Estirados, muy juntos, con las manos se aferraban al borde del coche. Era un vagón de pasajeros, brillante en los costados y mugriento en la superficie exterior del techo. El viento zumbaba sobre sus cabezas y producía un ruido ensordecedor. Miraban el horizonte negro. Alguna luz aparecía como una instancia curiosa y los distraía hasta que el tren la dejaba atrás. A veces se miraban las caras. En ellas no había otra expresión que la del esfuerzo por mantenerse adheridos a la superficie para no ser arrancados por el viento. Cuando el tren se detuvo en la estación de un pueblo pequeño, bajaron sobre los topes que separaban los coches.

—No doy más —dijo Soriano—, estoy acalambrado.

—Entremos —replicó Marlowe.

Saltaron a tierra y subieron al tren. Se encerraron en un baño, se alisaron las ropas y el pelo con las manos y salieron al pasillo. Pasaron a un vagón y se sentaron. Frente a ellos, un matrimonio que aparentaba sesenta años tediosos viajaba en silencio. La mujer tenía el pelo teñido de gris y el hombre miraba con dureza tras unos diminutos lentes. Marlowe sacó el atado de cigarrillos y le pasó uno a su compañero.

—¿Adónde vamos? —preguntó Soriano.

—No sé —respondió Marlowe—, tal vez a Las Vegas.

—Eso está lejos de Bay City, ¿eh?

—Muy lejos.

La mujer del asiento próximo los miraba, divertida. Habló en castellano:

—Perdón, señores: ¿por casualidad ustedes son argentinos?

—Él, señora —respondió el detective, con una sonrisa fría—, yo no tengo el honor.

—¡Ah! ¡El señor! —gritó la mujer, mientras se tomaba la cara con ambas manos—. ¡Argentino! ¡Yo soy cordobesa!

Soriano la miró. En ese momento lo último que hubiera querido encontrar era a un argentino.

—¡Mi marido es porteño! —lo señaló con un dedo.

Dos argentinos. Soriano se puso muy serio. Parecía un perro sorprendido mientras robaba la carne al dueño.

—Qué bien —dijo desganado—, qué casualidad.

—¿Usted de dónde es? —preguntó el hombre, con desconfianza.

—De Buenos Aires —dijo Soriano—, no soy porteño, pero vivo allá.

—¡Qué maravilla! —aulló la mujer—. ¿Se está divirtiendo?

—Mucho, señora —terció Marlowe—, los argentinos son muy divertidos. Más aún si están juntos. Los dejo charlar, mientras tomo una copa en el bar.

Se levantó. Soriano lo miró con horror. El detective saludó y se fue por el pasillo.

—¿Qué le pasó a su amigo en el brazo? Parecía herido —preguntó el hombre.

—Nada —respondió Soriano.

—Sin embargo —insistió el porteño—, estaba lastimado.

Miraba con gesto desconfiado. Sus ojos eran pequeños y fríos. Acercó su rostro al de Soriano en actitud cómplice.

—¿Es yanqui? —hizo un guiño.

—Sí, muy buen tipo.

—Se la dieron —agregó el hombre, solemne—. Tenía sangre en el saco.

Soriano levantó la vista. Estaba en guardia.

—No. Se lastimó en el pueblo, en una doma.

—¿En una doma?

—Sí.

—¿Con el saco puesto? —el hombre levantó las cejas.

—Los yanquis son muy raros. Quiso frenar el caballo y se enganchó. Nos divertimos mucho.

—Claro —dijo el hombre.

Hubo un silencio prolongado. La mujer lo quebró.

—Tiene los pies muy sucios de barro —indicó el pantalón y los zapatos de Soriano.

—Estuvo lloviendo —dijo el periodista y sonrió.

Los otros seguían serios.

—¿Cuánto hace que anda por acá? —dijo ella.

—Dos semanas, más o menos —respondió Soriano.

—¿Qué hace? —preguntó el porteño.

—Paseo.

—Ajá —asintió el hombre—. ¿Son artistas?

—No. —Soriano se puso nervioso—. No, yo soy periodista y mi amigo… él es domador.

