Los autos pasaban casi pegados entre sí por ambos sentidos de la ruta. Los dos hombres caminaban lentamente por la banquina, separados a diez metros. Iban en silencio. Soriano miraba los coches y trataba de divisar las caras hoscas de los hombres en la madrugada. Durante una hora avanzaron deteniéndose a ratos para descansar. Un patrullero policial paró en la banquina. Un oficial lustroso se acercó a ellos.
—Ya sé —dijo—, vienen de visitar a sus mamás.
—Muy gracioso —respondió Marlowe.
—Ah, ah, ah, mamá les dio una paliza, ¿eh?
Marlowe se sentó en un mojón de señalización.
—¿Tiene un cigarrillo?
—No. Explíquense, muchachos. Voy a la central y no quisiera ir acompañado.
—Tuvimos un accidente de tránsito.
—¿Ah, sí? ¿Y dejaron el auto en el camino? Eso es infracción.
Soriano miraba el patrullero, donde otro policía fumaba un cigarrillo. Lo saboreaba de un modo casi voluptuoso. El argentino se acercó y habló en inglés.
—¿Me da un cigarrillo?
—¿Qué?
—Un cigarrillo —hizo un gesto con la mano señalando el Lucky que se consumía entre los dedos del policía, dejando una ceniza larga y firme.
—Escuche, basura, no me pagan para alimentarle los vicios. ¿Qué le pasó en la cara? ¿Se le cayó encima una pared?
Soriano volvió junto a Marlowe.
—Dígales algo, no quiero volver adentro.
—Mire, amigo —explicó el detective y mostró su placa—, nos tocó un caso duro. Los policías siempre salimos castigados. No tengo ganas de explicarle. Discúlpeme, ¿por qué no tomamos un whisky un día de estos?
—Está bien. Deje el whisky. Podemos acercarlos.
Arrancaron a toda velocidad. La sirena quebró el ruido monótono de la carretera. Soriano echó la cabeza hacia atrás y halló el respaldo blando y mullido del asiento. Marlowe había abierto muy grandes los ojos y los tenía fijos en la ruta. Al llegar a un cruce de caminos vio un bar.
—Déjennos aquí —pidió.
Bajaron. El auto arrancó y se alejó por la carretera. Soriano suspiró.
—Creí que nos llevaban de nuevo.
—¿Qué hubiera cambiado eso? —preguntó el detective.
El argentino no contestó. Miró a su alrededor y preguntó:
—¿Y ahora qué hacemos?
Estaban parados frente al bar. Era un edificio esquinero, de madera, pintado de azul claro. El frente estaba tapado por los carteles de propaganda de Coca-Cola, Fanta, Firestone, Marlboro, Lee, Vat 69, Ford, Columbia, Philips, Martini, Stromberg Carlson y Eveready. Había tres coches estacionados de punta contra una de las paredes laterales. Al fondo se veía el patio de la casa por donde trotaba un perro San Bernardo entre una docena de gallinas gordas. Era el único edificio en el cruce de dos carreteras. Detrás se veía la montaña arbolada cuya falda caía suavemente sobre el fondo del bar. El sol había asomado pleno y radiante aunque todavía la mañana era fresca. La ruta 101 a San Francisco estaba despejada. Soriano se apoyó en uno de los coches parados frente al bar. Vio que uno tenía la llave puesta.
—¿Y si robamos el auto? —dijo, divertido.
Marlowe levantó las cejas y miró a su compañero.
—Gran idea. Después lo vendemos y con esa plata nos compramos ropa nueva y alguna comida. Si nos sobran algunos dólares podemos ir a escuchar un concierto. No sé qué sería de mí sin sus ideas.
—Mire, detective, mis ideas no suelen ser demasiado brillantes: una vez hasta se me ocurrió ir a vivir a su casa y confiar en usted. Me gustaría que ahora piense algo que nos permita comer aunque sea una hamburguesa.
—Es muy fácil —dijo Marlowe—: cuando salga un tipo le damos un golpe y le sacamos la billetera. Usted tiene experiencia en eso.
—Cuando volvamos a Los Ángeles voy a buscar a un cura que me confiese. Cada vez que miro su cara me remuerde la conciencia.
—¿Tiene hambre? —preguntó Marlowe.
—No, todavía estoy eructando el banquete de anoche.
Marlowe revisó los bolsillos de su pantalón y encontró sólo los documentos en la billetera.
—Nos pelaron, compañero.
—Hay que hacer la denuncia —respondió Soriano.
—Déjese de bromas, ya me está cansando. ¿Cree que vine a las montañas a tomar sol?
—No creo nada. Estamos sin un dólar y por lo menos hay que volver a la ciudad. ¿Se le ocurre alguna manera de conseguirlo?
—No sé. Hablar con los tipos del bar. Quizás alguno nos lleve.
—Muy bien. Vamos a lavarnos un poco. Si usted muestra la chapa nos van a llevar.
Entraron al bar. Una veintena de personas comía jamón con huevos, tomaba café o Coca-Cola. Siguieron hasta el baño. Funcionaba una sola canilla. Marlowe se lavó la cara y sintió otra vez que las heridas le quemaban. Soriano se miró al espejo. Descubrió un rostro tumefacto.
