EL SEÑOR PÁRROCO de Villalobos acababa de decir a sus feligreses que la misa estaba terminada y que podían retirarse.

Era extraordinario que desde hacía siete años y medio justamente, el señor párroco de Villalobos pensara siempre las mismas cosas al volverse de cara al pueblo para decirle que la misa había terminado y que podían marcharse.

Al señor cura le invadía a esa hora una especie de nostalgia de hombres en la iglesia, porque le parecía que el Señor debía aburrirse tanto como él de mirar siempre las mismas caras apergaminadas, los mismos labios bisbiseantes y las mismas manos sarmentosas con idénticos rosarios.

Nunca había ocurrido que el cura párroco de Villalobos viera, al volverse de cara a sus fieles, al señor alcalde o al secretario, ni siquiera al maestro o al tabernero.

Viejas y siempre viejas. Vestidas de negro, con sayas amplias y macizos pañolones hasta las cejas. Viejas que le miraban con unos ojuelos mortificantes, suspicaces y cabestrones. Rezaban con un siseo que le estorbaba el rezo de la Colecta y la lectura de la Epístola. Muchas veces, por lo bajo, había murmurado mientras el hijo de la sacristana le servía el vino para la consagración:

—¡Recontra, la Castañera! Creerá que si reza bajo no la oye ni Dios.

Pero la mayoría de las veces era el mismo monaguillo el que se llevaba lo mejorcito de los truenos, porque en la ceremonia del lavabo se le iba la mano en echar agua.

—…ut audiam vocem laudis… ¡Imbécil, me has echado el agua hasta los codos! ¡Quita de ahí, rediez!

Y daba un discreto y significativo empellón al hijo de la sacristana, que se quedaba así, con el agua chorreándole hasta las alpargatas, pasmado por aquel ensalmo de latines y romances más recio que las voces de un mulero.

Pero las viejas seguían ajenas a lo que ocurría en el presbiterio, ensartando trisagios en el bisbiseo de sus bocas desdentadas.

Al señor párroco de Villalobos le parecía, siempre que salía camino de la sacristía al concluir la misa, que el Señor agradecería lo mismo que él un pequeño cambio en los acostumbradores del templo, y que no estarían mal que el señor alcalde, el tabernero, el maestro y el secretario asomaran de vez en cuando por allí la oreja.

En semejantes ocasiones, al señor cura le venían verdaderas ganas de guiñarle el ojo al Santísimo mientras hacía la genuflexión antes de retirarse, porque el señor párroco sospechaba que el Señor se sabía de memoria tan bien como él mismo un sermoncito que tenía preparado sobre ciertas verdades y ciertos vicios, para espetarlo en la primera ocasión en que aquellos hombrones del pueblo se pusieron a tiro de su lengua.

Más de una vez había deseado que alguno de aquellos muriera, porque no le cabía duda de que la muerte de un pícaro de esos era una buena ocasión para que sus compinches vinieran al funeral y oyeran unas cuantas cosas que les hacían falta. Pero en seguida se había arrepentido de sus deseos, porque le parecía que al Señor no podía saberle bien que por ganas de soltar un sermón el señor cura deseara la muerte de nadie.

Pero esta vez lo deseó más que nunca. Era la única manera de frenar la orgía que se desataba en Villalobos, precisamente por estas fechas, cuando se acercaba la fiesta de la Patrona. ¡Si los hombres se reunieran en la iglesia y pudiera hablarles claro! Con las mujeres no se puede: no saben, no entienden por claro que se hable. Ellas, a rezar.

Y pidió al Señor, mientras agradecía el beneficio diario de la misa, que le mandara algún acontecimiento gordo. En lo subterráneo de su conciencia pasó, imperceptible, la imagen de una muerte: el tabernero, el maestro… el alcalde. ¡No! Eso, no… Otra cosa. Cualquier cosa. Cualquier cosa que les haga pasar por el aro.

Una buena pedrisca es un medio eficaz de que hasta los hombres vengan a las rogativas. Entonces se les puede hablar del infierno.

El párroco de Villalobos rechazó horrorizado la idea de la pedrisca, porque también él tenía sus trigos, y además los de doña Paula rendían siempre buenos diezmos a la iglesia.

Rápidamente pensó en diversas cosas. Un incendio. No: un incendio puede correrse y en la iglesia siempre hay mucho que arder. Una epidemia… Imposible: él era viejo y caería el primero, porque sus obligaciones le meterían en la boca del lobo, mientras que el calzonazos del alcalde y el herejote del maestro pondrían tierra por medio y saldrían a mil leguas de Villalobos. Una crecida del río. Pero, ¿dónde estaba el río? El arroyo donde lavaban las mujeres, aunque creciera mil veces más de su tamaño, no tendría ni para inundar un chaparral que había junto a la fuente.

Entonces era cuando al buen cura desde el subterráneo de su conciencia le subía una vez más la idea de la muerte como un remedio eficaz. El cura de Villalobos sabía que la muerte era una de las cosas más saludables que podían ocurrir en Villalobos. Siempre había sido así: nadie sabía por qué, pero el caso es que a los funerales de cualquiera acudía todo el pueblo, hasta los hombres, y por un momento parecía que todos los vecinos de Villalobos participaban de las ideas del señor párroco, que indudablemente eran las ideas de Dios.

Pero era en el preciso momento en que el párroco con timidez escogía la víctima propicia entre los enemigos de la fe, cuando debía interrumpir la acción de gracias porque la Isabel le llamaba al desayuno.

Para entonces el sacristán había apagado todas las velas menos las de las ánimas. Quedaban las viejas más recalcitrantes. Y el párroco de Villalobos desaparecía de junto al altar, con una sonrisa que tenía muy poco de angélica, porque indudablemente eran graciosas las ocurrencias del demonio para turbarle sus oraciones.

Por tercera vez tuvo que interrumpir el rezo del breviario. Levantó su vista fatigada. Husmeó rápidamente en el aire, aguzando sus orejas puntiagudas y llenas de pelo blanco, hacia el rincón de su casa de donde venían los gritos.

(Villalobos tiene una hermosa casa parroquial. Es un edificio amplio, de aspecto rústico, con sus aleros carcomidos por el tiempo y bordados por nidos de vencejos que hacen allí su estío. Hay un soleado patio interior, con algunas mecedoras a medio desvencijar y una parra en la parte trasera, donde el cura tiene su minúsculo huerto.

La casa parroquial comprende dos pisos. El bajo es ordinario y sombrío, con grandes estancias donde nadie vive ni se hace nada. Pero en el segundo hay una magnífica galería que da a la plaza donde está la iglesia, que es la misma del ayuntamiento, del puesto de teléfonos y del pequeño edificio de correos, de donde sale el cartero cada mañana para barrer las calles después de repartir la correspondencia.

En esta galería del segundo piso estaba sentado don Jenaro para rezar el oficio del día. Había dicho su misa temprano, como cada mañana; igualmente acababa de resistir a las tentaciones consabidas, con las que el enemigo trataba de impedir sus oraciones, y el ama le había espabilado ya el tradicional desayuno, de manera que no le quedaba sino mecerse tranquilamente al arrullo de los salmos y antífonas.

Pero estaba de Dios que aquel día tenía que vencer el enemigo. Ni los pensamientos necrológicos se habían esfumado como otras veces, ni el breviario puede descansar en sus manos con tranquilidad.

Que el sacristán quiere saber cómo hay que adornar el altar de Santa Olegaria para la novena que empieza esta tarde. «Porque ya han venido las mujeres a ayudar, ¿sabe usté?»

Que el ama pide dinero para la compra. «Hay que madrugar, señor cura. Porque esas lagartonas suben los precios con las horas.» Y que hay que levantarse a dárselo, porque todo el dinero de las misas está ahí, en un cofre de hierro, detrás del escritorio.

Pero ahora la cosa parece algo más seria, a juzgar por los gritos que se acercan desde la escalera y estallan a sus espaldas.)

—¡Señor cura! ¡Señor cura!

El ama traía una cara despavorida, igual que si acabara de ver al mismísimo diablo en la escalera.

Don Jenaro se revolvió impaciente.

In conspectu tuo… ¿Qué demonios ocurre ahora?

Siempre, en ocasiones semejantes, el cura de Villalobos hacía una algarabía de latines y romances.

—¡Ay, señor cura! Ha muerto la vieja.

El párroco de Villalobos arqueó las cejas impaciente.

—¿Qué vieja ni qué castañas?

—¡Ay, señor cura! ¿No sabe?

Don Jenaro se quedó mirando a la mujer como si estuviera delante de una loca.

—¿Cómo he de saberlo, concho, si no me lo dices?

Isabel, el ama del cura, era una mujer cuarentona, corpulenta y magra, sin demasiados colores en las mejillas, a vuelta de quehaceres. Coronaba su cabeza con un moño altivo, sonreía sólo en ocasiones muy solemnes, hablaba en todas las ocasiones aún en las de menor solemnidad y lo hacía con tal precipitación que nunca decía «Villalobos», sino «Villaobos».

—Doña Paula, la señora —informó ahora con un gimoteo.

—¡Cristo! —vociferó el cura, levantándose—. ¿Cómo no me ha avisado antes de morirse?

La buena mujer le miraba atónita. Ahora era ella la que parecía tener ante sí a un demente, porque el rostro del cura se había puesto al rojo vivo, estallante, hasta tensársele la piel de la sotabarba.

(Es de notar que el señor cura de Villalobos tenía una hermosa papada y que esta era lo primero que se pigmentaba de color brillante cuando el humor del párroco subía de grado.)

—Cuando vino la Gumer ya era tarde. Está abajo esperando —balbució la Isabel, atolondrada, con más ganas de salir del paso que un ratero entre los civiles.

—¡Qué esperando ni qué chanfollas! —bramó el presbítero—. ¿Acaso el demonio espera? ¡Vade retro! Ya me estás trayendo el hisopo de ahí al lado, y la teja y el manteo. Y avisas al sacristán que encienda dos velas a las Ánimas, y al monaguillo que toque las campanas. A rebato. No, a rebato no; se enteraría el Plicio demasiado pronto. Ese condenado, que no aparezca por todo esto si no quiere que le arree más hisopazos que a la difunta. Tengo que ir yo antes que nadie a la alquería. Haz lo que te he dicho, y pronto. ¿Qué haces ahí como un pasmarote? ¡Diantre! ¿No te moverás?

La pobre Isabel estaba pasmada, en realidad, tratando de sorber la retahíla que con voz de trueno acababa de soltarle don Jenaro.

Con indecisión comenzó a moverse de un lado a otro.

Por fin voló por el hisopo y volvió con la teja y el manteo. Al dárselos, preguntaba:

—¿No tomará su huevo ahora, señor cura?

—¡Qué huevo ni qué…! Bueno, tráelo —filosofó—. La mañana es larga y lo de doña Paula me llevará tiempo.

Y siguió rezongando mientras el ama se iba para preparar el huevo:

—¡Morirse! No hay que hacer más que eso: morirse esa vieja estúpida así como así, sin decir esta boca es mía, con todo lo que deja por delante.

Devoró el huevo sin sentarse apenas. La Isabel le dejó un instante para avisar al sacristán; de manera que cuando don Jenaro salía de la casa parroquial ya sonaban las campanas lanzadas a un toque desaforado, en el que había mezcladas algunas notas de duelo en medio del rebato que el monaguillo había tomado al galope.

Aunque al señor alcalde de Villalobos no le hubiera dado qué pensar la desacostumbrada carrerilla del párroco por mitad de la plaza donde estaban el Ayuntamiento, la Parroquia, Correos y Teléfonos, hubiese bastado la llegada del secretario, pálido y descompuesto, jadeante como un muchacho después de un buen partido de pelota, para que algo le oliera mal en todo el ajetreo de esta hermosa mañana de junio.

(Las mañanas de junio son todas hermosas en Villalobos, pero esta lo era de un modo especial para el alcalde, porque, contra lo avisado desde la capital, no vendrían por entonces los empleados del poder cívico a comadrear ni fisgonear un poco por el pueblo y sus campos.

Así lo explicaba lacónicamente el telegrama que le acababan de transmitir, y él podía estar satisfecho de ese inopinado triunfo de su diplomacia, pues por entonces nadie en la capital sabría el cereal que había calculado para sus arcas privadas; ni por qué el pueblo murmuraba tan testarudamente desde hacía unos días sobre su primera autoridad legítima.

Esto de la autoridad legítima venía a la mente del alcalde de Villalobos siempre que el cura pasaba por delante del Ayuntamiento, porque el párroco se tomaba de vez en cuando la autoridad por montera y hacía cosas que, ¡vamos!, no le tocaban por ningún título.)

El alcalde se volvió al secretario y le sonrió con una benevolencia casi paternal, que el secretario hubiera agradecido si no supiera lo que sabía y lo que iba a suceder en cuanto se lo contara a la primera autoridad de Villalobos y «de por todo esto».

—¡Señor alcalde, ha muerto la señora! —graznó con un gesto angustioso de comparsa en tarde de estreno.

El alcalde se volvió de nuevo al secretario, pero ya no le sonreía paternalmente.

—¡Bruto! ¡Qué señora ni qué m…!

La congoja del secretario se hizo inaguantable cuando tuvo que nombrar a la difunta.

—¡Doña Paula, señor alcalde!

La primera autoridad de Villalobos se plantó delante de su secretario con la cara como una berenjena a punto de madurar. La sonrisa paternal se había convertido en un rayo capaz de hacer polvo al secretario si este ya no viniera bastante deshecho por su precipitada carrera desde la iglesia.

—¿Qué dices, animal? ¡La señora no ha podido morirse sin decir nada!

El secretario quemó sus naves antes de hablar:

—Ha muerto. Como yo me llamo…

—¡Tú no te llamas nada, so borrico! Doña Paula no se muere así como así. Me hubieran avisado las dos brujas que tiene en la alquería.

Al secretario le quedaban ánimos aún para saborear un triunfo sobre la tozudez del alcalde.

—Pues la Isabel me ha dicho que el cura salió como alma que lleva el diablo en cuanto supo lo de la señora.

Fué entonces cuando el alcalde de Villalobos se dio cuenta de que había husmeado algo excepcional en la carrerilla desacostumbrada de don Jenaro.

Avanzó hacia el secretario, le hizo a un lado de un empellón, y bramó como un tigre real en su jaula de circo:

—¡Pedazo de bestia! ¿A qué has aguardao para decírmelo? ¿No sabes que soy la primera autoridad de por todo esto?

El secretario tembló como una caña que tenía la facultad de pensar en su puesto, en sus garbanzos y en la parte que le tocaba en el estival reparto de unas buenas parcelas de cereales.

(¡Estaba tan precioso el trigo ya casi dorado en los campos! Al secretario se le estremecía la vena lírica siempre que pensaba en los trigales. Y sólo hacía una semana que el alcalde, generosamente, le había prometido aquel puñado de granos para él y su podrida familia.)

—Tráeme inmediatamente la vara. La capa también, y el chambergo. No, espera: tráeme el sombrero de cuando voy a la capital. ¿Qué se ha creído ese curazo del demonio? Avisa a mi mujer que no volveré hasta antes de comer. Que me cueza un buen trozo de jamón del último de la matanza y que ponga hoy vino abundante. Que prepare comida lo menos para otros seis. Y tú no te estés ahí parado. No vengas conmigo: lo echarías todo a perder. ¡Y ojo, que no lo sepa nadie!

Todavía le dio al secretario tiempo a balbucir:

—¿Adonde va a estas horas, señor alcalde?

—¡Si serás bestia! ¿Pues adonde he de ir sino a la alquería de la señora para ver si está muerta?

Y si lo está, ¡como te juro por estas, que para resucitarla!

Y poniéndose la capa y el sombrero de sus idas a la capital, y empuñando la vara de su jerarquía temible, que le acercaba el secretario, salió de la enorme estancia dando un buen portazo, para que nadie dudase de que era el alcalde quien salía.

Fueron la muchacha de la honestidad a toda prueba y la mujer de la boca torcida las primeras en oír, cuando salían de la parroquial, el originalísimo toque a rebato de las campanas de la iglesia.

La muchacha de la honestidad a toda prueba hizo un gesto instintivo de retroceder, como si ante ella aullara toda la soldadesca de un ejército invasor. La mujer de la boca torcida la enderezó en una sonrisa, y se relamió, golosa, porque indudablemente aquel toque daría que hablar en Villalobos.

—¿Has oído?

—Cosas del cura, hija. Algún carnero que habrá perdido.

A la muchacha de la honestidad a toda prueba no le parecía bien que su compañera hablara con esa libertad de las cosas de la iglesia, pero prefirió callarse, porque estaba bastante asustada con el ruido desaforado de las campanas.

Se acercaron a la casa parroquial y llamaron a voces al ama. La Isabel bajó, despavorida por la impresión de la noticia.

—¿Se puede saber qué sucede, Isabel?

El ama abrió los ojos como dos nueces redondas e inmóviles.

—¿Pero no lo sabéis? Fijaos —miró a un lado y a otro. Después bajó la voz, inclinó la cara para que el aire no llevase sus palabras a otros oídos menos discretos que los de la mujer de la boca torcida y de la muchacha de la honestidad a toda prueba—: Ha muerto doña Paula, la vieja.

—¡Oh! —emitieron un gritito a la vez. Después se miraron atolondradas y no dijeron más.

Por fin, con una voz pálida, la mujer de la boca torcida indagó:

—¿Cuándo ha sido?

—De madrugada. Algo increíble. ¡Vaya susto que se ha llevado el bueno de don Jenaro!

—Y que lo digas, hija. ¡Con los cuartos que hay por medio! Y, ¿no se sabe nada de la muerte?

—La Gumer vino después de la misa y me lo dijo. Sofocada venía la pobre. Un soponcio. Para que veáis, cuando menos se espera… ¡Y en vísperas de arreglar el testamento, como se lo había prometido al señor párroco! Cualquiera sabe lo que ha pasado.

—¡Dios mío! —farfulló la mujer de la boca torcida; porque la muchacha de la honestidad a toda prueba estaba heroicamente decidida a no desplegar los labios—. ¡Ahora se lo llevará todo ese sinvergüenza del alcalde! Y las ánimas se quedarán sin un céntimo; ¿qué va a ser de las pobrecitas?

(Villalobos, como casi todos los pueblos que se precian de algo en la comarca, tiene sus ánimas que aúllan ciertas noches a horas determinadas de antemano por un implacable calendario muy acreditado en la población. Son ánimas pecadoras que no purgaron suficientemente sus culpas en esta vida; ánimas murmuradoras que charlaron demasiado entre dientes, con gran detrimento de la piel ajena; ánimas de personas ricas que no dieron limosna a la parroquia; ánimas de truhanes bebedores que gritaron a voz en cuello sus noches de orgía por las calles pacíficas del pueblo y turbaron el precario sueño de las beatas madrugadoras; ánimas que purgan ahora sus bellaquerías, caminando por los mismos polvos y cienos y arrastrando sus cadenas con un ruido que sólo se deja sentir de doce a una y cuarto, o a las horas precisas en que los pecadores de Villalobos se acuerdan menos de que son feligreses de don Jenaro. A estas ánimas se refería la mujer de la boca torcida cuando hablaba con el ama del cura en esa hermosa mañana de junio, cuando los trigos ya habían comenzado a amarillear.)

—No sé qué va a pasar —murmuró la Isabel. De pronto sus ojos se iluminaron dejando a un lado la tristeza. Un brillo malicioso le flotaba en las pupilas cuando se volvió hacia la plaza—: Mírenlo: ahí va el diablo del alcaldote, con su vara y todo.

—Mala liendre…

Y la mujer de la boca torcida no concluyó su denuesto, porque un nuevo toque de rebato le recordó que debía santiguarse por el alma de doña Paula.

Las campanas de la torre parroquial de Villalobos son unas campanas feroces de voz cascada y bronca. Nadie conoce su historia, ni sabe de dónde proceden en realidad. Los fieles de Villalobos sienten un sagrado temor por el sonido de esas campanas hechas para convocar ante tribunales de ángeles terribles. Es frecuente que las gentes se santigüen al escuchar estas campanas horrísonas, y que las viejas sientan una especial inclinación a acordarse de todo lo que ha desaparecido en Villalobos desde que ellas existen.

—Tolón, tan, tolón, tan, tolón, tan…

Hacen las campanas de la torre parroquial.

Nadie sabe desde cuándo están haciendo lo mismo, aunque los más ancianos cuentan historias que nadie les cree.

Eran leyendas de cuando la francesada. Aquellas campanas habían sido estrenadas recientemente en un pequeño convento de monjas que existió en el lugar preciso en que hoy está el Hospital de Afuera. Era una especie de paraíso: su riachuelo con patos, su pequeño huerto con frutales y hortalizas, sus dos o tres chopos apuntando al cielo, su tapia enjalbegada, toda blanca y riente al sol. Y, encima, las campanas, bien fundidas por los antiguos herreros de Villalobos. Las campanas cantaban dos veces al día: al salir el sol y al ponerse. A estos bronces les gustaba la resurrección y la muerte, porque eso era lo que pensaban las monjitas allí dentro, y las campanas se sentían parlanchinas, con sus voces claras, timbradas y sonoras.

Así eran entonces las campanas del convento de las monjas, cuando Villalobos era un pequeño paraíso.

Pero entonces vinieron los franceses y pusieron sitio a Villalobos, a sus choperas, a sus trigales y a las tapias enjalbegadas del convento. El pueblo se rindió a la primera embestida del invasor, pero del convento apenas si salía una señal de vida y mucho menos de rendición.

No hay seguridad de que Napoleón en persona estuviera en Villalobos en ocasión tan brillante y halagüeña para sus ejércitos y águilas; pero lo que sí parece cierto es que con las tropas imperiales venía un general dispuesto a terminar pronto aquella embarazosa aventura, y que este general dejó al día siguiente de entregarse el pueblo a un capitán muy bruto con su compañía y con el encargo de tomar a cualquier precio aquel bastión de la resistencia.

Si el capitán se llamaba Villebonne, Villeneuve o Villemale, ningún anciano del pueblo se ha puesto de acuerdo aún en aclararlo. Pero de que era muy bruto quedan inmemoriales testimonios por toda la comarca.

El convento de las monjas seguía en silencio detrás de su parapeto de adobe enjalbegado. Digo, en silencio no: porque las campanas sonaron como siempre al atardecer y a la madrugada siguiente, demostrando al mundo que las monjas seguían rezando a Dios como lo habían hecho siempre, a sus horas, sin alterar ni un minuto el rutinario reloj de sol.

