si aquella franchuta que comía con su amo sería una de esas damas honorables.

El hombre americano sonreía con paciencia a cada movimiento de los labios del señor párroco y hacía gestos afirmativos cuando el señor cura opinaba que en Norteamérica debían andar sueltos los siete pecados capitales, y movía negativamente la cabeza cuando el párroco afirmaba que el catolicismo de pueblos como Villalobos era la levadura de la Iglesia romana aunque se bañaran todos sus cardenales en las piscinas públicas.

Al sacerdote americano le parecía que se hubiesen entendido mejor en latín, y que de todas maneras era aconsejable que el cura de Villalobos se bañara al menos en privado en el mes de agosto.

Desde que había cesado la afluencia de los campesinos y aparceros de la alquería, la Sinfo y la Gumer determinaron arreglar un poco la salita donde habían puesto a la pobre doña Paula, y renovar las flores, pues aquella estancia olía ya a un tufo muy peculiar y no de cuerpo muerto precisamente.

Habían comido ligeramente.

—Nosotras nos conformamos con cualquier cosa, ¿sabe usted?

Y ahora se estaban así, sin saber qué hacer, hasta que el señor párroco volviera por la tarde para ultimar los detalles del traslado a la mañana siguiente.

—El señor cura es un santo, Gumer.

—Y que lo diga, señora Sinfo. Si no es por él, ¿qué hacemos nosotras, pobrecitas mujeres, que no sabemos sino llorar?

—Ya verás, Gumer. Verás qué honras le hacen a la pobrecita.

—¡Con tanto que ha dejado y tanto bien hecho!

—Era una santa.

—Una bendita, doña Sinfo: una bendita, eso es. Todavía la recuerdo paseando por estas piezas, muy despacito, porque no podía la pobre. Y llamando a todos los gañanes, y preguntándoles por todo, por sus mujeres y por sus hijos.

—Como si la estuviera viendo yo también. Sobre todo cuando lo del Antonio. Había que ver entonces a la señora pidiéndole que se casara con la Cinda y que no dejaran así al crío, en el Hospital de Afuera, tal como si no tuviera padres.

—Pero él no quiso, porque sus dineros le costaba.

—Todo era la madre, Gumer. Todo era la madre y nada más. Y luego la Clemencia, que puso el grito en el cielo. Pero ahora tendrán que hacerlo, porque los nuevos amos no serán tan buenos. No, no serán tan buenos como la señora.

—Fué buena siempre. Porque de joven ya se le veía lo que había de ser, cuando la cortejaban todos en el pueblo, que aun de la capital tenía pretendientes, y ella decía que pensaba quedar para adornar altares.

—Y bien que los ha adornado, que si no es por ella, la Parroquia se queda en las cuatro paredes.

—¡Tan buena la pobrecita!

Y lloriqueaban una vez más en la habitación contigua a la salita donde yacía el cadáver, a la que se habían retirado las dos.

Por la ventana, a través de las persianas echadas, reverberaba el sol como una llama blanca y temblorosa en mitad de los trigales.

Todo era un mar de espigas allá fuera, dobladas al peso de la fértil promesa.

Al fondo, el caserío de Villalobos parecía un espejismo fabuloso en medio de la claridad ancha del día.

(Todos los colores han cambiado otra vez. Ahora el ambiente se ha hecho opaco y sólido, como si se pudiera coger con las manos. El azul del cielo es sombrío y hondo, encima de los horizontes llenos de caminos. Pero Villalobos sigue a lo lejos adormilado sobre la meseta, entre la tierra rojiza y pardusca que sueña también como un cuerpo desplomado en sí mismo.)

Estaba de Dios que la digestión del señor Onésimo había de ser laboriosa aquella tarde.

Ya mientras comía sintió que cada bocado le caía peor, y que las glándulas rugían allá abajo, en un esfuerzo gigantesco por destrozarlo todo. Después sintió un dolor agudo, seguido de otro, y de otro. Hasta convertirse en un prolongado retortijón que le hizo sudar por toda la calva reluciente y blanca.

Entonces se echó sobre la enorme cama de matrimonio, vacía desde tanto tiempo atrás.

Durante un buen rato se estuvo así, echado bocarriba, con las dos manos sobre el vientre, como si quisiera coger el dolor y retorcerlo entre los dedos.

Con los ojos recorría el techo, la lámpara de globo de cristal rosado que había comprado muchos años antes, cuando se casaron. Después miraba los cuadros como si fuera la primera vez que los veía. Una a una, sometía a una inspección técnica las imágenes de la Sagrada Familia; los rizos del Niño, los ojos de la Madre que sostenía la rueca; las manos del Padre puestas sobre una garlopa gigantesca con la que iba rasando maderas para Dios sabe qué encargos de los ricachones de Nazaret.

De pronto sentía un nuevo retortijón en el vientre, como si algo le anduviera por allí dentro.

«Son gases —pensaba—; pasarán.»

Pero no pasaban, sino que volvían una y otra vez. Hasta que con un esfuerzo de toda su humanidad lograba expulsarlos.

Entonces se quedaba tranquilo unos momentos, dejaba de sudar, y el cuadro de la Sagrada Familia le parecía más poético, más gracioso que nunca.

Poco a poco logró adormecerse. Pero entonces le llegaba de la calle un rumor creciente, como si alguien gritara.

«No me dejarán en paz. No me dejarán en paz», angustió.

Pensó en el pinche de la peluquería.

«Hoy no vale la pena abrir —decidió—. Vendrá el gobernador y no habrá quien se corte el pelo en todo Villalobos.»

E inmediatamente se dio la vuelta sobre la cama, porque ahora le dolía menos, y cerró los ojos.

Poco a poco fué dejando de ver el cuadro de la Sagrada Familia.

Serían las tres de la tarde, o algo más, cuando la Cinda llegó al molino. Corría mirando atrás de vez en cuando, para asegurarse de que nadie la había visto llegar hasta allí.

El molino es un lugar casi derruido, que conserva aún la naturaleza salvaje de bastión que dan a los graneros los campesinos de la comarca. Tiene a un lado una tejavana, y en el centro un recinto amplio, sombrío, porque la luz llega apenas hasta dentro por una especie de aspilleras estrechas y alargadas. Aquí guardan la paja los labriegos, y aquí se reúnen con frecuencia al atardecer los enamorados de Villalobos que tienen algo que ocultar.

La puerta abierta era señal de que Antonio estaba esperándola, y se precipitó dentro con la misma rapidez con que había llegado.

El encandilamiento de luz que traía en los ojos le impidió ver nada en la sombra, y así, antes de que viera a Antonio, ya sintió los brazos de él cogerla por la cintura como otras veces.

—¡Suelta, hombre!

—Cinda, ¿a qué has venido?

—Menudo susto me has dado. Además he venido a decirte que no me cites más aquí. Pueden vernos y sospecharán más de lo que hay.

Antonio estaba decidido a jugarlo todo de una vez. Había venido hasta allí, a ese sitio donde hacía casi dos años se habían amado tanto, para decirle que estaba decidido a casarse. Aunque no tuviera trabajo. Aunque los nuevos dueños de la alquería le pusieran de patitas en la calle. Él la quería y ella le quería: y eso era todo lo que necesitaban un hombre y una mujer como ellos para casarse. Esta vez venía de buenas, y eso era todo.

Cinda no sabía si reír o llorar al escucharle. Se echó a su cuello y le besó repetidas veces.

Aunque había venido con el propósito de no permitir que él la besara.

—¡Cinda, por favor!

Antonio estaba sorprendido ante aquella explosión inesperada.

—No sabes lo feliz que soy —alborozó ella.

—Pero no habías creído en mí.

—No digas eso, Tonio. Tú sabes que yo siempre he creído en ti. Mi madre… y después las malas lenguas. Ya comprendes que es imposible luchar contra las malas lenguas.

—Bien, Cinda. Ahora podemos sentarnos y hablar de lo que pensamos hacer.

Se sentaron en un montón de paja que había en un rincón. Cinda se sentía tan feliz que ya no le importaban las malas lenguas de Villalobos, ni todas las malas lenguas del mundo, si es que fuera de Villalobos las había.

El granero olía a heno recién cortado y a paja. Era un olor confortable y blando que les agradaba, porque parecía reproducirles el campo del que estaban enamorados. Por las rendijas del tejado de madera y arcilla entraban algunos rayos del sol que iluminaba aquella penumbra. Estaban estrechados el uno contra el otro, igual que en otra ocasión semejante, cuando él la había abrazado de aquella manera.

—Lo primero que haremos es casarnos.

Cinda dijo esto como si ya poseyera la autoridad de ama de casa.

Después añadió:

—Y en seguida, sacar a nuestro hijo del Hospital de Afuera.

Antonio sintió la necesidad de explicar a la mujer su conducta de los meses pasados.

Estaba echado sobre la paja, cara al techo, y ella se había incorporado a su lado para mirarle fijamente.

—Cinda, yo… Quiero explicarte por qué hasta ahora…

Ella le tapó la boca con sus dedos.

—No expliques nada, Tonio. Estás mejor así, sin hablar.

Y antes de inclinarse sobre él para besarle, murmuró con una voz imperceptible:

—Hay cosas que no pueden explicarse.

Y se abrazó al hombre como si se cogiera a la vida.

Sor Micaela sentía por las tardes más facilidad para amar a Dios, por el mero hecho de que no tenía clase de gramática a esas horas.

Pero después de la plática del capellán tuvo unos retorcidos escrúpulos sobre si realmente amaba a Dios al reconocer que la ausencia de ablativos y acusativos era una de las causas de su fervor vespertino.

Y empezó a preguntarse por qué no amaba a Dios con el mismo entusiasmo por las mañanas que por las tardes.

Al fin, sor Micaela se armó tal lío en la cabeza, que pidió permiso a la Superiora para ir a consultárselo al capellán.

Sor Honoria se lo concedió de muy buena gana, porque sabía que sor Micaela era un ángel y el capellán debía estar necesitado de ángeles a aquellas horas, puesto que el tiempo de la siesta era más propicio que cualquier otro para las tentaciones diabólicas y de los demás enemigos del alma.

Pero cuando sor Micaela entró en el aposento del capellán, este no parecía estar durmiendo la siesta, ni haciendo gratules esfuerzos para vencer tentaciones de ninguna clase. Lo que hacía el capellán cuando entró sor Micaela era rezar el breviario con verdadero fervor, tanto, que a sor Micaela le pareció que aquello favorecería extraordinariamente su amor a Dios.

La celda del capellán, separada del resto del convento por un pasadizo estrecho y oscuro, era una habitación no demasiado amplia, blanca y casi desnuda, con una ventana por la que entraba todo el verde de la pequeña huerta y todo el azul del inmenso cielo. Una gran cruz con Cristo cromado, y un cuadro de la Dolorosa de Quito, una imagen muy devota que había traído el capellán anterior de América, constituían el escaso ornato de la estancia. Al lado de la mesa, casi vacía, aparte algunos papeles que debían contener apuntes de pláticas, había un pequeño estante giratorio con algunos libros en cada una de sus cuatro caras.

En la habitación no había más, amén de tres sillas, puesto que el sacerdote 110 dormía allí, sino en una pequeña casita del pueblo, a la entrada viniendo desde el hospital, donde las monjas tenían alquilada una cama desde antiguo para su pastor de almas.

Pero la celda era limpísima, con las baldosas del suelo rojas y brillantes, el techo sin telarañas y los escasos muebles sin polvo. En aquel blanco santuario de la piedad, la figura del capellán era como una especie de icono bizantino para la imaginación andariega de las monjas. Sor Micaela se acercó tímidamente al sacerdote.

El capellán del Hospital de Afuera era joven y bien plantado. Jugaba a la pelota como un verdadero campeón, y hasta había sido atleta en su juventud, cuando empezaba los estudios de latín para entrar en el seminario.

El capellán tenía los ojos azules y muy profundos, pero apenas miraba a las monjas a la cara. Tal vez porque entre las monjas era posible también la belleza y él había prometido no mirar a ninguna belleza que no fuera la de Dios y la del paisaje que se asomaba a su ventana.

El capellán pasaba los días con las monjas y los niños, como un servidor de los ángeles. Les decía la misa, les daba las pláticas, el catecismo y los consejos. Rezaba con ellos y por ellos; paseaba por la huerta; recibía a sus penitentes, y al anochecer se dirigía a su casita de las afueras del pueblo, donde descansaba con su sueño tranquilo, porque también con el sueño servía a los ángeles.

Las monjas decían del capellán que era un santo. Lo dijeron el mismo día en que llegó al Hospital de Afuera, hacía tres años, para sustituir al pobre don Trinidad, que se caía de puro viejo. Y el capellán del Hospital de Afuera decía desde el mismo día memorable que también las monjas eran unas santas.

Las monjas opinaban que su capellán llegaría a obispo de alguna diócesis, y el capellán decía en broma que la Iglesia debía admitir a mujeres en el Episcopado, para que todas las monjas del Hospital de Afuera tuvieran su mitra propia, al menos in partibus infidelium.

Y en este dúo riente y tranquilo transcurría la vida dentro de la celda encalada. Sor Micaela se sentó delante de la mesa del capellán mientras este, silabeando los últimos versos de un salmo, iniciaba el ademán de cerrar el libro de rezos.

Después elevó un poco los ojos y casi sin mirarla empezó a decir:

—Veamos, hija.

Sor Micaela tenía verdadero temor a revelar aquello, pero al fin habló con una voz muy blanca:

—Padre… Yo creo que no amo a Dios por las mañanas.

El capellán del Hospital dé Afuera sonrió levemente, arqueó las cejas y hasta levantó los ojos hacia aquellos labios que acababan de hablar, porque reconocía que ellos debían poseer una belleza semejante a la belleza del Señor.

La Sinfo iba poniendo las flores nuevas que le traía la Gumer, en torno al cadáver de la pobrecita doña Paula.

Ahora la estancia volvió a oler a vida fresca, a cosas llenas de juventud.

Estas mujeres de la alquería no recuerdan ya el aroma de las flores del campo, de esas florecillas humildes y pequeñas que se engalanan todos los años para las bodas de la primavera.

Han trabajado demasiado con los animales, con la limpieza de la casa, con el cuidado de los gañanes, con llevarle el humor a la pobrecita doña Paula, y se han olvidado para siempre de todo lo que tiene olor a juventud, a vida y a flor.

Son unas mujeres ajadas por la existencia, exterminadas por la meseta, encorvadas por la piedad. Una a una, ponen las flores en los enormes jarros de cristal y porcelana, limpiando los tallos de hojas, pero sin escoger los colores, sin cuidar demasiado el orden de esas corolas que bañan de infancia la habitación de la anciana muerta.

Ahora, cuando han concluido su última labor, se mueven como sombras por los pasillos: penumbras mustias que deambulan de un lado a otro buscando sentido a las cosas que tal vez ya no lo tienen o que no lo tuvieron nunca.

Allí, a sus espaldas, en una habitación pequeña llena de flores jóvenes, está la gran Visitadora, esa otra sombra que ahogará también la existencia de las flores del campo.

El sol empieza a descender más allá de las persianas de la alquería. En todo el mundo llano y surcado de caminos hay un rumor expectante de los grandes momentos. El mismo de la mañana, que se reproduce ahora, idéntico a sí, en torno a la luz dorada que acaricia a la tierra con un deseo insaciable.

Pero ellas, la Gumer y la Sinfo, tampoco han sabido nunca de este deseo.

Al señor juez de Villalobos le extrañaba que los grupos de gente insistieran en tomar el sol despiadado de junio en la plaza del Ayuntamiento.

Se quedó mirando detrás de los cristales. Observaba cómo los grupos engrosaban y cómo las mujeres salían de los portales hablando unas con otras y haciendo gestos significativos de furor y de escándalo.

Era exactamente lo mismo que habían hecho siempre las mujeres de Villalobos. Y, hasta en una ocasión, las mujeres de Escalona también. El juez de Villalobos llamó a su esposa, para que viera lo animada que estaba la plaza a aquellas horas.

Pero la esposa del exjuez de Escalona ya no estaba en casa. Entonces empezó a pensar don Fidel si la aglomeración de aquella gente en la plaza tendría alguna relación con lo que su esposa había dicho de los turistas franchutes.

Mientras se apartaba del cristal movía la cabeza, pues cada vez estaba más convencido de que las mujeres lo estropearían pronto si no llegaba a tiempo el señor gobernador.

La muchacha de la honestidad a toda prueba se decidió a salir a hurtadillas de su madre, porque, la verdad, no le convencía quedarse fregando los platos mientras el pueblo entero se reunía en la plaza para ver en qué quedaba lo de los asesinos de la pobrecita doña Paula.

Que los franchutes eran los responsables del acontecimiento y que detrás de las puertas de la Parroquia debía esconderse el cuerpo del delito, era algo que no admitía duda desde el momento que señoras tan honorables como la del juez y la boticaria lo habían estado proclamando a los cuatro vientos.

Seguramente el gobernador traería consigo fuerza suficiente para allanar la puerta de la iglesia y librar al pobre párroco de su cautiverio en manos de aquellos criminales. Porque, si no, ¿qué iba a ser de ella y de Villalobos?

La muchacha de la honestidad a toda prueba había ofrecido ya dos rosarios y una misa oída de rodillas por esta intención, aunque temía que se le inflamaran las rodillas como aquella otra vez, cuando estuvo a punto de declarársele aquel muchacho irreprochable que a ella le gustaba.

Con estos y otros pensamientos semejantes llegó hasta la plaza cuando los primeros grupos iban engrosando con nuevos hombres y mujeres del pueblo, y en el instante preciso en que salían de la farmacia de don Rosendo Oliván y Pérez la boticaria y la señora del juez.

