Estaban tendidos en el suelo como dos bolsas sucias. Soriano tenía la boca cerrada por la sangre seca que se había puesto marrón. Los ojos le habían desaparecido por la hinchazón de los pómulos y apenas se veían dos líneas oscuras. Cuando Marlowe abrió los párpados encontró una piel blanca y un matorral de pelo rubio y sin brillo. Tardó en darse cuenta de que estaba tirado boca abajo y de que se desangraba sobre el pecho de su compañero. Levantó la cabeza y sintió que algo estaba dentro de ella. Se tocó la cara. Escupió. Tenía el cuerpo blando como si le hubieran quitado los huesos. No era dolor lo que sentía y eso le extrañó. Era una sensación de no pertenecer al mundo que había descubierto al abrir los ojos. Miró a Soriano. Trató de levantarse y cayó de rodillas. Ahora sí, le pareció que un puñal atravesaba su cuerpo a lo largo. Se tomó del borde del escritorio opaco, manchado de tinta, y puso toda su fuerza en incorporarse. Su cintura se quebró.

—¿Adónde vas, amiguito?

La voz le sonaba lejana. Se dio vuelta. Apoyó las palmas de las manos en el suelo para girar su cabeza. Encontró un uniforme azul que volaba por la habitación, sobre él. Sacudió la cabeza y vio a un policía joven.

Sintió que tenía la boca seca y que las imágenes escapaban a sus ojos.

—Agua —balbuceó.

Nadie se movió. Un silencio absoluto flotaba en la habitación blanca. Marlowe se arrastró hacia el cuerpo de Soriano, que estaba inmóvil. Lo tomó de la camisa abierta y quiso levantarlo, pero no tenía fuerza; sus dedos se aflojaron. Se dejó caer. Antes de desmayarse escuchó una música suave.

—Se les fue la mano —dijo el policía joven—, estos dos están para el hospital.

Micke estaba demacrado y el pelo le caía desgreñado sobre la cara. Se sentía cansado y tenía sed. Se le habían terminado los cigarrillos.

—Llévalos a dar un paseo. No podemos darle esto al fiscal.

El joven salió y regresó con tres hombres en ropa de calle.

—Apúrense, que no los agarre el amanecer.

Cargaron los dos cuerpos y por una puerta estrecha salieron al patio. Los echaron en el asiento trasero de un coche sin patente. Soplaba un viento suave y frío. El auto arrancó. Veinte minutos más tarde tres hombres descargaban los cuerpos sobre una playa de Bay City. En la arena quedaron dos manchones alcanzados por los golpes de las olas frías.

Soriano tuvo un estremecimiento. Abrió los ojos y se sintió dolorido y confuso. Miró a su compañero. Marlowe descansaba con los ojos abiertos, fijos en las nubes grises.

—¿Marlowe? —llamó Soriano en voz baja.

El detective giró su cabeza hacia su compañero. Sus ojos eran un manantial de sangre. Sintió la boca llena de arena. Las nubes se pusieron rojas y la luz iluminó suavemente la playa. Las dos figuras estaban de pie y se recortaban como sombras lentas y perezosas. Las olas llegaban a sus pies y al retirarse dejaban una espuma como la que se derrama de un vaso de cerveza. El hombre alto, muy encorvado, tenía la camisa rota y sin botones hasta el medio del pecho. Empezó a caminar con paso vacilante, la cabeza caída, los brazos abiertos y los puños apretados. Detrás, a cinco pasos, Soriano aspiró dificultosamente el aire fresco del amanecer. Se agachó para sacarse los zapatos, los tomó en la mano y empezó a andar. Tenía la cabeza erguida y los ojos profundos como una ciénaga.

No hablaron. El gordo tenía la mirada fija en la nuca de su compañero. De vez en cuando dejaba escapar un suspiro de disgusto. Estornudó cuatro veces, sonó su nariz contra la arena y siguió caminando. Delante de él, Marlowe trastabilló y cayó sentado, ya lejos del agua. Soriano dio algunas vueltas alrededor de su amigo, como si estuviera reconociéndolo a distancia y se dejó caer de rodillas. Con una mano alisó la arena. La brisa les refrescaba las caras. O lo que quedaba de ellas.

Amaneció sin apuro. Un hombre de sobretodo pasó caminando junto al mar; metía sus botas en la espuma y fumaba en pipa. Tenía grandes anteojos y llevaba un gato negro en sus brazos. Se detuvo, miró a los personajes y se alejó con paso lento, como quien ya no puede ver el mundo.

—No se vaya —dijo Marlowe en voz baja—, mire lo que han hecho de mí.

Apretó la arena con sus puños y se puso de pie. La ruta trepaba hacia el cerro y el detective la vio cercana y cálida. Soriano fue tras él. Recordó que pronto volvería a Buenos Aires, que se sentaría ante una máquina de escribir, que esto le parecería un sueño delirante y audaz y que entonces Marlowe sería una sombra, un fantasma irreal y estúpido. Le dolieron los pómulos hinchados. Escuchó, de pronto, cómo de su boca salía, dificultosa, la letra de un tango de Gardel. Marlowe se dio vuelta y lo enfrentó.

—¿Sabe, Soriano? Me cago en Laurel y Hardy —barbotó algunos monosílabos—. ¡Me cago en usted, hijo de puta!

—¿Por qué habla en inglés? Sabe que no entiendo.

—No se haga el tonto. Entiende bien —hablaba en castellano—, lo suficiente para darse cuenta de que su amistad me trajo demasiados líos.

—Yo no tengo la culpa si usted anda buscando que le rompan la cara. A mí también me dieron una paliza, ¿no?

Soriano había girado la cabeza y miraba de reojo, como si en realidad quisiera no ser el protagonista de esa escena. Sintió que estaba de más. Apuró el paso y salió a la carretera. Se dio vuelta y vio la costa y el cielo. El hombre de sobretodo se alejaba por la arena.