Debieron de ser las campanas las que metieron el diablo en el cuerpo del capitán, porque no le faltó más que oírlas, para que inmediatamente dispusiera que su compañía, con morteros, cañones y demás aparato de ataque, rodeara al pequeño convento, con toda clase de precauciones, porque sin duda había allí un grupo valeroso de vecinos dispuestos a vender cara su rendición.

Todavía sonaban las argentinas campanas mientras la compañía del capitán Villemale o como fuera, se acercaba por los trigales al apartado convento.

—Tolón, tan, tolón, tan…

Y cada nuevo volteo enfurecía hasta la locura al diablo que llevaba el capitán en su pellejo.

De nada valieron las voces, aldabonazos y juramentos a la puerta del cenobio.

Las monjas debían estar en su coro cantando las horas, cuando sonó el primer estampido de la artillería francesa contra los muros de adobe. En aquel instante salía el sol sobre la tierra chata y pardusca de Villalobos.

A las monjas debió de parecer les que una legión de diablos trataba de violar su paz a aquellas horas sagradas, porque nada más sonar el primer morterazo las campanas voltearon con un clamor empavorecido que demandaba socorro, no a los vecinos de la tierra, sino a las potestades del Cielo.

Pero el cielo se mantenía lejano, azul y terso como todas las mañanas.

El capitán, que además de bruto tenía a sus espaldas las órdenes drásticas de su jefe, no se arredró por el quejido angustioso de las campanas, ni interpretó aquello como una súplica temerosa de las pobres monjas, sino como una mofa de imaginarios patriotas que se hacían sus necesidades en todo el ejército imperial.

Loco por el clamor de las campanas, que atronaban toda la meseta como si las estuvieran ahogando, el caudillo dio orden de ataque en masa. Los morteros vomitaron sus cargas cada tres o cuatro minutos y al poco tiempo aquello era una especie de campo de Agramante, donde nadie se entendía. Los soldados ignoraban en absoluto con quién tenían que habérselas y esta circunstancia hacía más difícil el ataque a un objetivo desde el que sólo replicaba, cada vez más urgente y angustiado, el repique de las inocentes campanas.

Era el ruido de estas lo que enfurecía al capitán más que otra cosa. Le parecía una carcajada, una burla, un guiñolesco sarcasmo de los odiados patriotas al servicio de una causa plebeya y soez. Como un huracán, la fusilería azotaba las tapias del convento, hasta que los morteros y cañones abrieron en ella el primer boquete.

Allí situó el jefe sus mejores piezas, con una estrategia diabólica, y dio orden de cañonear la torre para hundirla, con todas las campanas, que a juzgar por el ruido debían ser diez mil en la fantasía febril del invasor.

Los morterazos desconcharon el revoque, desencuadernaron después las limpias aristas de la torre y poco a poco fueron demoliendo los ángulos de aquella fortaleza, mientras en lo alto los bronces de la paz atacada y malherida seguían clamando auxilio.

De lo que ocurría dentro, nadie ha sabido. Debió de ser espantoso el terror de las monjitas ante aquella embestida del infierno. ¿Qué sabían ellas de Napoleón, ni de águilas, ni de Villeneuves, si se habían enterrado en vida por treinta años la que menos? Habían vivido en paz, queridas de todo el vecindario, aunque nunca vistas de nadie. Por el torno recibían las limosnas inagotables de la piedad del pueblo y se enteraban de las procesiones, rogativas y novenarios de la parroquia, pues tales eran las noticias mundanas que aceptaban sin escrúpulos las monjitas del convento. De la invasión francesa, de las juntas defensivas de patriotas, de la suerte de Fernando VII, de todo eso, apenas se sabía algo en Villalobos, y desde luego las monjas no sabían nada.

Por eso debieron atribuir a potencias infernales aquel asalto a su fortaleza de silencio y oración. Horrorizadas por el ruido de los morteros y de la fusilería, debieron correr al campanario, como lugar más seguro contra las maquinaciones del demonio. El capellán no había llegado aún, pues la misa solía ser cuando el sol estaba en plena carrera por los espacios. Se hallaban solas, delante del Santísimo, cuando la priora debió de tener la repentina ocurrencia de consumir las formas y dar la Comunión a sus hijas. No ha quedado relato alguno de aquella escena, que sería emocionante sin duda alguna. Pero a las monjas esa emoción no debió quitarles el miedo, y como único alivio, el deseo de lanzar las campanas a rebato, en demanda de auxilio.

Una tras otra, las monjas se cogieron a la cuerda que descendía del badajo de las campanas.

—Tolón, tan, tolón, tan…

Y una tras otra, las infelices, fueron cayendo, bajo la lluvia de cascarilla, piedras y trozos de viga que provocaba cada golpe de mortero en la torre.

La campana dejaba de sonar un minuto, para reanudar en seguida su lamento, cada vez más plañidero y más desolado.

Al final, el repique se hizo lento, moribundo, inánime.

La última monja había quedado así, colgada de la enorme cuerda, con los ojos abiertos, vueltos a lo alto, iluminados aún después de muertos por una esperanza que no se arrastraba por los caminos de la tierra. Así la debió encontrar el esforzado capitán, rodeada de sus hermanas, en medio de los escombros, con las manos cogidas a la cuerda del badajo, en un último esfuerzo por seguir volteando la campana.

Merde! —gruñó el conquistador, rencoroso y enfurecido al contemplar el espectáculo.

Tres, cinco, seis, ocho cadáveres de monjitas. Todas con el mismo gesto, todas casi con la misma sonrisa.

Sonreían al morir: eso era lo cierto. Habían sonreído al morir, porque la muerte era la gran liberación, a pesar de los morteros y de la fusilería del infierno.

El capitán trató de atrancar la cuerda a las manos de la última monjita, pero en su esfuerzo lo hizo con tan mala suerte que no sólo dio un volteo más la odiada campana: —Tolón, tan… —, sino que se vino abajo, no resistiendo más el equilibrio en que se apoyaba sobre aquella ruina de la torre.

Un estrépito pavoroso se desplomó desde lo alto con la campana. El soldado no tuvo tiempo para evitar toda aquella venganza de los bronces que se le venía encima. Debió de ser desgarrador el último aullido del desgraciado. Entre un infierno de piedras, maderas y escombros, la campana concluía su propia obra, destrozándolo todo en su caída. Los soldados recogieron después el cadáver roto de su capitán, junto con los de las monjitas.

Durante mucho tiempo quedó en silencio y soledad el convento. Las gentes huían del lugar donde se había cometido aquel sacrilegio, y en el camino que llevaba al convento creció la hierba, porque nadie lo transitaba.

Setenta años después, cuando las costumbres de Villalobos se relajaron y ya nadie se acordaba de la triste historia de las monjitas, el párroco del pueblo, un hombre terriblemente celoso de la moral, se acordó del significado que tenían aquellas campanas caídas en medio de los escombros.

Sus feligreses tenían horror a aquellas campanas que debían hablar de cosas temibles. Si esas campanas sonaban de nuevo, aquellos hombres y mujeres pervertidos escucharían la voz de la venganza divina, y cada vez que en la parroquia tañeran esos bronces rotos, sería como si todas las fauces del infierno se abrieran para tragarse al pueblo.

Animado por su ocurrencia mandó rehacer las campanas al mejor herrero de Villalobos. Nunca tendrían el sonido pacífico y agradable con que desde la torre derruida cantaban a Dios. Ahora serían broncas, cascadas y turbadoras: lo que debían ser para, un pueblo infiel que tan pronto se olvidaba de sus antepasados. Puso las campanas en la torre parroquial, y en la primera ocasión que tuvo metió el resuello en el cuerpo a unas cuantas viejas que aún se asomaban por la iglesia, contándoles todo el poder que tenían aquellas campanas históricas y toda la fuerza que la Justicia Divina había puesto en sus tañidos por obra y gracia del herrero de Villalobos.

Hoy muchas gentes ignoran la historia de esas campanas parroquiales. El tiempo con sus inclemencias ha acatarrado las gargantas de bronce y da lástima oír su voz. Pero todavía dicen algo en esas mañanas luminosas de la meseta, cuando alguien muere en Villalobos.

—¡Basta ya! —rugió el sacristán al monaguillo, asomándose por la escalera de caracol entre telas de araña y revoques desconchados.

La escalera del campanario parroquial está carcomida por los años.

—¡Deja ya de tocar o te tiro de ahí abajo!

El monaguillo no cumplió el deseo del sacristán.

—Pero si ha dicho el señor cura que…

—Y yo te digo que lo dejes, pedazo de alcornoque. ¿No sabes que soy tu padre y puedo largarte un mangazo que estés ahí colgao del badajo toda la mañana?

El monaguillo no sabía la historia de las monjas, ni la referente a la paternidad del sacristán, bastante dudosa por cierto; por eso ni tembló ni sonrió al escuchar a su padre.

La campana grande todavía dio un medio volteo cuando el chiquillo dejó de tirar para arriba y para abajo.

—¡Bastante tiene esa bruja de doña Paula con un toque y aún le sobra!

El muchacho se pasó la manga por la cara para secarse el sudor. (Porque en estas hermosas mañanas de Villalobos hace bastante calor siempre que el calendario empieza a llamarse junio.)

—¡Mira, padre! —gritó inesperadamente desde lo alto.

El sacristán había ya subido casi hasta lo alto, cuando la voz del chiquillo excitó su curiosidad.

—¿Qué?

El monaguillo señalaba con todo el brazo estirado hacia abajo, a la plaza donde estaban la iglesia, el Ayuntamiento, Correos y Teléfonos.

—Allá va corriendo el secretario del Ayuntamiento.

—A ver… —Asomó su curiosidad el sacristán… Pues es verdad. Ya lo habrá fisgoneado todo y se lo irá a contar al alcalde. Mal grajo se lo coma. No pasará un minuto antes de que salga el Plicio con su vara.

El apocopado Plicio era el nombre, entre cariñoso, despectivo y adulador con que el pueblo de Villalobos conocía a su alcalde, don Simplicio.

Y, en efecto, no fué un minuto lo que pasó, pero tampoco más de cinco, cuando el alcalde corría la plaza de un lado a otro, con su vara, su capa y su sombrero de los viajes a la capital.

(En lo alto de la torre, las campanas hace tiempo que se callaron. Los vencejos vuelan de nuevo cercanos, chillando incansables, encima de la expectación que lo llena todo en Villalobos. Es todavía muy temprano: las nueve y cinco en el reloj de la parroquia, cuando descienden por la escalera de caracol el sacristán y su hijo.)

La muchacha de la honestidad a toda prueba sintió necesidad de entrar en la farmacia de don Rosendo Olivan y Pérez, no porque precisara bicarbonato o cualquier otra droga (las mujeres como la muchacha de la honestidad a toda prueba poseen aparatos digestivos dotados de una solidez de antes de la guerra), sino porque sabía muy bien que a don Rosendo Oliván y Pérez, enemigo acérrimo del alcalde y de cualquier otro poder legítimamente constituido, le gustaba que a su mujer la boticaria le contaran las cosas del pueblo, con el fin de que su mujer se las contara a él después, cuando los dos se hallaban a solas en la trastienda de la farmacia.

Sólo por hacer este buen servicio, y no por necesidad de drogas, entró la muchacha de la honestidad a toda prueba a horas tan desusadas en la farmacia de don Rosendo Oliván y Pérez.

A la mujer de don Rosendo la llamaban en Villalobos «la Botijera», porque su padre había sido tratante de tan confortadores instrumentos en toda la comarca. Era una mujer vulgar, de carácter recio y dominante, que había logrado tener sujeto a su marido al mortero de la botica moliendo drogas y enjuagando frascos, mientras ella hacía la tertulia con la señora del juez y unas cuantas beatas más de la población.

Tenía la cara redonda y picada de algunas viruelas que en su niñez habían hecho buen agosto en el rostro de la Botijera. Sus ojos eran saltones y sus labios permanecían cerrados, con una tozudez de mal agüero, según comentaban las vecinas.

Al pobre don Rosendo le dejaba respirar por pequeñas dosis: entre el trabajo de la mañana y el de la tarde permitía que el farmacéutico se explayara con las noticias del pueblo que ella iba depositando sobre los manteles con una premeditada lentitud, con el único objeto de excitar las glándulas salivares del consorte.

Este había dejado atrás la cuarentena hacía bastantes años, con lo que debía rayar en los cincuenta y pico. Tenía perdidos en la redonda calva dos o tres pelos, quizá uno por cada año del pico, y con ellos hacía todas las mañanas verdaderos juegos malabares, de acuerdo con el talante de que se levantaba su mujer. Era un hombre bajo y regordete, satisfecho de su vida pacífica y de la custodia a que le tenía sometido la Botijera, lo que garantizaba de un modo incontrovertible su propia existencia. Vivía metido en la farmacia, de la que su paciencia había hecho una especie de institución célebre en Villalobos, aunque muchos de los antiguos contertulios de la trastienda se habían ido retrayendo ante el avance de las huestes de la boticaria, mujeres todas ellas de edad poco dada a las retozonerías de los hombres y de probidad garantizada por novenarios y trisagios en la Parroquia.

Y aquella hermosa mañana de junio, como todas las mañanas de todos los meses, don Rosendo Oliván y Pérez estaba muy atareado en el mortero, por lo que fué la Botijera quien devoró a dos carrillos las sabrosas y frescas noticias que traía la muchacha de la honestidad a toda prueba.

La sacristana se fué a rezarles a las ánimas, porque la señora Paula, después de todo, había hecho mucho bien a la Parroquia, y había guardado con singular sigilo todo lo referente a la paternidad de su hijo, que ella conocía muy bien.

Aunque la señora ya había muerto, la sacristana recordaba muy bien haber oído hablar a cierto misionero que pasara por Villalobos, hacía años, sobre ciertas oraciones que tenían efectos «retroactivos».

La sacristana no acababa de entender bien qué era eso de los efectos, pero poseía una idea muy vaga, algo así como si hoy pidieras que tú hijo fuera de buen padre y de pronto resultara que efectivamente lo era del sacristán.

La sacristana no era una mujer lerda. Se santiguó delante del altar de las ánimas y le pareció que algunas de estas le sonreían desde las llamas sobre las que navegaba una devota y pintadísima imagen de la Virgen del Carmen.

El señor cura aceptó la invitación de Pericote, porque aunque este no contaba con todas sus simpatías comprendió que todavía le faltaba casi media legua para llegar a la finca de la señora de Gormaz de la Oropesa.

Así, pues, se arremangó la sotana e hizo ademán de subirse a la bicicleta de Pericote. Un grupo de chiquillos rodeaba a los dos, contemplando la inusitada escena de las piernas del señor Cura, con sus calzones negros medio zurcidos.

Los dos perros de la casa del guarda, a la salida del pueblo, no dejaron de ladrar mientras duró el espectáculo, hasta el punto que don Jenaro se sintió excepcionalmente irascible y le sopló un buen puntapié en el hocico a uno de ellos mientras miraba a los chicuelos que se reían de los aullidos del perro y de las coces del cura.

—¡A vosotros os pegaría otro en las nalgas!

Después, levantando más la voz, gritó, encarnado como una amapola:

—¿Qué hacéis ahí, mirando como idiotas?

El perro, dolorido, aullaba aún a prudente distancia, detrás de los muchachos, calculando seguramente que era más discreto no volverse a poner al alcance de los zapatos del clérigo.

El Pericote empezó a pedalear y don Jenaro no tuvo demasiado tiempo de oír las risas y las palabrotas de los muchachos.

A los perros debieron quedarles buenas ganas de lanzarse detrás de la bicicleta, pero indudablemente se conformaron con las ganas, pues el horno aquella mañana no estaba para bollos, ni don Jenaro para ladridos.

En la plaza del Ayuntamiento, donde están también la iglesia, el edificio de Correos y el puesto de Teléfonos, ocurre todo lo que tiene que ocurrir en Villalobos.

Es una plaza espaciosa e irregular. En la parte del Ayuntamiento, unos desvencijados soportales cobijan el paseo de las mozas, desde que los heterócronos relojes de la plaza empiezan a dar las doce hasta que de nuevo se persiguen a la una.

En el centro hay una fuente con tres caños de los que hace tiempo no mana el agua. Pero no hay duda de que la fuente es un bello motivo ornamental del que Villalobos está orgulloso.

Siempre ha habido árboles en esta plaza, aunque ahora no los haya. A no ser que queramos llamar árboles, como los llaman las viejas cuando dicen a los niños «iros a jugar a los árboles», a esos tres infelices simulacros de vida que aguantan la suya bajo el peso del sol a la puerta misma del Ayuntamiento. Cuando acabaron con los hermosos árboles de la plaza, estos tres arbolillos imberbes fueron condenados a permanecer a la intemperie y al azote de los chiquillos hasta que el municipio dispusiera otra cosa.

Las casas de la plaza no son todas iguales. Las hay altas y bajas, con fachadas de adobe, de ladrillos, enjalbegadas y hasta de piedra dorada, sobre la que cae la luz castellana con toda la suntuosidad de su color. En las fachadas, unas tienen balcones, oirás pequeños miradores de cristales sucios o rotos y la mayoría ventanas con macetas. Hay macetas de geranios y algunas de albahaca: esto da a la plaza de Villalobos una alegre distinción de cromo, sobre la que salta, incansable, la aplastante claridad del estío.

En la plaza juegan los niños, pasean los mozos y toman el sol los viejos. Benito canturrea los pregones, el alcalde comenta asuntos inefables con el maestro y con el juez, el cura organiza las procesiones, las beatas chismorrean, las niñas se enamoran por primera vez, y los niños dicen sus primeras palabrotas. El sol en la plaza de Villalobos se siente más señor de todo; la luna brilla más blanca; las nubes llueven con más furia (cuando llueve, que suele ser por abril y febrero); los vencejos chillan y hacen sus nidos con mayor alegría de vivir; los perros ladran por la noche con más satisfacción; los muleros hacen su mercado; los botijeros venden su mercancía; el barrendero barre, el alguacil apremia, la boticaria entra y sale, los forasteros se admiran, los reclutas se despiden, y los gatos se hacen el amor.

Todo lo que tiene que ocurrir en Villalobos sucede en esta plaza de casas desiguales, con geranios y albahacas, con sus soportales desvencijados, sus arbolillos con ilusiones de vida y su fuente de tres caños que no manan.

Una plaza como otra cualquiera, como muchas plazas de muchos pueblos, pero que, en fin, es la plaza de Villalobos.

El cartero, que estaba barriendo en la plaza del Ayuntamiento, de la iglesia, de Teléfonos y de Correos, vio pasar al alcalde con su vara de mando y se quedó mirándole como si viera visiones. Dejó quieta la escoba por un momento y se rascó la cabeza con la mano izquierda.

No era muy frecuente ver al señor alcalde a aquellas horas con su vara, su capa y su sombrero de los viajes a la capital, caminando con tanta prisa, sofocado y reventón.

(El cartero de Villalobos hacía de barrendero público cuando terminaba su benéfica labor de repartir la correspondencia todas las mañanas. Era un hombre enjuto, mal encarado, con una torva cicatriz en la mejilla derecha que le habían hecho «cuando la guerra». A pesar de todo su aspecto impresionante, el cartero de Villalobos no pasaba de la categoría de buen hombre, como casi todos los que tienen el rostro enjuto, mal encarado y una mejilla derecha con cicatriz.)

Se estuvo pensando un buen rato qué podía haber ocurrido, y al fin concluyó que la salida intempestiva del alcalde debía tener alguna relación con el telegrama que él mismo le había entregado hacía media hora escasa.

(Al cartero de Villalobos se le había pasado por alto la carrerilla del señor cura, porque él no tenía relaciones con la iglesia desde hacía muchos años.)

Después siguió barriendo mientras movía la cabeza con escepticismo. Estos alcaldes eran el mismo diablo, si es que el diablo era «alguien». ¿Qué pondría en aquel telegrama que le había dado el mozo de Correos? ¡Con lo fácil que era despegar el papel azul, con el engrudo tierno aún, y volverlo a pegar como si no hubiera ocurrido nada!

(Al cartero de Villalobos se le pasó por alto el toque a rebato del campanario, con sus notas de duelo y todo, porque él no tenía relaciones con la iglesia desde hacía muchos años.)

Por lo tanto siguió barriendo filosóficamente la calle, porque ya no era posible saber qué decía el papel azul del telegrama.

Fué el monaguillo, el hijo de la sacristana (nadie le llamaba hijo del sacristán, por respeto a la verdad, y era esta la única verdad que se respetaba en Villalobos), quien dio la noticia a la señora Clemencia, cuando fué a llevarle los huevos por la mañana.

La señora Clemencia se llevó las manos a la cabeza, lo mismo que si en vez de huevos le trajeran una granizada.

Después se santiguó rápidamente y preguntó:

—Pero, ¿es verdad?

Era indudable que su disgusto hubiese sido mayor de no haber sido verdadera la noticia.

—Claro que sí, señora Clemencia. ¿Le iba a mentir yo? ¿Y no ha oído el toque que hicimos en la iglesia?

—Sí he oído, sí he oído. Pero, ¿quién iba a pensar?

Y se esforzó por soltar dos lagrimillas que no acabaron de salir a los párpados.

Después, dejando al monaguillo plantado, dio un salto hacia dentro llamando a gritos a su marido.

—¡Oroncio! ¡Oroncio!

Y el monaguillo ya no pudo oír más porque la puerta se cerró en sus narices.

Pero el hijo de la sacristana se rio con malicia, porque sabía que Cinda era la novia de Antonio y aquello no podía traerles más que bien. El secretario se lo dijo al tabernero cuando fue a beber su chato de cada hora, y el tabernero se lo contó a algunos de sus clientes madrugadores.

Debió de ser uno de esos clientes madrugadores el que se lo contó al mozo de Correos.

El mozo de Correos salió corriendo para la puerta de Teléfonos, que estaba como quien dice en la misma puerta de Correos, y vociferó al cartero, que barría allí mismo:

—¡Eh, tú!

El cartero suspendió el barrido y se ladeó la gorra para rascarse la cabeza con la mano izquierda y aprovechar así el descanso.

—¿Se pué saber qué os pasa, que paice que a toos os ha picao la bicha esta mañana?

—¿No sabes?

El cartero se impacientó y estuvo a punto de soltar un taco de los más gordos de su repertorio, que era inagotable. Se conformó con preguntar:

—¿El qué?

—¡Que s’ha muerto la vieja!

—¡Co…!

Ahora sí que soltó el taco.

Y todavía siguió rascándose la cabeza con la mano izquierda, mientras el de Correos entraba en la oficina de Teléfonos para dar la noticia.