Don Rosendo Oliván y Pérez era sobre todo un hombre de paz. Él lo había dicho siempre:

—A mí ya me lo contarán después. Quiero, como cualquiera de Villalobos, que se vengue a la pobre doña Paula y que se libere al señor cura. Pero ya me lo contarán después. No es necesaria mi presencia en la plaza y en cambio puedo hacer mucho bien quedándome en la farmacia, porque hasta es posible que esos bárbaros se lancen a la agresión y tenga yo que usar la tintura de yodo.

Todo este brillante discurso pacifista se lo espetaba a su mujer, delante de la señora del juez, en el instante en que ambas ilustres damas de la sociedad de Villalobos salían para añadirse a la manifestación de protesta que en la plaza del Ayuntamiento había crecido ya hasta lo inverosímil, con el fin de rendir por el acoso a los criminales que tenían secuestrado al reverendo párroco de Villalobos en su misma casa, después de haber asesinado a sangre fría y por motivos totalmente oscuros y seguramente inconfesables a la pobrecita doña Paula.

La boticaria asintió a las razones de su esposo y creyó muy verosímil la agresión de los forasteros, en cuyas armas debía quedar alguna bala aún. Era por tanto muy razonable que don Rosendo Oliván y Pérez se quedara en la retaguardia para suministrar la tintura de yodo necesaria en caso de refriega.

Por esta causa las dos damas franqueaban solas la limpia y cerrada puerta de la farmacia en el instante mismo en que aparecía por la calle adyacente la muchacha de la honestidad a toda prueba.

Al colega norteamericano del señor cura se le ocurrió la feliz idea de bajar a la iglesia para rezar el oficio, que tenía muy atrasado aquel día a causa del viaje.

Don Jenaro se sintió íntimamente aliviado y satisfecho porque aquella conversación embarazosa tuviera fin, y animó al sacerdote norteamericano a bajar a la iglesia para sus rezos.

En vista de que el sacristán no aparecía por ningún lado, el señor cura de Villalobos se prestó a acompañar a su colega norteamericano hasta la iglesia por el pasadizo interior que daba directamente a la sacristía y que era muy oportuno para casos de emergencia como aquel.

De paso pretendía enseñar al cura norteamericano ciertas cosas interesantes de la organización canónica del pueblo de Villalobos; le explicaría la novena y fiesta de Santa Olegaria, que empezaba aquella noche y terminaría el día de la Patrona con una zarabanda enteramente de acuerdo con todas las reglamentaciones del Rituale Romanum. Había que reconocer que Villalobos era un pueblo sumamente creyente y hasta piadoso; lo único que era de lamentar es que no poseyese una piscina lo suficientemente atractiva para que los feligreses pudieran bañarse en ciertas épocas del año.

Con este motivo el cura de Villalobos y su colega norteamericano se enzarzaron en una edificante disputa sobre el culto de las imágenes y sobre lo que una imagen como la de Santa Olegaria podía representar para un pueblo piadoso y creyente como era Villalobos.

El maestro don Nando se vistió con su mejor traje negro y se encaminó después de comer al Ayuntamiento, porque juzgaba que su deber era estar junto al bruto del alcalde en el momento de la llegada del gobernador de la Provincia.

El maestro de Villalobos se había sonreído escépticamente al oír lo que decían de los franchutes refugiados en la casa del cura. Le parecía inverosímil que a don Jenaro pudiera encañonarle alguien y secuestrarlo. Pero opinaba que esto era lo mejor que podía ocurrirle a Villalobos en el momento de la visita del señor gobernador.

Don Nando se había atusado el bigote; había cubierto la magra calva con los largos cabellos grises que aún le brotaban en el temporal izquierdo y con los que hacía verdaderas filigranas, y había decidido fumarse un puro de día de fiesta.

Por la calle lucía una sonrisa de las que sólo usaba fuera de la clase, porque en ocasiones tan solemnes, el maestro de Villalobos acostumbraba enterrar en lo más hondo del hígado la temible bilis que provocaba aquellos diluvios de divisiones con números decimales sobre los enhiestos alcornoques de la escuela.

Don Nando vaciló al pasar frente a la taberna del Tuerto. Primero pensó que su puesto de servicio a la República estaba ahora junto al tarugo del alcalde; después jugó con la idea de que unos vasitos aguzarían su natural ingenio y que esto le sería de gran ayuda para los consejos que pensaba dar al alcalde en momentos tan apurados. En fin de cuentas, el tinto del Tuerto, por un metabolismo prodigioso, podía convertirse también en una suprema razón de estado.

Y esta última fué la idea que triunfó y la que movía las manos y la sonrisa de don Nando cuando abrió la puerta de la taberna.

Una vez reunidas todas las niñas de la escuela, la señorita Benigna se encaramó a la tarima donde solía encaramarse todos los días para señalar en el mapa los afluentes del Ebro, y pronunció este memorable discurso:

—Queridas niñas: ya sabéis que esta tarde llegará a Villalobos la primera autoridad de la Provincia (varias niñas pusieron los ojos bizcos, lo que aumentó el nerviosismo de la maestra) y es necesario que todos demos muestras de civismo y de amor a la patria y a la persona del señor gobernador. (Más niñas pusieron los ojos bizcos.) Por lo cual quiero que vayamos todas con orden y que al llegar a la plaza os coloquéis en los lugares que la autoridad nos haya señalado. (Se extendía entre las niñas lo de los ojos bizcos.) Allí estaremos en silencio hasta que todo haya pasado. Esta es la mejor manera de expresar nuestro amor a la patria y nuestro respeto al señor gobernador. Ya sabéis que el silencio es lo que produce la sabiduría (estrabismo general en las niñas); os lo repito casi todos los días y lo tenéis que saber de memoria. (Algunas niñas hicieron que «sí» con la cabeza.) De manera que en la plaza, lo que podéis hacer mientras esperamos el fausto momento de la llegada de nuestra primera autoridad es repasar todas por lo bajo los afluentes del Tajo y del Duero, que quedaron muy mal el día pasado, y recordar las lecciones del Júcar y del Guadalaviar o Turia, que es lo que toca para mañana. (Todas las niñas hicieron que «sí» con la cabeza.)

»También se os dará a cada una una banderita de papel con los gloriosos colores nacionales. (Algunas niñas se frotaron las manos para expresar su satisfacción.) Debéis respetarla y no usar la enseña patria para pegaros unas a otras, y menos para hacer aviones o pajaritas. (Las niñas que se habían frotado las manos pusieron una cara muy compungida, como si ya hubieran hecho las pajaritas con las banderas.) Quiero que todas me las devolváis a la vuelta como si no las hubierais usado. Porque esas banderitas pueden servir para otra ocasión tan alta como esta.

Dicho lo cual, la señorita Benigna se secó los labios con el pañuelo, se arregló el pelo rápidamente y descendió de la tarima desde la cual señalaba en el mapa todos los días los afluentes del Ebro, y empezó a repartir las banderitas con los colores nacionales.

A sus espaldas, algunas niñas empezaron a hacer ademán de construir pajaritas y aviones con el papel de las banderitas, mientras en el fondo el mapa de la Península Ibérica recibía toda la magia del sol de la meseta.

Cuando dan las cuatro de la tarde en Villalobos está dando la misma hora que nuestros abuelos llamaban «las tres». Esto, que parece algo sin importancia, tiene en realidad una terrible trascendencia para la vida ciudadana si se considera que a las cuatro de la tarde de un día de junio en Villalobos el calor es exactamente un calor de las tres.

Bajo este calor denso y táctil de las tres de la tarde, Villalobos a las cuatro de ese día de junio era una ciudad más aplastada que nunca contra la inclemencia de la meseta. El aire se había detenido en el último espasmo de las campanadas del reloj del Ayuntamiento, al que siguieron después las de la Parroquia, brincando entre los tejados en busca de la sombra bajo los soportales de la plaza.

Tan… tan…

Las ondas concéntricas del tiempo cabalgaban sobre el sonido calcinado del viejo bronce. Desde los tejados polvorientos una mueca de estupidez atalayaba al sol. Cada sonido de: aquellos era un grito de sed, una angustiosa llamada a la penumbra.

Pero el tiempo seguía impertérrito, colgado del sol, y cada una de aquellas campanadas aguantó en su descenso a la plaza el peso del calor de la tarde.

El tabernero de Villalobos estaba dispuesto a arengar a la multitud si las circunstancias lo exigían y el calor se lo toleraba; pero antes era necesario que don Nando le diera unas cuantas ideas sobre la situación exacta de los franceses y sobre sus propósitos colonizadores.

Entretanto, y mientras la ocasión llegaba, el Tuerto se conformó con servir a sus incondicionales de la hora de la siesta, y gritar eufóricamente cada vez que pasaba un grupo de hombres y mujeres delante de su establecimiento con dirección a la plaza.

Sor Micaela no veía demasiado claro en aquella maraña de sutilezas con que el capellán había tratado de convencerla de que las horas de la mañana eran las más propicias para amar a Dios, pese a todos los acusativos y ablativos de la gramática.

Sor Micaela luchaba tenazmente por mantener los ojos abiertos mientras el capellán hablaba, y atribuía al excesivo calor de las cuatro de la tarde aquella pesadez que gravitaba en sus párpados.

Pero se despidió del sacerdote más aliviada, porque ahora estaba convencida de que realmente amaba al Señor aun en las horas de clase, puesto que el capellán del Hospital de Afuera había alegado tantas frases de santos célebres para persuadirla.

Sor Honoria había dado órdenes para que se adecentaran las galerías, las aulas y los dormitorios de los niños, porque era posible que el señor gobernador de la Provincia visitara aquella tarde el establecimiento benéfico de Villalobos.

Sor Honoria estaba a punto de avergonzarse de aquel sentimiento, pero le parecía consolador que la muerte de doña Paula motivara una visita del señor gobernador civil al Hospital de Afuera.

Todas las monjas, menos sor Micaela y sor Ana del Santísimo Crucificado, que debían vigilar a los niños, se pusieron sus largos mandiles azules encima del hábito negro y empezaron a barrer y a fregar, no porque hubieran oído el bando del señor alcalde cantado por el Benito, sino porque habían oído la voz de la Obediencia y tenían voto de seguir esa voz aunque les pidiera barrer y fregar a las cuatro de la tarde de un caluroso día de junio.

Estaba de Dios que el cartero y barrendero de Villalobos no tuviera descanso aquel día.

No debía llevar media hora de sueño, anegado entre el vino de los barriles que atestaban la iglesia, cuando se despertó bruscamente. Con un gesto de malhumor comprendió que la causa de tan cruel desenlace de su sueño eran los gritos que daban las mujeres apostadas a la entrada de Correos.

Al principio no pudo comprender qué decían aquellos energúmenos, pero le pareció que los gritos debían ir dirigidos ya a la presencia del señor gobernador, y se puso en pie de un salto, movido por un invisible resorte de responsabilidad, porque era posible que la primera autoridad de la Provincia visitara las oficinas de Correos de Villalobos, y no sería oportuno encontrar dormido en una silla a un funcionario del Municipio y del Estado.

Es posible que el alcalde estuviera en sus glorias ante el panorama que le ofrecía la hermosa plaza del Ayuntamiento, engalanada y limpia, con sus banderas, sus colchas en los halcones, y un barrido fenomenal, como hacía tiempo que no lo sufría la pobre plaza, por mano de todas las amas de casa de la vecindad.

Es posible que esto le produjera una alegría íntima, no tanto de origen estético, como nacida tic la consideración que su jerarquía le valiera entre sus convecinos.

Ahí estaba el punto de la cuestión. ¿No se habían reído de él hombres tan pedantes como el maestro, tan insufribles como el señor cura, y tan tiesos y envarados como el juez de Villalobos? Pues ahí lo tenían: bastaba un bando del alcalde, cantado por la voz del Benito, un sencillo bando de andar por casa como quien dice, y todo el pueblo se había puesto en conmoción. Los portales barridos, la plaza baldeada, las fachadas limpias y adornadas con banderas, colgaduras y colchas. ¿Les parecía poco?

En el subterráneo de su conciencia, del que don Simplicio no tenía conocimiento alguno, al alcalde le bullía la atrevida convicción de que una muerte como aquella le venía bien a Villalobos, aunque él jamás se hubiera confesado conforme con semejante idea.

El alcalde estaba en sus glorias. Y no era para menos. Sólo de vez en cuando le turbaba un pensamiento desolador: ¿por qué no habría desobedecido alguien a sus órdenes? ¡Con lo necesitado que estaba el municipio del producto de unas cuantas multas!

Al sacerdote norteamericano le daba muy poca devoción la imagen de Santa Olegaria que el sacristán había colocado aquella mañana en un pequeño altar junto al presbiterio. Por mucho que el señor párroco se empeñó en explicarle las fiestas que se hacían en Villalobos en homenaje a aquella imagen, al sacerdote norteamericano le siguió pareciendo una figura detestable la de aquella santa con su manto de seda bordado en colores vivos, con su cabeza erguida al cielo y los ojos en blanco, porque el imaginero había pensado sin duda que las santas que veían a Dios ponían los ojos en blanco.

El párroco de Villalobos comprendió que era inútil discutir con su colega norteamericano, en primer lugar porque apenas se entendían, y en segundo lugar porque le daba miedo que una vez más le pidiera que hablaran los dos en latín para entenderse mejor.

Al párroco le parecía excelente que el sacerdote norteamericano hablara en latín con Dios, y así le dejó arrodillado en un banco de la iglesia, vacía y cerrada, mientras él pasaba a la sacristía para ultimar los preparativos de la novena.

Sólo cuando estuvo en la sacristía revolviendo los ornamentos, se acordó de la pobrecita doña Paula, que había muerto aquella madrugada, y pensó que al día siguiente habría que hacer un oficio de primera clase, según lo exigía el alma de una persona que había hecho tanto bien a Villalobos, y que sin duda aun después ele muerta se acordaría de su Parroquia.

Inconscientemente le bullía en la cabeza el perverso pensamiento de que también la muerte de un feligrés ilustre hacía bien a la Parroquia, pero el señor cura se santiguó tres veces para sacudir aquella idea que le parecía una tentación irreverente y diabólica.

Don Jenaro pensó que esa misma imagen de Santa Olegaria, contra la que había despotricado con democrática libertad su colega norteamericano, era un obsequio de la difunta a la Parroquia, y que el rico manto de seda de la Patrona del pueblo había sido bordado cuidadosamente por unas monjas de la capital, cuyas labores manuales alcanzaban gran prestigio en toda la diócesis. Y le dio rabia que ahora un cura joven y extranjero, con el único mérito a su favor de haber visto a ciertos miembros del Sacro Colegio Cardenalicio, se permitiera ciertas frases sobre la devoción y el gusto de aquella imagen.

El señor párroco de Villalobos estaba desconsolado. Durante un buen rato no atinó a hacer nada de lo que debía hacer. Murmuró entre dientes contra el sacristán, que a aquellas horas de la tarde no se había presentado aún, a pesar de todo lo que había que hacer. Pero le hubiese bastado con volverse al viejo reloj de pared que adornaba la sacristía, para convencerse de que aquella hora de la tarde no pasaba aún de las cuatro.

No habían dado aún las cuatro de la tarde cuando a los dos compañeros del sacerdote norteamericano les llamó la atención el extraordinario alborozo que había en la plaza de Villalobos, delante de la Parroquia.

Especialmente a la mujer norteamericana le producía un enorme júbilo toda aquella gente reunida abajo, y esperaba que de un momento a otro saliera el toro obligado para cualquier fiesta de estos pueblos españoles. Seguramente iba a ser muy divertido. Les hubiera gustado que estuviesen allí el sacerdote norteamericano y el cura del pueblo, porque indudablemente se trataría de un gran espectáculo; pero ya que los dos clérigos no habían vuelto, al menos ellos no podrían perderse la fiesta.

Por esto se dispusieron a abrir la galería que daba a la plaza y a asomarse para ver mejor la fiesta.

Y cuando ellos aparecieron en la galería de la casa parroquial, fué tan grande el griterío que subió desde la plaza, que no tuvieron más remedio que sonreír a la muchedumbre y saludar con sus brazos agitados al aire.

Esto pareció excitar aún más el entusiasmo de las gentes. La mujer norteamericana se sentía perfectamente feliz y miraba a su compañero diciéndole con los ojos: «¿Qué te parece? Seguramente nos han tomado por los presidentes de los Estados Unidos.»

Y diciendo esto con los ojos a su compañero, siguió agitando el brazo derecho sobre el tumulto de palabras ininteligibles que subía hacia ellos.

En el instante en que entraba en la plaza del Ayuntamiento la señorita Benigna con sus huestes armadas de banderitas nacionales, se abría la galería de la casa parroquial y se asomaban a ella dos extraños personajes sonrientes que gesticulaban y saludaban al pueblo con los brazos.

La maestra de Villalobos sintió correrle el cuerpo un escalofrío de patriotismo y se volvió a sus niñas gritando:

—¡Viva el señor gobernador!

A lo que vociferaron todas las niñas:

—¡Vivaaa!

Mientras, agitaban sus banderitas bicolores hacia la galería desde la que saludaban los dos personajes.

La gente, que oyó aquel grito subversivo en medio del tumulto provocado por la aparición de los desvergonzados franchutes, se volvió furiosa hacia la maestra y sus tropas y miraron hostiles y amenazadoras a ambas.

Pero la maestra de Villalobos no se dio por aludida, y como tenía por norma el cumplir con su deber a pesar de todo, y en aquel momento su deber era ni más ni menos dar una lección de patriotismo a sus niñas, volvió a gritar un viva más sonoro, más estentóreo, que retumbó por todos los ámbitos de la plaza, seguido inmediatamente del mismo berreo de las niñas y de un rugido frenético de los grupos más cercanos a ellas.

La señorita Benigna no sabría explicar si la mujer que la golpeó primero en la cabeza era la boticaria o un energúmeno del infierno. Lo que sí explicaría con mucho gusto y lo estará explicando hasta la noche es cómo enarboló la banderita bicolor que estaba agitando en aquel instante y la asentó tres y cuatro veces indiferentemente sobre la cabeza, sobre las nalgas y sobre las espaldas de las agresoras.

