«El más lejano recuerdo que yo tengo de un relato es el de mi mamá contándome historias desopilantes del Gordo y el Flaco, que ahora yo le cuento a mi hijo. Hasta me acuerdo de las imágenes de esas historias, por ejemplo, la del Gordo y el Flaco saltando un paredón al huir. Con el tiempo me he dado cuenta de que en casi todas mis novelas alguien salta paredones: porque siempre creí que en ello hay una suerte de pequeña épica; saltar un paredón significa salvarse».
Entrevista con Judith Gociol, La Maga, 15 de noviembre de 1995
«Desde la época que vivía en Tandil fantaseaba con la idea de escribir una obra de teatro sobre Laurel y Hardy. Tenía claro cómo terminarla: los actores y el público debían arrojarse tortas de crema a la cara. Ya en Buenos Aires, una vez que se la conté a un empresario teatral, él me dijo: “Eso no va, Osvaldo. La gente va bien vestida a un espectáculo. Se van a ensuciar la ropa y, peor, me van a dejar la sala hecha un desastre”. Así que renuncié, a ese final y también a la obra. Hasta que una noche que íbamos caminando por Florida con un grupo de amigos, todos borrachos, uno de ellos se puso a recitar un texto en prosa tan hermoso que me impresionó.
Le pregunté de quién era. Me contestó: “¿No conocés a Raymond Chandler?”. Y al día siguiente me mandó por un cadete El largo adiós. Así descubrí a Philip Marlowe».
Del suplemento especial de Página/12 al año de la muerte de Soriano
«Bastante antes de escribir la novela, yo ya juntaba material sobre el Gordo y el Flaco. Vos recordarás, porque me conocés bien de aquella época, que yo les contaba en el bar, en la caminata, en el café o en la redacción. Como no tenía modelo narrativo, hablaba de esa historia y no la escribía: porque no sabía qué hacer. El descubrimiento —y desde allí se abrió para mí la puerta de la literatura— fue aquel día de 1972 en que leí El largo adiós. Hasta ese libro todo para mí era imposible, todo era nebulosa. Fíjate que lo único de lo que hago que sería hoy capaz de reivindicar, como gato panza arriba, son los diálogos. Que no están mal. Pero en aquel tiempo yo era incapaz de escribir un solo diálogo que fuera creíble; fue Chandler quien me abrió ese mundo. Ahí encontré la manera de contar ese material con que los abrumaba a ustedes en los bares».
Entrevista con Mempo Giardinelli, Purocuento, diciembre de 1988
«Esto se ha convertido en un pedazo de tierra poco habitable. Pocas cosas tienen objeto para mí: la literatura, antes que nada. Siento a veces que escribir es todo, aunque sea una mierda. No podría vivir sin hacerlo. […] Dentro de un año tendré treinta y estoy en un callejón sin salida: periodismo o muerte. El periodismo ya no es una necesidad para mí, sino una farsa, pero es lo único que sé hacer. […] Aunque trabajo muy lentamente, es la primera vez que tengo conciencia de estar haciendo una novela. Creo que es irreversible; este engendro saldrá pronto. […] En breve te haré llegar el borrador que estoy terminando. Dipi [Jorge Di Paola] dice que, por la forma, será un best-seller. Yo desconfío: es un delirio de amigo».
Cartas a Félix Samoilovich en Bruselas, 1971-1972
«Desde 1971, Osvaldo nos mostraba borradores; tenía varios comienzos para el libro. Incluso durante un tiempo iba a ser simplemente una biografía del Gordo y el Flaco. Después una historia sobre Hollywood, y hasta una diatriba contra Chaplin. Es decir: él no tenía el tono, no tenía la voz narrativa. Después está esa historia de cuando su gato se le apareció en la cocina y le dio la idea de meter a Marlowe. Y digamos que, de alguna manera, ahí se le fue la duda entre lo periodístico y lo novelístico. Yo creo también que Osvaldo se había impresionado mucho con Manuel Puig, desde el año 69. Tenía una admiración y un conocimiento muy fuerte de la obra de Puig. Mezclado con lo otro que le fascinaba y nos fascinaba a todos en ese momento, que era básicamente Chandler, Hammett y Ross McDonald».