La muchacha de la honestidad a toda prueba salió satisfecha de la farmacia, porque después de todo el boticario don Rosendo Oliván y Pérez sabría a la hora de comer, por el procedimiento legal que le imponía el matrimonio con la Botijera, la noticia que conmovía a Villalobos. Sin reparar en el cartero que barría la plaza a aquellas horas, corrió con su paso de cabra hacia su casa, donde aún debía aguardarla el desayuno.

La muchacha de la honestidad a toda prueba comulgaba todas las mañanas y el desayuno la esperaba siempre puntual a la misma hora.

Al alcalde le extrañó no ver en la carretera ni en todos los alrededores al señor cura.

¿Es que no le había visto él con sus propios ojos cruzar la plaza del Ayuntamiento a la carrera? Ignoraba qué obra de brujas había en la desaparición del señor cura, pero indudablemente a estos hombres de iglesia las cosas acababan por salirles siempre bien.

Sudando bajo el sol, que se desplomaba sobre los campos, se quitó la capa y se la echó al hombro, para caminar más desembarazado, porque desde la salida del pueblo le quedaba casi media legua para llegar hasta la alquería de la señora.

Al pasar junto a la caseta del guarda vio un grupo de chiquillos que aún comentaban algo mientras los perros ladraban y meneaban la cola de un lado a otro. Cuando él pasó no dio importancia al silencio que se hizo entre los muchachos, ni observó que se le quedaban mirando.

Un perro puso el rabo entre piernas al verle y se escondió tras un árbol escuálido del camino.

El señor alcalde suspiró al contemplar ante sí la carretera soleada y polvorienta. Era un largo y rectilíneo camino entre dorados trigales; pero nada de aquello suscitaba en esos instantes la sugestionabilidad del jerarca de Villalobos, empeñado en llegar cuanto antes a la alquería.

Arriba, los vencejos atiplaban el clamor de su algarabía bajo la pesadumbre del calor; pero tampoco reparaba el alcalde en ese fenómeno de los felices pajarillos libres en el surco del espacio, hundidos en la búsqueda insaciable del instinto.

El señor alcalde de Villalobos era así: un solo hecho, una idea única agotaba de tal manera su capacidad de observación que todo lo demás que ocurriera en derredor no lograba atravesar la barrera de sus sentidos. Así, ensimismado, siguió caminando por la amplia carretera de polvo y de sol, sin reparar en las señales que la casualidad le había dejado del paso por allí del señor cura.

Fué la mujer que traía cada mañana el pan y la leche la que se lo contó a la superiora del Hospital de Afuera, sor Honoria, después de haber chismeado un poco, sólo un poco, con la hermana portera.

(El Hospital de Afuera no es exactamente un hospital, puesto que en él no hay heridos ni enfermos. Unas cuantas monjas cuidan allí a una docena de niños cuya madre y cuyo padre no constan a ciencia cierta en el registro de bautismos de la Parroquia.

No son niños como el monaguillo, cuya madre conocida es la sacristana, sino niños que ni siquiera tienen a la sacristana por madre.

El Hospital de Afuera es un edificio chato y amazacotado, como casi todos los edificios de Villalobos. A la entrada tiene un pequeño jardín, el único de la comarca, y a la derecha, donde aún se conservan restos del antiguo convento derruido por la francesada, hay un huerto suficiente para las monjas. La espadaña de la iglesita no posee ya las históricas campanas, trasladadas a la Parroquia en tiempos en que la justicia divina no tenía tanta libertad para manifestarse en estas tierras; pero ahora hay una campanita clamorosa y gentil que bate el aire de la campiña todas las mañanas con su alegría desenfrenada de jovenzuela casquivana.

El Hospital de Afuera vive de la caridad de Villalobos, y es uno de sus orgullos, porque muy pocos pueblos de su importancia pueden sostener una institución como esta para sus hijos desamparados. Sin embargo, hay gentes que opinan que lo mejor sería su desaparición. Son los convencidos de que la sombra del Hospital de Afuera protege demasiados vicios y garantiza demasiadas existencias que nunca debieron comenzar la insegura carrera de la vida.

A pesar de todo, el Hospital de Afuera, con su huerto y su jardín, chaparro y blanco al sol de Castilla, sigue navegando por la meseta con el clamor casquivano de su espadaña jugando en el regazo de la brisa.)

Sor Honoria evitó hacer un gesto de escándalo a causa de que doña Paula hubiera muerto sin un sacerdote a la cabecera de su lecho. Y no fué porque no sintiera deseos de escandalizarse, pero le pareció más conforme a la gravedad religiosa que profesaba llamar a las monjas que no estuvieran ocupadas entonces con los niños, que serían tres o cuatro, y decirles más o menos este discurso, una vez que estuvieron todas reunidas en la capilla:

—Hermanas: ha muerto la señora. Los designios de Dios no podemos escrutarlos ni discutirlos, pero es posible que esté necesitada de nuestras oraciones, puesto que ha muerto sin tener un sacerdote que la atienda en su tránsito. Nosotras estamos obligadas a atender a esta necesidad de la pobre doña Paula.

Y sin más decir ella ni oír las monjas, algunas se recogieron en devota oración, otras fueron a sus menesteres y de paso a correr la noticia por todo el convento blanqueado y sencillo.

Que el tabernero lo supiera y que lo supieran también algunos de sus más adictos clientes, era decir que las tres cuartas partes de personas más dos, en Villalobos, conocían ya, antes de las diez de la mañana, el motivo de la carrerilla del señor cura y de la espectacular salida del alcalde.

La taberna en Villalobos es algo así como un cuartel general de rumores, bulos, fábulas y calumnias. Está en la calle que comunica la plaza del Ayuntamiento con la carretera general, de modo que por allí pasa cuanto entra y sale del pueblo.

Es una taberna estrecha, sucia y maloliente, gracias al vino, al tabaco y al sudor fermentado que se agita día y noche en su recinto. Pero no deja de tener su atractivo esta taberna de bancos desvencijados, mesas rajadas y vasos desportillados en toda la circunferencia de sus bordes.

El tabernero es un hombre campechano y pacífico, que porque nunca ha sabido nada, cifra todo su empeño en saber algo. No hay persona culta que entre por las puertas de Villalobos que en seguida no haya de entrar por las de su taberna. Charlatanes, pelanas, maestros de escuela y cómicos de la legua, son sus preferencias, siempre que puedan hablar a gritos de viajes, de tierras lejanas, de luchas fabulosas en otros continentes, de cuya orientación no tiene el tabernero una idea demasiado concreta.

Algo que le interesa sobre todo es la política y la guerra. Vocifera, somete su corpulencia a una agilidad pasmosa de movimientos siempre que se discute de guerra en su establecimiento.

Pero nunca ofende a nadie. Porque está convencido de que la cultura ha reñido hace tiempo con la matonería de algunos de sus clientes.

De pie al otro lado del mostrador, el tabernero de Villalobos semeja a un César ante el Rubicón, a un Alejandro frente al nudo Gordiano, y hasta a un Napoleón en Jena. Más corpulento, menos pensativo, pero igualmente grande que todos ellos.

Eran las diez en punto de la mañana cuando la bicicleta del Pericote se detuvo ante la casa de doña Paula con su preciosa carga.

A la entrada de la alquería, un prado bien abastecido de agua recibía al cansado caminante con la sonrisa tierna de su césped, entre los árboles. Detrás de estos asomaba el edificio, construido de un modo rústico, pero con amplitud. Los famosos corrales de los Gormaz de la Oropesa debían de quedar detrás de la alquería, pues a la entrada no se veía piante ni mamante en todo lo que alcanzaba la vista.

Había un silencio impresionante en aquel paisaje de mieses tras los chopos recortados en la plenitud de la mañana.

El cura bajó de la bicicleta y sin dar las gracias al Pericote, que se quedó allí plantado con dos palmos de narices y la natural curiosidad por indagar lo que ocurría dentro del edificio, se precipitó a la entrada de la casa, para toparse de manos a boca con la Sinfo, la mejor amiga de la señora y su confidente en los últimos momentos.

«¡Ya está aquí la bruja!», pensó el bueno del cura al encontrarse con aquella mujer de moño erecto como el pincho de un alacrán. Pero no dijo ni hizo nada si no fué saludar con una especie de gruñido.

—¡Ay, don Jenaro! Yo mandé a la Gumer a llamarle. Ha sido algo terrible, la pobre. Le dio un mal, ¿sabe usted?, un mal de repente y se nos fué en un decir amén.

«Pero tú bien que estabas aquí, so zorra», volvió a pensar el cura. Pero tampoco esta vez dijo lo que le andaba por las mientes.

—¿A qué hora fué eso? —indagó el párroco.

—Sobre la madrugada. Creo que de amanecida, ya.

A la Sinfo le temblaba la voz con una blandura hipócrita y vegetal.

—¿Y por qué no me mandaron a llamar antes? —se impacientó don Jenaro.

Sentía enrojecérsele la sotabarba, fulgurarle los ojos y revolvérsele las manos con deseo de acogotar a la mujerona.

—¡Quién iba a pensar, señor cura! ¡Tan buena! ¡Tan…!

Zanjó la voz del presbítero:

—Déjese ahora de lloriqueos y vamos allá. Apuesto a que ni un Paternóster le rezaron ustedes.

—¡Ay! No diga eso, don Jenaro. Parece que quiere ponernos en evidencia. Mil paternostres y avemarías le rezamos, y la oración a San Antonio para remedios imposibles, y a las ánimas para que la reciban…

—¡Qué ánimas ni qué corchos! —bramó, ya francamente, el cura mientras subían por la escalera ancha y recién barrida—. Dios y sus ángeles tienen que recibirla, no las ánimas.

La Sinfo, apabullada por la lección de teología escatológica que acababa de espetarle el cura, perdió toda su habilidad para la autodefensa y murmuró más dócil que una oveja:

—Tiene razón, señor cura. —Después, mansurrona, guio al párroco—: Por aquí. La hemos puesto aquí.

—¿Ya la han mudado de sitio? —extrañó el sacerdote.

—La Gumer y yo la trajimos aquí, señor cura. ¡Daba lástima verla en su cuarto, tan pobre y tan…!

—Más lástima dará verla en el purgatorio —rezongó don Jenaro— y pagar esta guarrada de no llamarme a tiempo.

Y sin más atender a suspiros ni razones abrió de un manotazo la puerta de la sala donde estaba la pobrecita doña Paula.

Que el mozo de Teléfonos debiera su puesto a influencias del señor juez era algo tan notorio en Villalobos que hacía tiempo no se discutía este asunto en la taberna del Tuerto.

Ninguno de los clientes del tabernero tenía demasiada simpatía al representante de la justicia civil en Villalobos. Pero toda aquella historia de las relaciones de padre y de hijo ya estaba enterrada desde varios meses atrás. Había sido una comidilla sabrosa, después de todo, en un pueblo que, como Villalobos, sostenía un Hospital de Afuera dedicado a los hijos de padres desconocidos. El caso es que al mozo de Teléfonos le ataba una servicialidad casi perruna al señor juez.

Y que el señor juez se sentía satisfecho de tener a su disposición, con una liberalidad a prueba de compromisos, las comunicaciones más rápidas con los poderes de la capital.

(Al mozo de Teléfonos nunca se le hubiera pasado por el magín que la muerte de una mujer tan rica como la pobrecita doña Paula tuviera algo que ver con los poderes de la capital. Pero sí se le pasó que debía interesar a su protector el señor juez de Villalobos. El mozo de Teléfonos no era un muchacho excesivamente listo, pero calculó que la historia que acababa de contarle el barrendero era algo que podría traer cola… y quién sabe.)

Al señor juez de Villalobos le despertó su esposa, porque estaba ahí, a la puerta, el mozo de Teléfonos para comunicarle algo grave.

El señor juez de Villalobos se incorporó, se restregó los ojos y se convenció lentamente de que la voz de su esposa ya no pertenecía al sueño en que acababa de deleitarse.

(Nunca en los sueños que deleitaban al señor juez se escuchaba la voz de su esposa.)

—¿Qué quieres? —rezongó con un humor canino.

—El de Teléfonos está ahí.

—¿No puede venir a otras horas? El Juzgado no se abre hasta las once y media. Ya lo sabe él.

El reloj de la mesilla señalaba las diez en aquel instante. Era un reloj redondo, con el níquel caído en escamas brillantes, que hacía un ruido infernal a pesar de retrasar las horas.

—Dice que es algo importante —insistió la mujer.

—¿Y por qué no te lo ha dicho a ti? —bostezó el juez, estirando sucesivamente el brazo derecho y el izquierdo, echando la cabeza atrás y entrecerrando los ojos con la nostalgia del agradable sueño interrumpido.

—Ya sabes, Fidel. Cosas del Juzgado, seguramente.

Rezongó de nuevo y metió los pies encallecidos en sus zapatillas de piel de conejo, compradas en Escalona, antes de que los movimientos del escalafón y demás trapisondas administrativas le hicieran recalar en Villalobos.

Su mujer le ayudó a echarse la bata, comprada también en Escalona; y de esta manera, esforzándose por acomodar los ojos a cada nueva luz que le sorprendía desde las ventanas, el señor juez de Villalobos bajó a ver qué noticia importante le traía el mozo de Teléfonos.

Gracias al rato de charla con el ama del cura y la mujer de la boca torcida, el desayuno de la muchacha de la honestidad a toda prueba estaba casi frío cuando ella llegó a su casa.

El que su desayuno estuviera frío podía representar un grave contratiempo para una persona que no poseyese la conformidad de ella, pero no en esta ocasión, en que precisaba salir corriendo a propalar la noticia entre sus amistades.

Casi corriendo y resollando llegó a la escuela de niñas, que está en la otra esquina del pueblo, muy lejos de la escuela de niños.

(En Villalobos se lleva a rajatabla el principio de separación de sexos en la enseñanza, lo cual no obsta para que, andando el tiempo, los sexos vuelvan a juntarse en cualquier lugar del pueblo y sus cercanías.)

La señorita Benigna tuvo que sujetarse las gafas con el índice de la mano derecha al oír la noticia, porque casi se le resbalan de la nariz. Puso unos ojillos de pasmo, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca un buen rato, y por fin no dijo nada.

(La señorita Benigna, maestra de Villalobos por oposición, era una mujercita menuda, de movimientos rápidos y nerviosos, profundamente tímida, más profundamente doncella, y llena de pecas la cara, transparente de puro incolora. Su pelo era rubio como el trigo en la primeriza madurez, y en sus ojos había una compasión innata a todas las calamidades de Villalobos.

Hablaba con un timbre agudo de voz, que a hombres como el tabernero hubiera parecido desagradable. A las niñas les pareció al principio jocoso, hasta el punto de que cada palabra suya iba coreada por una risa inextinguible del rebaño. Después, la fuerza de la costumbre, que es el mayor remedio para estas novedades, se acreditó de nuevo poniendo fin a aquella.)

La muchacha de la honestidad a toda prueba estaba altamente satisfecha de haber producido aquel efecto destructor en la inexpresiva carita de la maestra Benigna.

La señorita Benigna interrumpió los afluentes del río Ebro para decir a las niñas de la clase, mientras tenía la vara de apuntar el mapa en su izquierda, que todas debían rezar un avemaría por el alma de una persona notable que acababa de fallecer en Villalobos.

Como era probable que las niñas tuvieran sólo una idea muy vaga de quién era esa persona recién fallecida, la señorita Benigna creyó más discreto evitar su nombre, y así las niñas de la clase rezaron el avemaría sin saber que la dedicaban al alma de la pobrecita doña Paula.

Eran ya más de las diez y media cuando la sudorosa corpulencia del alcalde de Villalobos se acercaba a la alquería de los Gormaz de la Oropesa.

No le quedaban ánimos para contemplar los dorados trigales del campo de la señora, que eran el motivo inconsciente de su jadeante caminata.

El sudor le empapaba los bigotes y le caía por el cuello grasiento y colorado.

Fué la Gumer la que le abrió la puerta.

Una mujer vieja, enjuta y amarillenta, con unos ojillos muy vivos que entonces brillaban más con el temblor de las lágrimas cada vez que alguien llamaba a la alquería en busca de doña Paula.

—Alabado sea Dios —musitó la vieja, aliviada por la presencia de la primera autoridad del pueblo—. Ya creí que no llegarían ustedes.

—Lo mismo me pasaba a mí —gruñó el alcalde, con hambre de decir alguna palabrota que le resarciera del cansancio y del sudor.

—Descanse un momento, señor alcalde, que ahora el señor cura le está rezando los latines a la señora.

Dio un respingo el bueno de don Simplicio, porque aún tenía la esperanza de que el Párroco se hubiera quedado en alguna cuneta, puesto que no le había divisado en todo el camino.

—¡Los curas siempre llegan a tiempo! —bramó—. ¿Por qué no me avisaron antes?

—¡Ay, don Simplicio! ¿Quién iba a pensar que esto sería así? —gimoteó la mujer.

—¡No me llames don Simplicio! —estalló el sudoroso alcalde—. ¡Soy el señor alcalde!, ¿entiendes? Y tiempo tuvisteis toda la noche para avisarme de que se moría.

—Pero si no se murió hasta el día. ¿Cómo habíamos de saberlo?

—Buenas brujas estáis tú y la Sinfo y todas las bellacas viejas de este pueblo. Todo para el cura y para su renegada barriga; pues ya veréis si se nos lleva el trigo del municipio, qué bien vais a andar. Porque lo que es yo, de mi parte…

La Gumer estaba aterrada de que un hombre como el alcalde pudiera hablar de ese modo estando la muerta caliente aún como quien dice. Pero no chistó palabra, porque ella no entendía aquella jerigonza de trigos, municipios ni barrigas de ningún cura.

Lo que hizo, mientras el alcalde se desfogaba, fué servir un vaso de vino tinto a la autoridad de Villalobos, que aún se secaba el sudor del robusto cuello.

El secretario del Ayuntamiento era uno de los buenos amigos de don Nando, el maestro de la escuela de niños.

Por eso no le extrañó al maestro que aquella mañana, a eso de las diez y media algo pasadas, estuviera el secretario tocando en los cristales de la escuela con tanto empeño.

Don Nando tuvo que suspender la división por cinco números enteros que estaba desarrollando ante los ojos atónitos de los chiquillos; llamó a Felisín, que era uno de los mejores a pesar de su cara de idiota, y le ordenó que apuntara en un papel a cuantos en su ausencia se desmandasen.

(Don Fernando Espina Rodríguez, para los mayores de edad don Nando, y para la chiquillería «el Topo», era un hombre campanudo, solemne y envarado, todo en una misma pieza extraordinaria. Herejote y capitoste de todas las herejías de Villalobos, constituía la abominación de las beatas de la población y el blanco de todos los tiros que el párroco lanzaba desde su púlpito cada misa dominical.

Nadie sabe por qué artes o pactos diabólicos se había sacudido todas las depuraciones, calumnias, llamamientos y demás actividades de la salud pública. Es verdad que en la escuela observaba una discreción rayana en el temor. Pero era consciente de la vigilancia que pesaba sobre él por parte del elemento clerical y del beaterío de Villalobos, a cuya cabeza figuraba la Botijera.

Le gustaba exhibir su cultura profesional, y había hallado en el tabernero un catecúmeno dócil que le llenaba de orgullo con sus consultas geográficas y militares. Porque don Nando había sido también un concienzudo militar. Servicio en Melilla, intervención en Alhucemas, y dos palmaditas del general Primo de Rivera cuando él era sargento en África, eran un historial suficiente para que un hombre como don Nando opinara sobre todo lo opinable en la marcha de cualquier acontecimiento bélico del mundo.

Cuando él hablaba en la taberna se hacía un silencio opaco en el ambiente nauseabundo del olimpo del Tuerto. Y si empezaba con la consabida fórmula «cuando yo estuve en Melilla», o «cuando el General me saludó en Alhucemas…», entonces había que ver la cara del Tuerto, las bocas abiertas de los contertulios y el pavo que se le subía, enrojecido y pimpante, al mismísimo maestro de Villalobos.)

Instruido el inteligentísmo Felisín en el régimen dictatorial que debía mantener en la ausencia del maestro, don Nando abandonó con esta seguridad de retaguardia por breves instantes el campo de batalla y fué a ver qué quería el Secretario cuando tocaba con tanta vehemencia a los cristales de la escuela.

(La escuela de niños de Villalobos no tiene más que una planta, y las madres de los mocosos pueden así vigilar el comportamiento del maestro con sus retoños, pues es cosa archisabida que la mayor parte de las veces que el chiquillo sale llorando a moco tendido con unos coscorrones de más en el occipucio, puede decirse que la culpa ha sido de don Nando.)

—¿Ha dimitido el alcalde? —preguntó el maestro con cara de pascuas, que no le sentaba nada bien.

—Ha sido algo peor, don Nando —bachilleó el secretario, dándose importancia, como acostumbraba hacer siempre que no estaba presente su amo.

El maestro puso cara de curiosidad bien medida, para que no se dijera que un hombre de letras se dejaba arrastrar por los chismes de un pueblo como Villalobos.

—Ha muerto doña Paula, la de Gormaz de la Oropesa.

El maestro puso cara de asombro y hasta se permitió un silbido que se esforzaba en expresar en el tono más agudo la desbandada mental que le producía aquella sorpresa.

—¡Eso está bueno! —exclamó después.

Los gestos y manoteos del maestro eran seguidos con ansiedad por la chiquillería, a la que no lograba mantener a raya el sabihondo Felisín, con su papel y su lápiz de dictador interino.

Cuando los muchachos vieron los aspavientos de alborozo que hacía don Nando al otro lado de los cristales, supusieron en seguida que aquel júbilo no podía tener otro motivo que el que siempre causaba idéntica alegría en el maestro y en los alumnos. Y así dieron por suya la vacación y todos a una lanzaron un grito que cualquier orador político o cualquier vicetiple de zarzuela hubiera tomado por un ¡hurra! entusiasta.

Lo que después ocurrió a este lado de los cristales hizo que el secretario se quedara solo en la calle, pasmado por la repentina mutación operada en el rostro del maestro.

Don Nando entró furioso en el aula, se quedó mirando a su mesnada con ojos inyectados en homérica cólera, y después de dominar por este sistema la situación y destituir a Felisín, estiró la mano, tuvo firme el dedo contra el alumno más díscolo de la última mesa y bramó con una furia reconcentrada por la violenta interrupción que se había hecho al sabroso comadreo del secretario:

—¡Tú, alcornoque! Como no me termines esta división en tres décimas de segundo te muelo a palos.

