Era un salón blanco y el cielo raso estaba muy alto. No tenía ventanas y apenas cuatro lámparas iluminaban la cuadra de treinta metros. Pegados a las paredes había bancos de madera, sin respaldo. Medio centenar de hombres, blancos y negros, de prostitutas, blancas y negras, estaban acostados, o sentados con la cabeza gacha. Unos pocos miraban pasar de aquí para allá a un par de vigilantes que llevaban carpetas y papeles.
Un policía de pelo rojo y cara mofletuda, con aspecto de haber cumplido con el último deber de la noche, empujó a Marlowe y a Soriano a través de la pequeña puerta de acceso.
—Siéntense donde quieran, están en su casa.
Los dos hombres habían dejado en la guardia cuanto tenían en los bolsillos; Soriano usaba mocasines, pero Marlowe había tenido que dejar también los cordones de sus zapatos. Fueron hacia un banco donde estaban dos mujeres gastadas, de labios carmesí y mirada abstraída. Soriano sacudió la cabeza.
—En estos casos me dan más ganas de fumar.
Marlowe no contestó. Se sentó en el banco y estiró las piernas. Estaba cansado, sin aire y sin ganas de reclamar nada. El argentino parecía más entero. Eran las diez de la noche y tenía el estómago vacío. Empezó a protestar:
—Le dije, Marlowe, íbamos a terminar en cana. Todo era absurdo. Un tipo de su experiencia, si es que la tuvo alguna vez, no puede meterse en estos líos. ¿Qué nos pasará ahora?
—No sé —contestó Marlowe con desgano—; a usted le van a poner una multa por meter las narices donde no le importa sin tener licencia. Para colmo le van a cargar invasión de domicilio y propiedad privada. Eso es grave. Tiene que cuidarse cuando sale de su país.
—¿Multa? —el periodista levantó las cejas—. ¿Se cree que soy Rockefeller? ¿De dónde voy a sacar la plata?
—No sé. Al que no paga le dan un calabozo gratis.
—Y a usted, ¿qué le pasará?
—Contra mí no tienen nada. Si la señora Walcott no presenta denuncia, mañana me iré a casa.
—¡Muy lindo! Le salvo la vida y me deja adentro.
—Voy a buscar a Frers. Él pagará las multas.
—Mejor busque al cónsul argentino. Él tiene que hacer algo.
A medianoche, un policía de pelo lustroso y rostro descansado como si recién tomara servicio, apareció en la puerta y llamó:
—¡Philip Marlowe y Osvaldo Soriano!
Los dos hombres se pusieron de pie y caminaron hacia la entrada.
—A la guardia, ¡vamos!
El oficial rubio, con la cara llena de granos rojos, tenía el rostro duro e impasible de los que no se conmueven ante nada. Los miró detenidamente.
—¿Quién es el argentino?
—Yo —Soriano usó su voz más suave y humilde.
—¿Dónde queda eso?
—¿Qué?
—La Argentina.
Soriano lo miró un rato y luego se dio vuelta hacia Marlowe.
—Pregunta dónde queda la Argentina —dijo el detective.
—Eso lo entendí. Explíquele usted.
—¿Yo? ¿Y dónde queda?
—¿De qué hablan? —preguntó el policía.
—Soriano no habla inglés, oficial.
—Bueno. Pregúntele dónde queda ese país y si es comunista.
—¿Él o el país?
—Los dos. Pregúntele.
Marlowe miró a Soriano y sonrió:
—Bueno, por fin me voy a enterar: ¿usted es comunista?
—¿Eso pregunta?
—Sí.
—Dígale que antes de entrar a Estados Unidos tuve que firmar un papel donde juraba que no era comunista.
—¿Pero es o no? —insistió Marlowe.
—Déjese de joder, detective.
—El que jode es él. ¿Le digo que no?
—Claro.
—Comunista. —Y agregó en inglés, dirigiéndose al oficial—: Dice que es demócrata, admirador de Kennedy. Lloró como un chico cuando lo mataron. Ayudó mucho a su país. Alfabetizó a los indios.
—Ajá. ¿Y dónde queda la Argentina?
—En Sudamérica. Bien abajo del mapa, cerca del Brasil.
—¡Brasil! Siempre soñé con unas vacaciones allá. Bueno, ¿quién va a pagar la fianza?
—¿Cuánto?
—Dos mil. Mil quinientos por él y quinientos por usted.
—¿Y yo qué hice?
—Exhibición obscena, adulterio, escándalo. Elija lo que quiera.
—Mire, oficial, está equivocado si cree que no conozco la ley del Estado. Si no hay denuncia no puede acusarnos de nada. Además necesito a mi abogado.
—Llámelo. Con lo que había en su bolsillo dudo que pueda pagarle.
—Tengo amigos.
—¿Amigos? Ustedes son basura, peor que los negros. ¡Vagos, buscavidas! Ahora se mezclan con los chicanos. Basura con mierda, todo en la misma cloaca.
—Mida sus palabras, oficial. Usted es la ley en este distrito y puede arrepentirse.
—¿Arrepentirme? ¿Cree que no tengo su prontuario? Encubrimiento de ladrones, sospecha de encubrimiento de asesinos, borracho, vago, tramposo, traidor a la policía. Basta con que yo levante un dedo para que se pudra en un calabozo.
—No se agrande. El señor es extranjero y tiene que tratarlo como tal. Llame al cónsul argentino en Los Ángeles en lugar de cacarear tanto.
El rubio rió y las arrugas de la cara le apretaron los granos rojos. Dijo:
—Claro que es extranjero. Si ése fuera americano yo habría roto mi cédula. No voy a perder más tiempo con ustedes. Pagan antes de mediodía o van a la cárcel.
—No puede secuestrarnos. Présteme el teléfono.
—¿Teléfono? ¡Eh, Micke! ¡Los señores quieren hablar por teléfono!
Micke era un hombre pequeño y serio, de rostro apretado como un puño. Tenía un cigarrillo apagado entre los labios y estaba limpiando la pistola a dos pasos del oficial. Apuntó a los detenidos.
—No es hora de hacer citas, mejor van a dormir.
—Tendría pesadillas, después de haber visto su cara —dijo Marlowe.
El hombre se puso de pie lentamente.
—Gracioso, ¿eh? Me gustaría verlo en la TV porque cuando estoy de servicio no me río.
Acercó su cara de puño a la nariz de Marlowe.
—¿Dónde cree que está?
—En una cueva de degenerados vestidos con el uniforme de la policía de Los Ángeles.
El policía pequeño empujó el cañón de su pistola en el estómago del detective que se dobló en dos.
—Repítalo. No le oí bien.
—¡Déjelo! —gritó Soriano.
El oficial levantó su mano gorda, llena de anillos de oro y sacudió la oreja del argentino.
—Respete un poco, ¡mugriento!
El policía pequeño sonrió.
—Déjamelos un rato, Gordon, me gustaría hablar con ellos en tu oficina.
—Que los lleven. Tenemos toda la noche para charlar. Me gustan. Son conversadores y simpáticos. Estoy cansado de tratar con negros y putas. Además siempre quise conocer Brasil.