Lo mismo debieron hacer las niñas, porque durante varios minutos toda la plaza parecía un agitarse airado de banderitas bicolores, desgarradas, rotas, hechas astillas contra las cabezas de mujeres y de hombres que clamaban por una venganza rápida y feroz.

Al poco tiempo, las banderitas de la señorita Benigna habían flameado sobre un sinnúmero de lomos y de moños, y hasta la mujer de la boca torcida había sido santiguada con los colores nacionales.

En aquella baraúnda hubiera sido imposible poner calma aunque el Benito y el barrendero de Villalobos se hubiesen empeñado en ello.

Las mujeres gritaban como locas que había que liberar al señor cura, que había que tirar a aquellos desvergonzados franchutes desde la galería abajo; que ellos habían asesinado a la pobre doña Paula, que ahora vete a saber dónde tenían secuestrado al párroco de Villalobos, y quién sabe cuántas cosas más por el estilo.

La señorita Benigna, que sólo atendía a la defensa de su persona y no tenía oídos para los denuestos de las mujeres, gritaba como una histérica arengando a sus niñas para que acallaran de destrozar las banderitas en los moños de aquella gentuza.

Y de esta manera se zarandearon las banderas de un lado a otro en la refriega descomunal, que sin duda debió parecer una verdadera corrida de toros a los regocijados espectadores de la galería del señor cura.

Lucinda ya no llevaba la cuenta de las veces que Antonio había repetido aquella tarde que se casaría aunque se quedara en la calle, aunque tuviera que pedir limosna por los caminos.

Echados en la paja del granero, continuaban abrazados como al principio, tratando de reanudar un idilio que la testarudez de los vecinos de Villalobos no había conseguido romper.

—Seremos felices, Cinda. Iremos a cualquier sitio.

Ella le miraba una vez más a los ojos.

—Eso ya me lo dijiste otra vez.

—Mujer, tú sabes que entonces no podía.

—Me engañaste con lo de la señora. Ahora lo confiesas, ¿verdad?

—«Entonces» era imposible. Tienes que comprenderlo, Cinda; es verdad que la señora no se oponía…

—Era tu madre, ¿verdad?

Antonio dejó de hablar un momento. Después murmuró:

—Ahora mi madre no podrá oponerse.

La Cinda hubiera deseado preguntar muchas cosas y decir algunas más, pero prefirió callarse ante la voz persuasiva del hombre.

Fuera, toda la Naturaleza parecía haber muerto insensiblemente, aplastada por el calor. De los campos cercanos no llegaba ni una voz humana, ni el canto de un pájaro. Ni siquiera los chopos o los juncos del río murmuraban a aquellas horas dormidas sobre la caricia cálida del aire.

Lucinda sintió todo aquel silencio en su propia carne y se atemorizó:

—Debe de estar pasando algo, Tonio. No se oye nada en todo el pueblo.

—Déjalos que se diviertan como quieran. Así estaremos en paz tú y yo.

Y siguió recostado sobre la paja del granero, mirando al techo, por el que entraban, vivos aún, los rayos de la luz exterior.

La boticaria estaba convencida de que era algo insoportable que aquellas niñas con las banderitas aplaudieran y dieran vivas a los asesinos de la pobrecita doña Paula.

Si ella no tomaba personalmente el desquite, no habría en todo Villalobos una persona capaz de vengar el insulto a la colectividad. Por eso arremetió contra la primera que se puso a su alcance, que resultó ser la mismísima maestra del pueblo, la señorita Benigna.

A su arremetida contra la bien peinada cabeza de la educadora de las niñas de Villalobos se adhirieron la mujer de la boca torcida y la muchacha de la honestidad a toda prueba.

Ni los banderillazos ni los tirones de pelo eran capaces de arredrar a aquellas mujeres valerosas, dispuestas a vender cara la independencia de Villalobos a unos truhanes como sin duela eran los dos franchutes asomados a la galería del párroco con tanto descaro.

Metida de narices en la refriega, la boticaria no pudo darse exacta cuenta de la tremolina que había levantado su patriótica actitud, ni percibía los manotazos que desde el balcón central del Ayuntamiento daba el señor alcalde, rugiendo como una fiera que pusieran orden inmediatamente, pues de un momento a otro podía llegar el señor gobernador a la plaza de Villalobos.

Las mujeres del pueblo secundaron con valentía la obra destructora de la boticaria arremetiendo contra las desmedradas banderitas, y, a falta de estas, contra los moños de la primera que tuvieran a mano. Y hasta la señora del juez repartió aristocráticos coscorrones a las niñas de la maestra, a las que tenía un odio ancestral, porque en la misa de nueve de los domingos le ocupaban siempre su banco favorito en la Parroquia.

También la muchacha de la honestidad a toda prueba luchó en la escaramuza moviendo sus escuálidos miembros como las aspas de un molino que no acabaron de sembrar el terror en las fuerzas enemigas. Lo que le ocurría a la muchacha de la honestidad a toda prueba era que no acababa de dilucidar bien quién era contrario a la iglesia y quién no, y más de una vez alcanzó un soberbio pellizco al robusto brazo de alguna matrona que peleaba por la misma causa que todas las buenas gentes de Villalobos.

Los compañeros del sacerdote norteamericano no cabían en su piel de júbilo, y confesaban que en su vida habían presenciado un espectáculo semejante a aquella zarabanda de empellones, gritos, denuestos y banderitas tremoladas al aire. Con risas y aullidos intraductibles a lengua cristiana, demostraron su admiración por la perfecta originalidad de aquellos festejos, y se preguntaban si sería corriente en aquellos pueblos castellanos el recibir a los turistas con tales demostraciones de adhesión y alegría.

Lo único que sentían era que no estuviese presente el sacerdote norteamericano, a quien sin duda hubiera regocijado el espectáculo original de los gritos y las banderitas, porque era un hombre sumamente sencillo a pesar de su figura atlética.

Al señor alcalde de Villalobos se lo llevaban todos los diablos.

¿Qué iba a ser de sus pacientes preparativos para recibir dignamente al gobernador de la Provincia? ¡Multas! ¡Una buena tanda de multas para todo el vecindario!

Rugía desde el balcón, llamaba al Benito, que debía encontrarse en la taberna del Tuerto a aquellas horas, gritaba al cartero y barrendero que pusiera orden en su calidad de agente municipal; clamaba por el secretario y lo ponía de bestia para abajo, porque tampoco el secretario aparecía.

Y así, solo, el pobre alcalde se agitaba de un extremo a otro del balcón pidiendo orden a las mujeres e intervención a los hombres para que de nuevo reinara la paz en la engalanada plaza.

La verdad era que ni el mismo alcalde llegaba a comprender el motivo de todo aquel motín, y que en un principio creyó que se debiera a alguna treta del señor cura. No viéndole aparecer por ningún sitio, estuvo a punto de creer que aquel zorro había intentado estropearle su fiesta y librarse así de las honras fúnebres que aquella misma tarde el alcalde planeaba celebrar en homenaje a doña Paula.

Pero poco a poco, conforme su magín se lo permitía, fué comprendiendo el motivo de aquella baraúnda de gritos, tirones de moño y banderas. El que las mujeres clamaran por la devolución de su párroco y llenaran de insultos a aquellos dos inofensivos seres que sonreían y saludaban desde la galería parroquial como si en realidad les estuvieran haciendo objeto del más cordial homenaje, empezó a divertir al bueno del alcalde, y hasta es posible que se hubiera adherido a la zarabanda, si en aquel momento no enfilara la plaza, por el extremo opuesto, seguido de la chiquillería de don Nando, un magnífico automóvil que por las trazas debía ser el del gobernador de la Provincia.

Don Nando gritaba furioso desde; la taberna a la chiquillería para que no se montaran en los traseros del coche, pero maldito el caso que le hacían aquellos salvajes desmandados.

Entre gritos, silbos y rugidos de la pequeña turba, el coche oficial fué penetrando por las callejas de Villalobos, hasta desembocar en la plaza del Ayuntamiento, donde otra muchedumbre desenfrenada hacía manifestación de su júbilo con gritos salvajes, golpes y empujones.

En ese instante, el coche del gobernador disminuyó la marcha y se dispuso a entrar solemnemente en el escenario de la refriega.

Al señor alcalde le chorreaba el sudor por el cuello enrojecido cuando gritó con una voz que le hubiera envidiado el Benito:

—¡El señor gobernador!

Y sin esperar a ver el efecto que producían sus palabras en la plaza, corrió hacia la escalera para estar en la entrada del Ayuntamiento en el instante en que se detuviera el coche de la primera autoridad.

Cuando las monjas hubieron terminado la limpieza de las galerías del convento por las que había de pasar el señor gobernador civil, volvieron todas a sus tareas habituales.

Sor Micaela y sor Ana del Santísimo Crucificado recogieron a los niños en sus clases para tratar de explicarles cómo habían de recibir, saludar y sonreír a un personaje de la excepcional importancia de un gobernador civil.

Sor Micaela estaba convencida de que aquello era mucho más fácil de explicar y comprender que el acusativo, pero no estaba muy persuadida de que los niños fueran a saludar y sonreír al gobernador exactamente de la misma manera que ella lo estaba haciendo.

Después llevó a los niños a merendar pan y chocolate, y por fin los sacó al recreo, al sol y al aire, para festejar el acontecimiento de una visita tan importante.

Sor Micaela no deseaba pensar aquellas cosas irreverentes que le traía el demonio, sin duda. Pero era imposible apartar la idea de que a los pequeños del Hospital de Afuera les había sentado bien la muerte de doña Paula.

Fué entonces cuando sor Micaela se acordó de que debía rezar un padrenuestro por el alma de la señora, y se dirigió a la pequeña capilla del convento, sobre cuya espadaña brincaba la luz de la ancha tarde castellana.

Lucinda no quería pensar lo que ocurriría si su madre les sorprendiera en aquel instante en que parecía que las cosas iban a ocurrir exactamente igual que la primera vez.

Rendida al fin a las súplicas de Antonio, se había reconciliado con él, y estaba abrazada a su cuerpo, echados los dos en la penumbra, sobre el heno del granero.

El calor del heno amontonado en el molino era muy agradable en esos instantes en que Antonio la besaba y le prometía una vez más casarse con ella.

Lucinda pensaba que sería maravilloso que aquello continuara siempre.

El Tuerto y sus leales de la hora de la siesta creyeron que lo mejor sería acercarse hasta la plaza para ver si el señor gobernador ordenaba tomar por asalto a la Parroquia y desalojar a los franchutes, que aún se resistían con los rehenes del cura y la Isabel.

El tabernero opinaba que aquella sería una estrategia digna de un gran general, y que la Parroquia no se conquistaba así como así aunque todas las mujeres devotas de Villalobos atacaran con sus mejores bríos.

Pero el maestro don Nando era de parecer que los pobres extranjeros no tendrían más remedio que rendirse al asedio por hambre. Por lo demás, que acabaran antes con el párroco, no podía menos de reportar beneficios a un pueblo progresista como aquel.

Al mozo de Teléfonos le parecía que el señor gobernador no había venido a ordenar ningún ataque, sino que su llegada debía tener alguna relación con la muerte de la vieja, allá en la alquería. Pero no se atrevió a decir lo que pensaba en voz alta porque le daba lástima deshacer las ilusiones de un hombre tan importante como el tabernero.

La Gumer y la Sinfo acabaron por dormirse en sus sillas donde velaban el cadáver. Era extraño que nadie hubiera venido después de comer a visitarlas, pero de todas maneras estaban dispuestas a agradecer a quien fuere este rato de descanso, porque aquella mañana, desde la madrugada, había sido muy movida.

A la muchacha de la honestidad a toda prueba le pareció que el señor gobernador llegaba como llovido del cielo, porque la baraúnda de la plaza, con tantos mozos de por medio que empezaban a aprovecharse de la ocasión para levantar las faldas de las niñas y las mujeres, empezaba a comprometer su integridad.

Era cosa de Santa Olegaria y de toda la corte celestial el que el señor gobernador hiciera su entrada en la plaza de Villalobos en aquel instante preciso.

La señorita Benigna recogió sus huestes agotadas y rotas. Procuró ordenarlas en medio de la refriega, dio un buen papirotazo con el resto de su bandera a un mozo que se propasaba con las niñas, comprobó las bajas, e inició una retirada honrosa antes de que las banderas cayesen en poder del enemigo.

Los colores nacionales desgarrados, los palos de las banderitas rotos, las niñas de la señorita Benigna se fueron recogiendo hacia el extremo de la plaza y allí esperaron el toque de retirada a nuevas posiciones.

A las niñas de la señorita Benigna no les gustó mucho la medida estratégica de la maestra, pues desde que se habían metido los mozos en la batalla el juego resultaba mucho más divertido que cuando sólo tenían que tirar del moño a la boticaria. Pero a la señorita Benigna le pareció que la tarde iba tomando un sesgo peligroso para la institución.

La boticaria, la honorable mujer del juez de Villalobos y la mujer de la boca torcida daban golpes a diestro y siniestro entre el mocerío que se había metido entre ellas. La boticaria empujaba a este, y esto a aquel, y aquel a la señorita del juez, y la señora del juez al otro, y el otro a la mujer de la boca torcida y esta a la boticaria, y así, como una onda inacabable, menudeaban los golpes, los empellones y los ayes entre las mujeres, y las risas, los codazos y las palabrotas entre los muchachos del pueblo. No había derecho a que estos sinvergüenzas trataran de tergiversar las cosas y se aprovecharan de la buena voluntad de las vecinas de Villalobos para tocar a las niñas con tanta frescura.

Por esta causa las mujeres maduras se habían olvidado de los franchutes, que seguían con el mismo entusiasmo el extraordinario festejo desde la galería de la casa cural, y ahora se revolvían contra estos enemigos del decoro y los aporreaban con todas sus fuerzas.

Fué el grito del alcalde el que libró a los mozos de Villalobos de una vergonzosa paliza en manos de las mujeres, enardecidas por las voces de la boticaria.

—¡El señor gobernador!

Rugió la garganta de don Simplicio; y como movidos por un resorte, todos, aporreados y vapuleadoras, se volvieron hacia el automóvil que enfilaba majestuosamente la soleada y polvorienta plaza.

Don Rosendo Oliván y Pérez no quería saber nada de cuanto estaba ocurriendo en la plaza, a las puertas de su farmacia. Prefirió aguardar en la trastienda el resultado de los acontecimientos, y por fin respiró aliviado cuando sintió que el ruido cedía y que lentamente se iba restableciendo afuera el silencio.

Sólo entonces se decidió a asomar la nariz al exterior y comprobar por sí mismo los destrozos que aquella batalla campal debía haber ocasionado en la hermosa plaza de Villalobos.

Pero en realidad la plaza continuaba entera, y hasta los dos extranjeros seguían en la galería de la casa Parroquial tan sonrientes como si nada de lo ocurrido tuviera que ver con ellos.

Era en aquel instante cuando el señor cura de Villalobos aparecía con otro sacerdote rubio y atlético junto a los dos espectadores del regocijante festival.

El señor juez respiró por fin al ver aparecer al párroco en la galería de su casa, sano y salvo, acompañado de aquel clérigo rubio y atlético, que sonreía de la misma manera que los otros dos extranjeros. Se secó el sudor frío de la frente y se dispuso a bajar a la plaza para estar a la entrada del Ayuntamiento en el instante en que descendiera de su coche el señor gobernador.

El honorable exjuez de Escalona había presenciado aquel espectáculo bochornoso desde la ventana entreabierta de su despacho. No le cabía en la cabeza cómo el alcalde no había hecho llamar al puesto más cercano de la Guardia Civil para que se impusiera el orden al vecindario alborotado.

El juez de Villalobos empezó a sudar frío en el momento en que vio a su honorable esposa zarandeada de aquí para allá por un grupo de jovenzuelos a los que, sin embargo, ella propinaba espectaculares puñetazos, sin rendirse al acoso de los enemigos. Por más que se estrujaba el cerebro, el señor juez de Villalobos no había sido capaz de comprender el motivo de aquel alboroto que había llenado de polvo la plaza; y juzgaba que estos vecinos de Villalobos eran unos verdaderos salvajes, tal vez porque el sol pasaba aquí más despacio y más cercano que en Escalona.

A don Jenaro le alarmaba cada vez más el enorme griterío que llegaba hasta la sacristía de su iglesia.

Al principio creyó que aquello era el ruido normal de la muchedumbre amontonada en la plaza, a la espera del gobernador. Más tarde se dio cuenta de que las voces no revelaban ningún buen ánimo. Por fin notó que se gritaba contra alguien, y que el alboroto adquiría todo el aspecto de una furia desbocada. Le extrañó que sus feligreses mostraran a esas horas de modorra y sopor su aspecto levantisco, y pensó que debía haber algún motivo digno de conocerse en todo aquello.

Fué la curiosidad más que el miedo lo que decidió a don Jenaro a interrumpir el piadoso rezo de su colega norteamericano, para subir con él de nuevo a la galería.

—No podeg guezag con tanto güido —protestó el sacerdote turista al aparecer el párroco de Villalobos.

—Venga, padre. Encontraremos otro sitio.

Y con gestos y medias palabras, que el otro entendía igual que si fuesen enteras, se lo llevó a la galería, donde estaban los otros dos.

En el momento en que ellos se asomaban a la plaza, sonaba la poderosa voz del alcalde y la borrasca cedía ante los asombrados ojos de los dos espectadores, como a toque de bando municipal. El hombre y la mujer se volvieron al colega norteamericano del señor párroco y expresaron con gestos grandilocuentes y palabras ininteligibles su entusiasmo por aquella fiesta tan extraña en la que no había «togos» a pesar de todo.