—Ajá —repitió el viejo; luego bajó la voz—. Vi su show por la televisión.

Soriano se quedó frío.

—¿Qué show? —preguntó por fin.

—El de los Oscars. Las peleas. Buen programa. Fuera de lo común. Los diarios dicen que fue improvisado.

—¡Ah, sí! —sonrió—. Fue improvisado. Una sorpresa. Hay que innovar.

—Claro —dijo el hombre—. Lástima lo de Carlitos Chaplin. ¿También fue improvisado?

Soriano se puso tenso. Miró al hombre.

—¿Por qué? —preguntó.

—Ustedes se lo llevaron. Los vio todo el mundo.

—Era parte del show —replicó Soriano, arrastrando la voz.

—¿Sí? —el porteño se puso de pie—. Los diarios dicen que la policía los anda buscando.

Puso su cuerpo frente al de Soriano, cerrándole el paso. Gritó:

—¡Policía! —luego repitió el grito en inglés.

—¡Viejo alcahuete! —dijo Soriano, y se levantó de un salto—. ¡Argentino hijo de puta!

Dio un empellón al hombre y salió al pasillo. La gente se puso de pie.

—¡Al ladrón! —gritó una gorda que nunca había tenido expresión en su cara.

Soriano corrió. Un par de hombres saltaron al pasillo e intentaron detenerlo; de un tirón se deshizo de ellos. Un muchacho con uniforme de soldado le dio un empellón y lo tiró sobre una pareja joven. Estaba rodeado. Tenía el rostro desencajado. Sacó su revólver del bolsillo del pantalón.

—¡Quietos! —gritó.

El soldado quedó paralizado. Soriano se levantó. Apuntó a la cabeza de una vieja y la empujó. Alguien lo tomó de atrás y le hizo un torniquete con el brazo. El soldado le saltó encima y le quitó el arma. Un hombre grande como un álamo le pegó en la cara. Soriano cayó al suelo. La gente empezó a darle patadas. Un policía de rostro anguloso apareció en la puerta. Soriano gritaba de dolor y la gente de rabia, de miedo. El policía apartó a los agresores. Gritó más fuerte que ellos, con esa voz que tienen los perros callejeros. Los zamarreó y logró silencio por un momento.

—¡Es el tipo de la televisión! —gritó en inglés el viejo argentino—. ¡El secuestrador!

—¡Tenía un revólver! —bramó otro hombre y entregó el arma al policía.

—A ver, amigo —dijo el agente—, levántese y explique.

Soriano se puso de pie.

—No hablo inglés —dijo en inglés.

—¿Ah, no? —el policía gruñó—. Entonces venga conmigo.

Lo empujó a través del vagón. La gente sonreía. El porteño aplaudió. La mano del guardia era una tenaza en torno del brazo del argentino. Cruzaron varios vagones en dirección a la sala del guarda. Al pasar por el bar, Soriano vio a Marlowe sentado a una mesa, solo; había terminado de tomar un whisky. No se saludaron. El policía empujó a Soriano dentro del escritorio del guarda.

—Bueno —dijo—, a cantar.

Marlowe pagó y se levantó. Pidió permiso a la gente que se había amontonado contra la puerta que el guarda trataba de cerrar desde su escritorio. Alcanzó a ver cómo su compañero era empujado contra una silla. La puerta se cerró. El detective encendió un cigarrillo. Sintió que pisaba un pie y se disculpó con una sonrisa fría. Buscó en un bolsillo del saco. En su mano izquierda apareció la pistola. Abrió la puerta y la cerró tras de sí. Levantó el arma.

—Sin moverse, agente —dijo, sereno.

Soriano se puso de pie. Metió la mano en la chaqueta del policía y recuperó su revólver. Apuntó al guarda.

—Levanten las manos y pónganse contra la pared —dijo Marlowe, y echó llave a la puerta.

Luego se acercó y quitó el revólver de la cartuchera del policía.

—Estamos en un lío serio —dijo, dirigiéndose a Soriano—. Somos famosos.

