Por la mañana se levantó un viento frío y seco que parecía surgir de los pasos de las montañas. Se filtraba entre los árboles del bosque y traía olor a barro.
Todos se despertaron alternativamente y se refugiaron tras los troncos más gruesos. Pasado el mediodía, la joven flaca se levantó, encendió el fuego y preparó café para todos. Los fue despertando de a uno, en silencio. El viento silbaba entre las ramas, pero casi no llegaba a molestarlos en el lugar en que estaban. Marlowe se incorporó lentamente, estiró sus músculos y los sintió débiles. Las piernas no le respondieron como él hubiera querido. Pidió un cigarrillo y se aproximó al fuego. El negro se acercó y le devolvió la pistola. Se quedó mirando los ojos del detective. Le sostuvo la mirada durante varios segundos y luego tomó café a grandes sorbos. Soriano tenía sueño y estaba cansado. Le dolían las piernas y la espalda por la caminata y por haber dormido en el suelo. Sonrió y dijo a Marlowe, en castellano:
—Me parece mentira, pero no soñé nada. Ni siquiera tuve pesadillas. Creo que no entiendo lo que pasó.
El detective lo miró. Sus ojos parecían enterrados en un abismo negro.
—Se cargó a un tipo. Tiene que irse.
—¿Irme? —Soriano se puso serio y un estremecimiento lo recorrió. Agregó—: Rajar, ¿eso quiere decir?
Marlowe tomó un sorbo de café y pitó el cigarrillo. Dos hippies se internaron en el bosque y los otros estaban en silencio. Parecía que no habían hablado jamás.
—¿Cree que esto se arregla durmiendo tranquilo? —dijo Marlowe.
—No creo nada. Lamento haberlo metido en un lío.
—No me metió en nada. Los dos estábamos en un apuro y usted lo arregló de la mejor manera. La vida es así.
—¿La vida? Su vida, detective. Es la primera vez que yo disparo un tiro. Eso era común para usted en una época. Entonces andaba con plata en el bolsillo, ¿no?
Marlowe no contestó. Al rato agregó, en voz baja:
—Lo haré salir hacia México. Todavía tengo amigos que pueden arreglar estas cosas.
—¿Y usted?
—Yo, ¿qué?
—¿Qué hará?
—No sé. Es posible que no se descubra nada.
—Entonces yo tampoco me rajo. Me iré a fin de semana con mi pasaje.
—Boludo, ¿eh? —dijo Marlowe.
—Sólo que me quedo con usted.
—Mire, amigo —Marlowe se enojó—, si ese viejo carcamán no aparece tendremos a toda la policía encima. Además, alguien tiene que darle de comer al gato.
Soriano dejó la lata con la que había tomado café. Dijo:
—Adelgacé como cinco kilos desde que estoy acá. El gato puede esperar. Terminemos la discusión.
—Muy bien. Entonces podemos pasar unas vacaciones en Bay City. Allá hay gente que no se conmueve por el sol y pasa semanas en un sótano.
—¿Y cómo vamos a llegar?
Marlowe miró al joven que la noche anterior había tocado la guitarra. Se puso en cuclillas junto a él.
—¿Pasa alguien por ese camino? —señaló la ruta de tierra por la que habían llegado. El hippie frunció la trompa.
—Casi nunca. —Suavizó la voz y señaló una montaña a un kilómetro—. Si cruzan ese cerro encontrarán la vía del tren. Pasa despacio y se puede saltar. ¿Están rajando?
—No. —El detective se puso de pie—. Mamá está enferma y queremos llegar pronto.
El hippie levantó la vista.
—¿Por qué tan agresivo? Le hice una pregunta y si no le gustó no debió contestarme.
Marlowe se detuvo.
—Estoy viejo, ¿sabe? He pasado la vida preguntando y me olvidé de cómo se responde.
El muchacho lo miró. Marlowe caminó hasta donde estaba Soriano.
—Prepárese —dijo—, tomaremos el tren.
—Ajá. —Soriano sonrió—. ¿Ya sacó los boletos?
—La boletería está detrás de aquel cerro. Mejor nos apuramos.
Esperaron el regreso de todos los jóvenes. Uno de ellos les dio un atado de cigarrillos. Se tendieron las manos y Marlowe agradeció sin una sonrisa. A las dos de la tarde cruzaron el camino y entraron en pleno campo. Los pastos estaban todavía mojados y el viento seguía rugiendo. El cerro parecía cercano y la cumbre tendría unos doscientos metros. A las cuatro comenzaron a ascender. La ladera no era muy escarpada, pero las piedras dificultaban el paso. Varias veces se sentaron a descansar. El viento les hacía entrecerrar los ojos. Caminaron el resto de la tarde. A las ocho de la noche vieron los rieles. Fueron hasta la parte más cercana de la curva y se sentaron a fumar. No hablaron. A las nueve y treinta y cinco divisaron la luz del tren.
—Esté listo —advirtió Marlowe—, vamos a saltar sobre el techo. Después veremos.
Esperaron de pie. La locomotora disminuyó la marcha, pero no tanto como el detective esperaba.
—¡Tírese de panza sobre la punta del vagón! —gritó el detective.
Soriano dijo que sí. Saltaron. Llevaban las armas en las manos para no perderlas. Al golpear sobre el techo del vagón, a Soriano se le escapó un tiro. Marlowe avanzó agachado y saltó al coche donde estaba su compañero. El tren tomó velocidad otra vez. Se tiraron sobre el techo. El viento era una furia helada.