Soriano se sentó junto al chofer, un negro enorme al que le faltaba un ojo y fumaba con boquilla. Marlowe se apoyó en la ventanilla abierta y miró a su compañero sin demasiada confianza.
—No se meta en líos y recuerde las instrucciones que le di. No intervenga para nada. Donde ella entre, usted espera. Tiene viáticos para media docena de cafés por la tarde. ¿Entendido?
—Sí. ¿Cree que habrá tiros?
—No, no fantasee. Es un caso de infidelidad y celos. Esta noche tendremos todo resuelto.
El negro miraba sonriente, como si lo divirtiera el diálogo entre los dos hombres. Colocó un cigarrillo en la boquilla y puso en marcha el motor del Ford. Marlowe se apartó.
—Apúrese. A las cuatro, la señora Walcott saldrá de su casa. El chofer tiene la dirección; háblele en español. Es portorriqueño.
—Muy bien. Hasta luego, Marlowe. ¡Cuídese!
El detective rió y levantó un brazo para saludar al coche que partía. Tomaron una avenida de doble mano, donde los autos se pasaban velozmente unos a otros. A los costados se elevaban las palmeras deshojadas, frías, las casas eran chalets de una sola planta, envejecidos y decadentes. Soriano miraba en silencio mientras fumaba un cigarrillo. La carretera ondulaba sobre un cerro, hacía una ese y luego subía hasta la cima. Cuando tomaron la segunda curva, Soriano miró hacia abajo y el horizonte le pareció una nebulosa, un sueño sin sentido. Los Ángeles estaba sumergida en el humo y se extendía subiendo y bajando a lo lejos, entre los cerros, hacia el mar. Del otro lado, el valle mezclaba el verde de la vegetación con algunos cuadros limpios en los que se veía una quinta o un club nocturno. Otra vez el argentino se sintió extraño en medio de esa ciudad. Cerró los ojos y se vio caminando por calles desiertas, ensombrecidas por edificios altos e interminables. Pensó en Marlowe, en la soledad que lo rodeaba; lo vio caído en el baño, herido y balbuceante; lo vio en su oficina, alegre ante la posibilidad de ganarse unos dólares y tuvo la sensación de que lo conocía desde siempre, de que podría volver a encontrarlo en cualquier esquina de Buenos Aires. Giró la cabeza otra vez y halló la sonrisa del negro que manejaba con la pericia de un profesional.
—¿Queda muy lejos? —dijo Soriano en español.
—¿Qué? —preguntó el chofer en inglés.
—Si queda muy lejos —insistió el argentino en su idioma.
—No entiendo —contestó en inglés el chofer, que sostenía la boquilla entre sus dientes muy blancos.
—¿No habla español? —se sorprendió el periodista.
—No —dijo el negro, muy divertido—, el que habla español es Freddy.
—¿Freddy?
—El que se fue con su compañero. Como él es argentino pidió chofer portorriqueño.
—No, no. El argentino soy yo. Hay una confusión —dijo Soriano, algo alarmado.
—¡Qué lío! —rió el negro—. Entonces el patrón se equivocó. Le dijo a Freddy: «Andá con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña». El patrón es algo duro con los negros, pero nos paga bien. Es el mejor blanco que conozco, perdóneme usted.
—No le entiendo —dijo Soriano en inglés, con gesto contrariado—, hábleme pausadamente, tal vez comprenda algo.
—Vea, señor, a mí me pagan para manejar, no para charlar con los blancos. Me dice adónde vamos y yo manejo. Me dice que pare y yo paro, me dice que volvamos y vuelvo. ¿Entendió eso?
—No mucho.
Diana Walcott vivía en un chalet de dos plantas, en Beverly Hills. La casa, sobre una colina, estaba rodeada por un parque de pinos. La entrada para autos era automática. El sendero que conducía a la entrada principal era amplio y estaba cubierto de pedregullo gris. Los molinetes lanzaban agua en todas direcciones. Un jardinero negro trabajaba en unos claveles rojos que serpenteaban alrededor de la casa.
Soriano indicó al chofer que siguiera de largo y se detuviera a cien metros. Estacionaron a un costado del camino. A pocos pasos de allí nacía una calle secundaria. Los dos hombres permanecieron en silencio. El negro fumaba un cigarrillo tras otro y la sonrisa parecía pintada en sus labios gruesos. Tenía el pelo enrulado y muy corto.
A velocidad moderada, el Chrysler que conducía a Marlowe se ubicó en la vía de la carretera que indicaba sesenta millas de máxima. El detective encendió su pipa y se recostó en el asiento.
—No pierda de vista al Ford —indicó al chofer.
—Descuide —dijo Freddy.
Era un joven de rostro oscuro, de rasgos latinos, serio y orgulloso de su habilidad con el volante. Manejaba con una sola mano y con la otra sintonizaba la radio que transmitía en castellano. La voz de Armando Manzanero aparecía melosa y envolvente. Al compás, Freddy movía los hombros. Marlowe chupó la pipa y miró el tablero del coche.