Puede decirse que lo de «togos» fue lo único que entendió el buen párroco de Villalobos, que tampoco acababa de comprender la escena que se estaba desarrollando en la plaza.

El mismo alcalde se hubiera maravillado del efecto producido por su grito estentóreo en la plaza de Villalobos. Pero no tuvo tiempo de admirar su propia obra, porque como un loco se precipitó hacia la escalera y bajó por ella como si le empujaran mil infiernos, jurando y perjurando que en cuanto desapareciera del pueblo la primera autoridad de la Provincia se comería vivo al secretario por no estar en su puesto a una hora tan oportuna.

Cuando el señor alcalde de Villalobos llegó al portal del Ayuntamiento, la portezuela del coche oficial se abría frente al señor juez, al secretario, al Basilio, al barrendero y cartero, al Tuerto y demás autoridades de Villalobos, que se habían adelantado al alcalde.

En derredor de este grupo había un silencio sepulcral que después de la pasada baraúnda daba la sensación de un inmenso vacío en todo el ámbito urbano. Detrás del coche podían verse aún los desastrosos efectos de la batalla campal: las mujeres desgreñadas, los mozos desarrapados, los hombres con cara de susto, como entontecidos por el sol y por la gritería.

Poro no fué nada de esto lo que llamó la atención del señor alcalde. Lo que le dejó absorto, lo que por poco le corta el habla para el resto de la tarde, fué ver que del coche salía un personaje, luego otro y por fin otro. Y que ninguno de ellos era el excelentísimo gobernador civil de la Provincia.

Al párroco de Villalobos parecían empujarle dos legiones de potestades angélicas cuando salió de la casa cural en dirección al Ayuntamiento.

Que del coche detenido ante el Municipio bajaran personalidades de tomo y lomo y que el señor cura no estuviera presente en ese momento trascendental en el que se decidía el porvenir de la iglesia de Villalobos y de las ánimas benditas, era algo tan absurdo, tan infernal, que no cabía en la mollera de don Jenaro.

En aquel instante se olvidó de su colega norteamericano y de sus compañeros, que habían suscitado con su aparición en la galería de su casa aquel San Quintín tan sonado. No pensó más en el eminentísimo de Boston ni en los baños de la Santa Iglesia Romana. Sólo le llenaba la cabeza la idea de que su presencia era urgente en aquel lugar, para contrarrestar la acción del señor alcalde, cuya parte en el reciente motín contra la parroquia no ofrecía dudas en el pensamiento del buen cura.

Y lo primero que se encontró el párroco de Villalobos al pisar la plaza, junto a las caras descompuestas y absortas de la boticaria, la mujer de la boca torcida y la muchacha de la honestidad a toda prueba, fué la enorme cabezota del sacristán, el padre nutricio del monaguillo, al que le descerrajó con un grito descomunal esta andanada:

—¡Toca las campanas, animal! ¿No ves que ha llegado el señor gobernador?

Y sin más explicar ni ver, siguió corriendo hacia la puerta del Ayuntamiento.

Casi al mismo tiempo que el cura, llegaba junto al coche oficial el maestro don Nando, con su flamante vestido negro, que venía igualmente despavorido a incorporarse al puesto que su jerarquía le garantizaba en la comitiva.

Pero en vano los ojos del maestro de Villalobos buscaban en aquel grupo de personas que se saludaban la cara del gobernador, al que conocía de un reparto de premios al que él había asistido en la capital. Creyó que el gobernador habría entrado ya. Pero, por otro lado, allí estaba el alcalde, y eso parecía una irregularidad.

El maestro de Villalobos no acababa de explicarse todo aquello, ni sabía en fin de cuentas a qué iba a venir el gobernador.

Por lo que concluyó que todo le importaba un par de rábanos, y que maldita la gracia que le hacía una carrera como la que acababa de echarse, a sus años.

Puede decirse que la Gumer y la Sinfo se despertaron simultáneamente de sus respectivas siestas en las sillas de la cámara mortuoria. Sólo entonces se dieron cuenta de que dos o tres viejas habían entrado hasta allí y estaban rezando piadosamente ante el cadáver de la señora Paula, rodeado de flores y con cuatro velas, tres de las cuales ya se habían apagado hacía tiempo.

Como movidas por un resorte, la Sinfo y la Gumer se levantaron, se sonrojaron, se pusieron de rodillas y empezaron a vociferar:

—Padre nuestro que estás…

Y añadieron su espontánea piedad a la interminable cadena de méritos del alma de la difunta.

Don Rosendo Oliván y Pérez se acercó tímidamente al grupo donde peroraba su mujer.

—¿Ha llegado ya? —preguntó.

—Sí —replicó rápidamente la mujer del juez—. Ya están ahí. Ahora verán esos sinvergüenzas si en Villalobos hay principios todavía.

Pero don Rosendo Oliván y Pérez simuló ignorar de qué principios se trataba, porque todo eso era mejor saberlo después, de sobremesa, cuando su mujer se lo contara.

El señor Onésimo sintió una gran satisfacción al abrir de nuevo los ojos y darse cuenta de que había dormido mucho tiempo y de que el vientre ya no le molestaba tanto.

Se incorporó en el lecho, se frotó los párpados, en los que sentía un cosquilleo voluptuoso, y puso los pies en las zapatillas forradas de piel de conejo.

Después anduvo por su habitación de un lado a otro buscando la orientación que la siesta le había arrebatado. Hasta él llegó un murmullo en la plaza, pero no sintió curiosidad.

«¡Bah! —pensó—. Mañana me lo contarán en la barbería.»

Y después de dos o tres vueltas más se volvió a tumbar en el mismo hueco que había dejado su cuerpo en la cama. El pregonero, el cartero, el mozo de Teléfonos y el secretario se cuadraron a los lados de los personajes montando la guardia de sus preciosas personas.

Ya no había duda de que el señor gobernador había delegado en su secretario de gobierno para aquel trascendental asunto. Y el secretario de gobierno del señor gobernador había presentado a los otros personajes como el secretario particular del señor gobernador y el señor notario de Villarrama.

El secretario de gobierno tenía un gesto sonriente y untuoso que no inspiraba ninguna confianza, sino todo lo contrario. El secretario particular ofrecía todos los rasgos esenciales y necesarios para caracterizar a un fisgón profesional. El notario era enjuto y envarado y llevaba sobre la frente, con mucha más lucidez que el mismísimo exjuez de Escalona, el sello incalculable de la equidad.

Esto es lo que pensaban el pregonero, el cartero, el mozo de Teléfonos y el secretario del Ayuntamiento de Villalobos mientras hacían guardia a las preciosas personas de los recién llegados.

¿Qué podía hacer ya la señorita Benigna con sus banderitas destrozadas, sus niñas en desorden y su propio cabello desgreñado por las manos vehementes de la boticaria? ¿Cómo pudiera haber gritado un «viva» a España y otro al señor gobernador y uno más al alcalde de Villalobos si su voz estaba ronca de tanto gritar y además sentía que las lágrimas de rabia le subían por los ojos y le hacían temblar la garganta?

No. Lo mejor que podía hacer la señorita Benigua fué precisamente lo que hizo: recoger a sus niñas, reunir a las que pudo y retirarse a su escuela con gesto de dignidad ofendida, para meditar sobre las enseñanzas de aquella derrota histórica.

Menos mal que al empezar la retirada se le adhirió la muchacha de la honestidad a toda prueba, a quien desde el momento en que nadie se ocupaba de los abominables franchutes, de la mujer vestida con pantalones, y desde que el cura había salido a la calle sano y salvo, ya nada podía interesar de cuanto ocurriera en, la plaza del Ayuntamiento.

Al acercarse a la escuela repararon en el molino. Aquel era un lugar propicio para el comentario y el descanso después de lo ocurrido. Pero, ¿quién iba hasta allí? Sería mejor descansar en la escuela.

Además, la muchacha de la honestidad a toda prueba opinó que el molino era un lugar perverso, puesto que en él se daban cita los enamorados de Villalobos. ¿Y quién sabe si en estos momentos hay allí alguna pareja besándose y haciendo cosas capaces de ruborizar a las piedras?

(Bien sabía Lucinda que no estaban haciendo cosas que pudieran ruborizarla a ella, pero seguramente le hubiese parecido un mal augurio que aparecieran por el molino en aquel preciso instante la señorita Benigna y la muchacha de la honestidad a toda prueba.)

Era ya media tarde cuando los vecinos de Villalobos se cansaron de dar vivas al gobernador, puesto que nadie les había dicho que no fuese el gobernador quien había llegado para hacer justicia. Ni nadie les había asegurado para qué viajaba a Villalobos el gobernador. En primer lugar, porque el gobernador no había viajado a Villalobos, y en seguido lugar porque nadie, excepción hecha del señor juez, sabía a ciencia cierta por qué razón podía viajar el señor gobernador a Villalobos.

Los hombres y las mujeres empezaron a retirarse hacia la pared de la iglesia para aprovechar el sol decadente de aquellas horas.

El último sol del día que para tantos podía ser también el último. Esto lo sabían bien los ancianos de Villalobos, y comentaban ahora, después de que tantas cosas habían sucedido, la desgracia de la señora Paula, que había muerto por la mañana en la alquería.

Al colega norteamericano del señor párroco le pareció que era abusar de la hospitalidad del cura permanecer un minuto más en su casa. De manera que en cuanto pasó la tremolina de la plaza, empezó a opinar que debía despedirse del anfitrión que tan delicadamente le había atendido, y con quien había sostenido tan saludable plática sobre la conveniencia y el sentido de los baños públicos en la Santa Iglesia Romana.

Pero el ama no estaba dispuesta a dejarles ir sin tomar un buen piscolabis para la merienda, porque era mucho el susto que tenían que haber pasado los pobrecitos, allí en aquella galería, frente a esas fieras de la boticaria y de las otras mujeres devotas de Villalobos.

La turista norteamericana decidió que a aquella hora avanzada de la tarde debía sentarle mejor el pantalón que la vaporosa falda, y decidió mudarse una vez más, por lo que el ama tuvo que introducirla de nuevo en su aposento y vigilar a la puerta para que ningún condenado como el sacristán o el monaguillo cayera en la tentación de fisgonear por allí.

Quien fisgoneaba de lo lindo, con gran detrimento de la paciencia del alcalde, era el secretario particular del señor gobernador, quien, una vez reunidas todas las autoridades de Villalobos en el despacho del primer magistrado municipal, no se anduvo en requiloquios para manifestar que la misión de los tres señores venidos desde la capital era ni más ni menos proceder por todos los medios legales a activar la cuestión del testamento de esa señora que había fallecido en el lugar, y sobre el cual los poderes civiles tenían concretos e inefables intereses.

La chispa del asombro se fué encendiendo en todos los ojos y el rubor de la cólera en los rostros del alcalde y del cura, que veían volar sus ilusiones.

Sólo el señor juez, a la derecha de las jerarquías provinciales, mantenía una serenidad alquilada en Escalona, cuando él era juez de aquel pueblo, donde había comprado las zapatillas y otras comodidades de su vida de funcionario probo.

Un resoplido que no auguraba nada bueno se le escapó al alcalde cuando supo definitivamente cuál era la finalidad del viaje.

(¡Y él, que había pensado en honras fúnebres en la plaza de Villalobos! ¿Qué es lo que pretendían esos señores de la capital? Estaba la muerta ahí, como quien dice. Nadie, ni siquiera el cura, con todo su descaro, se había atrevido a tocar, lo del testamento, y ahora venían de la capital estos pedazos de bestias, decididos a leer el testamento corpore insepulto.)

—Pero esto es imposible —estalló don Simplicio, poniendo su mejor voluntad en vencer el humor que le agriaba toda la cavidad intestinal.

—¿Imposible? —musitó el secretario particular, con un hilo de voz condescendiente—. No veo por qué ha de serlo.

—Es una profanación —casi rugió el cura, envalentonado por la réplica del alcalde, al que se sentía unido desde ese instante con un lazo de simpatía arrolladora.

—¿Una profanación? —arqueó las cejas ton femenina cortesía el secretario particular.

Y mientras hacía aquella exhibición supraorbital, los ojos le parpadearon con una coquetería que sin duda pareció un insulto a don Jenaro.

—¡Eso es! —bramó el alcalde, mucho más seguro al sentirse respaldado por la potestad eclesiástica—. ¡Una profanación! Y que lo diga. Está aún ahí el cadáver, caliente, recién hecho, como quien dice, y ya pensar en testamentos.

(A don Jenaro le pareció que no era eso lo que él había querido decir, pero se calló, porque hubiera sido peligrosa una escisión en el bloque defensivo que hacía con el alcalde.)

—Orden del gobernador.

Ninguno de los concurrentes se quedó boquiabierto como esperaba el secretario particular, porque ya lo estaban desde que la disputa había comenzado.

El secretario parpadeó con la misma coquetería de antes, decepcionado sin duda de lo mal que le estaba saliendo la mise en scène.

—Pero no puede hacerse —refutó aún el párroco, pertrechado en una desesperada defensa.

—Tendrá que hacerse —atipló el secretario particular.

Después buscó con sus ojos desvaídos al exjuez de Escalona y al notario que le había acompañado.

—Señor juez, señor notario: procedan. Búsquese el documento.

—¿El documento? —suspiró el juez, que se había puesto mortalmente pálido al sentirse llamado a escena.

—Eso es, el documento —impacientó el secretario particular como una vicetiple de zarzuela a la que le salen a deshora las comparsas—. Procédase a su lectura bajo cualquier condición y sin que nada obste.

—Pero, señor gobernador…, digo, señor secretario. Ese documento…

A pesar del halago que suponía la incidental equivocación del juez, el secretario particular sintió agotársele la última reserva de calma protocolaria que traía de la capital.

—¡Qué! ¿Ha desaparecido?

Y fulminó con los ojos al cura y al alcalde.

—No…, no, señor gobernador…, digo, señor secretario. No es que haya desaparecido. Pero tampoco está aquí.

—¡Cómo! ¿No lo tiene usted?

El señor juez de Villalobos y exjuez de Escalona empezaba a sudar frío, lo que era pésima señal. Hubiera preferido que se lo tragara la tierra.

—No…, no, señor.

La voz de vicetiple se hizo opaca y habló con movimiento de pizzicato:

—Es inexplicable. Llama usted al señor gobernador, como si todo estuviera dispuesto, y ahora nos sale usted con esas. Es inexplicable, créame. No le gustará al señor gobernador.

Los ojos del alcalde se abrieron hasta desorbitarse de asombro. ¿Conque era este hombre el causante de la famosa visita? Sintió un vehemente impulso de echarse encima de él y ahogarlo. Pero tuvo que reprimir sus instintos, porque estaba delante de la plana mayor de la Provincia.

Y no era el alcalde el único asombrado por la revelación. El cura de Villalobos tampoco miraba al juez con ojos demasiado apacibles.

Tan poco apacibles fueron aquellas miradas, que el pobre exjuez de Escalona sintió que el sudor frío, que era su especialidad en estos casos, le corría a torrentes por la espalda.

Entretanto, el secretario del gobernador seguía hablando con su voz chillona y ordenancista, como si se tratara de reprender a un párvulo sorprendido con las manos en la masa.

Tanto chilló y reprendió, que hasta las miradas del alcalde y del cura se hicieron benignas y compasivas, como de carnero degollado, sobre el infeliz representante de la equidad en Villalobos.

Por fin, alguien propuso trasladarse a la alquería de doña Paula y allí, sobre el terreno, proceder a la lectura del testamento, ya que no faltaba el notario y todos los circunstantes eran personas de probidad justificada y llenos de un idéntico deseo de terminar cuanto antes aquel asunto.

El cura rezongaba porque la novena cíe Santa Olegaria debía empezar a las siete en punto. El alcalde resopló indignado, porque le parecía casi una profanación trasladarse de aquella manera al domicilio de una difunta tan ilustre. Claro que a él también le interesaba el testamento, que sin duda beneficiaría al pueblo cuyos destinos él presidía. Pelo no le faltaba el temor de que las autoridades de la capital se hubieran presentado allí con su cuenta y razón.

El juez no tenía ánimos para pensar. Como un delincuente entre dos guardias descendió entre los dos secretarios del gobernador, seguido del notario y de un nutrido grupo de personalidades de Villalobos.

Los menguados grupos de curiosos y somnolientos se quedaron con la boca abierta al ver aparecer en la plaza la fúnebre comitiva.

Sólo el sacristán se atrevió a irrumpir en el grupo de personalidades para abordar al señor párroco.

Era necesario consultarle si se retrasaba la hora de la novena.

—No. Toca cuando te he dicho.

La voz del párroco estaba aún indignada por cuanto había sucedido en la sala del Ayuntamiento,

—Y que los turistas se van a ir —continuó el sacristán.

—Que se vayan con viento fresco —rezongó el párroco.

Y siguió adelante, hasta el coche del secretario particular.

Casi al mismo tiempo que el coche de las autoridades provinciales y locales, arrancaba de la plaza de Villalobos el de los turistas norteamericanos, que la boticaria y el tabernero habían confundido con franchutes, por tan diversos motivos.

El coche abierto y lleno del polvo de las carreteras pasó entre los grupos de curiosos, que ahora miraron a sus ocupantes como se suele mirar siempre en Villalobos a las gentes de bien que vienen desde muy lejos en automóviles semejantes a este.

Lo cual no quiere decir que algunas mujeres, cuyas cabezas febriles no cesaban de maquinar nuevas truculencias, no pensaran que aquellos tres seres extraordinarios iban detrás del coche de las autoridades con algún siniestro propósito.

Pero el escarmiento de la tarde había sido de los gordos, y a esas cabezas febriles no les quedaban deseos de expresar sus imaginaciones. Por eso las mujeres se callaron y se quedaron con la expectación de nuevos fallecimientos sorprendentes en lo que aún quedaba de este original día.

