Cuando entraron en el ascensor, Soriano salió del hueco de la escalera y tocó timbre en el departamento varias veces, pero no tuvo respuesta. Había seguido al hombre del habano y vio cuando éste sorprendió a Marlowe. Desde entonces había estado escondido. Como nadie salió a la puerta, sintió que su corazón empezaba a saltar en el pecho. Sin embargo, trató de tranquilizarse, pues no había escuchado disparos. Llamó todos los ascensores. Un minuto después se abrió la puerta de uno. Cuando llegó a la planta baja buscó el departamento del administrador y tocó timbre. Abrió una mujer gorda que tenía puestos los ruleros y se había levantado del sillón que estaba frente al televisor.
—Necesito la llave del departamento A del piso 34 —dijo Soriano en español.
La mujer hizo un gesto con la cara y encogió los hombros.
—Váyase a México —dijo—, aquí no damos limosna a los chicanos.
Soriano intentó en inglés:
—Llave —hizo un gesto con la mano—, departamento A 34 —dibujó el número con el dedo índice sobre la puerta.
—¿Qué le pasa, vago? —gritó la mujer—. ¿Quiere que llame a la policía?
—Sí, ¡por favor! —gritó Soriano.
La mujer lo miró de arriba abajo. Sonrió.
—Sos un lindo chico después de todo. ¿Qué te pasa, jovencito? ¿Necesitás un billete?
Soriano dio un empellón a la gorda y entró en la casa. Corrió de una habitación a otra hasta que halló un tablero con las llaves de todos los departamentos. De un vistazo lo recorrió hasta el A 34. Tomó la llave y se dispuso a salir. La gorda estaba en la puerta con un cuchillo de cocina y una sartén. Gemía.
—No vas a salir, jetón, mexicano criminal. Nadie entra en mi casa cuando no está mi marido, nadie.
Soriano tomó una silla y la tiró contra la gorda. La mujer cayó de espaldas dando gritos. El periodista saltó sobre el cuerpo rechoncho y tropezó. Trató de hacer equilibrio con los brazos, pero no encontró en qué sostenerse. Cayó hacia adelante. La gorda se puso de rodillas, tomó la sartén y golpeó en la cabeza al argentino. Soriano trataba de cubrirse la cara, pero los sartenazos de la gorda eran terribles. Por fin pudo agarrar el brazo de la mujer y ponerse también de rodillas. Estaban nariz a nariz. Ella le escupió la cara.
—Chicano mugriento —dijo con una mueca de asco.
Soriano bajó la frente y cabeceó la cara de la gorda. Ella dio un alarido y cayó de costado. Le salía sangre de la nariz. Un hombre que había entrado al escuchar el escándalo avanzó y tiró una patada a Soriano. El periodista alcanzó a esquivar el golpe y tomó la pierna del hombre que se sentó junto a la gorda. Soriano se puso de pie. Levantó el cuchillo y cubrió con él la salida. Atravesó el pasillo a la carrera. Un ascensor permanecía abierto mientras entraba una mujer joven. Soriano picó a toda velocidad, como en su época de futbolista, y frenó patinando. Se zambulló de cabeza dentro del ascensor cuando la puerta automática ya había cerrado hasta la mitad. Cayó junto a la muchacha. La miró, sentado y con el cuchillo en la mano. Tenía la cara morada por los golpes de la sartén. La mujer estaba pálida y no podía hablar. Soriano quiso calmarla.
—Tranquila, no le haré nada —dijo en castellano. La joven dio un grito y se desmayó. Soriano se puso de pie y apretó el botón 34. El ascensor paró en el 18. Un hombre que iba a entrar vio a la mujer caída y detuvo el cierre de la puerta con la mano. Soriano sacó el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre. La puerta se cerró. Hubo dos paradas más y el argentino usó con éxito el mismo procedimiento. Cuando el ascensor se abrió en el 34 dio un salto y se abalanzó sobre la puerta del departamento A. Hizo girar la llave y abrió. Un vaho de gas lo paralizó. Salió al pasillo, aspiró hasta llenar los pulmones de aire y entró. Abrió una ventana y luego huyó al pasillo otra vez. Jadeó. Cambió el aire y corrió a la cocina. Cerró las llaves. Las piernas se le aflojaron, pero alcanzó a salir otra vez. No podía creer lo que había visto sobre la cama. Respiró un minuto y volvió a entrar. Abrió la ventana que faltaba. Cuando el aire se hizo más limpio, cerró la puerta de entrada. Sentía opresión en el pecho. Apretó la muñeca del detective. Tenía pulso. Luego probó con la mujer: también vivía. Los sacudió pero no tuvo respuesta. Fue a la cocina y llenó una olla con agua. La volcó sobre las cabezas, que seguían juntas. Marlowe abrió un ojo y lo volvió a cerrar. La mujer tiritó y sus pechos se irguieron contra las peludas tetillas del detective. Soriano echó sobre ellos más agua. Marlowe despertó lentamente, miró a su alrededor y fijó los ojos en la mujer.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Perdone que lo interrumpa —dijo Soriano—, se dejó el gas abierto.
—¿Qué? —Marlowe no entendía. Pasó una mano por sus ojos y se sentó—. ¿Qué hago con ella?
—Lo mismo me pregunto yo, compañero. La rubia no está mal. En su lugar no me hubiera quedado dormido.
—¿Cómo llegué acá?
—Lo trajo un gigante.
De pronto la puerta se abrió y por ella entraron varios vecinos, encabezados por la gorda y dos policías.
—¡Aquél! —gritó la gorda.
Los policías avanzaron, pistolas en mano. Las señoras gritaron al ver la escena de la cama. Todavía el ambiente olía a gas.
—¿Qué te parece, Bob? —preguntó un policía.
—No sé —respondió otro—: Los Ángeles está cada vez más podrida, Ted.
—Llamá a la seccional.
—¿Con quién pido? ¿Con Homicidios o con Moralidad?