Mempo Giardinelli, en el documental Soriano, de Eduardo Montes Bradley
«Yo me metí en el texto como personaje para divertirme: después pensaba sacarme. Pero cuando empecé a dar a leer a los amigos y vi que funcionaba, lo fui dejando para más adelante. Hasta que un día terminé».
De una entrevista inédita con Guillermo Saccomanno
«Durante toda mi infancia y mi adolescencia, el Gordo y el Flaco fueron mis emblemas. En cambio con Chaplin me pasa que está más allá de lo humano. Y eso lo hace menos simpático. Más genial pero menos carnal. El Gordo y el Flaco son antihéroes: yo tomaría un largo café con ellos, me quedaría una noche entera charlando. Y con Marlowe también. Con Chaplin, en cambio, es muy posible que a la segunda hora empezara a contar la plata que tenía, las mujeres, el éxito».
Entrevista con Pepe Eliaschev, Radio Del Plata, 1993
«Escribí Triste, solitario y final después de muchas dudas y vacilaciones. Quizá nunca lo hubiera terminado si Jorge Di Paola, que lo iba leyendo a medida que yo lo escribía y sabe más que yo sobre ese libro, no me hubiera alentado y convencido de que valía la pena. Después, Marcelo Pichon Rivière lo hizo publicar en Corregidor. En ese tiempo yo tenía la obsesión de Laurel y Hardy, esos cómicos que me habían divertido tanto durante mi infancia y que habían terminado en la miseria, olvidados por la industria del cine. Por otra parte, había leído a Chandler y estaba enamorado, como todo el mundo, del personaje duro y romántico de Philip Marlowe. Quería escribir algo sobre Laurel y Hardy, pero no sabía por dónde agarrarlos, cómo entrar en la historia. No se me ocurría que tuvieran algo que ver con Marlowe. Yo tuve gatos toda mi vida, son mis hermanos, me siguen por la calle, nos comunicamos muy fácilmente, quizá porque como ellos yo vivo de noche y como ellos soy muy vago… En ese tiempo vivía en un dos ambientes en la calle Mario Bravo, solo, no tenía gato por primera vez en mi vida, y estaba muy deprimido porque no le encontraba la vuelta al tema de Laurel y Hardy. Una noche estaba tirado en la cama a las tres de la mañana, en pleno verano, sintiéndome un pobre infeliz, cuando oigo en la cocina un ruido de cacerolas que se caían al suelo. Me levanto, voy a ver, despacito, y me encuentro con un enorme gato negro que había entrado por la ventana abierta y estaba parado entre las ollas. Yo sólo tenía prendida la luz del velador así que estábamos en la penumbra de la cocina y el gato me miraba fijo. Le hablé, me acerqué un poco y él saltó a la ventana, desde donde se quedó mirándome un rato, como diciendo: “¿Qué hacés, boludo, no te das cuenta de que la cosa es evidente?”. Una vez que me avivé de que era el gato negro (o la gata negra, más bien) de Chandler, que venía a decirme que el único capaz de investigar la historia de Laurel y Hardy era un detective profesional como Philip Marlowe, dio un salto y se fue. Ahí nomás saqué la máquina y empecé a escribir el encuentro de Soriano y Marlowe en el cementerio de Forest Lawn. Y no paré hasta que terminé la novela. Esto puede parecer un chiste para quien no entiende el lenguaje de los gatos, para el que no sepa que son mediums —teléfonos, como dice Cortázar—, pero yo sé muy bien que si Triste, solitario y final existe, es gracias a aquel gato».
Entrevista telefónica con Mona Moncalvillo desde París, Humor, febrero de 1983
«Si alguien me hubiese dicho que apostara por una de mis novelas que pudiese ser llevada al cine, yo habría dicho Triste, solitario y final. En el ’74 o ’75 hubo un primer intento, en la Argentina. Pasó lo mismo después en Francia y en Italia, pero se llegó siempre a la conclusión de que sería carísima, por detalles que yo jamás había tenido en cuenta. Por ejemplo: para usar a Philip Marlowe hay que pedir los derechos, y con Laurel y Hardy pasa igual, hay que lidiar con herederos y agentes. Y ellos no implicaban los problemas más serios, porque son los personajes queribles de la novela. El problema era cómo hacer con Chaplin, que en el libro aparece muy antipático. Y no es lo mismo que aparezca alguien llamado Chiplin. Por eso se fueron frustrando todos los intentos de filmar Triste».