Y el alcornoque se estremeció ante la ira pálida y biliosa del maestro, como si todos los vientos de la meseta se desataran sobre sus ramas.

Cuando el señor juez de Villalobos sudaba frío era señal de que realmente ocurría algo de importancia.

Por eso su esposa se quedó con la boca abierta y un leve temblor estremeciéndole el cuerpo cuando lo vio salir seguido del mozo de Teléfonos, de aquella traza, vestido al galope, con un desayuno bebido, dentro del cuerpo.

Tuvo deseos de llamar aparte al chico de Teléfonos e indagar qué era aquello que había hecho sudar frío al señor juez de Villalobos; pero hubo de contentarse con los deseos, porque su ilustre esposo no le dejó tiempo para indagar.

Sólo por este motivo la digna esposa del juez de Villalobos había decidido adelantar aquella mañana la consabida tertulia con la boticaria, y dejando al cuidado de la Petro los niños, la casa y la cocina, salió con paso rápido, sin mirar a un lado ni a otro, hacia la farmacia de don Rosendo Oliván y Pérez.

El capellán de las monjas había asegurado a sor Honoria que lo mejor en aquellos casos era rezar mucho y reforzar las visitas al Santísimo.

De paso observó que el desayuno dejaba bastante que desear desde hacía unos días, y la cosa debía atribuirse sin duda a la nueva hermana que atendía a la cocina, con unas teorías bastante originales sobre las mezclas.

Sor Honoria contestó al capellán que trataría de remediarlo y que esperaba que en adelante el desayuno resultaría tan devoto como la misa que el capellán rezaba todos los días para las monjas del Hospital de Afuera.

A «Bicarbonato», el barbero de Villalobos, no le daba buena espina el que a las diez y media de la mañana no hubiese aparecido a hacerse la barba el señor alcalde.

Don Onésimo era barbero de Villalobos sin competencia de ningún género desde que había enviudado por primera vez, hacía de esto ya más de veinticinco años. Pero cuenta con que su primer matrimonio había sido una locura de juventud, locura no de él, sino de sus padres, por lo que según los cálculos más exigentes no podía exceder mucho de los cincuenta años.

Lo de «Bicarbonato» se lo debía a la gentileza de la Botijera, con la que había tenido en su larga vida más de una agarrada, con escándalo y agresión. Don Onésimo, no es que tuviera el genio de mil demonios, con cuyo sambenito le adornaban sus múltiples enemigos, pero era indudable que las malas digestiones le alteraban con demasiada frecuencia el humor de perros que ya poseía por herencia.

Este era el origen de su apodo. Ahora era algo francamente popular en Villalobos, hasta el punto que las gentes parecían haber olvidado la existencia de un honroso nombre de pila como el de Onésimo.

Al marido de la Botijera, el farmacéutico don Rosendo Oliván y Pérez, no se extendía la fobia del barbero de Villalobos, pero indudablemente la boticaria había logrado usurparle un cliente, porque desde hacía muchos años no estaban al cuidado de «Bicarbonato» los sutiles adornos de la calva del farmacéutico.

Sea como fuere, que agua pasada no mueve molino, la preocupación de don Onésimo en esta mañana de junio, cálida, luminosa y apacible, subió de punto cuando comprobó que no sólo el alcalde se dejaba crecer la barba, sino que tampoco el señor juez, el párroco, ni el maestro habían aparecido por allí a sus horas habituales, que variaban con la costumbre de pernoctar, madrugar, dormir hasta mediodía, y otras costumbres agradables de Villalobos.

«Bicarbonato», perdón, don Onésimo, se paseó largamente por el local de su barbería; miró con enojo al pinche que limpiaba las sillas, le regañó, bufó un rato a la puerta del establecimiento, hojeó una revista amarillenta de hacía dos años y medio, se enteró de las corridas de toros en la capital, de la temporada pasada, y acabó sentándose en el sillón de barbero que debían haber ocupado sucesivamente el alcalde, el cura, el maestro y el juez de Villalobos.

La mujer de la boca torcida consideró una verdadera suerte encontrarse con su vecina del piso bajo en el momento de entrar en su casa.

Realmente, la vecina del piso bajo no debía saber nada de lo ocurrido, porque era imposible que ninguna vecina de ningún piso bajo de Villalobos barriera con tanta calma el portal sabiendo que acababa de morir la señora.

A la mujer de la boca torcida esto le dio verdadera lástima, y así procuró acercarse a la vecina del piso bajo, con la que apenas tenía relaciones amistosas, y sorprenderla con una agradable sonrisa mientras doblaba cuidadosamente la mantilla.

—¿No está usted enterada, Merencia?

La vecina del piso bajo quedó mirándola con la boca abierta y la escoba detenida entre las manos.

Un débil haz de polvo flechado por el sol trató de adaptarse a las curvas y a las rectas de las dos mujeres.

La mujer de la boca torcida se regodeó espiritualmente, previendo la cara de sorpresa que suscitaría en su vecina del piso bajo cada una de las palabras que pensaba encasquetarle.

Por eso las fué pronunciando con calculada lentitud mientras la otra no terminaba de cerrar la boca:

—Pues que acaba de morir doña Paula.

Pero la vecina del piso bajo no estaba para demasiadas pamplinas aquella mañana (en realidad no lo estaba ninguna mañana, pero esta debía ser algo excepcional), y seguramente se alegró también de poder proporcionar un buen chasco a la mujer de la boca torcida, porque volvió a barrer como si tal cosa, mientras comentaba con una voz forzadamente ambigua:

—¡Que se muera! ¿Y a mí qué?

Con lo que la mujer de la boca torcida se apresuró a subir la escalera, y no se dio cuenta de que mientras la subía iba doblando y desdoblando tres y cuatro veces la mantilla.

Al barrendero y cartero de Villalobos le comía la paciencia que un perro cualquiera hiciese sus necesidades en el lugar preciso en que acababa de hacer su limpieza matinal.

—¡Ya te daré yo, tío finolis, para que escojas otra vez mejor sitio!

Y sin más ultimátum descargó sobre los lomos del afanado animal un escobazo que debió inhibir de golpe toda operación fisiológica en el organismo canino.

—Iia, iia, iia… —sollozó el apaleado, alejándose con el rabo entre piernas.

Y el barrendero y cartero de Villalobos continuó su labor higiénica, mientras el perro, reconfortado por las distancias, le ladraba desde el otro ángulo de la plaza.

—¡Ladra, ladra! Que no serás tú el único que ladre hoy.

Y evidentemente el can no pudo entender a qué se refería el empleado de la limpieza municipal; pero se cansó de aullar, y hociqueando el terroso pavimento de la plaza desguazó los lomos en la primera esquina que encontró fuera de peligro.

La señorita Benigna dijo a la muchacha de la honestidad a toda prueba que esperara a que ella terminase de explicar los afluentes del Ebro y que entonces charlarían, porque la noticia se merecía un buen diálogo.

Esta fué la causa de que las niñas de la escuela de Villalobos estuvieran más tiempo del acostumbrado jugando aquella mañana en la plazuela que hay delante del establecimiento docente.

Es una plazuela irregular, próxima al triángulo, aunque casi todos los vértices estén estropeados por pequeñas casuchas de familias pobres. No tiene árboles ni fuente como la plaza del Ayuntamiento, pero en cambio el polvo y el sol hacen allí estragos, y los perros de Villalobos se congregan en ese lugar porque allí son más abundantes los montones de basura.

Cuando Lucinda oyó a su madre, doña Clemencia, el relato del monaguillo, serían ya las diez y cuarto.

A esa hora precisamente comprendió Lucinda que sus cuitas habían llegado a término, puesto que con doña Paula desaparecía la mayor dificultad para que Antonio se decidiera a cumplir su palabra de matrimonio después de aquello.

(Aquello era lo que siempre ocurre. Lo que ha sucedido muchas veces en Villalobos: lo que da solera al hospital que regenta sor Honoria, y que no es tal hospital, sino un asilo de niños como el hijo de la sacristana, pero sin sacristana.)

Lucinda corrió a casa de Antonio, pero él ya había marchado a la finca de la señora para su trabajo diario.

Lucinda se sintió satisfecha con poder contar a la señora Rafaela todo lo que sabía.

La señora Rafaela se enjugó una lágrima.

—Porque era muy buena, ¿sabe usté? Y quiso bien a mi Antonio.

Lucinda bajó la cabeza, pues ella no podía tener para doña Paula los mismos sentimientos que guardaba la madre de su novio. Realmente doña Paula se había portado bien con Antonio, pero, ¿por qué motivo le amenazaba con dejarle en la calle si se casaba con ella?

(Lucinda reconocía que había sido un error dejarse llevar aquella tarde por Antonio al granero. Que nunca debían haber ido allí. Pero si después había nacido el niño, ¿por qué tratar de separarlos? Al fin, no era ella sola la culpable. Doña Paula estaba loca, ni podría saber nunca lo que era pasear hasta el granero con Antonio.)

Lucinda dejó a la señora Rafaela.

—Ven cuando quieras, Cinda. Y no te preocupes, que todo se arreglará.

¡Si todo el mundo fuese como la madre de Antonio! ¡Si él mismo fuera como su madre! Pero también Antonio era un egoísta, y ni el hijo que estaba en el Hospital de Afuera le apartaría de la finca de la señora.

Ahora que doña Paula había muerto, era imposible que Antonio siguiera fingiendo. Le propondría una vez más acabar para siempre o casarse. Eso es: casarse, como era lo mandado.

Cuando volvió a su casa se le ocurrió pensar que tal vez la amenaza de la señora no fuese más que una añagaza del novio para evitar compromisos.

—Los hombres son unos egoístas —le había dicho su mejor amiga, cuando lo del chico.

De todas maneras, ahora podría verse, pensó Lucinda.

Sus ojos no estaban tristes ni apesadumbrados. Hacía tiempo que se habían acostumbrado a aquella luz de la vida. Eran unos ojos grandes, dulces y claros, como el cielo sobre los trigales, como el fondo de las aguas. Y en esos ojos podía haber por igual el chispazo tormentoso de una pasión y la caricia de un gran cariño.

El Tuerto había interrumpido su debate cotidiano sobre la política colonial francesa para dedicar unas palabras al acontecimiento de la alquería.

Después, sin observar que la mayoría de sus clientes le dejaban con la palabra en la boca, cogió con olímpica facilidad el hilo y enhebró:

—¿Y qué les parece lo de Madagascar?

Al Tuerto le brillaba vanidosamente el ojo sano cuando podía confundir a sus adictos con un nombre de la categoría del que acababa de pronunciar. Eso no quita que todo el mundo supiera en Villalobos cuál era la fuente escondida de la erudición geográfica del tabernero. Pero resultaba más divertido tragarse la píldora y después chismorrear a sus espaldas.

Pronunció el nombre de la isla silabeando bien, tal como lo había aprendido la tarde anterior del maestro de la escuela, cuando don Nando le informaba detalladamente sobre la situación oceánica de aquel pedazo de tierra.

El alcalde subió a la sala a esperar que el cura acabara sus latines sobre el cadáver de doña Paula. Después le tocaría a él. Había que preparar muchas cosas: ante todo, los albaceas. Después, los funerales; después… ¿después, qué más?

El alcalde de Villalobos temió volver a sudar como en la carretera y se arrepintió, sin confesárselo, de no haber traído consigo al secretario, que, con ser un pedazo de asno, podría valerle lo suyo en esta coyuntura.

Lo de «coyuntura» lo pronunció mentalmente, con una satisfacción que enfrió el sudor renovado de su cuello.

Mientras la Gumer daba vueltas de un lado a otro haciendo que hacía algo, el alcalde se quedó mirando detrás de los visillos el campo iluminado por el sol, vuelto de cara a los trigales de doña Paula.

¿Cómo lo hubiera llamado el secretario? ¡Ah, sí! Patrimonio del municipio. Eso era: todo aquello pasaría a ser patrimonio del municipio. Y el municipio, ¿no era él acaso, el alcalde? No había duda que el secretario a veces era listo y se merecía una recompensa. Casi estaba a punto de jurar que le daría una buena cantidad de grano en el próximo estío.

A este punto de sus meditaciones se rascó la cabeza para añadir el deleite de aquel cosquilleo al que le producían ideas tan consoladoras después del fatal desenlace de la vida de doña Paula. Pero ambos placeres duraron muy poco, porque en aquel instante se abría la puerta de la sala para dar paso al señor cura.

Cuando el sacristán entró en la iglesia para empezar el arreglo del altar de Santa Olegaria, cuya novena comenzaba aquella tarde, todavía estaba la sacristana de rodillas ante el altar de las ánimas, convencida de que más de tres de aquellas benditas le sonreían desde el mar de llamas sobre el que flotaba la imagen de Nuestra Señora del Carmen.

La parroquia de Villalobos tiene muchos de estos altares con imágenes atroces de santos y vírgenes pintados y vestidos con mantos de colores chillones y bordados llenos de oro, placas nacaradas y flecos. Son imágenes que sonríen a los fieles desde sus peanas, que miran al cielo, sosteniendo palmas, ruedas de martirios y coronas de laurel, con los ojos en blanco debajo de las aureolas. Una sostiene con las manos una bandeja en la que hay dos ojos de cristal, con sus pestañas; otra, en un pequeño cesto, lleva una cabeza con pelo natural, y una tercera se rasga la túnica para mostrar un pecho cortado por el verdugo que, de rodillas ante ella, parece regocijarse en la feroz anatomía.

La iglesia de Villalobos está llena de estas imágenes, de miradas estáticas y risas heladas en la escayola. En un lado y otro las velas de los fieles consumen su holocausto blanco y chisporroteante. Es este quejido de los cirios lo que da su patetismo a las horas desiertas de la parroquia, cuando nadie en Villalobos se acuerda de sus santos vestidos con mantos bordados, con flecos y con nácares.

Al barrendero y cartero de Villalobos no le extrañó ver pasar al señor juez con cara de haber sudado frío y seguido del mozo de Teléfonos.

Lo que le extrañaba era que en vez de dirigirse al Ayuntamiento, los dos hubieran entrado en la oficina del segundo, y allí se quedaran, al parecer, con ánimo de pasarse la mañana hablando.

¿Qué podía contar de interesante el mozo de Teléfonos en un día como este al señor juez de Villalobos?

El cartero y barrendero de la plaza del Ayuntamiento sintió deseos inaguantables de cambiar impresiones con alguien y decidió dejar la escoba y dirigirse a la taberna del Tuerto, donde a aquella hora debían estar ya las mejores impresiones.

—Anda, vete a ver qué pasa por el Ayuntamiento —gruñó Bicarbonato, perdón, el señor Onésimo, al pinche de la barbería, después de su vigésimo paseo por el establecimiento—. Pero puedes prepararte si tardas un minuto.

—Descuide, patrón.

El pinche salió más contento que unas Pascuas, porque pocas veces se encuentra uno una bicoca así, de poder salir de la barbería de Bicarbonato a media mañana sin necesidad de que el señor Onésimo ponga el grito en el cielo.

El barbero de Villalobos siguió paseando en su honrado establecimiento, preguntándose cada vez más intrigado qué podía haber sucedido en la población para que ninguno de sus clientes de primera hora apareciera por allí.

Era una anomalía imperdonable el que el señor Onésimo tuviera que enterarse de las cosas por mediación de un simple pinche de barbería. Casi era una falta de formalidad.

Y estaba de Dios que había de ser así, porque en los largos cuatro minutos que tardó el pinche en volver, ni una sola persona se asomó a la puerta del señor Onésimo.

El muchacho entró como una exhalación, colorado y sudoroso por el enorme esfuerzo.

—¡Señor Onésimo! —gritó al entrar, como si Bicarbonato no estuviera en sus propias narices, con mil demonios dentro del pellejo.

—¿Qué pasa ahora? —gruñó el patrón.

—Se ha muerto doña Paula. ¡Es cierto, patrón, como hay…!

—No jures, animal. ¿Dónde has oído esa tontería?

—Por ahí lo andan diciendo. Todo el mundo lo sabe.

Ahora sí que se llevaban los demonios a Bicarbonato. Que todo el mundo lo supiera menos el barbero de Villalobos; que una noticia así no hubiera pasado por el tamiz legal de la charla entre la brocha y la navaja, era más que un insulto: era un reto a su dignidad profesional.

Rojo como una amapola gritó enfurecido y avergonzado:

—¡Calla, bruto! ¡No sigas hablando! ¿Cómo ha de saber todo el mundo una cosa tan secreta y tan importante?

Al pinche le pareció que debía apear a su amo de aquel error, y prosiguió a pesar de la tempestad que se amontonaba en la frente, en las cejas y en los ojos del barbero:

—Pues se lo he oído a la señora Paca, a la Isabel y a la Eufrasia, que estaban delante de la casa cural; y en la taberna hablaban todos de lo mismo. Y el cura y el alcalde…

Don Onésimo vio la trampa por algún lado, porque le interrumpió casi a punto de soltar una carcajada sospechando una broma de alguien:

—¿Cómo has estado en tantos sitios con tan poco tiempo?

El pinche no supo qué decir, pero juraba y perjuraba que era verdad lo de doña Paula, y que si él había estado en tantos sitios con tan poco tiempo no sabía explicar exactamente cómo había podido ser.

Pero en el color del muchacho, que subía y bajaba a una velocidad increíble, adivinó el patrón otra superchería, y sacando el reloj de su bolsillo comprobó que lo que él había calculado en cuatro minutos eran por lo menos veinte, y que el reloj de la barbería había sufrido un retraso alarmante desde que el chico saliera de allí en busca de noticias. Clavó los ojos fulminantes en el muchacho, y gritó:

—¿Quién ha tocado ese reloj?

Ahora sí que se sintió cogido el pinche y no hallaba por dónde salir del atolladero. Sus cálculos acababan de salirle rematadamente mal. Había confiado en el nerviosismo de su amo, que en su continuo ir y venir de la puerta al fondo de la barberil y desde aquí a la puerta no pudo sorprender la maniobra del muchacho con las agujas del reloj, antes de salir, ni había de reparar después en cuál era exactamente la hora en que vivía. Todo esto había sido un cálculo feliz, una trampa ingeniosa para permitirse un buen paseo por las calles y algún vistazo a la taberna. Pero he aquí que su misma precipitación le hacía caer en la propia trampa.

—No sé… yo no. No, señor… Debía estar así.

—¿Así, eh? ¡Botarate, ladrón! Te estás por ahí dando vueltas y retrasas los relojes para engañarme. ¡Cuatro minutos, ¿eh? Ya te daré a ti cuatrocientos golpes que te dejen más vapuleado que el mulo del arriero! ¡Ven aquí, canalla, estafador! ¡Me robas el tiempo y los cuartos y te vas por ahí de jarana, como si no hubiera nada que hacer!

—Usted me mandó, patrón —gimió el muchacho, oliéndose ya los golpes en las nalgas.

—¡No me repliques!… —vociferó el barbero—. Si no fuera porque… ¡Ya te enseñaré yo a retrasar relojes para irte por ahí de jolgorio! ¿Con que doña Paula, eh? Te sacaré la piel a tiras si no es verdad.

—Se lo juro, patrón; en todas partes lo andan diciendo.

—¡Cállate, he dicho! Arregla ese reloj y ponlo a la hora. Se apartó para dejar paso al muchacho, que avanzaba cabizbajo, pero con el ojo avizor a la primera rebanada que le pudieran meter.

Harto le costó a don Onésimo contener el coscorrón que se le iba de las manos cuando pasó el mequetrefe. Este se acercó al reloj que había sobre una mesita al fondo de la barbería y empezó a moler las agujas. Pero de pronto sintió un calambre que le subía desde la región lumbar por toda la columna vertebral, hasta estallarle en un aullido. Se llevó la mano donde había recibido el formidable puntapié y se quedó mirando al patrón, asombrado de que este soltara una carcajada.

El hijo de la sacristana convenció al del médico y al del carpintero de que mejor que ir a la escuela aquella mañana era correr al campo para contar a los que estaban allí desde la madrugada lo de la muerte de la vieja.

Los tres espabilaron procurando no pasar ni por la plaza del Ayuntamiento ni por delante de las aulas de don Nando.

Después se encontraron entre los trigales, donde había un silencio tal que era imposible que hubiese llegado allí la noticia.

De paso cogieron unas ciruelas y completaron el desayuno, que con la carrera había sufrido un metabolismo más rápido del normal.

No tenían tiempo de hablar y se desabrochaban las camisas, porque en el campo, a la descubierta, el calor era ya grande en pleno junio. Antonio pensó que de haber sabido antes la muerte de la vieja se hubiera ahorrado el viaje, pues de seguro que aquella mañana no trabajaría ni Judas en la alquería.

Pensó también en que con el cambio de dueño podía quedarse en la calle, sin trabajo, y desde ese día su madre dejaría de llamarle «mi Antonio».

Y también pensó en Lucinda, que tenía un crío en el Hospital de Afuera.

Siempre que pensaba en Cinda una sonrisa muy agradable le afluía inconscientemente a los labios. Era tan guapa, con su pelo trigueño, sus ojos claros y sus mejillas morenas por el sol…

La veía como la tarde en que se habían encontrado en el granero, cerca del molino, cuando había ocurrido todo lo que después dio que hablar en Villalobos. Desde entonces la Cinda había cambiado; le asediaba con eso del casorio, le perseguía a todas partes con lo del crío. ¿Qué culpa tenía el si no podía casarse porque el ama no soltaba los cuartos?

¿Y quién había dicho que él no pensaba casarse? Es verdad que el cuento de que doña Paula no permitía que se uniera con la Cinda era una historia que él se había inventado para hacer callar a la mujer. Pero ahora, si se quedaba sin trabajo, la cosa iría de verdad y nunca se podría casar con Lucinda.

Sintió una gran lástima, porque quería a aquella muchacha que le había hecho tan feliz la tarde del granero. Pero no lograba explicarse por qué la muerte de una vieja como doña Paula había de intervenir en la marcha de su propio destino.

Bajó la cabeza, se puso de nuevo la gorra y salió de la alquería de los Gormaz de la Oropesa, después de visitar el cadáver de doña Paula.

La señorita Benigna y la muchacha de la honestidad a toda prueba no se daban cuenta del alboroto que estaban armando las niñas en la plazuela, y que tenía consternado a todo el vecindario próximo a las aulas de la maestra.

Alguien que martilleaba el piano en la lección de solfeo se levantó irritado para cerrar la ventana del segundo piso de la casa de enfrente.