Después, muchas gentes se fueron a sus casas. Otros se quedaron contemplando el aspecto verbenero de la plaza con sus colgaduras, sus reverberos de sol decadente y los pedazos de banderitas de las huestes de la señorita Benigna esparcidos por el suelo.

Los viejos aprovecharon la última tibieza del sol; los mozos las primeras confidencias de la sombra, y los chiquillos la anchura toda de la plaza, para volver a sus gritos, a sus carreras y a sus juegos.

Cuando Antonio y Lucinda salieron del molino el sol caía en diagonal sobre los campos cercanos a Villalobos. Les dio en los ojos y les hizo reír con esa impertinencia, porque le sentían receloso de todo cuanto le habían ocultado durante la tarde.

Por fin le dieron la espalda y se dirigieron a las primeras calles del pueblo.

(Villalobos a estas horas tiene su mejor color. El oro viejo del sol poniente cae sobre las tapias encaladas de los corrales y les arranca todo el misterio de sus consejas en un diálogo invisible de luz moribunda. Después, el pueblo se colorea de rosa pálido, de anaranjado y de un rojo sangriento que pinta sobre los adobes y los tejados toda la agonía de la jornada pronta a sucumbir.

El campo, en derredor, se ha hecho más profundo en una dimensión inédita hasta esas horas apacibles de la tarde. Los trigales rizan las sombras de sus espigas a la caricia del aire que sopla su resurrección en la meseta. Bandadas interminables de pájaros vuelan hacia los árboles del arroyo, hacia la torre parroquial y hacia los tejados más altos del pueblo. La algarabía de sus chiquillos es lo único que palpita en esa naturaleza quiescente. Con intervalos cada vez más cortos y rápidos, el grillo desata de pronto su mecanismo al pie de las hierbas resecas:

—Cri, cri, cri…

Y todo vuelve a ser como al principio, cuando el día era joven y azul encima de la llanura.)

—¿Hablarás a tus padres?

La Cinda se le ha quedado mirando en el camino que sube a las primeras casas del pueblo. A lo lejos alguien arrea a un asno perezoso y paciente bajo la carga.

—No tengas cuidado, Tonio. Mi padre está con nosotros.

—Entonces, ¿esta noche?

—Esta noche, Tonio.

El cartero de Villalobos opinó que lo mejor era dormir una vez más, puesto que el señor gobernador había optado por quedarse en la capital, y nadie sabía el motivo de aquella peregrinación en coche de todas las autoridades fuera del pueblo.

Pero no le duró mucho al cartero de Villalobos su merecido descanso, porque el secretario del Ayuntamiento tuvo la maligna ocurrencia de que habían quedado demasiados residuos de la pasada refriega en la plaza y sería conveniente barrerlos antes de que volvieran las autoridades de su misteriosa jira.

La Sinfo y la Gumer no cabían en sus respectivos pellejos, de puro júbilo.

Que durante todo el día el campesinado de Villalobos hubiera desfilado por la alquería con las gorras en las manos de los hombres y unas lágrimas de cocodrilo en los ojos de las mujeres, era bastante satisfactorio. Pero esto de ahora rebasaba toda suposición.

Ahí es nada: las autoridades de la Provincia. Un representante del señor gobernador, en persona, a pesar de las escasas simpatías de la difunta hacia la primera autoridad de la Provincia.

Todos unos señores encopetados entraban ahora, con sus sombreros en la mano, con gestos muy serios de condolencia, diciendo frases corteses y hasta dispuestos a oír el responso que el señor cura estaba rezando ante el cadáver de la pobrecita doña Paula.

La Gumer y la Sinfo no sabían cómo explicarse aquello. Mejor dicho, no tardaron en explicárselo a su manera, cuando estuvieron solas, mientras aquellos señores tan solemnes se reunían en la sala de arriba, lo más lejos posible del lugar donde yacía la pobrecita doña Paula.

—Son cosas del señor cura, Gumer. Siempre estimó a doña Paula.

—Y que lo diga, señá Sinfo. El señor cura siempre quiso bien a esta casa. Y a la señora, como si la hubiera parido. Él ha debido traer a esos personajes tan empingorotados, para que todo el mundo se dé cuenta de la mujer que hemos perdido.

Y una palabra enhebrada con otra, la Gumer y la Sinfo edificaron toda una teoría de agradecimiento, de admiración y de apoteosis para la pobrecita doña Paula, por parte de Villalobos, de la Provincia y del mundo entero.

—No me extrañaría nada que el Papa mandara sus indulgencias, Gumer. También el Papa debe ser bueno y agradecido.

—Si lo hemos de ver, señá Sinfo. Si lo hemos de ver…

En la farmacia de don Rosendo Oliván y Pérez no había menos revuelo que en la taberna del Tuerto a aquella misma hora.

La única callada entre las mujeres era la muchacha de la honestidad a toda prueba.

Sin duda, había convenido en que el tema desarrollado por sus amigos no iba muy de acuerdo con su prudencia y menos con su castidad.

—Los han visto salir. ¿No se lo estoy diciendo?

—¡Y dice usted que del molino!

La boticaria abría los ojos como si en realidad su pudor estuviera mortalmente herido y las columnas del mundo se estremecieran bajo sus pies.

—¡Pues claro! Igual que la primera vez. Y dicen que iban bien amartelados. ¡Fíjese!

La mujer de la boca torcida cargaba y descargaba sus baterías con marcial rapidez.

Poco a poco el blanco de sus tiros hizo efectos desastrosos en la boticaria y en la honorable señora del juez.

—Es incomprensible —vacilaba la última.

—¡Dios mío! ¡Si no vamos a poder vivir las mujeres decentes en esta tierra!

Y al decir esto, la boticaria ponía los ojos en blanco, y se volvía hacia la muchacha de la honestidad a toda prueba, que estaba haciendo formidables esfuerzos por abstraerse de aquella conversación y pensar en cosas menos sugestivas.

—No me cabe en la cabeza cómo puede haber mujeres así —concluyó con aplomo la señora del juez.

—¡Y ya lo probó la otra vez!

—¡Ay, señora! —sonrió con una mueca diabólica la mujer de la boca torcida—. ¡Hay cosas que gustan más cuanto más se prueban!

—¡Chiss…!

Y los turbados ojos de la señora del juez y de la boticaria se volvieron hacia la muchacha de la honestidad a toda prueba, que debía estar empeñada en un gigantesco combate con las imágenes lúbricas del Tonio y la Cinda abrazados encima del heno del molino.

El hijo de la sacristana echó las campanas al vuelo en cuanto hubieron dado las seis y media en los desacordes relojes de la plaza.

Dentro de treinta minutos exactos empezaría la novena de Santa Olegaria, estuviera o no en Villalobos el secretario del gobernador.

Tales habían sido las órdenes tajantes del señor tura.

Sobre las campanas de la torre parroquial caían los rayos del sol, estremecidos por el furioso volteo.

Ahora Villalobos tenía un color de nostalgia, como si las cosas se dieran el último abrazo antes de que llegara la sombra. El calor había mitigado su azote sobre las calles. Desde las tapias encaladas, la sombra se desplomaba en un giro solemne. Todavía la claridad de la tarde se mantenía encima de la villa, y aún la agonía de la jornada sería lenta, trabajosa y desesperante, pero estos rayos del sol vespertino tenían encima del canto de las viejas campanas la nostalgia de un abrazo de despedida.

A las seis y media había llegado a su límite vespertino el bullicio en la taberna del Tuerto.

Podía decirse que todos estaban de acuerdo en rodear a una sola persona: don Nando, el maestro de Villalobos, porque era el único testigo de las cosas ocurridas en el Ayuntamiento que tenían a mano.

—Yo preferí no llegarme hasta la alquería, la verdad —comentaba entre sorbo y sorbo del clarete el maestro.

Y la verdad era que se había sentido amargamente postergado en su dignidad docente al no darle cabida en el coche oficial.

—Hizo muy bien, don Nando —aseguraba el tabernero con el mismo aplomo que si estuviera dirigiendo personalmente las operaciones de Madagascar.

—Aquello se ponía sucio —alivió el maestro.

—Óigame: ¿y es verdad que fué el juez quien llamó al gobernador?

Don Nando saboreó de nuevo el clarete.

—Como lo oyen.

Todos se miraban reanudando el estupor.

—¡Habrase visto mosquita muerta!

—Para que os fiéis de los jueces: ahí lo tenéis.

Todos se estremecieron en la misma oleada de entusiasmo. Pero el que entraba no era precisamente el juez de Villalobos, sino el secretario del Ayuntamiento.

—¡Hola! —gritó el Tuerto, satisfecho de que todos los escombros de la tormenta fueran cayendo en su taberna—. ¿Tampoco usted ha ido a la alquería?

—¿Yo? —caviló el secretario—. ¿Para qué?

—¡Hombre! Pues para ver si le tocan unos pesos.

—¿Pesos? —Aquí el secretario hizo una graciosa mueca de escéptico que le caía muy bien—. ¡Si se los ha de llevar todos el gobernador!

Hubo un rugido general ante esta afirmación que sonaba a algo subversivo en Villalobos.

—¿Qué dice usted?

—Pues digo… —vaciló el secretario, rascándose la cabeza con un guiño de voluptuosidad— que por algo el señor gobernador ha mandado a su representante, y con un notario.

—¡Atiza! ¿Y por qué ellos van a quedárselo todo?

—Hombre, porque son más fuertes.

Hubo un minuto de silencio, en atención a esta aguda filosofía del secretario. Después, don Nando aseguró con una voz profunda como la que empleaba para hablar de Sigerico y Wamba en la escuela:

—Esto es el puerto de arrebatacapas.

Y acto seguido, por solicitud del tabernero, tuvo que explicar durante diez minutos largos qué quería decir aquello del puerto de arrebatacapas.

Al señor juez de Villalobos no acababa de olerle demasiado bien el giro que tomaban los acontecimientos.

En primer lugar, le había molestado que el señor gobernador, en vez de venir personalmente a Villalobos, donde había tales intereses en juego, hubiera mandado a este gaznápiro del secretario, sin educación ninguna, y con carta blanca para resolver arbitrariamente asuntos tan delicados.

En segundo lugar, le parecía una irreverencia y hasta casi un sacrilegio que, caliente aún el cadáver como quien dice, las cosas se precipitaran de aquel modo, y el señor secretario del gobernador se hubiese empeñado, armado de notario y todo, en proceder a la apertura del testamento de la pobrecita doña Paula.

Jamás el señor juez de Villalobos hubiera creído que en la capital de la Provincia anduvieran de tal modo las cosas. Y ahora, casi estaba arrepentido de haber tomado cartas en algo tan monstruoso y sin sentido. Al fin y al cabo, ¿qué se le daba a él de los fabulosos bienes de la vieja? ¿Acaso sabía siquiera si existían esos bienes? Y en todo caso, ¿qué podía importarle a él, exjuez de Escalona, hoy funcionario en Villalobos y mañana sabe Dios dónde, qué podía importarle a él que las fincas de la difunta pasaran al municipio, al Estado o a la parroquia?

Tres eran los candidatos a aquella herencia que había revuelto de tal manera a Villalobos. Y los tres alegaban idénticas esperanzas, con distintos títulos; porque doña Paula, la pobrecita doña Paula, en vida había sido igualmente amable con el Estado, cariñosa con la iglesia y leal al municipio.

Pero al juez de Villalobos no le reportaría esto más que el negro sudor frío que ya le corría por la espalda y que acababa de ponerle de un humor de mil diablos, después de las intemperancias del secretario del gobernador.

Ahora, el señor juez de Villalobos llegaba en el mismo coche que el secretario, junto con el alcalde, el párroco y el notario. No tenía tiempo de mirar a las mieses, que parecían brillar por igual en los ojos de sus compañeros. Tal vez si el señor juez de Villalobos hubiera mirado a las mieses que bordean la carretera hasta la alquería de doña Paula hubiera comprendido qué era lo que desataba de aquella manera singular todas las ambiciones del Municipio, de la Iglesia y del Estado.

Don Simplicio no acostumbraba a sudar frío ni caliente mientras no moviera sus piernas. Pero ahora parecía estar dispuesto a hacerlo aunque fuera incómodamente arrellanado en el coche del gobernador.

Apenas se puede decir que hubiera expresado una sola palabra desde que fué arrebatado del Ayuntamiento y arrastrado a este vehículo que ahora se detenía delante de la casa de doña Paula.

Se conformaba con mirar a las mieses. Con apretar mucho los labios. Con pensar en cosas terribles como el que, por este verano, aquello no sería suyo, ni podría hacer el reparto acostumbrado de cereales entre sus adictos electores de Villalobos.

Esto era abrir una brecha irremediable en su carrera política y municipal. Debería luchar, debatirse hasta el fin con todo el encarnizamiento de su dialéctica que había hecho estallar más de una vez la inflamable paciencia del cura. Pero ahora era distinto: ¿qué podía significar todo su empuje de alcalde de Villalobos contra un notario y contra un secretario del gobernador?

Por eso, como un viejo gladiador vencido por primera vez, el alcalde don Simplicio no decía palabra, y se conformaba con mirar y mirar a las mieses. Y con pensar mucho en cosas lóbregas y terribles.

Sor Micaela estaba en la capilla dirigiendo el rosario de los niños. Era la última distribución del horario cotidiano, y a sor Micaela le daba una especial devoción el que aquellas horas del atardecer fueran dedicadas por estas bocas y estas mentes infantiles a ensalzar a Nuestra Señora del Hospital, de Afuera.

Claro que estas bocas y estas mentes infantiles actuaban de un modo mecánico y rutinario, y cometían verdaderas monstruosidades con la pureza del dogma expresado en la oración. Pero sor Micaela comprendía que en el cielo debían interpretar benignamente el que los niños del Hospital de Afuera dijeran, por ejemplo, «y bendito es el Fruto de tu entre», en vez de decir «el Fruto de tu vientre», que era lo que correctamente expresaba la divina Maternidad de Nuestra Señora.

A sor Micaela esto no la inquietaba ni poco ni mucho, porque sabía que Dios era capaz de interpretar todas y cada una de aquellas sílabas truncadas, al lenguaje de los ángeles. Lo que más le distraía mientras los niños rezaban era precisamente que el señor gobernador, que sin duda había llegado ya a Villalobos, no se hubiera dejado caer por el Hospital de Afuera.

La mujer de la boca torcida salió con su trote de mula cansada en cuanto oyó el primer toque de la campana grande, que anunciaba con media hora de anticipación el comienzo de la novena.

La mujer de la boca torcida pensaba indudablemente que era una cuestión de honor sagrada el llegar antes que nadie a la cita anual con Santa Olegaria.

La mujer de la boca torcida se había despedido con frases muy cortas y expresivas de la boticaria y de don Rosendo Oliván y Pérez. Estaba convencida de que a Santa Olegaria le interesaría igual que a ellos cuanto pensaba contarle de todo lo ocurrido aquella tarde memorable.

¡Ah! Y tampoco debía pensar en olvidarse del padrenuestro que tenía por rezar desde la mañana por el alma de la bendita doña Paula.

La señorita Benigna no se explicaba aún por qué las mujeres de Villalobos habían roto sus banderitas y se habían empeñado en tirarle de los pelos sólo por gritar «¡viva el gobernador!» en la plaza del Ayuntamiento.

Esto había sido una pesadilla durante la retirada de aquella refriega al sol de la plaza encalada y llena de colgaduras. No sabía si su deber era presentar la dimisión como maestra del pueblo, o rehacer sus huestes malparadas para asistir a la novena. Por fin, cuando estuvieron en la escuela, se decidió por lo segundo, que no parecía una medida tan extrema como la primera, y porque sin duda en todo aquel incidente debía mediar un equívoco que tarde o temprano se pondría en claro.

De esta manera la señorita Benigna dio una vez más muestras de su comprensión y paciencia, y avisó a las niñas que aquella tarde la escuela iría en corporación a la novena de la Patrona.

Mientras tanto, las niñas de la señorita Benigna podían ir a sus casas a reponerse del susto y a arreglarse un poco los cabellos, que, unos más que otros, todos habían sufrido de los mismos tirones que los de la maestra.

Pero ahora las niñas de la señorita Benigna no irían con banderitas a la Parroquia aunque el mismísimo gobernador en persona presidiera la novena de Santa Olegaria.

El cartero acababa de barrer la plaza de Villalobos por quinta vez en aquel día, cuando empezaron a sonar las campanas de la Parroquia.

Pero el cartero de Villalobos no prestó atención al toque, porque hacía mucho tiempo que estaba distanciado de la iglesia y a él no le interesaban ciertas cosas propias de mujeres.

Después, el cartero de Villalobos se dirigió con paso cansado a la taberna del Tuerto, donde a aquellas horas se comentarían sin duda alguna las cosas ocurridas en esta tarde memorable de Villalobos.

A la señora del juez no le extrañó que aquellos personajes de la capital invitaran a su marido a una excursión en coche, pues su marido era un personaje de importancia en el pueblo, y era natural que a los personajes de importancia de Villalobos les invitaran a hacer una excursión en coche y a merendar los personajes de importancia de la capital.

Pero la señora del juez pensaba mientras se arreglaba la mantilla que era una vergüenza que todos aquellos personajes no estuvieran de vuelta para la novena de la Patrona.

El Tuerto aseguraba que él había visto pasar a todas aquellas autoridades en el coche oficial, y que algo muy gordo se debían traer entre manos cuando hasta el cura mangoneaba allí.

El Tuerto aseguraba que el cura siempre había sido un fresco, y que le hubiera reventado un neumático al coche oficial sólo para ver la cara que ponía el cura con el susto.

A don Nando y a los demás oyentes del flamante discurso del Tuerto les pareció de perlas todo lo que este decía y se rieron mucho cuando el Tuerto habló de pinchar un neumático al coche oficial, porque todos se imaginaron la cara roja e irascible del cura, en el momento de la explosión.