Soriano lo miró sin contestar. El detective se acercó al policía y le pegó con la pistola en la cabeza. Soriano iba a hacer lo mismo con el guarda, pero el detective lo detuvo.

—Déjeme a mí —hablaba lentamente—, usted tiene la mano muy pesada.

Golpeó al empleado del tren. Los dos hombres quedaron tendidos en el piso. Marlowe se sentó sobre el escritorio.

—Creo que es jaque mate.

—¿Nos entregamos? —preguntó el argentino.

—No. A menos que usted quiera ir a la cárcel por el resto de su vida.

—¿Qué hacemos, entonces? —A Soriano le temblaba la voz.

—Correr. —Marlowe inclinó la cabeza hacia abajo, pero siguió mirando a su amigo.

—¿Hasta dónde? —preguntó Soriano.

—No sé. —El detective habló con voz baja, cansada—. Hay que correr.

Soriano puso su cabeza entre las manos.

—¿Qué hicimos? Limpié a un tipo que quiso secuestrar a Chaplin, no pueden matarnos por eso.

El tren empezó a detener su marcha. Marlowe se puso de pie, levantó la ventanilla e hizo un gesto. El tren frenó con un resoplido y dio un brinco hacia atrás. El detective pasó una pierna por la ventanilla. Se detuvo sólo un instante.

—La carrera empieza. ¡Suerte, Soriano!

Saltó a las vías. Muy cerca se veían las luces de un pueblo dormido. El argentino cayó de pie junto al detective. Estaban frente a frente. Soriano se acercó y estrechó a su compañero en un abrazo que duró dos segundos.

—Gracias por todo —dijo. Marlowe le dio con un puño en el antebrazo. Su sonrisa era amarga.

—La historia la hace Chaplin, Soriano. Nosotros estamos solos y el guión nos perjudica.

Un tren pasó a toda marcha y apagó la voz.

—Sí —dijo Soriano—, es un guión de mierda.

Empezaron a correr.

Eran dos manchas en la oscuridad, recortadas contra locomotoras negras y sucias, contra los apagados colores de las máquinas eléctricas y sus vagones. Avanzaban entre los rieles y trataban de no meter los pies en alguna trampa entre los durmientes. El viento había calmado. Dejaron la estación atrás y salieron a una calle desierta. Las casas eran bajas y parecían tristes. Caminaron hasta un depósito de Coca-Cola y sándwiches. Soriano se detuvo. Sin decir nada metió el caño del revólver bajo la tapa, junto a la cerradura y la hizo saltar.

Sacó un par de botellas y las abrió golpeando el borde de la tapa contra el filo de una chapa. Luego rompió una caja de sándwiches. Tomaron varios. Soriano volcó la tapa del kiosco otra vez y siguieron caminando. Comieron lentamente y luego encendieron cigarrillos. Doblaron por una calle lateral. A través de cuatro cuadras probaron las puertas de todos los coches estacionados. Por fin, la de un Ford azul abrió. Marlowe indicó a su compañero que subiera y levantó el capó. Sacó una moneda, la metió en el distribuidor, cambió un cable de lugar y arrancó. Atravesaron el pueblo. Eran las dos de la madrugada. Hallaron la ruta y un cartel señalizador. Marlowe puso el coche en dirección a Los Ángeles y aceleró a fondo.

Soriano se había quedado quieto, recostado contra la puerta. Tenía la mirada perdida en la ruta y apartaba los ojos cada vez que las luces de otro coche lo encandilaban. Miró a Marlowe. Estaba deprimido. Esa sensación lo llenaba de angustia y le advertía su soledad. Sintió rabia contra ese hombre que manejaba el auto. Nunca habían hablado demasiado uno del otro. Pensó en sus días tranquilos en Buenos Aires, pensó también en ese enemigo final, tan obvio como parapetado, en cuyo corazón estaban huyendo para sobrevivir. Le pareció absurdo. Ahora, con la policía detrás, se sentía deprimido, aunque no temeroso. ¿Quién era ese hombre que manejaba el auto? Viejo, aniquilado, despreciativo, brutal a veces, era de todas maneras el único compañero que había conseguido, su único contacto con el mundo. Soriano había matado a un hombre y aceptaba esto como un hecho inevitable. Le costaba entender que la policía los persiguiera para mandarlos a la cárcel, pero también le parecía increíble que en el futuro pudiera volver a sentarse ante una máquina de escribir.

