VILLALOBOS está en cualquier lugar de la meseta. Aplastado contra el suelo, cuando el sol llega a la mitad de su viaje, el caserío ceniciento y chato cobra un aspecto de holocausto en el horizonte.
Villalobos no tiene una colina, ni un cabezo, ni un alcor. Es un pueblo sin espalda, todo vientre a la luz y a los vientos. Cuando se viene por el camino de la capital, una carretera mediana, llena de polvo la mayor parte del año y de fango el resto, se ve la torre de la Parroquia en la lejanía, destacada en su vigilia sobre el cielo consistente y absoluto de Castilla. Pero es lo único que destaca en la horizontalidad rota por las choperas que el arroyo sortea.
Porque cerca de Villalobos pasa un arroyo al que los hombres llaman «el río». A él bajan las lavanderas del pueblo dos veces por semana: los lunes para la ropa blanca, y los miércoles para la de color.
En torno al arroyo hay unos juncales polvorientos y escuálidos: son ellos los únicos que gimen y murmuran en las noches cuando el cierzo es fuerte y toda la meseta se encoge al frío de las estrellas.
Viniendo desde el río, los corrales de Villalobos, soleados y blancos, juegan al escondite con la Luz en los estrechos callejones de poblado primitivo sacado a subasta. Más arriba empiezan las calles, tortuosas e iguales, primero con sus casas de adobes, después con sus casas encaladas, y por fin, cerca de la plaza, con sus casas de piedra y ladrillo.
Villalobos tiene tres plazas que al atardecer parecen tres coplas a la tierra y a todo lo que vive sobre ella. Una es la plaza Mayor, a la que nadie llama así, porque en ella están el Ayuntamiento y la iglesia (además de Correos y Teléfonos), y cada uno la llama con los nombres de cualquier de estos nobles edificios, según el bando tradicional a que esté adscrito.
Después viene la plazuela del convento, que ya no tiene convento, porque hace un siglo que lo expropiaron, pero ahora tiene la escuela de la señorita Benigna. Enfrente de la escuela, todavía quedan algunos restos de la antigua tapia del convento de las madres capuchinas, donde parece cobijarse al atardecer toda la nostalgia que se agazapa en estas tierras de pan llevar, con un temor ancestral a ser sorprendida por la luz cruda del sol.
Por fin, en el extremo opuesto del pueblo, está la plazuela de Abajo, donde hay una especie de mercadillo con legumbres todas las mañanas. Esta plazuela no está abajo, porque en esta tierra llana no hay abajos ni arribas, pero se llama de esa forma porque es necesario que en Villalobos haya una plaza con un nombre así.
Villalobos no tiene frailes ni soldados. Tal vez los tuvo en otro tiempo, tal vez no los tuvo nunca. Pero de todas maneras, hoy reina la paz en Villalobos. El único convento es de monjas, y ese es el Hospital de Afuera. El Hospital de Afuera es una institución de la que Villalobos se siente orgulloso. Y no es por el edificio, que consiste en una casona de adobe, casi arruinada, con unas ventanas desvencijadas por las que entra el viento de la meseta; ni tampoco por su pequeña iglesia, blanqueada cada tres años por las monjas. Lo que enorgullece a Villalobos en el Hospital de Afuera (que ni siquiera es un hospital) es el poder ofrecer un asilo seguro y pacífico a sus hijos. Es decir, a los que ni siquiera son hijos de la sacristana, ni hijos de alguien a secas, sino eso: hijos de Villalobos.
Fuera de la espadaña ruinosa del Hospital de Afuera, la única torre que hoy funciona en Villalobos es la de la Parroquia. Es una torre cuadrada y maciza, con aspecto de fortaleza monástica, capaz de aplastar debajo de sí a los siete pecados capitales y a los demás pecados de Villalobos, que nadie ha calificado aún.
En su primera mitad está revocada de cal, como la generalidad de los edificios de la población; pero de la mitad para arriba, los hermosos sillares dorados presumen al sol y al aire, hasta terminar en la garita inverosímil del campanario, donde tiene su laboratorio de sonidos el hijo de la sacristana.
Las campanas de Villalobos, a pesar de toda su historia y de las leyendas de la francesada, no son ya orgullo de nadie. A lo más que pudieran llegar es a ser espanto de cigüeñas, pero lo curioso del caso es que tampoco paran cigüeñas en Villalobos, seguramente por culpa de las campanas.
El monaguillo las toca a sus horas y aun a las horas que no hay misa ni ángelus. Y no es necesario que desaparezca una figura eminente de Villalobos, como ha sucedido hoy con doña Paula, para que regale al vecindario con un rebato que ponga de punta los pelos del alcalde.
Porque el alcalde, como el maestro y el tabernero, aborrece las campanas de la Parroquia. No por las mismas razones, pero todos coinciden en la fobia contra esas viejas de voces cascadas y chillonas.
Don Simplicio alega que el ruido intempestivo de los bronces agria la leche de sus vacas; don Nando, que resucita todo el obscurantismo medieval, barrido ya de Villalobos por obra de su altruismo pedagógico; y el Tuerto, que le estropea las siestas.
Pero las inocentes campanas pulsadas por el monaguillo siguen impertérritas la música, y seguirán por lo menos mientras don Jenaro sea párroco de Villalobos.
Villalobos permanece el mismo a través del año. Sólo cambia con las horas del día. De los colores del amanecer a la sombra cenicienta del ocaso, Villalobos va pasando, conforme camina el sol, por toda una gama de luces, neblinas, transparencias y opacidades que mudan su rostro arcilloso y blanco con un gesto para cada hora del día. Desde la altura azul, podría ser, encima de la meseta, un gigantesco reloj de sol.
Ahora la luz pesa sobre este pueblo aplastado de adobe y de cal. Todo lo llena esa claridad despiadada del cielo castellano, cruda y absoluta por encima de las cosas.
Los tejados, de un rojo pardusco y polvoriento, empiezan a dormir la siesta cara al cielo desnudo. Todo comienza a dormirse en realidad sobre esta naturaleza de colores totales y rotos. Los trigales siguen meciéndose bajo la brisa fácil, en derredor de este pueblo de calles tortuosas; y dentro de Villalobos ha descendido la paz. Una paz burlona, con una mueca de risa para los hombres y para las casas.
He aquí a Villalobos, limpio y engalanado, a la espera de la primera autoridad de la Provincia.
Las colchas y las colgaduras flotan a la frágil ráfaga de aire que ronda por las calles. No hay un perro, no hay una persona. De pronto, de todos los personajes de la comedia del día no queda uno en las plazas ni en los tortuosos callejones: todos han desaparecido detrás de las paredes, dejando sola a la luz.
Cada uno está en su casa, dedicado a los menesteres de la mesa. Ha sido mejor dejarles así, vagar por las calles con el sol, no seguirles hasta el hogar, para no obligarles a invitarnos.
Porque las horas de la comida y del sueño son demasiado íntimas.