La muchacha de la honestidad a toda prueba llegó a la iglesia cuando ya habían entrado la mujer de la boca torcida y la boticaria.

En vista de ello, todas decidieron salir a la plaza hasta el segundo toque de las campanas, porque era una falta de reverencia murmurar delante del Santísimo.

Y fué mientras cumplían este doloroso deber cuando llegó, sofocada, la señora del juez, quejándose de que su marido no estuviera de vuelta para la novena de Santa Olegaria.

—Tampoco está el señor párroco —consoló la mujer de la boca torcida.

—¿Que no está el señor cura?

—Todos salieron en el coche oficial —comentó la boticaria—. Ya le decía yo a mi Rosendo: mira, Rosendo, que aquí hay gato encerrado.

—¿Y qué gato puede ser ese? —preguntó la señora del juez.

—Ya se lo dije yo a mi Rosendo: mira, Rosendo; para mí que doña Paula no ha muerto de muerte natural.

—¡Ca! —objetó la señora del juez—. ¿No ha visto lo bien que se fueron los turistas? No tenían cara de asesinos.

—Bien, bien. Pero usted bien que gritó en la plaza.

La honorable señora del juez estaba muy sofocada.

—¿Yo gritar? ¡Por Dios y por los ángeles!

La boticaria parecía estar decidida al ataque y dispuesta a resarcirse de los fracasos de aquella tarde, antes de que empezara la novena.

—No lo niegue usted. Gritó, y gritó como la que más. ¿Y no fué usted la primera que tiró de los pelos a la señorita Benigna?

Hallarse en evidencia era algo que aplanaba a la honorable señora del juez de Villalobos. Así, pues, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para replicar:

—¡Uf! ¡Qué cosas tiene usted! Fíjese bien en lo que dice. Yo soy una señora; mi marido ha sido juez de Escalona y de otros muchos sitios, y nunca me han dicho ciertas cosas.

La señora del juez estaba a punto de anticipar un buen sofión a su contrincante.

—¿Y no fué usted la que rompió la primera banderita, y la que gritó que había que acabar con todos ellos?

Indudablemente, las salidas estaban cortadas para la señora del juez. No quedaba más recurso que el que otras veces había manejado con ciertos resultados positivos, y era evadirse de la verdad, desenvolviendo inesperadamente todo su poder de inventiva.

—¿Yo? Pero si yo estaba en mi casa. Si yo no salí un solo momento.

Y de seguro que la pobre mujer estaba en aquel instante convencida de que había estado toda la tarde encerrada poco menos que como una doncella turca.

Pero la retirada no le valió a la señora del juez sino para excitar más a la otra.

—¡Mentirosa! ¡Es usted una lagarta!: Eso es usted. Ahora querrá que las demás carguemos con el mochuelo y es capaz de mentirle al lucero del alba. Pero yo le cantaré las verdades. A usted y al señor juez. Sí, señor.

Y de seguro que hubiera empezado a cantarlas allí mismo si la honorable señora del juez no hubiera optado por la otra solución que siempre sacaba a relucir en casos de emergencia, que era la huida.

Y se la favoreció el que en ese momento sonara el segundo toque de campana desplomándose desde lo alto de la torre hasta el grupo de mujeres, que no hacían más que manotear y gritar a la entrada de la iglesia.

Fue esta la coyuntura que aprovechó la señora del juez para tener el primer soponcio de la tarde. Vio que las cosas se negaban a girar en derredor; que el color se negaba a emigrar de sus mejillas; que no sentía frío ni fiebre ni nada; que las voces, las caras y los gestos los percibía claramente como si nada ocurriera. Pero la señora del juez estaba empeñada en sufrir un soponcio, porque él era el remedio para esta situación. Y consiguió tener el primer soponcio, aunque en realidad dentro se sentía tan entera y tan fresca como antes de tenerlo.

El ama del señor cura se puso la mantilla de los días de fiesta y supuso que el párroco ya no vendría por casa a aquellas horas, sino que se dirigiría directamente a la iglesia para dar comienzo a la novena.

A pesar de todas sus suposiciones, dejó preparado el vaso de leche fresca, el pedazo de jamón y el cuarto de roscón que el cura acostumbraba a tomarse en la merienda, porque, contra la costumbre, el párroco de Villalobos no sentía excesiva inclinación al vino.

Después de estos preparativos, el ama del señor cura descendió por las chillonas escaleras de la casa parroquial, porque habían dado ya el segundo toque y la iglesia se ocuparía pronto.

Don Simplicio no sabría explicar si lo que sentía en aquellos momentos solemnes era asombro, rabia o satisfacción. Pero es posible que hubiera de las tres cosas en el rugido que por poco se le escapa en las mismísimas narices del secretario del gobernador.

¡Todo para el Hospital de Afuera! ¡Todo, todo! Menos esa miseria que quedaba para el municipio. Y la Parroquia, ¿qué me dice usted? ¡La Parroquia sí que llevaba tajada!

A pesar de todo, no podía quejarse. Pues ¿qué iba a esperar de una vieja como aquella? ¿Que le dejara todo el grano a él, un hombre laico, que andaba siempre a la greña con el cura, con escándalo de las mujeres como doña Paula?

Pero lo que más enfurecía a don Simplicio, aunque era casi lo que más le hacía reír, era aquella cláusula que exigía como condición, para que el Municipio de Villalobos gozase de la parte correspondiente, que sus representantes conspicuos hicieran ocasionalmente manifestación de la fe que profesaban, dando ejemplo al pueblo con su asistencia al culto, y demás galimatías que a la vieja se le había ocurrido enunciar delante de Dios sabe qué estúpido notario.

¡Esto era para deshijarse de risa! Don Simplicio hubiera dado casi la mitad del grano que le correspondía al municipio cada verano en virtud de aquella cláusula, por tener delante de sus narices al notario y a los testigos, ya que a la vieja con toda certeza no la podía tener.

Aunque pensándolo bien, las cosas no resultaban tan desagradables. Lo que sí era desagradable era ver la cara del secretario del señor gobernador. Al alcalde le daban nuevas ganas de reír cuando se le pasaban las de vociferar. Él tendría su trigo. El mismo que la vieja le había concedido cada año, y más que él podría sacar del dejado al Municipio; eso ya estaba. Ahora, a oír misa delante del pueblo, para que se viera que cumplía las condiciones. A ir a las solemnidades junto con el cura, y delante de él si era preciso. A ir a la Patrona… ¡Co…! ¡Si la novena iba a empezar justamente aquel día y dentro de media hora! No había más remedio que ir. Don Simplicio estaba dispuesto a demostrar al pueblo su integridad profesional, ¡qué canastas! El Tuerto y don Nando se destriparían de risa, pero lo primero era lo primero.

El Tuerto y don Nando, que sabían más historia de Francia que el alcalde de Villalobos, hubieran asegurado con una sonrisa de satisfacción que el grano de doña Paula bien valía una novena de vez en cuando.

Sor Micaela había bajado a la capilla del Hospital de Afuera, una vez que dejó a los niños en el dormitorio de pequeñas camitas, todos con los ojos cerrados rendidos al sueño, después de aquella tarde de espera al gobernador de la Provincia.

Sor Micaela iba a la capilla con una especial devoción, porque también las monjas del Hospital de Afuera harían la novena a la santa Patrona de Villalobos, y porque sabía que a la mañana siguiente ya le sería posible amar al Señor igual que por las tardes.

El señor juez de Villalobos abría y cerraba los ojos sin entender del todo la situación. Aquello era inaudito. Haber movilizado a las primeras autoridades de la Provincia, haber tenido en vilo a personajes respetables, a los que sin duda no les sobraba demasiado tiempo, para oír las monsergas testamentarias de una estúpida vieja que legaba lo mejor de sus posesiones a un hospital que ni siquiera era hospital, sino asilo de niños; parte de sus campos al Municipio, y una serie de mandas para misas, sostenimiento de escuelas y otras menudencias parroquiales.

Claro que el señor juez de Villalobos era ante todo persona de orden y por lo tanto adicta a la doctrina de la Iglesia que predicaba el señor párroco, pero no dejaba de reconocer que era algo asombroso ver a todos aquellos personajes con el mismo gesto de desengaño y de estupor, en torno al notario que lentamente iba dando lectura a aquella atrocidad en una habitación lo más alejada posible del saloncito donde estaba la pobrecita doña Paula, para vencer los últimos escrúpulos que aquella falta de respecto podía clavar en conciencias tan transparentes como la del señor juez de Villalobos.

La sacristana se prometía volver al altar de las ánimas en cuanto terminara aquella baraúnda abominable de la novena. Porque le parecía que algunas ánimas seguían sonriendo, y aquello ya picaba en historia y hasta era posible que tuviese que dar parte de ello al señor cura.

Pero hasta que la novena terminara, era imposible llegar hasta el altar de las ánimas y contemplar la milagrosa sonrisa. Porque las niñas de la señorita Benigna se habían instalado allí, delante de Nuestra Señora del Carmen y hacían difícil distinguir con claridad si era sonrisa o si era un gesto de dolor lo que había en aquellos rostros.

Al cura de Villalobos la prisa por terminar toda aquella ceremonia aburrida y casi sacrílega no le borró la cara de pascua que puso en cuanto empezó a escuchar, del principio al fin, las devotas manifestaciones de adhesión a la fe romana y católica que hacía doña Paula en aquel escrito, que con voz lúgubre y solemne iba leyendo el notario.

Pero mucho más le hizo abrir la boca todo lo que seguía. El recuerdo que le dedicaba a él, a don Jenaro, que era él mismo, indudablemente, el cura párroco de Villalobos. Y se relamía ya con la buena noticia que a la mañana siguiente, de madrugada, llevaría a las monjas del Hospital de Afuera.

Claro que después empezarían los trámites y los dimes y diretes, y todo sería largo. Pero al fin llegaría el momento en que las monjas de Villalobos tuvieran un edificio saludable, amplio y bonito que diese envidia a todos los puebles de alrededor que no eran Villalobos.

Pero cuando el cura tuvo que contener a duras penas una verdadera carcajada de alborozo, porque aquello era ya bañarse en pura agua de rosas, fué cuando escuchó las condiciones que la pobrecita doña Paula ponía al señor alcalde para entrar en posesión del grano que le dejaba a su Municipio.

Vio a don Simplicio abrir y cerrar la boca, ponerse colorado, volver a palidecer y tornar a encenderse como una amapola. Después se dio cuenta de que el alcalde le miraba con malos ojos y resoplaba vibrantemente, como un rinoceronte acorralado. Y el cura de Villalobos tuvo que evitar la sonrisa con un guiño de ojos que al alcalde le hubiera parecido más ofensivo, de haberlo notado.

—Verás qué sorpresa, Cinda.

—¿De veras, Tonio? ¿De veras que esta vez se lo dirás?

—Esta misma noche, Cinda. Y después, a tus padres. Con trabajo o sin trabajo, nos casamos el mes que viene.

—¡Qué alegría! Yo ya casi me conformaba…

—¡Qué tonta eres, Cinda! ¿Creías que yo te iba a hacer esa guarrada?

A la Cinda le alegraba sobre todo que el Tonio volviera a la Parroquia después de todo lo ocurrido, y que aquella misma noche se lo dijera al señor cura. Y le alegraba también, mucho más, el que dentro de un mes podría recoger a su hijo del Hospital de Afuera, y ocuparse de él como una buena madre. Casi le daban ganas de llorar, pero no lo hizo porque sabía que a los hombres les avergüenza que se llore cuando ellos hacen algo bueno.

Ahora que lo más gordo había pasado, al cura de Villalobos le picaba la impaciencia, porque a las siete debía estar en la Parroquia y empezar la novena de Santa Olegaria. Dentro de poco sonaría el cohete que el sacristán quemaba todos los años desde la torre, y él todavía estaba en la alquería, que ya era casi de las monjas, escuchando la voz temblorosa del notario, y viendo los gestos de asombro del secretario del gobernador.

La muchacha de la honestidad a toda prueba había hecho un sitio en el banco para la señora del juez, que de ninguna manera quería ponerse al lado de la boticaria.

La muchacha de la honestidad a toda prueba parecía querer devorar el altar mayor de la Parroquia, donde habían puesto a un lado, entre unas docenas de velas que empezaba a encender el monaguillo, la imagen de Santa Olegaria.

La muchacha de la honestidad a toda prueba, mientras devoraba el altar con los ojos, iba haciendo tiempo pasando y repasando una y tres veces las cuentas de su rosario.

Don Onésimo se sintió mal cuando despertó de su interminable siesta. El vientre le dio un tirón al tratar de incorporarse y tuvo que renunciar a pisar el suelo por aquella tarde.

Este hecho no le desconsoló bastante, porque se sentía satisfecho en la cama, pero no dejó de pensar que indudablemente habrían ocurrido cosas dignas de saberse en Villalobos durante tantas horas.

Dio una vuelta más sobre las sábanas y cerró los ojos, procurando desviar la atención del dolorcillo que le rondaba en el abdomen. Al poco tiempo dejó de sentirlo y se sentía como las propias rosas. Unos minutos después, el barbero de Villalobos dejó de notarse a sí mismo.

El sol iba abandonando lentamente las calles de Villalobos cuando el cartero salió de la taberna del Tuerto, para darse una vueltecita por la oficina de Correos, no fuera a ser que hubiera alguna novedad.

No es que hubiese bebido más de lo corriente a aquellas horas, pero el cartero de Villalobos se movía de un lado a otro con un ritmo tan simétrico, como cuando barría la plaza del Ayuntamiento.

A la mujer del juez le temblaba aún la mantilla cuando se arrodilló en el sitio que le había hecho en su banco la muchacha de la honestidad a toda prueba. No le parecía bien guardar rencor a nadie cuando estaba a punto de empezar la novena de la Patrona, pero tampoco podía dejar de lanzar miradas fulminantes hacia el lugar donde se hallaba arrodillada la boticaria, cerca de las niñas de la señorita Benigna.

En el coche de las autoridades provinciales viajaba un silencio sepulcral, como si allí llevaran el mismísimo cadáver de la pobrecita doña Paula.

Nadie se atrevía a mirar a su vecino, y sólo el señor párroco, forzando un poco la voz, había sugerido, al salir de la alquería, que tal vez le urgiera llegar cuanto antes a la Parroquia.

Don Jenaro había dado a la Sinfo y a la Gumer las órdenes oportunas para que lo tuvieran todo dispuesto a la mañana siguiente para la traslación al cementerio. Esto había provocado una riada de lágrimas en la Gumer y unos sollocitos con mezcla de hipo en la Sinfo. Pero a don Jenaro le parecía que tenía otra cosa en que pensar para ponerse ahora a consolar a estas dos viejas que velaban aún, como dos lebreles, el cuerpo de la pobrecita doña Paula.

—Si es necesario, nos iremos del pueblo.

—¿Irnos del pueblo, Tonio?

—Sí, mujer; para buscar trabajo donde sea. No nos ha de faltar. Precisamente en Villaelices…

—¡En Villaelices! ¿Por qué se te ha antojao ese pueblo asqueroso que no puede ver a los de Villalobos?

—Tonterías, mujer. Eso lo dicen con la boca chica, que cuando se trata de sacarnos los sudores, bien que nos buscan. Iremos allí o a otro sitio y tendremos trabajo; ya verás cómo trabajo no nos falta hasta hartarnos. Y podremos llevarnos al crío y vivir felices donde sea, que pa eso no se necesita mucho, ¡rediez!

Antonio y Cinda querían llegar pronto a la Parroquia para hablarle a don Jenaro de lo que habían decidido con respecto al casorio. Por eso apretaron el paso en cuanto oyeron el segundo toque de las campanas.

Cuando reventó el cohete del sacristán, el Tuerto acababa de salir a la calle, en la puerta de su establecimiento, para tomar el fresco con sus amigos, porque había hecho demasiado calor aquella tarde.

Todas las tardes de junio hace calor en Villalobos. Y es un calor idéntico al que hace todas las tardes de julio y agosto. Por eso el Tuerto sale cada vez que empieza a bajar el sol sobre Villalobos, mientras se ensancha el crepúsculo, a la tertulia de sus parroquianos en la entrada de la taberna.

—Ya espabilaron el cohete.

—Un año más, don Nando.

—Pues sírvenos un vaso, que yo pago en honor de la Patrona.

Y entró el Tuerto, ya que aquella ronda la pagaba don Nando en honor de la Patrona. La mujer de la boca torcida había empezado ya tres veces el padrenuestro por el alma de la pobrecita doña Paula, pero la primera vez la habían distraído las niñas de la señorita Benigna con sus risas y cuchicheos; la segunda, el estampido del cohete que anunciaba el comienzo oficial de la novena; y la tercera, el monaguillo, que no acertaba a encender las velas más altas en torno a Santa Olegaria, y que ya la estaba poniendo nerviosa con tanto agitar de un lado a otro el enciendevelas, con peligro de dos floreros llenos de flores blancas y color morado.

La mujer de la boca torcida se hubiera levantado para sacudir al monaguillo, y hasta es posible que le hubiera llamado hijo de mala madre (puesto que lo era y había estado muchos años en el Hospital de Afuera), y le hubiese arrebatado de un tirón el enciendevelas. Pero reflexionó que todo aquello era más incómodo que rezar por el alma de la pobrecita doña Paula, y cerró los ojos con fuerza, arrugando mucho los párpados, mientras decía por cuarta vez:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

El coche oficial se detuvo a la entrada del pueblo, para que descendieran el alcalde, el párroco y el señor juez de Villalobos. El secretario del gobernador no deseaba pasar más tiempo en el pueblo y el coche siguió por la carretera, levantando una nube de polvo, contra la que se estrellaban los rayos del sol decadente en la tarde cálida y azul.