Pero la muchacha de la honestidad a toda prueba y la señorita Benigna tampoco se dieron cuenta de esa pequeñez, porque tenía mucho interés lo ocurrido en la alquería de doña Paula.

El farmacéutico don Rosendo Oliván y Pérez estaba escuchando con atención, con mucha atención, con demasiada; atención, a su esposa el relato de la muerte de doña Paula.

Había sido algo misterioso. Se habían visto sombras aquella noche en torno a la alquería, y hasta debía andar por medio un extraño coche desconocido en la comarca. Sin duda se trataba de un crimen a sangre fría perpetrado por alguien que tenía ciertos propósitos sobre la herencia de la vieja. Después, la carrera del señor cura y del alcalde daban mucho que pensar.

Era indudable que allí había gato encerrado.

Fué cuando el farmacéutico formuló este pensamiento trascendental y de irreprochable factura detectivesca, cuando entró en la trastienda la dignísima señora del juez de Villalobos. Ninguno de los tres calculaba, ni podía hacerlo, hasta qué extremos llegaría la facilidad inventiva de la Botijera, la sagacidad policíaca de don Rosendo y la estupidez innata de la dignísima señora del juez de Villalobos.

El mozo de Teléfonos procuraba alargar la oreja hacia el auricular que sostenía el señor juez en su mano, para captar directamente algo de lo que se decía al otro lado del hilo.

La oficina de Teléfonos estaba atrozmente despintada y sucia. En el suelo, de grandes maderas mal ensambladas, había dos enormes lamparones de grasa ancestral, algunas mondas de naranjas y varios papeles de cartas rotas.

—Sí, señor gobernador.

El juez de Villalobos hablaba con el gobernador de la Provincia. El mozo de Teléfonos estiró el cuello todo lo que le permitió la elemental discreción que poseía, pero la voz del otro lado sonaba rápida y hueca: no había modo de coger una sílaba.

—Exacto, señor gobernador.

La telaraña que unía el techo de la oficina con la bombilla había crecido desmesuradamente en las últimas semanas. Ahora parecía el cable de un funicular aéreo. Ojalá el señor juez no levantara la vista al techo mientras sostenía aquella irritante conversación con el gobernador de la Provincia.

—Se lo comunicaré, señor gobernador.

El mozo de Teléfonos reparó en que la hoja del calendario marcaba todavía el 17 de abril. En realidad, el oficio de telefonista en un pueblo como Villalobos no dejaba demasiado tiempo para ciertos detalles.

—Sí, eso es. Así me ha parecido a mí también. Se hará como indica vuecencia.

Los cristales que quedaban enteros en la ventana del fondo no dejaban casi pasar la luz, gracias a la gentileza del polvo que defendía así el color de las paredes de la acción destructora del sol.

—No me lo explico, señor gobernador. Yo creí que…, vamos, que era oportuno. Eso es, señor gobernador.

Con horror contempló el mozo de Teléfonos que sobre la mesa principal de la oficina había una serie de objetos suficientes para desprestigiar al más sólido empresario: dos cáscaras de plátano, tres o cuatro colillas, las fotos de dos o tres mujeres en paños menores, y una novela policíaca, con una portada en que la mano enguantada de un asesino estrangulaba a una mujer de cabello rubio, ojos desorbitados y labios entreabiertos en la última angustia.

El mozo de Teléfonos tembló por todo esto y deseó que el juez se entretuviera contemplando como la araña descendía en funicular del techo a la bombilla.

—Se lo comunicaré inmediatamente. Esta tarde, ¿verdad? Eso es, señor gobernador. Descuide, señor gobernador.

El mozo de Teléfonos hizo una nueva tentativa para escuchar lo que decían desde la capital. Pero resultó tan estéril como las demás.

—Está bien, señor gobernador. Adiós, señor gobernador. Adiós. No hay de qué, señor gobernador; era un deber. Adiós, señor gobernador.

Y el juez de Villalobos, con gran solemnidad, colgó de nuevo el aparato, sin detenerse a contemplar los ejercicios acrobáticos de la araña en su funicular, ni los lamparones del suelo, ni las muchachas en paños menores que le sonreían desde la mesa.

El maestro don Nando abrumó a aquel alcornoque de la última mesa a fuerza de divisiones decimales.

Después se empeñó en que todos hicieran divisiones.

Media hora después seguían aún haciendo divisiones.

Al maestro de Villalobos le parecía un medio infalible para mantener la paz en el sembrado de alcornoques. ¡Si pillara él al de la sacristana, al del médico y al del carpintero! Buen coscorrón les largaría por la tarde por haberse soplado la escuela.

(El maestro don Nando pensaba con ardiente nostalgia en que a aquella misma hora, mientras él convertía la clase en un infierno de divisiones decimales, sus compañeros de la taberna estarían haciendo mil cábalas sobre el significado de aquella extraordinaria mañana en que la muerte había viajado a Villalobos.)

—Cero, coma, cero, cero cincuenta y dos.

Su voz se fué haciendo un gruñido poderoso y temible, conforme aumentaban los ceros detrás de las comas.

Los alcornoques agitaban sus plumas sobre los papeles y transmitían a la inocencia de los cuadernos la indescifrable sabiduría de aquellas cifras.

—Cuatrocientos veintiocho, coma, cero dos mil quinientos setenta y seis. Dividido por…

Una mosca veraniega zumbó encima de la voz del maestro. Algunos alcornoques se estremecieron de júbilo. Hubo un murmullo de aplauso a la mosca oportuna.

—¡Silencio!

Puede decirse que don Nando estaba al límite de la paciencia. Sin el recurso comodísimo y abrumador de las divisiones decimales es posible que ya la hubiese emprendido a tortazos con el mundo infantil que le miraba socarronamente desde los bancos. La idea le tentó más de una vez.

Pero ahí estaban esos condenados cristales, detrás de los que se sentía fiscalizado por los ojos invisibles de las honorables matronas de Villalobos.

Cuando el cartero y barrendero de Villalobos entró en la taberna, el Tuerto seguía hablando del colonialismo francés y de la isla de Madagascar.

Pidió un vaso, y guiñó un ojo al tabernero, alegrándose de que, al parecer, nadie supiera allí la gran noticia que él traía.

El cartero y barrendero de Villalobos pensó que si el Tuerto hablaba de política y de Madagascar —al cartero de Villalobos le sonaba este nombre a música celestial— era porque todos ignoraban precisamente lo más terrible, lo más grande que había ocurrido en Villalobos aquella madrugada.

Por eso, el cartero y barrendero de Villalobos se esforzó en poner una cara ingenua al preguntar:

—¿A que no sabéis la noticia bomba?

—¿Desembarcaron las tropas? —preguntó el tabernero, con su medio ojo desencajado.

—¡Bah! ¿De qué tropas hablas? Aquí la noticia es que ha muerto doña Paula.

Estalló una carcajada general en el menguado auditorio. El tabernero no podía contener la risa después de un buen rato. Por fin comentó con burla:

—¿Eso es noticia bomba? Eres un bruto, eso eres tú. Yo creí que por fin habían desembarcado las tropas.

Y sin hacer caso al aniquilado cartero siguió su oración fúnebre al colonialismo francés el honrado tabernero de Villalobos.

Tenían que encontrarse el cura y el alcalde en aquella estancia. Era algo fatal y tenía que ocurrir, aunque los dos hubiesen hecho esfuerzos increíbles para evitarlo. El caso es que no los hicieron.

El cura dudó antes de entrar en la sala. Después cerró la puerta tras de sí y avanzó hacia el alcalde como si tal cosa. Por fin se detuvo delante de él y le miró socarronamente a la cara.

—De poco no llega, don Simplicio.

El otro dejó escapar un gruñido que presagiaba la tormenta.

—Ya nadie puede hacer por la señora sino rezar —continuó don Jenaro con el mismo tono victorioso de antes.

Pero el alcalde se conformó de nuevo con gruñir.

El cura de Villalobos se quedó mirándole un breve espacio de tiempo, como si guardara alguna sorpresa nueva, mayor aún que la conocida, y pareció regocijarse en lo mismo que ya conocía.

—¿No pasa a verla? —preguntó con una sonrisa socarrona.

—Pasaré cuando me parezca a mí —rezongó el alcalde, picado en su honor de primera autoridad local.

—Es usted un ingrato, don Simplicio. —Usted me está buscando las vueltas.

El cura acumuló una buena carga de ingenuidad, para continuar:

—¿Las vueltas? ¡Si las tiene usted todas!

La voz melosa que había sacado de sus registros más ocultos el cura de Villalobos acabó de poner como un energúmeno al alcalde.

—Mire usted, don Jenaro, señor cura o como le parezca: el que usted, por obra de no sé quién, se me haya adelantado, no quita una verdad que es la que a mí me convence. Yo soy el alcalde aquí y ni usted ni todo el clero catedralicio se me pone en las narices. ¿Comprende?

—Vaya, vaya —comentó don Jenaro con la misma socarronería, reservando sus fuegos artificiales para momento más oportuno.

Y se sentó cerca de la ventana, desde la que se veían los trigales de doña Paula.

Fué esto lo que dio al alcalde la lucidísima idea de por dónde debía atacar.

—Ahí los tiene usted, señor cura. No tantos latines, no tanto amén. Que todo el pueblo sabe a qué ha corrido usted tanto esta mañana.

Don Jenaro resopló violentamente para contener el primer impulso, porque el alcalde había acertado con su idea diabólica de mentar los trigales. De buena gana hubiera deseado tener a mano un candelero de los grandes de la parroquia para romperle la cabeza de un modo que estuviera más conforme a la sagrada liturgia; pero se conformó con levantarse de un salto y ponerse delante de su rival.

—Usted no repetirá eso ahora, ¿verdad?

La estatura del señor párroco de Villalobos rebasaba casi en un palmo a la regordeta figura del alcalde. Lo cual no pareció inmutar demasiado a este, ni le debió molestar mucho el que tuviera que levantar la cabeza para contestarle:

—Claro que se lo repito.

Al cura le debió saber a jengibre la entereza del alcalde, y bramó, ya fuera de sí (que era exactamente lo que más regocijaba al otro):

—¡So zopenco!

La palabrota cayó a plomo sobre el representante de la municipalidad y se estrelló contra su cabeza con un ruido ensordecedor.

—No me insulte o tendré que proceder…

—¡Qué proceder ni qué castañas! —insistió el clérigo.

—¡Le digo que soy el alcalde! —gritaba como un energúmeno don Simplicio, ya colorado como la grana.

—Y le aseguro que usted no me vuelve a repetir lo de las mieses.

El cura se acercaba peligrosamente a la primera autoridad cívica de Villalobos y le hablaba ya con los labios en las narices, que se le iban hinchando cada vez más al alcalde.

—Deje que yo hable claro al pueblo y que lo sepan todo —prosiguió el digno don Simplicio con voz muy bronca—, y verá dónde van sus farfulladas.

—Usted no hablará claro a nadie. Usted nunca hablará claro.

—¡Señor cura! Le prohíbo que siga dirigiéndose a mí de esa forma. Le prohíbo que…

—Usted no prohíbe nada. Usted se está ahí sentado, don Simplicio, y como Dios manda, o le descalabro de un mangazo aquí mismo.

Y diciendo esto le echó las manos a los hombros con toda su fuerza, de tal manera que el bueno del alcalde cayó más bien que se sentó sobre la silla.

Y nadie sabe lo que hubiera seguido en aquella estancia sí entonces no irrumpiera la Sinfo, lo suficientemente alarmada para no percibir el estado de guerra que se había proclamado entre ambas potestades.

El sacristán obligó a su mujer a dejar el altar de las ánimas y a que le ayudara para trasladar la imagen de Santa Olegaria al altar que le correspondería durante toda la novena en su honor.

Pero aun cuando llevaban la imagen de un lado a otro, la sacristana no podía dudar de que algunas de las ánimas le habían sonreído mientras rezaba por el alma de doña Paula.

La imagen de Santa Olegaria no era demasiado grande ni muy pesada, por lo que la sacristana pudo mantener su atención fija en aquel milagro de las figuras sonrientes, sin necesidad de que su marido preguntara a qué se debía la mística somnolencia que palpitaba en los ojos de la mujer. Es posible que este fenómeno pasara inadvertido para el sacristán, porque en ella era frecuente aquel gesto de visionaria en trance, y más de una vez se había dormido componiendo las flores del altar de la parroquia.

Pero esta vez la sacristana sabía que no era sueño. Sentía deseos de explicárselo todo a su marido. Pero la certidumbre de que él acabaría por reírse de sus espantajos acabó por retraerla al propósito de quedarse con su secreto mientras sujetaba por los pies a la santa Patrona de Villalobos.

—¡Pronto! Llama al alcalde. Si no, deja; ya iré yo —gritó, más sudoroso que nunca, el honorable juez de Villalobos en cuanto hubo colgado el teléfono.

—El señor alcalde ha salido esta mañana —murmuró acobardado el mozo de la oficina.

—¡No es posible! —levantó el cuello, fijando una mirada exterminadora en el mozo.

—Sí, señor juez. Yo mismo le vi pasar y aún no ha vuelto.

El honorable juez de Villalobos se acarició la barbilla un instante; tosió con circunspección, con el ánimo de serenarse, y por fin aceptó:

—Bien, entonces iré a ver al secretario.

Y cruzó la plaza hacia el Ayuntamiento, mientras el mozo comunicaba al de Correos que el señor juez acababa de hablar con el gobernador civil de la Provincia, y que sin duda ocurría algo grave, porque el señor juez había salido como alma que lleva el diablo hacia el Ayuntamiento para ver al secretario.

El secretario estaba por casualidad repantigado en el sillón del alcalde.

(Un sillón con remiendos de badana, ante una mesa grande de pino oscuro, delante de un cuadro que representaba a cierto personaje político, de los que ya habían perdido eficacia en la provincia y no podían comprometer a nadie.)

El secretario del Ayuntamiento se puso en pie de un salto al ver entrar al señor juez.

(El personaje político sin importancia sonrió desde su marco empolvado.)

—Es necesario encontrar al señor alcalde. El secretario se quedó atónito al ver y escuchar al juez.

—El señor alcalde está en un asunto de importancia.

Ni por un instante se le pasó al señor juez pollas mientes de qué asunto podía tratarse, y por eso siguió con voz premiosa:

—Es necesario que lo sepa cuanto antes.

Al secretario le dieron ganas de reírse por la grotesca gravedad con que había hablado el honorable señor juez.

—¿El qué? —preguntó con sorna, opinando que el señor juez se desayunaba ahora con lo de la muerte de la vieja.

—Que el señor gobernador de la Provincia estará al llegar.

(El político sin importancia siguió sonriendo imperturbable en su marco polvoriento y carcomido.)

Ahora sí que palideció el secretario y tuvo ganas de esconderse o de dar un buen puntapié al señor juez en las descarnadas y honorables nalgas.

—¿El gobernador ha dicho?

—He dicho el señor gobernador —y el juez de Villalobos subrayó con una dignidad ofendida el título señorial de la primera autoridad de la Provincia.

El secretario no quiso oír más. Sin contestar ni decir adonde iba, salió corriendo de la estancia y al poco tiempo el juez le hubiera podido contemplar, si se hubiera asomado a la ventana del despacho del alcalde, atravesar, al mismo paso de liebre, la plazuela del Ayuntamiento, de la iglesia, de Correos y Teléfonos.

(A sus espaldas, el político sin importancia no dejaba de sonreír. Tampoco el honorable exjuez de Escalona y actual de Villalobos pudo ver la sonrisa del político sin importancia. Pero es posible que de haberla visto, don Fidel hubiera sorprendido en los ojos del viejo zorro un chispazo de inteligencia benévola.)

El barbero comprendió que la impaciencia le costaría un corte de digestión, que era el flaco por donde le atacaban a él todas las penas; y como es mejor prevenir que curar, decidió concluir con la causa de su mal humor y salió de la barbería, dejando al pinche a su cuidado.

Caminó al principio sin rumbo fijo, pero era lógico que en seguida se orientara a la taberna del Tuerto, donde sin duda las noticias referentes a lo de la vieja tendrían desde primera hora de la mañana su cuartel general.

Por el camino apenas vio a nadie de importancia, y no acababa de comprender cómo el pinche, en sólo veinte minutos, había hablado con tanta gente sobre el suceso que conmovía a Villalobos.

El cartero, que salía escaldado de la taberna del Tuerto, después de dar la noticia bomba, no consideró muy importante tropezarse con el barbero Bicarbonato.

Le dio los buenos días y siguió sin decir palabra, cabizbajo y mohíno, por la rechifla con que los clientes del Tuerto habían recibido su información sobre la muerte de doña Paula.

Cuando caminaba con intención de hacerse cargo una vez más de la escoba, topó de manos a boca con el mozo de Teléfonos, que iba aún ensimismado por la última novedad de la que él había sido testigo.

—El señor juez ha hablado con el gobernador. Debe de haber ocurrido algo serio.

El cartero movió escépticamente los hombros, y debió pensar que sin duda los franceses debían haber desembarcado en Madagascar, puesto que el juez había hablado tan urgentemente con el gobernador de la Provincia.

La muchacha de la honestidad a toda prueba había decidido admitir que las alumnas de la señorita Benigna voceaban ya más de lo oportuno y que sería mejor que volvieran a los afluentes del Ebro. Aparte de que todo lo referente a la muerte de doña Paula estaba ya dicho.

¿Estaba ya dicho?

Al llegar a la plaza de la iglesia, la muchacha de la honestidad a toda prueba se quedó absolutamente perpleja.

¿Por qué corría ahora el mozo de Teléfonos, detenía al cartero, que acababa de salir de la taberna del Tuerto, y volvía a correr hacia el mismo antro asqueroso?

Todo eso intrigó más de lo ordinario a la muchacha de la honestidad a toda prueba. Pensó que lo más completo sería seguir al mozo de Teléfonos, que sin duda llevaba algo sensacional que comunicar. Pero, ¿quién entraba en aquel lugar inmundo donde se reunían todos los incrédulos, todos los licenciosos y todos los holgazanes de Villalobos?

Sería mejor conformarse con noticias de segunda mano.

Y como quien no quiere la cosa se hizo la interesada por el estado del cartero, que parecía llevar un gesto muy cansado y desabrido.

Al cartero le llamó mucho la atención esa solicitud por parte de la muchacha de la honestidad a toda prueba. Pero ya que aquel día ocurrían cosas tan extraordinarias, era de esperar que esta no fuese la última.

—No me pasa nada —contestó con desgana.

Las cosas no podían quedar así. La muchacha de la honestidad a toda prueba hizo de tripas corazón y se lanzó a preguntar:

—Y al mozo de Teléfonos, ¿qué le ocurría?

Indudablemente, la solicitud de esta gente de iglesia es universal (debió pensar el cartero). Y otra vez contestó con la misma desgana:

—Nada. No corría por nada.

Se quedó un rato pensando, con las cejas agitadas siniestramente sobre los ojos hundidos, se rascó la cabeza moviendo hacia adelante la gorra, y por fin añadió, pensando que aquello llenaría de estupor a la mujer:

—Dice que el señor juez ha llamado por teléfono al gobernador de la Provincia, por no sé qué desembarco de los franceses en Madagascar.

Y siguió tambaleándose, como si en realidad hubiera bebido algo en la taberna del Tuerto.

Antonio había, visto primero al señor cura en la «bici» del Pericote.

Después se había cruzado con el señor alcalde, que llevaba la vara y la capa al hombro, a pesar del calor enorme que hacía ya a aquellas horas.

Ahora se encontró con el secretario del Ayuntamiento, que parecía ir a dejar los hígados en la cuneta, según corría.

Él sabía bien adonde iban todos. Pero, ¿qué podía interesarle eso a él? Los nuevos dueños de la alquería, fueran quienes fuesen, le dejarían a él en la calle, y ahora sí que no podría casarse con la Cinda aunque quisiera, y el crío seguiría con las monjas en el Hospital de Afuera hasta que él pudiese trabajar.

Contempló las mieses, el cielo azul; cruzó la acequia por dos veces y le vinieron ganas de mojarse, porque el sol picaba ya recio. Vio a lo lejos a tres chiquillos que corrían hacia las eras y de vez en cuando se paraban a coger fruta de los árboles. Con gusto les hubiera pegado un buen coscorrón, pero Antonio se acordó de que también él hasta hacía poco tiempo había cogido fruta de los árboles y que tal vez tuviera necesidad de volverla a coger.

Siguió caminando por la carretera polvorienta, sin acordarse de los chiquillos ni de los tres personajes con quienes se había cruzado desde su salida de la alquería.

Al llegar a los primeros árboles que hay bastante antes de la garita del guarda, y lejos aún de Villalobos, sintió un fuerte deseo de sentarse, descansar y recordar algunas cosas que yacían olvidadas. El pueblo, vibrante de luz y de blancura, estaba frente a él achatado y difícil. Sólo la torre parroquial se levantaba a lo alto encima de la meseta. A la derecha, casi a sus espaldas, la pequeña espadaña del Hospital de Afuera era otro clamor blanco en la monotonía del cielo y de la tierra. Antonio se sentó y contempló estas cosas mordisqueando una espiga ya casi dorada por el verano.

Recordó la tarde aquella del molino, cuando la Cinda y él se refugiaron en el granero a causa de la tormenta. Era algo ya muy lejano, pero se le presentaba delante de sus ojos como si hubiese ocurrido la tarde anterior.

La Cinda suspiraba un poco amedrentada cuando él la abrazó.

—Por Dios, Antonio. Así no. Mira que lo sabrá todo el pueblo y no está bien.

Entre sus brazos nervudos temblaba toda ella como una espiga más curvada por el cierzo.

—Nos casaremos, Cinda; te lo prometo.

Ella le había mirado con unos ojos húmedos, inexpresivos.

—Eso lo decís todos cuando tenéis un capricho.

—Yo te lo digo de veras, Cinda. No puedes dudar de que te he amado siempre.

—Si no es eso, Antonio. Si no es que dude de ti. Pero es que esto no está bien. Ya lo sabes…

Y había tratado de deshacerse de sus brazos, pero él logró retenerla aún lo suficiente para que todo diera un giro repentino.

Recuerda que se habían abrazado como enloquecidos y que habían estado así, sobre el heno, todo el tiempo que la tormenta clamó en el exterior, sobre la llanura inmensa. Ella no había resistido mucho más cuando él la había estrechado de nuevo. Ahora le maravillaba lo fácil que había sido todo y lo que Cinda había hecho por él.

También le maravilló la mujer el día que le dijo con su cara radiante y los ojos llenos de lágrimas:

—Antonio, tendremos un hijo.