Entrevista con Pacho O’Donnell, en Testimonios, América TV, diciembre de 1995
«Recuerdo exactamente el momento en que conocí a Osvaldo Soriano. Yo estaba en el Hotel Habana Libre como jurado del Premio Casa de las Américas. Todas las obras que teníamos eran una porquería, de lo peor. Y ya estábamos un poco desesperados por tener que declarar desierto el concurso. Eran las dos de la mañana cuando abrí un original titulado Triste, solitario y final. Estaba con seudónimo. En cuanto empecé a leer me di cuenta de que era una revelación y salí corriendo a despertar a los demás jurados… y a los que no eran jurados también. Pero no conseguí convencerlos. Los amigos cubanos consideraban que el libro era transgresor contra Chaplin y demasiado a favor del Gordo y el Flaco. Se decidió no darle el premio y yo hice un voto de minoría. A raíz de lo cual el Gordo me mandó una carta preguntándome si podía utilizar lo que yo había dicho para Casa de las Américas en la primera edición que le iban a sacar en Corregidor».
Ariel Dorfman, en el documental Soriano, de Eduardo Montes Bradley
«Mi primer viaje al extranjero fue posterior a la publicación de Triste. No había ido nunca a Europa, y en esa época todos los periodistas jóvenes soñábamos con ir alguna vez. No sé por qué yo tenía la fantasía de que estaría en España cuando muriera Perón. Doble error, porque Perón no iba a morir en España, y yo no iba a cubrir esa noticia. La cuestión es que, en el ’73, a los pocos meses de la salida del libro, en los mingitorios de La Opinión, Timerman me dijo: “El lunes que viene se va a Turquía”. Había que cubrir la inauguración del puente del Bósforo, en Estambul. Fue un viaje muy loco, con el atractivo de que a la vuelta pasaba por Roma. Yo andaba con un par de ejemplares del libro recién salidos del horno, uno de ellos para Osiris Troiani, y el día que se lo di le comenté que sería lindo, en lugar de volver por Nueva York, que era el tramo obligado, volver por Los Ángeles, y pasar a ver la tumba del Flaco, Stan Laurel, y conocer los demás lugares donde se desarrollaba mi novela. Troiani, que era un viejo lobo de mar y hablaba muy bien italiano, me dice: “En Italia todo es posible; vamos a la oficina de esta gente, a ver”. Después de mucho llorar, como se hace en Italia, alguien que parecía más jefe que los demás dijo sí, me puso un papel en el pasaje y me dijo: “Va a Los Ángeles”. Pero, grave problema: vía Londres. Cuando el avión aterrizó en Inglaterra me bajaron por alguna estúpida formalidad inglesa, y fue un drama, porque yo no sabía una palabra de inglés. Al tipo del mostrador le tiraba el pasaporte y él me lo devolvía. Hasta que, mirándome con un odio tremendo, me selló el pasaje y pude por fin llegar a Los Ángeles, donde cambió mi suerte, cuando empezó a tallar toda esa mitología de Hollywood que yo iba a buscar. Al llegar al cementerio, la tumba de Stan Laurel estaba fuera del circuito que se podía visitar. Entonces saqué el ejemplar que me quedaba de mi libro, y eso los debe haber conmovido, porque la tapa era una foto en blanco y negro del Flaco abrazado con el Gordo. Los tipos me dieron un mapa y, cuando lo abrí para ubicarme, vi que había un puntito marcado con lapicera. Caminé hasta ese lugar y ahí estaba la tumba. ¡Que no se parecía en nada a la descripción que yo había hecho en el libro!».