El señor alcalde, el párroco y el juez, avanzaron juntos sin decir palabra entre sí. Fué el estallido del cohete lanzado desde la torre de la iglesia lo que les hizo apresurar el paso. El cura estaba disgustado, porque aquel año llegaba tarde por primera vez a la novena, y apenas tenía pensado lo que iba a decir a sus feligreses en el primer sermón dedicado a Santa Olegaria.

¿Qué virtud de la Patrona comentaría, si ni siquiera se acordaba de si la Patrona de Villalobos había sentido especial predilección por una virtud? Aquel día en el pueblo se había chismorreado mucho, había habido hasta un intento de apedrear el coche de unos indefensos forasteros; la gente se había soliviantado y habían menudeado los cachetes y tirones entre las mujeres, por causas oscuras y desconocidas. Esto daba que pensar al párroco; y además tenía que preocuparse de prepararlo todo para el entierro del día siguiente, el funeral, al que ya no asistiría el gobernador; y de dar la noticia a las monjas.

Todo ello requería un madrugón extraordinario. Y la perspectiva de este acontecimiento era una verdadera sombra en aquel atardecer soleado y tranquilo de Villalobos.

El señor párroco apretó aún más el paso cuando se acercaron al Ayuntamiento.

Pero en ese momento, en que de un tirón pensaba presentarse en la iglesia, se dio cuenta por primera vez de que el señor alcalde le estaba diciendo algo, y se volvió a él sorprendido.

—Espéreme aquí, señor cura. Voy a una diligencia y estoy aquí en seguida.

Y sin dar tiempo a más réplica desapareció por el portalón municipal.

Al cura de Villalobos le extrañó esta actitud inesperada del alcalde, pero no quiso manifestar sus impresiones al juez, que le miraba aún con un poco de suspicacia por todas las cosas ocurridas en tan poco tiempo.

El cura de Villalobos pensó que el señor juez no podía mirarle de aquella manera a causa de que él esperara también algo de la herencia de la pobrecita doña Paula, ya que ni él pertenecía a Villalobos, ni había tenido relaciones de ningún género con la difunta.

Y sacó la conclusión de que el gesto del señor juez se debía a la vergüenza más que a la envidia o a otro pecado capital.

Que el cohete de la Parroquia estallara a las siete menos cinco minutos puntualmente no era nada extraordinario para los dientes del Tuerto, que estaban tomando la fresca en la puerta de la taberna. Lo que sí lo fué era que al poco tiempo pasaran como almas que lleva el diablo, en un grupo silencioso, el alcalde, el cura y el juez.

Con un mismo gesto se levantaron el secretario del Ayuntamiento, el mozo de Teléfonos, don Nando y el tabernero, casi automáticamente, uniéndose en marcha detrás del primer grupo, ron el mismo silencio, porque todos pensaban idénticamente que debía existir algún motivo para aquella vuelta sin el coche oficial, aquella cara larga del juez y aquellas prisas del alcalde.

Pero su asombro fué mayor cuando vieron que ante el Ayuntamiento se detenían todos y que en vez de seguir adelante los dos primeros, esperaban a que don Simplicio entrara en el Ayuntamiento y saliera con la misma velocidad, empuñando ahora, por segunda vez en esta jornada histórica, la vara de mando que le acreditaba como primera autoridad de Villalobos.

En cuanto el secretario vio la vara en manos del alcalde, palideció tanto como el mismísimo juez y se apresuró a dar escolta a su dueño y señor hasta donde él fuera.

Los demás hicieron lo mismo, pero a distancia, sin decir una palabra, mirándose los unos a los otros con el mismo gesto de pasmo inexpresivo, y los mismos movimientos de hombros, que venían a indicar elocuentemente la ignorancia total de lo que estaba ocurriendo.

Si el cartero y barrendero de Villalobos hubiera visto avanzar solo al señor cura, no se habría movido de su silla, a la puerta de la oficina de Correos, porque a él no le interesaban desde hacía muchísimo tiempo las cosas de iglesia.

Pero era muy distinto que con el cura viniese también el alcalde, y a un paso de distancia el secretario y el juez, y más atrás el Tuerto con sus mejores clientes.

Todo esto excitó en el cartero y barrendero municipal las glándulas de la curiosidad, y tan automáticamente como los de la taberna, se echó a andar detrás de todos, sin preguntar nada, porque comprendió que nadie le hubiera contestado una palabra.

Era lógico que cuando entrara en la iglesia un hombre como el Antonio, que desde «aquello» no había pisado tierra sagrada, estremeciera las cabezas de todas las mujeres un movimiento giratorio de un lado a otro, e inmediatamente todos los labios se pusieran a elaborar sordos cuchicheos incomprensibles.

Y era más lógico todavía que la mujer de la boca torcida sintiera un violento retorcijón en sus entrañas al ver a la Cinda y al Antonio acercarse con aquel descaro al altar, saludar con media genuflexión, como quien hace un garabato, y meterse en la sacristía como si fuesen los amos y señores de aquel lugar reservado a las personas decentes que nunca habían tenido hijos fuera de lo que manda Dios.

A la mujer de la boca torcida le daban ganas de levantarse y sacar a rastras a aquella mujer.

Y casi lo hubiera hecho si en aquel instante no entrara el señor cura, seguido de personas que provocaron un nuevo movimiento giratorio de todas las cabezas.

La mujer de la boca torcida se contentó con murmurar por lo bajo, con un gesto de desolación que expresaba todo el terror primitivo causado en su alma por aquella profanación:

—¡Qué frescura!

Y ni ella misma sabría decir si esa exclamación se refería a la Cinda, o al alcalde, el secretario, el tabernero, el maestro y el mismísimo cartero de Villalobos, que entraban en aquel momento por la puerta principal del templo.

Al tabernero, al secretario y al maestro les provocó la misma sensación de vacío en el estómago lo que en aquel momento ocurría ante sus narices.

¿Debían seguir al alcalde hasta dentro mismo de la iglesia?

Porque era evidente que la autoridad municipal, con su vara y todo, estaba dispuesta a presidir la novena.

Don Nando miró al secretario. El secretario miró al Tuerto. El Tuerto al cartero. El cartero, al mozo de Teléfonos, y este ya no tuvo a quien mirar, porque el juez se había escabullido y nadie sabía dónde paraba.

Todos volvieron a mover los hombros. Todos esperaron a que alguien diera el primer paso. Y todos lo dieron al mismo tiempo en cuanto el señor alcalde atravesó el umbral de la puerta, detrás del cura de Villalobos.

El alcalde llevaba la cara muy alta, casi tanto como la vara de su autoridad. Porque estaba dispuesto a convencer a sus convecinos de que él cumpliría por encima de todo las condiciones expresadas en el testamento de doña Paula, para poder entrar en posesión del grano que se le asignaba cada año al Municipio.

Al cura no le era necesario que le dijeran todo lo que iba pensando el alcalde. Pero le pareció una buena prueba para don Simplicio el que todas aquellas caras asombradas de viejas y jóvenes se volvieran hacia ellos al entrar todos al mismo tiempo en la iglesia.

Porque en todas aquellas caras, arrugadas o frescas, había la misma sombra de pánico, como si el caballo de Atila o el capitán Villeneuve o una legión de demonios hubiera hecho irrupción en el templo.

Y al cura le pareció muy oportuno que para amenizar aquel momento, el órgano del coro lanzara inesperadamente lo mejor de su trompetería por encima de aquellas cabezas que seguían desde los bancos con un movimiento circular acompasado el paso de la extraordinaria comitiva.

Cuando las monjas del Hospital de Afuera terminaron la novena a Santa Olegaria, el capellán del convento comenzó su plática que acostumbraba a dar tres veces por semana.

El capellán dijo a las monjas que debían dar gracias al Señor por vivir en unos tiempos en que la Gracia parecía andar desatada por esos campos y esas ciudades, a pesar de toda la contra que le hacían el mundo, el diablo y la carne. El que ellas estuvieran allí, al cuidado de esos niños hechos por Dios a despecho de todos los enemigos del alma, era un testimonio suficiente de aquello que había dicho San Pablo hacía muchos siglos: que donde había abundado el pecado, sobreabundaba la Gracia.

El capellán dijo a las monjas que debían estar ansiosas de hallar motivos de merecer esa Gracia que andaba desatada por campos y ciudades, y que el calor de junio, lo mismo que las moscas, igual que la dificultad de los niños para aprender el oficio del acusativo o del dativo, o la mortificación que suponía tomar cada mañana un desayuno en cuya leche había exceso de agua, todo eso debía alegrarlas porque las ayudaba a servir al Señor y a merecer su Gracia.

El capellán explicó a las monjas que la Gracia era más hermosa que un hábito limpio y que una toca bien almidonada. Y que si los ángeles pudieran envidiar las tocas y los hábitos de las monjas, sería no por la dosis de almidón que estas llevaran, sino por la mortificación que suponía llevarlas en el mes de junio en un pueblo como Villalobos. El órgano seguía gruñendo por encima de todas las cabezas cuando la comitiva que seguía al cura y al alcalde llegó delante del presbiterio. Entonces don Jenaro señaló los bancos vacíos que había en las primeras filas, para que se acomodaran el secretario, el Tuerto, el empleado de Teléfonos, y también algunos clientes de la taberna y el mismísimo don Nando, que miraba a un lado y a otro despavorido.

(El cartero, con una ingeniosa maniobra sesgada, se había quedado junto a la pila del agua bendita, en la puerta, porque a él nunca le había interesado sentarse cerca del presbiterio.)

El alcalde subió a un asiento que había al lado del Evangelio y apoyó su vara junto al respaldo de la silla. Después permaneció de pie, porque no le parecía oportuno que la primera autoridad de Villalobos adoptara exactamente la misma postura que todos sus súbditos.

El juez de Villalobos se echó sudando frío en una butaca de su despacho y se limpió la frente con un pañuelo. No quedaba más que hacer, después de todo su fracaso. Pediría el traslado a otro lugar. Al fin y al cabo, este clima duro de Villalobos nunca le había sentado bien. No es que se diera cuenta ahora de ello, pero la verdad es que ahora se le hacía insoportable. En otro sitio le iría mejor, indudablemente. Sobre todo después que el alcalde y el párroco se enteraran de cuál había sido la realidad de su actuación en el asunto del testamento.

¡En qué estarían pensando los testigos y el notario cuando la maldita vieja determinó cosas tan absurdas! ¡Dejárselo todo a esos pordioseros de Villalobos, en manos de unos cualesquiera, de gentes que no sabían producir, que no podrían sacar el fruto a aquellos bienes incalculables, como lo hubiera sacado cualquier empresa, cualquier sociedad, el Estado mismo!

Y ahora todo, todo, menos lo que de derecho correspondía al erario público, todo en manos de unas monjas, de un municipio y de un párroco. Era absurdo. Algo que no hubiese ocurrido en Escalona, indudablemente.

El señor Juez de Villalobos volvió a enjugarse el sudor frío de la frente cuando pensó en Escalona. Se relamió felinamente al meditar en una vuelta a aquel paraíso perdido. Peto de pronto recordó que lo más urgente por el momento era localizar al mozo de Teléfonos, que era el único testigo de su conversación con el señor gobernador.

Nadie podía saber si lo que halagaba al señor cura era la presencia de tantos peces gordos, la promesa del testamento o los raudales que fluían del órgano y que empezaban a metamorfosearse en las voces disparatadas del pequeño coro de doña Rosalía.

Pero lo cierto fué que su sonrisa paternal se cortó en flor cuando entró en la sacristía y se encontró de manos a boca con el Antonio y la Cinda.

—¡Cómo! —gritó encolerizándose rápidamente—. ¿Qué haces aquí tú?

El cura de Villalobos se encaraba con Antonio procurando adoptar su más impresionante gesto de energúmeno.

—Queremos hablar con usted…Poro don Jenaro no tenía tiempo de escuchar a Tonio, mientras se encaraba con Lucinda.

—Y tú, ¿a qué vienes con este?

—¡Señor cura! —sollozó la aludida.

—¡Qué señor cura ni qué Cristo! ¿No te tenía prohibido que te presentaras a mí hasta que…?

—Déjenos hablar, don Jenaro.

—¡Calla, calla, so pedazo de…! Déjame revestir, que ya es hora de empezar. ¡Eh, tú! ¿Dónde pusiste la capa pluvial?

El sacristán estaba amoscado, porque sabía que el encuentro con el Tonio no iba a ser del gusto del señor cura, y en fin de cuentas él lo pagaría todo, como siempre ocurría. Así que ahora hizo un gesto a la Cinda para que se fueran, pero no pudo evitar que Antonio avanzara hacia el párroco y le dijera casi a voz en grito:

—¡Queremos casarnos!

Cuando oyó esto el párroco se volvió colorado con un indescriptible gesto de sorpresa que sólo podría compararse al que debió poner mientras escuchaba la parte del testamento de la vieja que se refería a la Parroquia y a las mandas para la misma.

—¡Vaya! —el señor cura se volvió a la Cinda—. ¿Ya lo saben tus padres?

Cinda bajó los ojos.

—Aún no —continuó Antonio—, pero lo sabrán esta noche.

—Entonces dímelo mañana —gruñó el cura.

—Es que nos casaremos aunque ellos no quieran.

—No seas bruto, Tonio. Que ya hiciste muchas de las tuyas desde que saliste del catecismo de la Parroquia.

—No es ser bruto, señor cura. No es ser bruto querer que nos casemos. Al cura se le almibaró un poco la mirada y por primera vez pensó que sería mejor hacer esperar un poco al alcalde, al Tuerto y a don Nando, para que por una vez que pisaban la iglesia se estuvieran un buen rato en ella.

Y sintió un extraordinario alborozo interior, como un cosquilleo, a causa de lo que podía decir ya.

—¿Lo habéis pensado bien?

—Hace tres años que lo estamos pensando.

—Entonces, ¿por qué no te casaste cuando lo del niño?

—Déjelo, señor cura. Aquello es agua pasada.

—Sí, pero el crío ahí está esperando en las monjas. Por cierto que os lo lleváis ahora que empezará a estar bien.

Cinda arqueó las cejas.

—Nos lo llevaremos pase lo que pase —contestó Antonio—; estoy dispuesto a marcharme a otro sitio para encontrar trabajo.

—¿Por qué? —indagó el cura, relamiéndose cada vez con más fruición.

—Porque los nuevos dueños de la alquería no me querrán allá.

—Eh, eh, despacio. ¿Quién te ha dicho eso?

—Nadie, pero ya verá como es así, porque en el pueblo se ha hablado mucho de nosotros y siempre para mal. Ya le he dicho a la Cinda: nos vamos de por todo esto. Trabajo no ha de faltar.

—Si no fueras tan pedazo de alcornoque, no hablarías tanto antes de tiempo.

La Cinda volvió a arquear las cejas, y deseaba que Antonio dejara hablar al cura.

—La alquería cambia de dueño, es verdad; y pasa al Hospital de Afuera, para que las monjas pongan allí su colegio, para todos los niños de la comarca. —Las cejas de Cinda llegaron al máximo de su curva mientras hablaba el cura. Tonio le oía atónito sin saber qué decir—. Y además doña Paula ordena que los nuevos dueños de la alquería conserven y mejoren a todo el personal que trabajaba allí. Ya lo sabes, Tonio.

Lo que Tonio no sabía era qué responder mientras el señor párroco se iba vistiendo el roquete y el sacristán mantenía a pulso la pesada capa pluvial de las grandes solemnidades.

Cuando estuvo vestido, entraron algunos chavales con sotanas rojas, porque Santa Olegaria había sido una mártir, y pequeños roquetes blancos, porque todos los santos del cielo habían blanqueado sus almas en la Sangre del Cordero. Y formada así la comitiva, el señor párroco indicó a la Cinda y al Tonio que pasaran delante, según su categoría de simples fieles, y que se sentaran en los primeros bancos: Antonio al lado del Evangelio, y Cinda al lado de la Epístola, porque el apóstol San Pablo había ordenado que las mujeres callaran en la iglesia.

Al alcalde no se le ocurría de qué modo discreto se podía manifestar la impaciencia en el templo, y no hacía más que mirar a los bancos de los fieles, al lugar donde gruñía el órgano y donde las tiples de doña Rosalía gritaban a Santa Olegaria que se acordara de Villalobos, puesto que todos sus vecinos la habían aclamado siempre como celestial Patraña.

A la mujer de la boca torcida no le parecía nada bien que una mujer como Cinda tomara asiento en los primeros bancos del lado de la Epístola, y así se lo hizo sentir con un codazo y una rápida mirada a la boticaria; porque aunque la mujer de la boca torcida no sabía el precepto de San Pablo referente a la locuacidad femenina en la iglesia, conocía que con el estrépito del órgano y del coro de doña Rosalía, aquella era la manera más cómoda de expresar sentimientos en el templo.

Después reanudó su vigésimo padrenuestro por el alma de la pobrecita doña Paula, a la que no podía olvidar mientras durase aquel día.

La muchacha de la honestidad a toda prueba estaba en sus glorias oyendo al coro de doña Rosalía repetir a Santa Olegaria que se acordara de todos y cada uno de los vecinos de Villalobos, puesto que ellos la habían aclamado siempre como celestial Patrona. Le pareció muy acertada la letra de las estrofas y cantó con todo el pueblo la parte que correspondía al coro:

Pues tus hijos te aclaman patrona,

santa mártir de Dios, Olegaria,

no deseches la humilde plegaria

de este pueblo que a ti te corona.

Y después, la muchacha de la honestidad a toda prueba volvió a ponerse de rodillas, porque el señor párroco estaba empezando la novena.

Las niñas de la señorita Benigna sentían una especial predilección por una pequeña imagen de San Antonio que estaba sobre su peana al lado del grupo que formaba la escuela.

Miraban al santo y se guiñaban los ojos, haciendo ruborizar a la maestra, porque más de una vez la boticaria se había vuelto hacia allí con un gesto de escándalo.