—Apúrese, Marlowe, eso es una ducha.
El detective se apartó de la pileta y se pasó las mangas de la camisa por la cara. Su aspecto no había mejorado mucho, pero tenía los ojos más abiertos. Soriano se echó agua sobre la cara, luego se agachó y metió la cabeza bajo la canilla. Por fin sacudió el pelo y salió detrás del detective. Se acercaron al hombre del mostrador. Marlowe sacó su identificación.
—Necesitamos llegar a Los Ángeles.
—Cada vez es más duro ser policía, ¿eh? —comentó el hombre moviendo la cabeza de arriba hacia abajo—. ¿Tuvieron problemas con los hippies?
—Ajá —Marlowe asintió—. En la playa. Los sorprendimos en pleno viaje. Se pusieron nerviosos.
—Mierda, señor —dijo el hombre, que había empezado a sudar—, pura mierda. Si encuentro a Crystal con uno de esos barbudos, le rompo la cabeza. No es época para tener hijos, se lo digo yo. ¿Tiene hijos, señor?
—Seis.
—¡Jesucristo! Lo compadezco —dijo el del mostrador.
—¿Cree que alguien podrá llevarnos a la ciudad? —preguntó Marlowe, impaciente.
—Crystal los llevará. Ella tiene que ir a Hollywood. La policía debería ocuparse de despejar la zona de barbudos. Las montañas están llenas de ellos. Hacen campamentos. Verdaderas orgías. Me han robado cuatro veces este año.
—¿Tendrá un par de cigarrillos?
—¡Por supuesto, teniente! —buscó tras el mostrador y alargó un paquete—. Quédese con ellos. No siempre viene gente sana a pedirme cosas.
—Gracias —dijo Marlowe y alargó un cigarrillo a Soriano—. ¿A qué hora sale Crystal?
—Voy a avisarle. ¿Por qué no comen algo?
—No quisiéramos molestar. No tenemos dinero. Los barbudos se quedaron con todo.
—¡Cristo! Después dicen que se cagan en el dinero… —el hombre acercó su cara a la de Marlowe—. Un día de éstos voy a dejar seco a uno de ellos —sonrió y tardó un minuto en retirar su cara por la que corría sudor—. ¡Jamón con huevos para dos! —gritó. Luego salió por una puerta pequeña que estaba cubierta por una cortina. Una muchacha blanca, de unos veinte años, que tenía una cicatriz en el mentón, sirvió la comida.
—¿Qué le contó? —preguntó Soriano.
—Nada. Le mostré la tarjeta de Diners.
Comieron en silencio. El patrón, que había regresado, los contemplaba con simpatía. La cortina se abrió y apareció una muchacha rubia, de unos dieciocho años, que tenía el pelo atado sobre la espalda. Era pecosa y parecía atrevida. Vestía pantalón ajustado y un suéter.
—¿Ustedes son los policías?
Marlowe asintió con la cabeza. Soriano miró a la muchacha y comentó:
—Está buenísima.
Ella le sonrió. Marlowe tradujo:
—Dice que usted es muy simpática. Él no habla inglés. Es un detective de Interpol.
—¡Qué fascinante! —dijo la muchacha—, voy a llevar a dos policías conmigo.
Marlowe y Soriano se pusieron de pie. Estrecharon la mano del dueño del bar.
—Gracias, amigo —dijo Marlowe—, todavía queda gente de bien en este país.
—Mande a sus muchachos a pasear por este lugar, teniente; le aseguro que se divertirán.
—Pierda cuidado.
Subieron a un Chevrolet blanco. Marlowe se sentó adelante.
La muchacha manejó a toda velocidad.
—Basta de juego —dijo—; a mí pueden decirme la verdad.
Marlowe la miró.
—Cualquiera se da cuenta de que ustedes no son policías —agregó—; esto es absurdo.
—No somos policías —reconoció Marlowe—, yo soy detective privado y él es periodista.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—¿Se puede saber qué les pasó?
—La policía nos dio una paliza.
—¿Anduvieron en líos?
—Hace una semana que ando en líos. Desde que conocí a éste —señaló a Soriano.
—¿Qué pasa? —preguntó el argentino, inclinándose hacia adelante.
—Si no se ofenden les diré que ustedes parecen una caricatura. Nadie anda por las carreteras de California con la cara y las ropas destrozadas haciéndose pasar por policías para que los lleven a Los Ángeles.
—Eso creía yo —dijo Marlowe.
—¿Se puede saber qué buscan?
—A Laurel y Hardy.
—¿A quiénes?
—Al gordo y el flaco. Soriano los está buscando desde hace años.
Crystal empezó a reír. Se echó hacia adelante y apretó el volante hasta que sus dedos largos y finos se pusieron blancos.
—¿Qué broma es ésa? —preguntó entre carcajadas.
—No es broma. Él quiere escribir sobre Laurel y Hardy. Vino a Los Ángeles para investigar sus vidas. Desde que empezamos a trabajar juntos nos va siempre mal.
—Como a ellos —observó Crystal.
Marlowe la miró y luego empezó a reír, cada vez con mayor intensidad. Tuvo que tomarse la barriga y agacharse. Sintió que todo el cuerpo le dolía.