Así, sencillamente, había sido todo.

Pero después vino todo el daño. La vieja doña Paula había gritado hasta enronquecer. Decía y repetía que ella estimaba al Antonio como si fuera su hijo y que no consentiría que una lagartona cualquiera lo atrapara porque a la tal se le hubiera ocurrido tener un hijo Dios sabía dónde.

Por más que suplicaron y gimieron los padres de Cinda, y por más que ella gimió y suplicó, aquello no tuvo arreglo, y Antonio acabó por convencerse de que tal vez la vieja tenía razón y que un hombre como él no debía dejarse atrapar sin más ni más.

Ahora no se explica qué cosas intervinieron en lo que hizo. Ganas de hacer rabiar a la Cinda, que se había puesto muy pesada desde lo del hijo. Ganas de sentirse aún libre: sentirse y serlo, que es lo más grande que se podía sentir. Y después que las palabras de doña Paula acabaron por atemorizarle y le convencieron de que la vieja iba de veras y que le dejaría en la calle si se unía a la Cinda. Él sabía que esto no era verdad, y que doña Paula no tenía corazón para ello. Pero le servía a su orgullo masculino y acabó por usarlo como un arma con la que se defendía de los asaltos molestos de la Cinda.

Y he aquí que ahora doña Paula había muerto. Él estaría bien pronto en la calle. Su madre dejaría de consentírselo todo. Los padres de la Cinda no querían oír hablar de él. Y la Cinda misma parecía tan enamorada como al principio y tan decidida a no dejar sin padre al crío del Hospital de Afuera.

Y el caso es que Antonio seguía amando a la Cinda tanto o más que la tarde del granero y la tormenta. La amaba por sus cuatro costados, y hasta pensaba que era difícil vivir sin ella. Pero le costaba decidirse a aceptar lo que ella pedía a boca llena: que se casaran. Aquello era cosa de pensarse. Primero había que vivir y luego se casarían.

Pero ahora todo había cambiado de golpe con la muerte de la vieja. Se casaran o no, estaban en la calle, puesto que la alquería iba a cambiar de amo.

En ese momento de sus cavilaciones, Antonio sintió un deseo inmenso de encontrar a Cinda y abrazarla otra vez. La mujer había sido más valiente y fuerte que él. No se negaría más a lo que ella pedía. Lo esencial era no perderla a ella aunque lo perdieran todo. ¿No era fuerte y joven? Pues trabajaría en cualquier lugar en lo que se presentara. Irían a un pueblo donde nadie supiera lo del crío, donde todo el mundo los recibiera como a un matrimonio según lo mandado, y donde las malas lenguas y los peores ojos no anduvieran siempre detrás de ellos.

Se levantó y miró de nuevo a la lejanía. Los chiquillos habían desaparecido y no había nadie en la carretera.

Entonces volvió a caminar sobre el polvo, sin sentir demasiado el calor, porque iba a dar un alegrón a la Cinda.

Bastante que hacer tenía la Isabel en la casa del cura para que aún vinieran las vecinas a la puerta.

Y todo era por esa mujer de la boca torcida, que no dejaba de hablar.

Había que ver: a todos los tenía soliviantados: que si herencias, que si trigales, que si el alcalde lo quería todo para sí; que para cuando dejaban a la iglesia. Que también los santos tenían derecho a su parte, y que la señora había sido siempre una buena cristiana, si no en eso de proteger a perdidas como Lucinda…

—La hija de ese calzonazos del Oroncio, que todo lo permitió.

—Deja en paz a la gente, mujer —recomendó la Isabel, fregoteando de un lado a otro.

—Si él se las tiene tiesas a la hija, por estas que no se lía con el Antonio. Y ahora, mira: ¡en la calle! Porque el nuevo dueño que venga a la alquería no querrá perdidos como él; no son todos tan buenazos y consentidores como doña Paula, que era lo único que tenía: ser demasiado buena, sí, señor.

La Isabel acababa por impacientarse.

—Pero la señora bien impidió que se casaran.

—Con su cuenta y razón lo haría. Y también algo que tiraría el Antonio, que para el hombre no es siempre cómodo casarse…

—¡Jesús, qué cosas dices!

Y metía en el agua hirviendo la sartén de los huevos del señor cura.

La mujer de la boca torcida concluía su arenga con un garabato de lloriqueo delante de sus vecinas, conmovidas por la elocuencia de aquella persona que se pasaba la vida en la iglesia y hasta se confesaba tres veces cada semana.

El farmacéutico don Rosendo Oliván y Pérez y la Botijera, su mujer, atendían a las explicaciones de la señora del juez, cuando entró muy conmovida la muchacha de la honestidad a toda prueba. Al ver a la señora del juez de Villalobos, se dirigió a ella antes que a ningún otro.

—¡Ah! Está usted aquí.

—¿Qué ocurre? —se sobresaltó la boticaria. La muchacha de la honestidad a toda prueba siguió dirigiéndose a la honorable señora del juez:

—Su esposo ha estado hablando con el señor gobernador.

—¡Arrea! —se le escapó a don Rosendo, sin que le contuviera la mirada fulminante de la Botijera.

—Han hablado no sé qué de unos franceses —continuó la recién llegada—. Unos franceses que han venido de no sé dónde.

—¡Ay, Dios mío, don Rosendo! —gimió la distinguida señora del juez de Villalobos—. ¿Lo ve usted?

—Sin duda ellos han sido. La cosa está bien clara —comentó con voz igualmente temblorosa la boticaria, hambrienta de noticias.

—Yo siempre he dicho que el turismo nos llevaría a la perdición —doctoraba el farmacéutico, con lúgubre solemnidad—. Nunca ha habido tantos crímenes en España como desde que hay tanto turismo.

—¿El turismo es un crimen? —preguntó la muchacha de la honestidad a toda prueba, abriendo mucho los ojos. (Ella había deseado más de una vez ser como esos turistas que aparecían de vez en cuando por Villalobos camino de la capital, y ahora empezaba a reconocer que había omitido deseos pecaminosos en sus confesiones. Esto acabó de aterrorizarla.)

—Entonces, es que los han detenido —aseguró la señora del juez, más aliviada.

—¡Pobre doña Paula! —suspiró la boticaria, santiguándose.

—¡Son unos bárbaros! ¡Nos perderán a todos! —discurseaba don Rosendo Oliván y Pérez.

—Debían ahorcarlos. —La voz de la señora del juez se iba haciendo más terminante conforme pasaba el susto.

Y todos asintieron al enorme veredicto.

Los chiquillos seguían corriendo y comiendo ciruelas por el campo. De vez en cuando se encontraban a cualquier labriego de los de madrugada y le descerrajaban la noticia sin más preámbulos. Así, entre las mieses y los frutales, la muerte de doña Paula se convirtió en una especie de brisa fuerte que azotaba las espigas con un temblor de exclamaciones, de gritos, de plegarias y de lamentos.

El cura y el alcalde se hubieran avergonzado sinceramente de la postura nada pacífica en que los sorprendiera la Sinfo, si después de esta, sin darle tiempo para anunciarle, no hubiese irrumpido en el pequeño salón de la alquería el mismísimo secretario del Ayuntamiento.

Don Simplicio no pudo disimular un suspiro de alivio al sentirse de pronto respaldado por un hombre de confianza. Empezaba a notarse demasiado solo en la polémica con el cura. Pero el suspiro del señor alcalde se cortó en seco cuando el secretario rompió a hablar con una voz pálida y temblorosa aún por la fatiga de su larga carrera hasta allí:

—¡Señor alcalde! ¡Viene el gobernador!

—¿Qué dices, pedazo de bestia?

Don Simplicio estaba tan aturdido que se olvidó del cura y de la Sinfo, que estaban presentes a la escena.

—Lo que oye, señor alcalde: que viene a Villalobos el señor gobernador civil.

El alcalde dio un salto y casi hizo tambalear al cura, que miraba igualmente asombrado al secretario.

—Tú nos tomas el pelo, bellaco —bramó el primer dignatario de Villalobos.

Parecía dispuesto a desplomar sobre el infeliz subalterno toda la cólera que había excitado momentos antes el párroco.

—Nada de eso, señor alcalde —tembló el secretario—. El mismo gobernador se lo acaba de anunciar al señor juez.

—¿Al juez? ¡Embustero! ¿Por qué no me lo ha anunciado a mí, que soy el alcalde?

—Por… porque usted no estaba en el pueblo.

Ante la evidencia del argumento, el alcalde cambió su color a un rojo más impresionante.

—Podíais haberme llamado, animales. ¿Y ahora qué hago yo? ¿Qué hago yo, señor cura? Tantas cosas por arreglar y al cretino del gobernador se le ocurre visitarnos hoy precisamente.

El cura acudió con su consejo al atribulado jerarca de Villalobos. En realidad, don Jenaro comenzaba a pensar que sus diferencias con aquel pobre hombre que sudaba y enrojecía por minutos eran algo tan quimérico como era irremediable lo que doña Paula hubiese dispuesto en su testamento a favor o en contra de la parroquia.

—Debe usted darse prisa, señor alcalde; no hay tiempo que perder.

Pero don Simplicio no pensaba exactamente lo mismo que el cura sobre lo de los testamentos, y se olió una treta del poder eclesiástico.

—¿Sí, eh? —farfulló furioso—. ¡Y mientras tanto usted se queda aquí haciendo de su capa un sayo!

—Tengo el sayo y la capa, don Simplicio —contestó el cura, de mejor grado que lo que reflejaba su cara—. Y mientras tanto, a usted le va a llegar el gobernador.

—¡Déjese usted de eso, que no le importa! Yo me sé lo que tengo que hacer.

Y volviéndose al secretario, vociferó, como si tuviera a todo Villalobos delante:

—Vuélvase corriendo al pueblo: que publiquen el bando de las visitas. Que todo el mundo arregle sus casas y barra las calles. Que pongan colgaduras y colchas los cochinos que no las tienen. Que recojan los perros, y que no quede una basura por todo esto. ¡Ah! Y una multa al que contraviniere las órdenes. Todo a cuenta del alcalde. ¡Y pronto!

El secretario salió más rápido de lo que había llegado, con el esquema del bando en el caletre, procurando no olvidar ni lo de las colchas, ni lo de los perros, ni lo de la multa.

En la capilla del Hospital de Afuera, el capellán decía a las monjas que como verdaderas esposas de Jesucristo debían amar a estos niños que el mismo Señor había puesto en sus manos. Esa era su misión en este mundo, y amando a los niños amaban al mismo Señor.

Sor Micaela hizo un esfuerzo visible para no dormitar en el banco de la capilla. Se esforzó igualmente en pensar si ella amaba de veras al Señor en aquellos niños que se empeñaban en demostrar con tozudez que el acusativo servía igualmente para los complementos directos y circunstanciales.

El capellán dijo además que el tiempo de la prueba duraría siempre, y que nadie podía saber los designios del Señor sobre aquella pequeña comunidad. Añadió que siempre sería oportuno pensar en aquellas otras monjas que habían muerto allí mismo durante la francesada. Y que todas debían estar preparadas a dar igualmente la sangre por el Señor y por los niños que se les había encomendado.

Sor Micaela pensó que sería más fácil morir colgada del badajo de la campana que hacer comprender a los niños de su clase ciertos detalles de la gramática. Pero se esforzó en apartar esas distracciones y atender a las cosas que decía el capellán, que siempre había sido tan devoto cuando hablaba con las monjas.

El capellán pidió, por fin, a las monjas que rezaran por el alma de aquella bendita doña Paula. Era posible que la difunta no precisara de las oraciones de las monjas, pero también era cierto que las monjas estaban muy obligadas a rezar por la difunta y hasta era posible que lo estuvieran más en adelante.

Sor Micaela pensó que nunca entendería las últimas palabras del capellán, pues si la pobrecita doña Paula había muerto ya, ¿cómo podrían estarle más obligadas en adelante? De pronto se dio cuenta de que posiblemente el capellán había tenido alguna revelación sobre la santidad de doña Paula y los milagros que haría en favor de las monjas del Hospital de Afuera. Y esto la consoló mucho hasta el fin de la plática del capellán.

Cuando la plática hubo terminado, las monjas salieron en fila de la capilla y volvieron en silencio a sus ocupaciones, porque antes de morir bajo el badajo de la campana, el Señor les pedía que trabajaran en silencio todos los días y que rezaran alegremente por las noches.

—Tenemos que esperar unos días, Cinda. No sé si seguiré trabajando en la alquería.

—El niño…

—Mujer, el niño bien está con las monjas ahora. No es que piense que vaya a estar allí siempre, pero ahora está mejor allí que con nosotros.

Y la besó en la frente para demostrarle que desde la muerte de doña Paula nada podría impedir ya su amor.

A la mujer de la boca torcida le había irritado sobre todo que la vecina del piso bajo no mostrara asombro alguno ante su gran noticia, y siguiera barriendo, impávida, sin atender a la reconciliación que ella le ofrecía gracias al acontecimiento de la muerte de doña Paula.

Sólo por esto, y no por otra causa de las mil que cabían en sus complicadas entretelas, vociferaba aún a pesar de las réplicas y ruegos del ama del señor cura, y seguía explicando que debían ser barridos del pueblo hombres como el Antonio, y mujeres como la Cinda, que para lo único que valían era para dar quebraderos de cabeza a las gentes de bien, que luego tenían que mantener con sus limosnas a las monjas y a los niños del Hospital de Afuera.

No es que a la mujer de la boca torcida le importaran mucho los niños, pues ella bien sabía lo que daba al año para el Hospital, y lo seguiría dando aunque no hubiera más niños en aquella necesidad. Pero es que la vecina de abajo le había dado un desplante que a poco le cuesta un buen rasgón a su mantilla.

La mujer de la boca torcida daba cada año diez pesetas para el Hospital de Afuera, porque juzgaba que no convenía empachar demasiado a los niños que no tenían siquiera a la sacristana por madre.

Y también hacía algunas ropitas para el ropero de la Parroquia, exactamente igual que la señora del juez, la boticaria, la muchacha de la honestidad a toda prueba y otras damas respetables de Villalobos, todas las cuales se reunían en un cuarto que había detrás del altar de San Valentín, donde tenían una tertulia muy amena mientras acababan de coser las chaquetas de punto y de zurcir calcetines de hijos de padres conocidos para los niños del Hospital de Afuera.

Era admirable cómo estas honradas mujeres aseguraban así un lugar entre las jerarquías angélicas.

Cuando el secretario del Ayuntamiento llegó a Villalobos, lo único que hizo fué no ir al Ayuntamiento. Lo que hizo fué entrar en la taberna del Tuerto y preguntar por Benito.

(Benito es en Villalobos el hombre que echa los bandos del alcalde, porque tiene la voz más sonora del pueblo. Es un empleado del Ayuntamiento, y aunque el señor cura ha querido muchas veces que anuncie también las procesiones, nunca lo ha consentido el señor alcalde.

—Porque mientras yo sea alcalde, el Benito no anunciará las funciones de la Parroquia.

Y a esta sencilla fórmula han quedado reducidas las relaciones de la Iglesia y el Estado en Villalobos.)

Aunque el Benito no estaba en la taberna del Tuerto, el secretario aprovechó la ocasión para echar su ronda y beberse unos cuantos vasos de tinto, que buena falta le hacían después de haber sudado el agua por los caminos.

A esa hora, que pasaba ya de las once y media, la mayor parte de los clientes del Tuerto habían emigrado a las zonas de sol de la plaza del Ayuntamiento, porque esa era la costumbre desde tiempos inmemoriales, y en Villalobos esas costumbres se guardaban como oro en paño. Por eso el Tuerto aprovechó la ocasión para indagar del secretario, que por su cargo en el poder civil debía ser un hombre muy culto, en qué lugar de Madagascar habían desembarcado los soldados franceses.

El secretario le contestó que él sólo traía órdenes del alcalde para hacer público un bando, y que él mismo, el tabernero, ya podía empezar por quitar las telarañas a su establecimiento y limpiar un poco los cristales de la entrada, porque si no era cierto que los ejércitos de la vecina República llegaran hasta Villalobos, sí lo era que ya estaba a punto de llegar el mismísimo gobernador civil de la Provincia; y que esto no traería mucho bien para Villalobos después de todo lo que estaba ocurriendo.

Todo esto lo dijo con voz avinagrada y rápidamente, de tal manera que dejó al bueno del Tuerto con la boca abierta, un vaso en la mano, y unas ideas bastante confusas sobre el viaje del gobernador y el impresionante desembarco de las fuerzas coloniales. El hecho de ser el primero en ver salir al Benito con toda la traza de corear un bando, compensó en cierta manera a Bicarbonato de las calamidades de aquella mañana.

Casi se frotó las manos de gusto, estuvo a punto de olvidar las chapucerías del pinche, y no volvió a meditar sobre la ausencia de sus mejores clientes en cuanto contempló la novedad del tambor lanzado a un redoble desesperado en medio de la plaza soleada y tranquila.

Al maestro de la escuela, don Nando, le pareció muy oportuno el sonoro redoble del Benito, porque estaba a punto de agotársele el repertorio de divisiones con números decimales con el que acababa de acogotar a los alcornoques de la clase.

Y como con las divisiones se le agotaba también la paciencia y le crecía el deseo natural de saber, que todo buen maestro de escuela debe tener excepcionalmente desarrollado, decidió que los alcornoques de la clase eran también ciudadanos de Villalobos, y que por lo tanto a ellos les incumbía de igual modo enterarse de lo que disponía el alcalde por medio de la voz del Benito.

Así, pues, con la prueba de la última división con divisor de tres o más cifras, concluyó la clase de don Nando por aquella mañana (él ignoraba que realmente concluía la clase por todo aquel día), y soplándose los dedos y sacudiéndose las solapas del traje lleno de tiza, salió como un dios olímpico detrás de la baraúnda infernal de los muchachos.

—¡Los han debido coger! ¡Los han debido coger! —gritó casi entusiasmado el farmacéutico don Rosendo Oliván y Pérez cuando llegó hasta la trastienda de su botica el bizarro redoble de Benito.

—Y es posible que hasta estén sentenciados y todo —comentó la honorable señora del juez.

—Ahora publicarán la sentencia —aseguraba la boticaria, con un inefable gesto de satisfacción—. Suelen hacerlo siempre —corroboró en seguida, como si en Villalobos gozaran cada día de las delicias de un consejo sumarísimo de guerra.

Y todos a una, seguidos de la muchacha de la honestidad a toda prueba, salieron a la puerta de la farmacia, por si hasta allí les llegaba la voz poderosa del pregonero de Villalobos.

La mujer de la boca torcida dejó de hablar cuando sonó el redoble y se puso en movimiento, con todas las ilustres comadres que hacían el corro, en el instante mismo en que apareció por la otra esquina de la plaza la señorita Benigna con todas las niñas de la escuela, en perfecta formación de tres en tres.

—¿Qué pasa ahora?

—De seguro que se publica el testamento —comentó la mujer gorda de enfrente.

(En Villalobos hay también, como en casi todos los pueblos de cierta importancia, una mujer gorda de enfrente que es poseedora de las ideas más originales, de los mofletes más rellenos y del moño más tieso de la población.

Esta mujer gorda de enfrente es la que tiende la ropa los martes por la mañana y la recoge los miércoles por la tarde; la que tiene un balcón muy estratégico que da a la plaza; y en el balcón, unos geranios que compró en la capital. Y detrás de los geranios una niña de quince a diecisiete años que todas las tardes, excepto los domingos, toca el piano de tres y media a cinco menos cuarto.

La mujer gorda de enfrente sonríe con una especie de ingenuidad experimentada; a todo dice que sí, menos a lo que no la acomoda. Y cuando dice que no, es de una tenacidad sólo comparable a la de su retoño, que aprende solfeo todas las tardes excepto los domingos.)

A todos les pareció que lo del testamento era lógico y natural.

—¡Ah, claro: debe ser eso! —comentó alguna, quitándole importancia al descubrimiento de la mujer gorda de enfrente.

Y todas atravesaron la plaza engrosando la brillante formación de las niñas de la señorita Benigna.

Sor Micaela había empezado la clase de gramática con un espíritu lleno de euforia en el Señor.

Casi era imposible que unos niños sin padre ni madre conocidos pudieran acertar alguna vez el caso propio del complemento directo, pero ella seguía haciendo verdaderos esfuerzos para amarlos en Cristo.

Lo primero que hizo fué rezar con el máximo recogimiento el avemaría. Siempre le producía un vehemente júbilo ver delante de sí aquellos bracitos cruzados a la altura del pecho, aquellas cabecitas levantadas a lo alto con un ademán poco menos que garboso, y aquellos ojos de todos los colores, fijos en la imagen de Nuestra Señora que regía los destinos de la clase y de la sintaxis.

A sor Micaela le gustaba que los niños rezasen con este aire marcial y uniforme. No en vano su padre había sido coronel de infantería y había recibido heridas muy gloriosas cuando lo de Anual. Pero a todo esto ella había renunciado por esos chiquillos, a quienes tenía que meter con paciencia y sonrisas toda la declinación del nombre y aun la conjugación perifrástica.

Sor Micaela paseó su mirada apacible sobre todas las cabezas de los niños, mientras ellos se sentaban en los bancos.

Recordó la impresión detestable que le habían hecho estas pequeñas clases blanqueadas y desnudas, con sus mapamundis polvorientos, descoloridos, que todavía ostentaban, con un rojo fuerte, los dominios imperiales de Francisco-José. Cuando llegó al Hospital de Afuera, hacía ya algunos años, sintió desfallecérsele la vocación y estuvo a punto de volverse con su padre, el coronel de infantería. Pero ella había amado siempre al Señor y había sido enérgica y castrense en la práctica de ese amor: no era motivo suficiente para abandonarlo el que las clases del Hospital de Afuera ostentasen en sus paredes desnudas y encaladas unos mapas polvorientos con el Imperio austro-húngaro pintado de rojo.

Después de rezar, como los niños escribían muy despacio y se le iba el tiempo de la clase, la misma sor Micaela cogió la tiza y escribió una inspirada frase en la pizarra:

«Todos los niños buenos ofrecen flores a la Virgen.»

Y como una verdadera esposa de Cristo, sor Micaela empezó el análisis. Al cartero de Villalobos le interrumpió su consabido sueño de media mañana el redoble del pregón.

El sueño sobre la silla, en equilibrio de dos patas, no había hecho más que acentuarle el mal humor que le dejara su fracaso noticiero en la taberna del Tuerto. Pero como era hombre, y vecino de Villalobos además, sintió una tenaz curiosidad por saber qué decía la voz redonda y sonora del Benito, y sólo por este motivo se decidió a abandonar la oficina de Correos y salir al sol de la plaza, donde la luz le encandiló los ojos desde el encalado de las paredes.