Un grupo de niñas menores de diez años la había emprendido con el confesonario del señor cura. Se arrodillaban y se ponían de pie en el lugar en que se confiesan las mujeres; metían las narices por donde se confiesan los hombres, lo tocaban todo, lo fisgoneaban todo, y no cesaban de cuchichear sus impresiones infantiles sobre aquel tremendo bastión de la lucha contra el mundo, el demonio y la carne.

El capellán del Hospital de Afuera decía a las monjas que debían seguir esperando en Dios, puesto que Él se había portado tan caballerosamente hasta ahora con ellas, y que no debían sufrir desilusión alguna porque el gobernador no hubiera venido a visitar el establecimiento, porque al fin y al cabo tenían al Señor en la capilla y las visitaba todos los días sin necesidad de que ellas barrieran los pasillos como lo habían hecho aquella tarde.

También les dijo que el Señor debía estar muy satisfecho de ellas, pues él sabía la preocupación que muchas monjas tenían con respecto al amor del Señor, que parecía enfriarse a ciertas horas y en ciertas clases, y esto no podía menos que agradar al Señor.

Sor Micaela se ruborizó al escuchar estas cosas, porque conocía que el capellán estaba hablando para ella. Aunque es posible que si su modestia y compostura en la iglesia le hubiese permitido mirar en derredor, hubiera notado el mismo rubor suyo en muchas mejillas escondidas detrás de las tocas almidonadas.

Cuando don Jenaro terminó de rezar la novena, el coro arremetió una vez, más con el himno de la Patrona, y de nuevo todas las mujeres, incluso la muchacha de la honestidad a toda prueba, volvieron a vocear la parte correspondiente al pueblo, mientras el cura subía al público sin la capa pluvial:

Pues tus hijos te aclaman patrona,

santa mártir de Dios, Olegaria

El señor juez soñaba ya descaradamente con Escalona, sentado frente a la ventana, más allá de la cual el ocaso se esparcía rápidamente por todo el cielo circundante.

(A estas horas la sombra en las calles de Villalobos era azulada y violácea y en el espacio sangraba la agonía del sol por encima de los tejados.

Los gatos rubios, los gatos grises y los gatos negros de Villalobos se agrupaban en caricias de bigotes, de colas y de lomos.

Encima del campanario, una estrella precoz analizaba el silencio lejano de cara a la meseta. Villalobos, a estas horas de la luz indecisa, debió parecer a los ojos del astro un holocausto singular a la muerte del día. El juez se apartó de la ventana y dio varias vueltas por el despacho. La obsesión de Escalona le perseguía aún, después que la pasada tormenta rugía ya muy lejos, cerca de la estrella que se había subido al campanario.)

El señor cura de Villalobos consideró que la idea de referirse a todos aquellos ateazos que habían venido a la novena no era inspiración del Espíritu Santo; y prefirió pensar, mientras subía al púlpito, en el efecto que debía hacer el cardenal de Boston tirándose en traje de baño a una piscina pública, entre todos aquellos herejotes de Norteamérica.

Pero le pareció muy oportuno, una vez en el púlpito, anunciar que aunque la fiesta estaba dedicada a Santa Olegaria, no estaría de más hablar del infierno, porque si Santa Olegaria era lo que hoy era, se debía a haberse librado de ir allí, a donde irían a parar muchos de los que le escuchaban, si no aguzaban bien las orejas para oír lo que él iba a decirles.

Al cura de Villalobos le causaba siempre un especial bienestar ese movimiento de todas las cabezas hacia él cuando pronunciaba las primeras palabras de sus sermones.

Al cartero y barrendero municipal le dio un vuelco el corazón en cuanto oyó nombrar al infierno. Se alegró de haberse quedado allí, al fondo de la iglesia, junto a la pila del agua bendita, y de no haber avanzado hasta donde estaban los demás que habían entrado por curiosidad de saber qué haría el señor alcalde con su vara en la iglesia. El cartero y barrendero municipal no había oído demasiadas veces hablar del infierno, pero sabía por referencias de don Nando que los curas ensartaban disparate tras disparate en cuanto se referían a este tema. Ahora, el cartero de Villalobos se imaginó a don Nando y al Tuerto, colorados, oyendo las barbaridades que hacían los demonios con las almas de los borrachos, los incrédulos, los holgazanes. Y se alegró de no estar en los primeros bancos, pues también él empezaba a ponerse colorado.

El crepúsculo se ensanchaba y se encogía delante de la ventana del señor juez. Ahora todas las cosas tenían un color anaranjado vivo, y las casas de enfrente, con sus colgaduras de fiesta, parecían recién doradas por una acariciante mano invisible.

Pero al señor juez de Villalobos le parecía que estos crepúsculos anaranjados no podían compararse con los de Escalona, donde el sol pintaba las cosas con colores más variados y vivos.

Y cuando la luz fué decayendo en la calle, el juez encendió la de su casa, pensando que aquel espectáculo había durado muy poco tiempo, y que los crepúsculos en Escalona eran más largos y más interesantes.

La sacristana estaba convencida de que las ánimas del altar del Carmen debían sonreír aún mientras el señor cura hablaba sobre las atroces penas de que ellas se habían librado. Y se prometió volver a visitarlas en cuanto la gente saliera del templo. A la Sinfo la animaba aquello de las velas encendidas en torno al cuerpo de la pobrecita doña Paula. Había sido una brillante idea de la Gumer, y ahora le hacía la impresión de que la cara arrugada y blanca que yacía allí, en medio de las flores y de las llamitas trémulas, estaba más sonriente y más tranquila.

Algunos campesinos seguían velando delante del cadáver de doña Paula, y la Sinfo conocía que eso ocurriría así toda la noche.

La Gumer se levantó para enderezar una vela torcida que echaba su cera líquida sobre el suelo, formando una caprichosa figura blancuzca y grotesca.

La luz de las llamitas trémulas chisporroteó con un quejido inaudible y volvió a levantarse por las paredes entre una caricia de sombras.

Fuera, la luz del día se había hecho violácea y moribunda. Los trigales enviaban un susurro de condolencia desde todos los horizontes de la alquería y los pájaros habían dejado de cantar en los árboles cercanos.

Después, la última luz de fuera se apagó, y la de las velas adquirió más brillo, consciente de su importancia en la sombra total que lo llenaba todo.

Al Tuerto le interesaba el sermón del infierno por lo mucho que se hablaba en él de los borrachos y de las tabernas. Opinó que aquel lugar no debía ser tan terrible, porque había personas alegres como las que él había conocido en su establecimiento. Pero era una lástima que el señor curase olvidara de hablar de los franceses, que estaban matando tanta gente en Madagascar.

El Tuerto opinaba que entre los franceses también debía de haber borrachos, puesto que todos los soldados del mundo bebían. Y también habría ladrones y violadores, porque todos los soldados violan y roban al entrar en las ciudades.

El Tuerto se preguntaba si no sería pecado violar y robar en las ciudades de Madagascar, porque estando aquello tan lejos de Villalobos como decía don Nando, es posible que allí no rigiera la misma ley que en su pueblo.

De todas maneras, el Tuerto creía que el sermón del infierno era interesante, porque en él se hablaba de pecados de los que no se podía hablar en la mesa porque las mujeres se escandalizaban.

A la muchacha de la honestidad a toda prueba se le iban y venían los colores cada vez que el señor párroco aullaba contra los jóvenes que bailaban en la plaza y contra las muchachas que se levantaban las faldas para arrastrar a los hombres al infierno.

La muchacha de la honestidad a toda prueba estaba segura de que aquello nunca había ocurrido en Villalobos, pero también le constaba que cuando el cura decía estas cosas tendría su razón para decirlas, aunque estaba segura de que ninguna de las mujeres que había en la iglesia, ni las niñas de la señorita Benigna, ni la esposa del juez, se habían levantado las faldas de aquel modo para llevar a los hombres al infierno.

El cartero y barrendero de Villalobos estuvo a punto de salirse de la iglesia mientras el cura hablaba de las tabernas y de los borrachos; pero juzgó que sería interesante seguir oyendo lo que decía sobre los hombres que pecaban con las mujeres y se acostaban con ellas, porque el cura de Villalobos hablaba con claridad y llamaba al pan, pan, y al vino, vino. Lo cual, en opinión del cartero y barrendero municipal, no dejaba de ser una cosa estimulante y digna de oírse entera.

La boticaria se preguntaba si Santa Olegaria habría hecho todas aquellas atrocidades antes de ser santa, y si habría esperado a los hombres por las noches en las esquinas para conducirlos a su perdición.

A la boticaria le parecía muy difícil poder repetir todo aquello a don Rosendo, después, por la noche, con las mismas palabras del cura.

El alcalde se sentía satisfecho, porque hasta entonces el señor párroco se había metido con las mujeres y con los hombres, pero no con los alcaldes.

Miraba a un lado y a otro siempre que el cura vociferaba contra el robo, la borrachera y la lujuria, porque sabía que ninguno de estos era pecado de alcalde, sino a lo más de maestros de escuela, de taberneros y de jueces.

Y le parecía muy bien que el cura párroco se aliara con la autoridad municipal para terminar con aquellas maldades en Villalobos.

Especialmente le había gustado lo que dijo el predicador, con una voz terrible y bronca, de que el vicio era como una hidra de siete cabezas, que cuando no mordía con una, despedazaba con la otra, pero que siempre estaba alimentándose de la carroña de los hombres.

También le pareció que los alcaldes no tenían carroña, pues los había elegido el señor gobernador, y el señor gobernador debía saber lo que elegía.

A la mujer de la boca torcida le hubiera gustado levantarse para mirar la cara de la Cinda cuando el cura hablaba de las mujeres malas que cambiaban su carne por la condenación de los hombres.

La mujer de la boca torcida no había entendido bien lo que el cura decía de que esas mujeres eran como los bancos y las cajas de ahorro del infierno, en las que los hombres han acumulado todo su capital de pecados y de condenación.

No lo entendió bien, porque la mujer de la boca torcida estaba empeñada entonces en estirar el pescuezo para ver el efecto que las palabras tonantes del cura producían en la Cinda y en otras mujeres, y porque aquello de los bancos no iba para ella, que no tenía ni ahorros ni carne.

El capellán del Hospital de Afuera decía a las monjas que ellas hacían las cosas mejor que los mismos apóstoles antes de la Venida del Espíritu Santo, pues los apóstoles antes de Pentecostés habían alejado a los niños del Señor, y ellas ahora llevaban a los niños al Señor. Y esto es lo que más podía agradar a Dios, puesto que Él mismo había dicho que de los niños era el Reino de los Cielos.

Dijo también que lo importante era amar a Dios y que si el amor de los hombres a Dios fuera tan grande como el Amor de Dios a los hombres y a los niños, el infierno dejaría de existir porque ya no tendría razón de ser.

Don Jenaro tronaba desde el púlpito con toda la fuerza de su voz.

Especialmente sudaba ahora que estaba empeñado en demostrar que el infierno no dejaría de existir nunca, porque siempre habría pecados y maldad en los hombres.

A don Jenaro le parecía maravilloso aquel espectáculo de su Parroquia, llena de gente, con todos los ojos vueltos hacia él, en los que se reflejaba, como una luz siniestra y purificadora, todo el fuego del infierno.

Don Jenaro descansó un momento para secarse el sudor del rostro, y mientras lo hacía se confirmó en su certeza de que aquel espectáculo era mil veces más interesante que contemplar a su eminencia de Boston arrojarse desde un trampolín público al agua.

Antonio estaba consternado por todas las cosas que decía el señor cura.

Deseaba mirar a Cinda para sonreiría y convencerla de que todo aquello que oía no era tan terrible. Pero no miró a Cinda, por no distraerse del sermón, y porque deseaba que pasara aquel día para poder casarse cuanto antes y sacar al crío del Hospital de Afuera. El señor juez de Villalobos se había adormilado en su sillón mientras el crepúsculo se escondía en el horizonte y la noche comenzaba a desplomarse sobre los tejados del pueblo.

La cal de las paredes de enfrente se hizo azulada y las colgaduras parecían sombras tremoladas al aíre de la tarde.

Pero el juez de Villalobos no veía nada de esto, porque se había adormilado en su sillón.

La señorita Benigna juzgaba que estando sus niñas en la iglesia el señor cura no debía decir ciertas cosas de ciertas mujeres.

La señorita Benigna se había pertrechado en la sombra del confesonario y allí se ponía colorada y pálida a su placer, sin que nadie la importunara con miradas.

El capellán del Hospital de Afuera aseguró a las monjas que muchas veces Dios premiaba en este mundo los desvelos que se tomaban por sus niños, y que no sería nada extraño que ellas empezaran a tener su premio aun antes de subir al cielo.

Pero dijo también que lo principal era amar a Dios y que una monja del Hospital de Afuera debía considerarse suficientemente premiada si conseguía amar a Dios lo mismo por la mañana que por la tarde, y aunque tuviera que repetir veinticinco veces cada día el oficio del acusativo en las oraciones compuestas subordinadas. A sor Micaela le duraban aún los bonitos colores en las mejillas cuando se encerró en su celda para las últimas oraciones.

Después apagó la luz y se acostó contra las sábanas frescas y olorosas a tomillo. Estuvo un buen rato pensando en que Dios ya la había premiado dándole a conocer la manera de amarle por la mañana, puesto que él deseaba que ella amara a los niños.

Se incorporó desvelada, porque acababa de acordarse de que no había rezado por el alma de doña Paula. Juntó sus manos y rezó un padrenuestro y tres avemarías. Volvió a acostarse y se quedó pensando un buen rato en que doña Paula ya habría recibido el premio, pues ella había amado siempre a los niños del Hospital de Afuera.

De pronto tuvo miedo por una tentación de vanidad. Quiso rechazarla y hasta estuvo a punto de incorporarse de nuevo. Se santiguó para alejar la tentación y se dio media vuelta en el lecho con el propósito de dormirse antes de que aquel pensamiento volviera.

Sor Micaela se durmió así, con una sonrisa, porque le parecía una barbaridad lo que se le presentaba en ese pensamiento. En sueños, la misma tentación la seguía a todas partes: era como si doña Paula en persona la llamara para decirle que en adelante las monjas del Hospital de Afuera tendrían la alquería de la difunta para educar en ella a los niños de la comarca.

Cuando la iglesia se quedó vacía, la sacristana corrió al altar de las ánimas, para ver si estas seguían sonriendo después de todo lo que habían oído al señor cura.

Se puso de rodillas delante y miró con miedo. No vio muy bien, porque la luz era escasa. Pero se convenció de que las ánimas sonreían aún, porque la Virgen del Carmen seguía con el brazo extendido hacia ellas.

Al llegar a casa, el señor cura de Villalobos se cambió de ropa y se sentó en la mecedora para descansar después de un sermón tan largo y tan duro.

Don Jenaro estaba contento, porque al fin aquellos incredulazos del tabernero y de don Nando habían oído las cosas claras.

Después recordó que tenía que dar órdenes al sacristán para el funeral del día siguiente, y volvió a bajar a la iglesia.

Allí se enteró de que el Tonio y la Cinda le esperaban para confesarse.

Al cura de Villalobos no le pareció aquella la mejor hora para sentarse a oír atrocidades y sandeces, pero pensó que después de un sermón como aquel, lo menos que podía ocurrir es que se confesaran el Tonio y la Cinda.

Así es que se sentó para escucharles y los espabiló con una penitencia proporcionada a las atrocidades y sandeces que había oído.

La muchacha de la honestidad a toda prueba se entretuvo para oír los comentarios de las mujeres.

A la boticaria le parecía que un sermón así era necesario cada dos semanas en un pueblo como Villalobos, en el que había tanto vicio y tanto borracho. La mujer de la boca torcida opinó que con lo que había dicho el señor cura bastaba para cerrar el Hospital de Afuera, porque en adelante no sería necesario. El edificio podía convertirse en granero de los pobres y en taller para las damas que quisieran hacer ropitas para las misiones.

La señora del juez prefirió no hablar, y se fué a su casa, sin desear las buenas noches a nadie.

La muchacha de la honestidad a toda prueba llegó a su casa un poco más tarde de lo acostumbrado, porque el sermón había sido largo. Lo único que no entendía bien era cómo las mujeres que se levantaban las faldas delante de los hombres podían arrastrar a estos al infierno.

La muchacha de la honestidad a toda prueba bostezó al entrar en su casa, porque era tarde y el sermón había sido muy largo.

Al alcalde de Villalobos le extrañaba que el sermón hubiera gustado a hombres como el Tuerto, contra cuyo establecimiento había dicho tantas cosas el señor cura.

Cuando se sentó a la mesa para cenar, sonrió con socarronería y dijo a su mujer:

—Mañana prepara jamón y mesa para dos más, porque quiero invitar al párroco y al capellán del Hospital de Afuera.

La alcaldesa se quedó mirándolo con cara de sorpresa, y don Simplicio tuvo que explicar a su mujer:

—La Iglesia es muy lista. Muy lista. Ya sabe bien a quién se une y contra quién predica.

Y sin más comentar, con esa frase sibilina rezumándole en el caldo, siguió cenando el señor alcalde de Villalobos. El cura pudo sentarse por fin en la mecedora de la galería. Habíalo ordenado todo con el sacristán para los funerales. Había mandado al ama que le despertara temprano, para avisar a las monjas de lo del testamento. Había absuelto de sus atrocidades al Antonio, y a la Cinda de sus tonterías.

Y ahora reanudaba el rezo del oficio que le había interrumpido el ama aquella mañana con la noticia de la muerte de la vieja.

El cura de Villalobos sonrió con benevolencia por encima de la ventana que daba a la plaza del Ayuntamiento y pensó que el alcalde era un truhán a quien venía muy bien esa condición del testamento de asistir a los actos de la iglesia con la vara de su autoridad.

Volvió a leer los salmos, como lo había hecho por la mañana, y se quedó sonriente con los ojos puestos encima de los versos sagrados.