Cuando entraron en Los Ángeles, la ciudad estaba tan muerta como Pompeya. En Washington Street abandonaron el coche y luego de caminar dos cuadras tomaron un taxi. Marlowe le indicó que fuera por Yucca Avenue. Cuando pasó frente a su casa, miró atentamente y ordenó al chofer que diera una vuelta a la manzana. Bajaron a dos cuadras de distancia y caminaron por la vereda opuesta a la de la casa. El detective decidió que no estaba vigilada.

—La policía está llena de estúpidos —dijo.

Entraron.

Al abrir la puerta, un silencio frío sacudió a Marlowe. Movió las llaves de la luz, pero las lámparas no se encendieron. El detective gruñó y recordó que no habían pagado la cuenta a la compañía de electricidad.

Encendió un fósforo y fue hasta la cocina. La llama casi le quemó los dedos. Encendió otro y luego un tercero y del armario sacó una vela chorreada a la que le quedaba poca vida. La prendió. Una luz lánguida llenó la habitación de sombras extrañas. Los objetos aparecían y desaparecían como si fueran una ilusión. El detective puso la vela sobre la mesa del living.

—¿Se baña usted primero? —preguntó.

—Como quiera —dijo Soriano, que se había volcado sobre un sillón.

El detective fue hasta la pequeña cocina y a tientas encendió el calefón. Volvió al living y rompió por la mitad lo que quedaba de la vela. Encendió el segundo pedazo y lo tendió a Soriano. El argentino se levantó arrastrando el cuerpo y fue al baño. Abrió la ducha, se quitó la ropa y entró en la bañadera. Dejó que el agua le corriera por el cuerpo y se quedó inmóvil largo rato. Diez minutos más tarde pensó que se estaba demorando. No escuchaba a Marlowe y supuso que se había dormido. Se secó, se vistió y salió del baño sosteniendo la vela que había pegado sobre la tapa de un frasco de desodorante. La luz pálida y fija de la otra vela aparecía como una mancha amarilla por la puerta del dormitorio. Soriano entró a la habitación y vio a su compañero que estaba sentado y tenía la cara entre las manos. La vela estaba en el suelo, como si alguien la hubiera abandonado. El argentino levantó su luz y sintió que el silencio de su amigo era una carga muy pesada para esa casa oscura, que la tragedia lo había abrazado por fin y para siempre desde ese cuerpo pequeño, suave, ahora rígido, que el detective había dejado caer sobre sus piernas. La cabeza del gato colgaba fuera de las rodillas de Marlowe y los ojos estaban abiertos, aunque no tenían color. La cola era como el contrapeso de un barrilete abandonado.

Soriano miró a su compañero un largo rato y advirtió que se diluía en la penumbra. Estaba muy quieto. Nada se movía en ese lugar. Por fin, el argentino se acercó y tocó al animal con la punta de los dedos. Luego apretó un hombro de Marlowe y se retiró del dormitorio. En los dedos llevaba todavía una sensación de hielo.

Sacó una botella de whisky y sirvió dos vasos. Dejó uno sobre la mesa y tomó el otro de un trago. Marlowe apareció en el living y encendió un cigarrillo. No había temblor en sus manos. Bebió el whisky, dejó el vaso y se llevó la vela al baño. Estuvo una hora bajo la ducha. Cuando salió, la luz entraba por las ventanas. Se había peinado, vestido y afeitado. Fue hasta la habitación de servicio, tomó una pala, la llevó al jardín y cavó un pozo de medio metro. Por la calle pasaban los camiones de los proveedores. Regresó al dormitorio y envolvió al gato en una camisa. Soriano lo seguía de cerca. Marlowe depositó el cuerpo en el hoyo, con cuidado. Sacó la pistola de un bolsillo y la puso encima del gato.

—Basta de muertes —murmuró.

Empezó a cerrar la tumba.