Ya se había formado un buen grupo, con los viejos que tomaban el sol junto a la Parroquia, las niñas de la señorita Benigna y varias mujeres que hablaban sin parar, al mismo tiempo que el pregonero.

No reparó en que de la farmacia salían, con gestos de entusiasmo y de venganza, don Rosendo Oliván y Pérez, la ilustre señora del juez, la boticaria y la muchacha de la honestidad a toda prueba. Tampoco reparó en las gesticulaciones con que se fueron acercando al grupo que rodeaba al pregonero, ni en el sorprendente efecto que iban causando sus palabras entre las mujeres.

Efectivamente, todas callaban quedando con la boca muy abierta en cuanto oían las cosas terribles que debían decir el farmacéutico y sus compañeras de tertulia.

El cartero de Villalobos no reparó en nada de esto, sencillamente porque él nunca reparaba en nada, y menos en lo que tocara a aquellas gentes de iglesia, y mucho menos ahora que sus ojos encandilados por la luz de las paredes encaladas acababan de abrirse de su acostumbrada siesta de media mañana.

Más de la media mañana era cuando el honorable juez de Villalobos salió de su profunda meditación para dirigirse al Juzgado.

Él había obrado indudablemente con la rectitud de un ciudadano y de un empleado del Estado.

Aunque la había esperado, no dejaba de sorprenderle la actitud del gobernador de la Provincia, que sin duda traería cola para el vecindario de Villalobos y para sus dignas autoridades.

Eso de ponerse en camino un señor gobernador no era algo que ocurría cada mañana y cada tarde, y precisamente ahora, al comienzo del verano, cuando el trigo amarillo empezaba a comprometer las cosas y cuando el diablo de la codicia parecía andar suelto por esos campos de Dios (lo de campos de Dios era un decir, bien se lo sabía el señor juez), era levantar la caza demasiado temprano el hacer venir al gobernador civil en un viaje de esa categoría.

Pero el caso no era para menos: así le parecía al juez de Villalobos.

La cuestión de un testamento, como sin duda debía ser el de doña Paula, en la que tantos intereses había por medio, al borde de una verdadera anarquía, no iba a resolverse de un modo superficial, dejándola en manos de hombres como don Simplicio, el secretario del Ayuntamiento o el mismísimo señor párroco. Que los erarios del municipio y los diezmos de la iglesia tuvieran el ojo derecho puesto en aquellos cuantiosos bienes, era algo que al honorable juez de Villalobos y exjuez de Escalona no podía escapársele así como así. Muerto el burro, la cebada al rabo. Y muerta doña Paula, las mieses a las eras, a los bienes mostrencos o a los graneros de don Simplicio y don Jenaro. Reducido a esquema, eso era todo en la mente de don Fidel.

En fin de cuentas, había obrado bien. Procedía por el bien público de la nación, sin reparar en pequeños límites horizontales, ni en términos de municipio. Como un ciudadano honesto y como un honrado funcionario.

Todas estas cosas las iba pensando el juez de Villalobos, como conclusión de sus prolijas meditaciones, cuando caminaba hacia el Juzgado y oyó el rumor de las gentes en torno al pregonero.

Cuando Antonio acarreaba él agua (cosa que hacía todas las mañanas y esta lo había adelantado gracias a su imprevista vuelta de la alquería) se encontró con Lucinda, que venía de comprar las cosas para la comida.

La miró largamente, dispuesto a no detenerse con ella, porque los padres de la muchacha la tenían en entredicho. Pero fué la Cinda la que se le acercó sin miedo a escandalizar a las vecinas.

—Oye, Tonio. No sé lo que va a pasar.

Su voz era pálida, detrás del presagio.

—¿Ya estás con miedo tú también?

La miró de arriba abajo, sorprendido de que no le hablara de matrimonio ni de hijos.

—¡Es que andan diciendo por ahí unas cosas! Que a la vieja la han matado y que han sido unos forasteros que los tienen cogidos o están al caer.

Y que el gobernador viene esta tarde. Esto es verdad porque lo han cantado a pregón.

—¿Y qué nos importa a ti y a mí todo eso?

—Sí importa, Tonio, sí importa —gimoteó la otra, sin poder eludir ya el tema consabido—. ¿Qué va a ser del niño y de mí si te pasa algo?

—¡Mujer! ¿Qué ha de pasar? Todos son chismes.

—Sí, chismes. Todo el mundo lo anda diciendo ya por ahí. Y por eso no ha vuelto el alcalde, que esta mañana lo vieron pasar y aún no está en el pueblo.

—Al alcalde lo he visto yo camino de la alquería. Y bien sudao que iba el pobre. Bien sudao, con su vara y su capa. El cura es el que supo hacerlo mejor, que se cogió la bici del Pericote y llegó el primero. ¿Ves, Cinda, como todo son chismes?

Cinda se santiguó rápidamente como tenía por costumbre cada vez que oía algún trueno, sin duda porque todo aquello empezaba ya a olerle a tormenta.

—Mira, Cinda: lo que tú y yo debemos hacer hoy es encontrarnos otra vez donde antes.

Cinda le miró asustada.

—¿Dónde antes?

—Sí, mujer: en el molino.

Cinda palideció y bajó la cabeza como si reflexionara en algo muy grave.

Se acordaba que en el molino ocurrió aquello que había hecho sufrir tanto a su madre y que había desatado la lengua de las mujeres del pueblo y sobre todo la de esa beata de la boca torcida.

—¿Quieres volver a las andadas, Tonio?

—A las andadas, no; que pa eso ya tenemos uno en el Hospital de Afuera; pero sí a que volvamos a querernos.

A la Lucinda se le iluminaron los ojos y hasta se le encendieron las mejillas. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que Antonio hablaba de aquella manera; la brusquedad de los meses pasados la había hecho llorar repetidas veces.

—¿Para bien, Tonio? —preguntó con temor.

Tenía unas mejillas carnosas y bellas la Cinda, a pesar de todos los pesares, y unos ojos en los que ya no había inocencia, aunque todavía quedaba mucha ilusión.

—Para bien, mujer —contestó él con una sonrisa ruda y casi cariñosa.

Y se separó de la muchacha, porque ya llevaban hablando mucho tiempo y ahora quería empezar en serio y «para bien».

Gracias a que el secretario acababa de decirle que habría bando, al tabernero de Villalobos no se le ocurrió pensar que el sordo tamboreo del Benito podía proceder de alguna avanzadilla del ejército francés, que, indudablemente, para llegar a Madagascar tendría que pasar por Villalobos, puesto que por Villalobos pasaban todos los que iban a la capital o venían de ella.

Así, pues, con el gesto que hacen las personas cuando sólo ellas conocen una cosa que va a causar sensación en los demás, es decir, con una sonrisa bonachona e indulgente para los míseros mortales que aún lo ignoraban todo, el tabernero se conformó con asomarse a la puerta de su establecimiento y enterarse de cuanto había dicho el pregón, teniendo buen cuidado de afirmar que él lo sabía ya todo de antes, y que a él había sido a quien primero se le había notificado la nueva que ahora voceaba el Benito.

Sólo el maestro don Nando se abstuvo de poner cara de embobado ante las sorprendentes revelaciones del Tuerto. Porque sólo el maestro de Villalobos tenía una referencia casi cierta de dónde caía Madagascar y de dónde sacaba sus luces el ilustre tabernero.

Al señor cura le costó bastante convencerse de que debía aceptar la proposición del alcalde y volverse con él a Villalobos, y de que a buen seguro todas las cosas resultarían a pedir de boca.

La impresión que había hecho en el alcalde la venida del señor gobernador, tal como la había anunciado el secretario, había tenido la virtud de poner al primer magistrado de Villalobos como una seda.

Desde entonces el señor párroco depuso su actitud que irremediablemente le conduciría a la intransigencia; se olvidó de los insultos, de las sospechas y de los gritos de don Simplicio, y bastó con que fueran apareciendo por la alquería de Gormaz de la Oro pesa algunos hombres y mujeres del campo que entraban «a ver» a la señora, ellos con las gorras en las manos atezadas, para que al fin se decidiera a volver con el alcalde.

A don Simplicio esto le supo a miel sobre hojuelas, porque quedándose el cura párroco en la casa de la difunta, todavía no se las tenía todas consigo, sobre si por cualquier arte de magia el señor cura no haría algún cambio en el famoso testamento de la vieja.

Así, pues, serían cerca de las doce cuando los dos transpusieron la última puerta de la alquería, asegurando a la Gumer y a la Sinfo que no faltaría en adelante quien velara el cadáver de doña Paula. Que ellos lo arreglarían todo de manera que saliesen bien las cosas.

Y como si nada hubiera ocurrido, el alcalde con su capa al hombro y su vara debajo del sobaco, y el cura con la teja calada hasta las orejas y el manteo al desgaire, tomaron de nuevo el polvoriento camino que entre dorados trigales conducía a Villalobos.

Villalobos, a las doce del día, ha cambiado de color. La tenue bruma de la mañana, con el desperezo de los campos y de las cosas, ha ido perdiendo consistencia, plegándose sobre sí misma en un capricho continuo de formas, como un halago al cielo y al sol. Detrás de ella, la blancura de la cal, el dorado de las piedras y de los trigales, se hace de pronto rotundo y recortado. El color de Villalobos adquiere a estas horas su morbidez de tierra concreta y total.

Surgen a la luz los tejados parduscos, rojizos, casi horizontales; las pequeñas chimeneas, con el gesto desilusionado cara al espacio sin límites; las tapias enjalbegadas, azotadas por la luminosidad excesiva de junio, cuando el sol camina más cercano a este mundo tendido en la espera de la sombra y de la brisa.

Es un Villalobos sin máscara, desnudo en la crudeza del mediodía, solicitado por esa luz despiadada que se desploma desde la altura sobre cada uno de sus rincones. Un Villalobos distinto del de la mañana, diferente al de la tarde, porque cada hora cambia también su gesto agazapado en la meseta. Hay fiebre y sed en estas calles tendidas al sol, sin un cobijo miserable que las defienda. Una brisa derramada por los campos palpita débilmente en las hojas de los árboles y acaricia con su tibieza las flores de los balcones. Flores rojas, blancas y rosadas. Flores que buscan desde la verja a la fachada como un beso. Después, el sol dejará de acariciarlas largamente y habrá llegado el sosiego de la tarde, con una nueva luz y un nuevo color.

Pero a esta hora decisiva de Villalobos todo el mundo circundante asiste con la precisión de sus líneas recortadas sobre el lejano azul neto y redondo, donde vibra, implacable, seca y ambiciosa, la luz.

También la boticaria se esmeró en la limpieza de los escaparates, a pesar de que no estaban los cristales tan polvorientos y llenos de mugre como los de Teléfonos, Correos o la taberna del Tuerto.

A la esposa de don Rosendo le producía un júbilo particular la llegada del gobernador, a causa de que al menos una vez en la vida podía ver a la dueña de la casa empeñada en la limpieza de puertas y ventanas, sudando como cualquier otra vecina bajo el peso del sol.

Cerca de la farmacia, el cartero de Villalobos barría por tercera vez la porción de la plaza adonde no llegaba la demarcación de las escobas de las vecinas.

Toda la plaza de Villalobos se había convertido de pronto en un polvero, gracias a la voz mágica de Benito, que de un modo especial había insistido en las multas con que, de contravenirse lo ordenado, se enriquecería el erario municipal de don Simplicio.

Era necesario que Villalobos ofreciera el aspecto de un pueblo civil, limpio y educado, para cuando llegara la primera autoridad de la Provincia. Una visita así no se veía todos los años. La lástima era, pensaba el secretario del Ayuntamiento, no haberlo sabido con unos días de anticipación, para preparar unos fuegos artificiales, hacer que la fuente echara agua durante unas horas, e invitar a los pueblos de la comarca a las grandes fiestas de Villalobos.

Lo mejor del caso es que con todo este ajetreo repentino no iban a quedar energías para celebrar a Santa Olegaria, y así el señor cura tendría algo sobre que bramar desde el púlpito el día de la Patrona. Que un gobernador civil usurpara el regocijo reservado solamente a las fiestas de la iglesia era una cosa que llenaba de alegría interior al secretario.

Y por eso, desde la ventana central del despacho del alcalde, contemplaba, con una sonrisa que hacía olvidar todos los apuros pasados, el movimiento de las mujeres y de los hombres, con sus escobas, sus baldes de agua, sus trapos, limpiando aquí y allá los cristales, las puertas, las ventanas, y hasta las fachadas de las casas.

El secretario se había desabrochado la camisa y se abanicaba con un periódico retrasado, porque el calor estaba apretando terriblemente a aquellas horas. Pero la sonrisa no se extinguía de sus labios ante el espectáculo que le brindaba la gran plaza del Ayuntamiento. Sin duda alguna, el señor alcalde se mostraría perfectamente satisfecho por sus servicios, y si no le aumentaba la parcela de trigo que le correspondía aquel agosto, al menos dejaría de llamarle pedazo de bestia el resto de sus días.

El secretario recordaba aquellos días ya casi lejanos en que él no era secretario del Ayuntamiento, ni don Simplicio era el alcalde; cuando los negocios de mulas aquellos, en los que sólo él y Simplicio conocían las ganancias y la procedencia de los animales, zurcidos y remendados hasta lo inverosímil, pero vendidos a los campesinos a precio de oro como si estuvieran más enteros que cuando los parió su madre. Esta confidencia mercantil le había valido de mucho al secretario, por más que don Simplicio se empeñara en llamarle pedazo de bestia. Y el secretario sufría pacientemente todas las destemplanzas de su amo, porque no ignoraba de qué eran capaces ambos.

La mujer de la boca torcida desistió de bajar al portal para ayudar a la vecina del piso bajo. Se conformaría con limpiar un poco sus cristales y poner la colcha que tenía guardada del frustrado ajuar de matrimonio, cuando ella era aún tan casadera como la Cinda.

—Si fuera verdad lo de los franceses —murmuraba para sí mientras batía el brazo sobre los cristales—, sería la hora de la justicia de Dios. Entonces comprobaría la Cinda y otras como ella hasta dónde son capaces de llegar las gentes de bien.

Y la mujer de la boca torcida, mientras limpiaba las ventanas, se sintió por unos minutos administradora de la terrible Justicia divina.

El señor juez de Villalobos cerró el Juzgado a la hora y media en punto de haberlo abierto.

Así daba por concluida la jornada de trabajo intensivo que en verano sustituía a la jornada de trabajo no intensivo del invierno.

Como todos los días iría a comer a su casa, sin caer en la tentación de mediodía que se llamaba taberna del Tuerto. Después dormiría la siesta, jugaría al chamelo con el farmacéutico, con el secretario y con cualquier otro honrado vecino que recalara por allí.

Más tarde daría su vuelta por el campo, y tal vez, al atardecer, porque empezaba la novena de Santa Olegaria, se decidiría a entrar un momento en la iglesia.

Todo esto iba pensando el señor juez de Villalobos, cuando el movimiento de las gentes en la plaza, las primeras colgaduras en los balcones y los gritos de los chiquillos de la escuela le recordaron que aquel día llegaba el gobernador civil a Villalobos.

Por una asociación inexplicable de imágenes, el señor juez volvió sobre sus pasos, abrió la puerta del Juzgado, se sentó a su mesa, y decidió prolongar el trabajo aquel día tres cuartos de hora más, como si la afluencia de consultas fuera verdaderamente abrumadora.

De fuera le llegaba el murmullo de las gentes en la calle, pero el señor juez de Villalobos procuró no darse por enterado, pues dentro le bailaba el temor de haber sido él quien provocara todo ese revuelo en la población.

Cuando la campana del Hospital de Afuera convocó a las monjas para sus rezos de antes de comer, sor Honoria se despidió del capellán y le aseguró que todo se haría conforme a lo que él dijera por la mañana.

—Descuidad, padre. He procurado hacer llegar a la alquería los sentimientos de nuestra condolencia. En cuanto a los demás…

—Sé, reverenda madre, que atenderá a todo. Mañana podríamos decir la santa misa en sufragio del alma de doña Paula. Creo que nos lo agradecerá.

—Eso mismo pensaba yo.

Era posible que las deficiencias del desayuno no fueran debidas solamente a la hermana cocinera y a sus teorías culinarias. Era posible que las limosnas de las almas piadosas de Villalobos empezaran a escasear, y que la muerte de doña Paula se convirtiera en una catástrofe financiera para las pobres monjas.

También era posible que ocurriese lo contrario y que aquel día fuese un día de bendición, porque la muerte no viene sola casi nunca.

De todas maneras se haría puntualmente lo dicho por el capellán, y las monjas rezarían aquel día el doble de lo acostumbrado para que Dios recibiera en su gloria al alma de doña Paula.

(Sor Micaela oyó la campanita que convocaba a los rezos y dio por terminada la clase. Salió suspirando delante de los niños y se prometió consultar al Señor en la capilla cómo hubiera hecho Él en sus tiempos para enseñar el oficio del acusativo a los niños que se le acercaban a pesar de San Pedro y de todos los apóstoles.)

El señor Onésimo despachó al pinche antes de lo acostumbrado, en cuanto acabó de afeitar a don Saturio, un viejo paciente y cetrino que cada mañana pasaba por sus manos a la, misma hora.

Aquel era uno de los escasos clientes de Bicarbonato a quien el acontecimiento del día no había separado de su conducta cotidiana. El señor Onésimo hubiera apostado a que don Saturio habría paseado al sol, habría bebido su vaso en la taberna, habría hablado con el frutero de la plaza, como todos los días, y por fín venía a él para afeitarse, sin atender a rumores ni a bandos del alcalde.

Esto, que debía haber alegrado la jornada del señor Onésimo, no hizo más que agriarla, porque de todos sus parroquianos, don Saturio era quien monos le interesaba en aquella coyuntura, porque entre otras cualidades tenía la de ser más sordo que la silla en que se sentaba.

Bicarbonato intentó comunicar con aquel mundo escondido detrás del tímpano, pero lo único que logró fué impacientarse más y más y asegurarse una pésima digestión.

—¿Ha oído el bando? —preguntaba a su cliente, con la navaja llena de espuma en la mano.

—¿Qué?

Levantaba mucho la voz, inclinándose al oído del viejo.

—¿Que si ha oído el bando?

—Ah, sí. Todos los años por estas fechas lo cantan. Es lo del agua. Ahora escasea, ¿verdad?

El señor Onésimo sonreía con la estupidez de quien oye hablar en búlgaro por vez primera.

—Es lo de la vieja —gritaba en un alarde de paciencia.

—¿La oveja?

—No, señor. Lo de doña Paula.

—Ah, sí. Ya sé. Que se ha ido, la pobre.

—Eso es. Se ha ido. La espichó.

—¿Quién la pinchó? —preguntaba el otro, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Bah, bah… —murmuraba por lo bajo el irritado Bicarbonato mientras el pinche se reía a sus espaldas.

Y no volvía a decir una palabra, por no enredarse con don Saturio.

Lo que menos se imaginaba el secretario era lo que daba vueltas y más vueltas en las cabezas de todos y de todas las que barrían y fregoteaban a su vista, encaramada en el balcón central del Ayuntamiento.

Si le hubieran hablado de franceses asesinos, de turistas fantasmas que él guardaba ya en las mazmorras del calabozo, de energúmenos criminales que habían caído sobre el apacible Villalobos como una plaga de langosta; si le hubieran contado todo esto, de seguro que el buen secretario hubiese sentido renovarse la necesidad de correr a la alquería para comunicar algo extraordinario al alcalde.

Pero ni el secretario sabía lo que fraguaba en las mentes soleadas de los asendereados convecinos, ni conocía a ciencia cierta qué pudieran ser unos turistas de aquella clase.

La excitación del alcalde subió de punto cuando el coche se acercó por detrás hasta que lo tuvieron encima.

La idea de que allí pudiera venir el señor gobernador se le escapó en una especie de aullido ininteligible, al mismo tiempo que daba un salto hacia el centro de la carretera, no se sabe si con la intención de detener al gobernador o de ofrendarse como holocausto por la inocencia común de Villalobos.

Fué la mano férrea del señor cura la que le cogió por el pescuezo, impidiéndole tamaña imprudencia, porque el coche venía arreando, fuera del gobernador o no.

Y no debía de ser, porque al menos al señor cura le pareció que lo que allí iba eran tres personas muy extrañas, ninguna de las cuales llevaba cara de gobernador de ninguna provincia, y sí tenían caras de extranjeros, y aún uno, por lo que pudo deducir después de disipada la polvareda que dejó el vehículo, tenía toda la facha de pertenecer al estado clerical, no se sabe a ciencia cierta de qué religión.

El tabernero estaba en el umbral del aburrimiento, puesto que a él no le tocaba eso de la limpieza, «que pa eso ya había limpiado ahora hacía un año», cuando empezaron a entrar los incondicionales de las doce.

(La clientela del Tuerto observaba con exactitud cronométrica una especie de turno en las rondas, de manera que si a ciertos parroquianos había que buscarlos con urgencia a ciertas horas del día y aun de la noche, no había más que hacer que enterarse a qué turno de la taberna pertenecía.)

—Hola, Tuerto. Dos claretes.

—¡Va! Y el Tuerto, automáticamente, se ponía en movimiento al otro lado del mostrador.

—A mí, tinto. Es lo mejor para esta hora.

—¡Va!

—Tres claretes, Tuerto.

—Dos claretes y un tinto aquí. ¿Tres has dicho?

—Sí. Pa estos, también; hoy me toca a mí la ronda.

Después entraban dos, tres, siete más. Hasta que la taberna rebosaba de humo, de voces y de humanidad sudorosa y pestilente.

Era el momento en que el Tuerto estaba en sus glorias. Los vasos saltaban de sus manos al mostrador y de este a las gargantas sedientas de los hombres. Repetían una y otra vez. Y a los pocos minutos el mármol mugriento era una geometría laberíntica de vasos que iban y venían, llenos o vacíos, reclamados siempre por las mismas voces que aún no habían saciado.

El tabernero acababa por animarse y hablar con todos de las arbitrariedades del bando, del viaje del gobernador, del asesinato de la vieja, de los desórdenes capitalistas del párroco y del crecimiento de la población del Hospital de Afuera, porque sabía que cualquiera de estos hilos le llevaría tarde o temprano al ovillo favorito del colonialismo francés, que era la manía de la temporada.