Entrevista con Santo Biasatti, El programa de Santo, TN, septiembre de 1996
«Decidí no escribir sobre algunas cosas de aquel viaje que fueron muy íntimas y me hicieron sentir feliz. Fui al cementerio de Forest Lawn y visité, un día de llovizna, como en la novela, la tumba de Stan Laurel. Sobre ella crecían algunas flores y era muy distinta de la que yo había imaginado. Dejé un libro sobre el césped, en el lugar donde descansa el viejo Laurel. Me pareció el único homenaje posible en aquel momento. No pude ir a La Jolla a visitar a Chandler, pero imaginé las andanzas de Philip Marlowe cada vez que caminé por Figueroa Street o el Sunset Boulevard. La ciudad me pareció un inmenso, fulgurante decorado cuya leyenda podía recrearse a cinco mil kilómetros de allí. Bien o mal, yo lo había hecho».
«Tribulaciones de un argentino en LA», en Artistas, locos y criminales
«Querido Osvaldo: aquí en mi rancho meridional he tenido tiempo de ponerme un poco al día en materia de lecturas atrasadas, una vez terminada la serie de gripes y otras consecuencias somasiquiátricas de mi largo viaje latinoamericano. Tu libro me llegó justo cuando empezaban mis vacaciones sureñas, y fue uno de esos regalos que aceleran a fondo cualquier convalecencia. Apenas terminé de leerlo, me cayeron también una o dos reseñas del libro, y no me sorprendió —dada la inevitable y quizá necesaria deformación de la óptica argentina en materia de valoración literaria— que los autores llenaran párrafos y párrafos con referencias a la desmitificación de la sociedad americana, como se decía ya en la contratapa. Es evidente que en estos tiempos ese aspecto de cualquier libro pasa a primer plano, pero lo que me molestó y me molesta es que ese primer plano tiende a dejar en penumbra, cuando no en la sombra, el hecho obvio, hermoso y alentador de que has escrito una excelente novela. Quizás hayan aparecido estudios más concentrados en el aspecto literario de tu libro, que todavía no conozco; a juzgar por lo que pude ver hasta ahora, se diría que Osvaldo Soriano, lleno de odio hacia el establishment yanqui, se sentó a la máquina y montó una ídem destinada a denunciarlo y a demolerlo. Pamplinas. Si algún olfato tengo, ese olfato me dice que Osvaldo Soriano, viejo enamorado de una literatura norteamericana que también demolía a su manera el sistema pero que no se escribía para eso, e igualmente enamorado de un cine en el que habitan nuestras más melancólicas nostalgias de juventud, se sentó a la máquina y produjo una larga, admirable ceremonia de evocación de muertos queridos, y que mientras escribía su libro en algún cuarto con poca luz y mucho humo, Stan y Marlowe y Oliver se paseaban en silencio, mirándolo mirarlos.
Si con eso alcanzo a decirte algo, me sentiré muy feliz. No soy crítico, no entiendo nada de valoraciones analíticas. Tu libro es para mí ese imposible que no puedo impedirme soñar: una nueva vieja película, una nueva vieja novela de Chandler. No estoy diciendo que sea un libro anacrónico, sino que es un libro muy nuevo y muy nuestro, que cumple el milagro de convocar antiguas sombras queridas. Y después, claro está, todo lo otro que tanto subrayan los artículos que he leído: mostración del horror con aire acondicionado, la abyecta realidad del Watergate way of life, etc.
Te agradezco como lector el incesante, perfecto humor de tu prosa, de las situaciones y los sobreentendidos; sin él tu novela no hubiera tenido sentido. Los diálogos, en esa especie de traslatese deliberado pero en el que has ido metiendo tu propio estilo, le dan al relato su ubicación perfecta y esa verosimilitud de lo absurdo que es el privilegio de los mejores novelistas, empezando por el mismo Chandler. Y aquí me paro, compañero, porque creo haberte comunicado lo más secreto y evasivo de mis sentimientos frente a tu libro. No era fácil, porque esos sentimientos nacen del clima profundo del relato, imposible de precisar racionalmente. Yo también, al doblar la última página me he sentido triste, solitario y final. Pero encender otro cigarrillo y volver a llenar el vaso eran pequeñas ceremonias reconfortantes, signos de que la vida estaba aún ahí, y que me había dado tiempo a leer un hermoso libro.
Te abraza, Julio».
Carta de Julio Cortázar a Soriano desde Saignon, agosto de 1973