La muchacha de la honestidad a toda prueba limpió cuidadosamente el portalón de su casa, porque a su madre le gustaba cumplir cuanto decían los pregones del alcalde, sobre todo desde la multa que tuviera que pagar con ocasión de ya no recordaba qué verbena de San Juan, casi por estas mismas lechas hacía varios años.

La eficacia de don Simplicio en lo tocante al cobro de las multas era algo semejante a la rapidez del rayo. Era en realidad lo único temible para mujeres como la madre de la muchacha de la honestidad a toda prueba.

La muchacha saludó a la vecina de al lado, la señora Anastasia, que había tenido nueve hijos, dos de los cuales estaban ahora en el servicio.

—¡Qué vida esta, mujer! No acaba una de entenderse.

La muchacha de la honestidad a toda prueba detuvo por un momento el ritmo de la escoba.

—¿Malas noticias de los hijos, señora Anastasia?

—No, qué ha de ser. Malas noticias no, pero que tampoco vienen para esta trilla, y el padre está que revienta. Figúrate: él solo, con dos mocosos que no hacen sino enredarlo todo. Que los mayores, desde que se casaron y tienen sus eras, no hay forma de que ayuden a llevar una paja de aquí allá.

La muchacha de la honestidad a toda prueba suspiró significativamente sobre la ingratitud de los hijos mayores. La señora Anastasia seguía entre tanto su epitalamio:

—Se casan, y ya está. Críelos usted, edúquelos y hágalos hombres de valer, que ya vendrá cualquiera que se los lleve y no les deje ver ni el blanco de los ojos.

La muchacha de la honestidad a toda prueba estuvo a punto de sacar la conclusión de que la vecina de al lado no se llevaba demasiado bien con sus dos nueras. Y dedujo que no siempre el matrimonio hacía felices a los vecinos de Villalobos.

—Y ahora, por si faltaba algo, estos líos de los bandos, y que si nos visita el gobernador, y que si ha habido crímenes en el pueblo. ¿Has visto? Por ahí anda todo el mundo diciendo no sé qué pamplinas, y todos alborotados, y el alcalde que no aparece de por todo esto.

La muchacha de la honestidad a toda prueba siguió barriendo con el mismo ritmo pausado y cuidadoso de antes, pues era mejor para ella obedecer al bando aunque el señor alcalde no fuera a aparecer en toda la tarde.

Cuando el hijo de la sacristana y el hijo del carpintero y el hijo del médico de Villalobos calcularon que ya habían sembrado bastante excitación entre los trigales, y que era suficiente el número de hombres y mujeres que peregrinaban hacia la alquería, decidieron volver por el mismo camino por el que habían salido del pueblo, alejándose igualmente de la escuela.

Al llegar a la carretera, cerca del puesto del guarda, les llamó la atención poderosamente el magnífico coche que se les vino encima, en el que iban tres personajes extravagantemente vestidos, uno de los cuales parecía una mujer, el otro era algo semejante al señor cura del pueblo, aunque más joven, y el tercero, indudablemente, era un hombre.

Todo esto lo observaron a su sabor, porque el coche aminoró la marcha al dar la curva de entrada en Villalobos, y aún les dio tiempo a gritar «¡Franchutes!» y correr un rato detrás del vehículo, entre la polvareda que levantaba el camino a su paso.

Sintieron con toda el alma no haberse podido encaramar a la trasera del coche, porque esto hubiera sido ya el colmo de la felicidad, después de una mañana de campo y ciruelas a todo dar.

Pero se conformaron con repetir dos o tres veces el ambiguo saludo de «¡Franchutes!» y correr otro poco hasta que se encontraron con las primeras casas de Villalobos.

No es difícil que los fidedignos cronistas de Villalobos descubran definitivamente, dentro de treinta o más años, quién de estos probos ciudadanos que estaban barriendo los portales, limpiando las ventanas y colgando colchas y banderas con los colores nacionales, dio la primera voz de «¡turistas!» cuando el mágico automóvil conducido por los «franchutes» embocó a paso de revista la plaza del Ayuntamiento, donde están además la iglesia, Correos y Teléfonos.

No cabe duda de que será esta una revelación trascendental, porque en el historiado día de la muerte de doña Paula, desde la hora temprana en que la grave noticia brotó de los labios de la Isabel, ningún otro momento puede comparársele en emoción, intensidad y vehemencia, aun teniendo en cuenta los minutos que duró el canturreo del célebre bando del alcalde, redactado por el secretario y expresado con toda la solemnidad del caso por la inefable voz del Benito.

Irrumpir el coche de los franchutes en la agitada plaza y armarse la de San Quintín, todo fué uno.

Y nadie sabe lo que hubiera sucedido si al conductor no se le ocurre la feliz idea de detenerse precisamente ante la escalinata de la parroquia, bastante alejada del foco tumultuoso, donde la boticaria había quedado con la boca abierta y otras mujeres gritaban a más y mejor.

Por las señas, los protagonistas de esta sensación no se dieron por aludidos fácilmente, pues con una serenidad rotunda descendieron del coche, subieron la escalinata y penetraron en la iglesia, ante los ojos desorbitados de media población.

Resultaba increíble: el colmo de los sueños. Algo semejante a una mujer vestida con pantalones idénticos a los del tío Eusebio; un hombre con camisa verde vivo, sin mangas. Y, por si fuera poco, en medio de los dos, un cura. Un cura como el párroco, que se contoneaba de un modo irregular y nada canónico (esta había sido una observación del juez, que había acudido a la ventana del Juzgado, excitado por el ruido del motor, y deseoso de que el gobernador, en su apoteósica entrada en Villalobos, tuviera la suerte de verle a él, el exjuez de Escalona, en pleno ejercicio de su altísima misión.)

Antonio avisó a su madre que deseaba comer pronto ese día para salir por la tarde al campo. Había que aprovechar la muerte de la vieja, porque después nadie sabía lo que iba a ocurrir.

La señora Rafaela notó algo extraño en la conducta del hijo.

—No irás a dejar el trabajo.

Antonio tuvo miedo de mirar a su madre cuando ella le dijo eso.

—No, madre, no voy a dejar el trabajo.

—¿Por qué hablas así? —cariñoseó con prudencia la madre.

—No hablo de ninguna manera. La señora Rafaela no se daba por vencida fácilmente.

—Me parece que anda la Cinda por medio.

Esta vez Antonio tuvo que mirarla frente a frente y se preparó a afrontar cualquier discusión.

—No sé por qué dices eso, madre. No tiene nada que ver la Cinda en esto. Además, ya sabes que la quiero.

El ceño de la madre se endureció inesperadamente.

—Pero no te has casado con ella después de aquello.

—¡Déjalo en paz!

La señora Rafaela lloriqueó como siempre que su hijo se ponía de aquel modo.

—Hijo, no te he dicho nada malo. Si viviera tu padre…

Antonio no tenía nada que replicar cuando su madre se ponía así y hubiera deseado estar en la alquería o a mil leguas de su casa.

Pero esta vez prefería decirlo todo claramente, porque por la tarde pensaba hablar con la Cinda.

—Me casaré, madre; te juro por estas que me casaré.

La señora Rafaela se quedó de una pieza. No la sorprendía el que su hijo acabara por casarse con la Cinda después de lo del hijo. Pero ahora que la señora había muerto, era peligroso quedarse en la calle.

Bajó la cabeza por miedo a la dureza del hijo y se puso a fregotear por la cocina, recogiendo los platos y ordenándolos, porque el hijo deseaba comer antes.

Así fué el Antonio uno de los pocos ciudadanos de Villalobos que no presenciaron el espectáculo que a aquella hora, la una menos veinte minutos de la tarde, se estaba comiendo viva la ansiedad de todo el pueblo.

Al parecer, las hostilidades entre el párroco y el alcalde se habían reanudado de un modo imprevisto, según podía constatar el guarda de la entrada de Villalobos.

A juzgar por lo que manoteaban, por lo que se levantaban las manos el uno al otro, hasta la altura de las narices, por lo sudorosos y coloradotes que venían ambos, algo muy grave se traían los dos poderes a estas horas intempestivas.

Aún llegó a oír el guarda algunas frases cuando pasaron a su lado, y el alcalde empuñaba la vara con redoblada energía para proclamar solemnemente que él mismo diría los funerales de la señora si era necesario.

Al guarda debió producirle una especie de pavor elemental contemplar esta confusión de jurisdicciones, y de seguro que hubiese escrito un extenso tratado sobre el césaropapismo municipal de haber tenido papel y pluma en su garita. Pero, por desgracia para la posteridad, carecía de ambas cosas.

Y no sabía en fin de cuentas de qué molino procedían aquellas aguas.

Si en vez de estarse en su caseta de vigía el guarda hubiera remontado la carretera unos cuantos metros, habría escuchado toda aquella conversación cuyo desenlace estaba presenciando. Y sabría que había empezado así poco más o menos:

Alcalde. —La llegada del señor gobernador trastorna nuestros planes, don Jenaro.

Cura. —¿Los míos? Ninguno.

Alcalde. —¿Cómo que los suyos no? ¿Pues no habíamos quedado de acuerdo?

Cura. —Para unas cosas sí, para otras no.

Aquí el alcalde empezó a rascarse la mollera, porque no llegaba a alcanzar la sabiduría sibilina del párroco. Pero él conocía otros medios para hacer saltar de sus posiciones a aquel hombre vestido de negro que caminaba a su lado.

Alcalde. —Pero nos trastorna las fiestas.

Cura. —¿Qué fiestas? ¿Pensaba usted tener alguna fiesta esta tarde?

Alcalde. —Yo no. Lo que pensaba usted es empezar no sé qué novena. Y esa es la que no va a poder ser.

Cura. —Vamos a ver, ¿por qué?

Alcalde. —Primero, porque no pretenderá usted meter al señor gobernador toda la tarde en la iglesia. Segundo, porque si hay algo, lo que tiene que haber, para que el señor gobernador se dé cuenta de lo que suponía doña Paula para Villalobos, son unas honras fúnebres o algo así.

Fué ahora el cura quien cambió de color siete veces, conforme a la escalera del arco iris.

Cura. —Pero, ¡qué honras ni qué castañas, ni qué Cristo! ¿Quién va a hacer las honras a las dos y pico de la tarde?

Alcalde. —El señor párroco de Villalobos, ni más ni menos.

Cura. —¡Sopla! A usted le ha vuelto loco el sol. Además, ¿sabe usted ya a qué viene el gobernador, y si le interesan las honras fúnebres?

Alcalde. —Me interesan a mí y basta. Para eso soy el alcalde.

Cura. —Y yo le digo que es un pedazo de viga, ¡recontra! Ni alcalde ni cuerno. Verse tratado así y mucho más por el señor cura sacó de sus fueros al bueno de don Simplicio, y acabó de lanzarle a lo más desaforado de cuanto podía ocurrírsele en el terreno del monopolio civil. Manifestó que con o sin cura habría las susodichas honras fúnebres, que en tal asunto le iba algo más que la alcaldía y la vida misma, que el gobernador debía saber bien sabido quiénes eran en Villalobos y a quiénes pertenecían en realidad todos los bienes que dejaba la difunta. Y lo de las honras en honor de doña Paula era una pieza fundamental en todo ese juego de política que él, el alcalde de Villalobos, había llevado siempre con maestría envidiable, y que no era nadie un cura mentecato de pueblo, de misa y olla, como decía el maestro, para enmendar la plana a la primera dignidad civil de Villalobos, y que si el cura no se avenía por las buenas a decir las honras fúnebres aquella misma tarde con la asistencia del gobernador, él mismo, el alcalde, las diría, y mejor dichas, en mitad de la plaza del Ayuntamiento.

Esto era precisamente lo que don Simplicio vociferaba a todos los vientos en el instante en que los dos pasaban ante la caseta del guarda.

Este los vio alejarse, manoteando furiosamente, igual de rojos y llenos de sudor bajo un sol que se reía a carcajadas de las venturas y desventuras de Villalobos.

Todos lo habían visto. Todos habían abierto la boca e incluso algunos habían gritado. Pero nadie impidió que los franchutes hollaran la iglesia con sus diabólicos pies.

Cuando el sacristán oyó ruidos de pasos en la iglesia salió de su cubil dispuesto a gritarle al lucero del alba si a aquellas horas desusadas se presentara en el templo.

En realidad, no había cerrado la puerta grande de la parroquia por el trabajo que aún le daba lo del altar de Santa Olegaria, y porque a cada momento su mujer le decía algo sobre las ánimas que habían sonreído desde lo de doña Paula.

Pero ahora salió como un energúmeno dispuesto a cantárselas claras al primero que se topara.

Y lo primero que se topó fué un individuo vestido casi igual que el párroco, pero más alto, más delgado y más rubio, además de que llevaba colgado del hombro algo parecido a una cartuchera.

Detrás de él, mirando a un lado y a otro con un modo que no daba señales de respeto alguno al lugar, venían dos hombres. Mejor dicho, el uno no parecía hombre del todo, puesto que aunque su pelo era largo y rubio, andaba en pantalones como el mismo sacristán.

Su primer impulso fué echarles a patadas, pero le contuvo el oír la voz del que iba disfrazado de párroco:

—¿El señog cuga?

—¡Ah! ¡El señor cura! —subrayó el sacristán, que no se las tenía todas consigo.

—Yes… Nosotgos quegueg al señog cuga. Nosotgos hablag con él. Yes.

El sacristán comenzaba a sudar ante aquella baraúnda de franchutes. Trataba de mirar al ser ambiguo de cabello largo y pantalón de hombre, tal vez porque pensaba en tentaciones dignas de la Tebaida y en demonios andróginos subidos por los pilares de la iglesia. Y ante la indecisión de su interlocutor se resolvió por la solución más rápida, que era endosárselos a la Isabel, para que ella los llevara a la presencia del cura.

Pero al sacristán le dio vergüenza salir con aquellos seres extravagantes, que hablaban algarabía, de nuevo a la calle, y les indicó que pasaran por la sacristía, donde había una puerta que comunicaba con la casa cural.

Pero antes, dejándolos plantados a la altura del presbiterio, se le ocurrió la idea de que convendría cerrar de una vez la iglesia, no fuera que los siguientes visitantes procedieran no ya de Francia o de donde fueran estos, sino de la mismísima China.

La plaza era un inmenso murmullo cuando llegaron a ella el hijo de la sacristana y sus compañeros.

A los chiquillos no les sorprendió encontrarse con el coche de los tres extraordinarios personajes que habían visto en la carretera, a la puerta cerrada de la iglesia.

Ni tampoco debió extrañarles demasiado la impresión que aún se leía fresca y palpitante en cada uno de los rostros de aquellos poco antes tranquilos vecinos.

Lo que sin duda les gustó más que todas las cosas fué saber que gracias a aquel fenómeno pocas veces visto en el pueblo pasaría inadvertida la vacación que se habían tomado por su cuenta.

Y la alegría llegó al colmo cuando Felisín, el inteligente de la clase, les anunció que debido a un bando del Benito tampoco tendrían clase por la tarde. Lo cierto era que Antonio se casaría con la Cinda costara lo que costase. Para eso él había dado su palabra, y para eso la había citado otra vez en el molino.

Ahora le urgía comer, y no le estorbaron esta operación importantísima los rumores que le traía su madre sobre no sé qué coche y no sé qué individuos que habían llegado hacía poco a la iglesia de Villalobos.

Según la madre de Antonio, nadie se había perdido aquel espectáculo, fuera de él. Ni la boticaria, ni la mujer del juez, ni la muchacha de la honestidad a toda prueba, ni… vamos, que nadie en Villalobos había dejado de ver aquello que era digno de verse.

—¡Una mujer con pantalones! ¿Has oído?

Con lo guapa que estaría la Cinda con pantalones, pensaba Antonio. Y se imaginaba cada una de las líneas de la mujer dentro de los pantalones ceñidos de la forastera.

—Es el mismísimo diablo. No me extraña lo que andan diciendo por ahí.

—¿Qué, madre?

—Que si ellos no son los de lo de doña Paula, no se andan lejos. ¡Y haber entrado en la iglesia! Ya lo dice la boticaria: a confesarse y nada más. A confesarse todos a una.

Desde que el cura y el alcalde se fueron de la alquería no cesó el desfile de labriegos y mujeres por la alquería de doña Paula.

Se asomaban a la salita donde estaba el cadáver. Hacían una santiguada rápida y manca y hasta una genuflexión como en la iglesia. Pero todo quedaba ahí. Después salían otra vez en rebaño o emparejados, comentando:

—Era muy buena.

—Hacía mucho bien, la pobre.

—Una santa, Raimundo, una santa.

—Y que lo digas, mujer. ¿De qué va a vivir ahora el pobre?

Y todo lo comentaban a media voz, como si entre los trigales, detrás de los árboles, debajo de las piedras, estuviese el espíritu de la difunta escuchando cada una de sus palabras.

Por los gestos que traían el cura y el alcalde, y por el modo violento como se separaron, a todos les pareció evidente en la plaza del Ayuntamiento que entre los dos poderes mediaba una borrasca a punto de descargar.

El cartero no quería saber nada y se dio media vuelta para esconderse en su silla de correos, como un perro con el rabo entre piernas.

La boticaria no acababa de creer lo que veía. Los asesinos (porque, ¿quién podía dudar de que eran ellos?), los asesinos ahí dentro, en la iglesia, y el cura tan tranquilo discutiendo con el animal de don Simplicio.

—¡Parece mentira! —murmuró entre dientes, pero lo suficientemente alto para que lo oyera la mujer de la boca torcida, que era la única de la tertulia que aún quedaba allí.

Y después se dio media vuelta, con la sana intención de contárselo todo, tal como lo había visto, al farmacéutico don Rosendo Oliván y Pérez, su marido. El juez, que había seguido todo el espectáculo desde una ventana del Juzgado, y que había sufrido la desilusión más intensa de la jornada al comprobar que el coche causa de su sobresalto no ostentaba las insignias del poder y la dominación, y que por lo tanto no podía tratarse del gobernador de la Provincia, bajó como gato escaldado hasta la calle y cerró a cal y canto la puerta recién fregoteada por la mujer encargada de la limpieza de la sede de la justicia en Villalobos.

Cuando llegó a su casa, la ilustre dama que compartía con él la carga de la vida hacía ya vehementes ademanes de sentarse a la mesa para comer.

Jube domine benedicere —habían canturreado todas las monjas.

Y sor Honoria vio, con esos ojos que se han de comer la tierra, que una sombra blanca, indecisa, alzaba su mano bienhechora sobre la comunidad.

(A sor Micaela le hacía mucha gracia que siempre le tocara el mismo vaso para beber en la mesa. Era un vaso desportillado en diversas partes del borde, con lo que a sor Micaela le parecía sonreírle.

La coincidencia del vaso y su lucha cotidiana entre la dureza mental de los niños y el uso del acusativo, le parecían señales evidentes de que el Señor la había elegido y de que no era sólo de ella la elección.)

Sor Honoria creyó que debía consultar con el capellán lo de la figura blanca que las había bendecido. Podía ser una tentación diabólica, aunque las trazas no eran de ser cosa del demonio, puesto que se le había abierto el apetito y las tentaciones del demonio más bien debían cerrarlo.

(Sor Micaela pensó que aquella mañana no había venido la Lucinda a ver a su hijo, como hacía todos los días. Y había sido una lástima, ¡porque el pequeñín era tan mono y tan simpático a pesar de sus quince meses!

Sor Micaela creyó que sería una irreverencia pensar en aquellas cosas mundanas y temporales mientras leían el «Flos Sanctorum» en el refectorio.

Y se dio a comer con toda devoción en el Señor.)

Sor Honoria opinaba que sería mejor que el Señor se le apareciera a la cocinera o a la tornera, porque no era propio de una superiora tener visiones en el refectorio a la hora de comer.

Parecía incorrecto que viera sombras blancas que la bendecían cuando la sopa de fideos estaba humeando delante de ella.

Sor Honoria decidió al fin no decir nada al capellán si no se repetía el fenómeno blanco, porque tal vez, al fin y al cabo, todo se debía a la enorme debilidad con que siempre llegaba a la mesa después de la prolongada mañana.

El señor alcalde de Villalobos dejó la vara en su rincón, el sombrero en la silla y la capa encima de la butaca del despacho.

Después se sentó fatigado, sudoroso, como si acabara de salir de una pesadilla.

Su mujer vino a avisarle que el jamón estaba servido y que había hecho comida como para seis.

Pero por el estado del señor alcalde reconoció que no comerían seis personas aquel día en su casa.

La señora Clemencia prohibió a la Cinda que saliera después de comer.

—Oroncio, no la dejes salir. Díselo tú.

—Mujer, ¿qué quieres que le diga? Ella es mayor y sabe lo que hace. Tanto como tú.

Y la señora Clemencia tuvo que callarse una vez más.

Después empezó a sacar el caldo de aquel día.

El mozo de Correos convino con el de Teléfonos en que era hora de ir a comer. Ellos y el cartero eran los únicos vivientes capaces de atravesar la plaza a aquellas horas bajo el sol y la anchura de la luz. Pero una vez más, contando uno a uno los pasos, la atravesaron con aire pensativo, cabizbajos, con las manos en los bolsillos, porque por la tarde harían exactamente lo mismo que habían hecho por la mañana.

Nadie era más feliz a estas horas que el Tuerto. Bastaba que el reloj diera la una y media para que el instante más dichoso de su vida se hiciera una vez más realidad contante y sonante.

Desdobló la servilleta, se sirvió un buen vaso de tinto, hizo unas gárgaras y empuñó el tenedor frente al enemigo que humeaba desde el plato.

Lo de los franchutes era un mito al llegar esta hora definitiva de cada día.

¡Menudo susto le dio a don Jenaro encontrase con aquella alma ensotanada, larguirucha y rubia en su galería!

Y después, aquello otro. ¿Qué era aquello? El cura norteamericano se lo explicó:

—Nosotgos venig de Madgid… Nosotgos no sabeg costumbges Villalobas.

Todo esto después de que el cura les hubo invitado a comer con él, y de que la Isabel subió la maleta de la señorita, y de que el cura americano se ofreció a hablar en latín, tosa que al párroco posiblemente le fuera más fácil que entenderse en aquella jerigonza del inglés, pero que le horrorizó de la misma manera.

Así, entre puesta de manteles, traída del pan y del vino, entre trompicones monosilábicos y solícitas cabezadas de don Jenaro, el cura de Villalobos se enteró del objeto de la peregrinación de aquellos tres seres cuyo coche les había envuelto a él y al señor alcalde en una nube de polvo.