—Es un buen auto —dijo.
—Es aguantador —contestó Freddy—, pero más lento que un cartero. Cuando termine de juntar unos dólares me compraré un Jaguar. Mi chica dice que primero debería comprar el departamento, pero yo pienso darme el gusto. Tengo la velocidad en la sangre, compañero.
—Le advierto que no quiero comprobarlo —dijo el detective, muy serio.
Freddy lo miró algo extrañado, se rascó la cabeza en la que el pelo lacio estaba apretado por una gorra, se echó dos chicles a la boca y observó:
—No es que me interese, pero me gustaría saber para qué pidió un chofer que hablara español.
Marlowe miró a Freddy, aspiró la pipa y movió la cabeza.
—El que necesitaba un chofer con español era mi compañero.
—¿Sí? El patrón me dijo: «Andá con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña», y lo señaló a usted.
—No me importa lo que dijo su patrón. Usted tendría que estar en el otro coche, con el argentino.
—Bueno, cuando lleguemos haremos el cambio.
—No, ahora no se puede. No pierda de vista al Ford.
—No se preocupe, el tuerto ve poco y no le gusta correr —dijo Freddy, con una ancha sonrisa.
—Que le falte un ojo no quiere decir que vea la mitad —respondió Marlowe.
—No, ya sé. Sam perdió el ojo bueno en una gresca con la policía. Tiene una catarata en el otro.
—No podría manejar así.
—Puede. El patrón no sabe nada de eso. Es difícil para un negro conseguir trabajo. Si tiene un ojo solo es más difícil, pero si está casi ciego es imposible. Sam siempre hizo cosas imposibles.
—Oiga, ¿quiere decirme que Sam maneja a ciegas? —se enojó el detective.
—No, claro —Freddy levantó el brazo del volante—, tiene un campo de visión reducido, eso es todo. No se estrelló nunca todavía.
—Espero que no sea la primera vez —dijo Marlowe, echándose hacia atrás.
Freddy rió a carcajadas, largo rato, como si Marlowe hubiera dicho un chiste ingenioso. Cuando llegaron, el detective ordenó al chofer que se detuviera al costado del camino, tras un grupo de árboles deshojados y retorcidos.
Diana Walcott subió a su Jaguar sport, lo puso en marcha y dejó que el motor se calentara un par de minutos. Se miró en el espejo. Tenía el pelo rubio muy suelto, las pestañas postizas eran largas y curvas, los labios pintados con rojo vivo y un lunar artificial marcado sobre la mejilla derecha. Sacó una lengua muy fina y pasó la punta por los labios. Descubrió los dientes muy blancos y sonrió. Algunas arrugas, casi imperceptibles, asomaban junto a sus ojos, pero el maquillaje las había cubierto totalmente. Encendió un cigarrillo negro francés, movió la palanca de cambios y salió marcha atrás.
El día era fresco y amenazaba tormenta. Transcurría un invierno excesivamente riguroso para esa zona cálida; cada tarde, a las cuatro, Diana repetía el ritual de mostrarse ante el espejo del auto. Quería que él la viera joven y hermosa. El Jaguar rugió por el camino de pedregullo, derrapó con las ruedas traseras al subir a la carretera y arrancó a toda velocidad.
—¡Sígalo, rápido! —gritó Soriano.
El negro Sam tenía el ojo abierto y vigilante. Vio una ráfaga roja que cruzó por la carretera y salió con el Ford a velocidad normal, como si volviera a su casa. Sintió el zumbido de un Buick negro que pasó junto a ellos. Adentro iban tres hombres y uno fumaba un puro descomunal.
—¡Apúrese! —chilló Soriano.
El velocímetro del coche subió a noventa millas. Sam sonreía y apretaba las manos sobre el volante. Gritó:
—¡Apártense, que aquí viene Sam!
Freddy puso el Chrysler a noventa millas y siguió manejando con una mano. En la radio pasaban un tango quejumbroso. El portorriqueño miró la cola del Ford y dijo:
—No lo podrá seguir. A esa velocidad, Sam iría tras una manada de coyotes creyendo que es la cola del Jaguar.
—¡Páselo! Siga usted al Jaguar —ordenó Marlowe.
—¡Ahora sí, compañero! Nadie escapa de Freddy en una carretera, ni siquiera un Jaguar con una rubia al volante.
Soriano vio cómo el Chrysler de Marlowe pasaba junto a ellos. El detective miró al periodista que fumaba tranquilamente en el asiento delantero y no supo qué gesto hacer. Fue apenas un segundo y el coche de Soriano quedó atrás. El argentino se enardeció.
—¡Corra, imbécil! —gritó con la cara alterada por la angustia. Creía que todo el plan se desmoronaba. Imaginaba a Marlowe reprochándole su inutilidad. Tronó—: ¡Lo alcanza o le rompo la cabeza!
—Le dije que no entiendo su idioma —respondió Sam, siempre sonriente, pero apretó el acelerador.
El coche dio un brinco y el motor enronqueció. La aguja saltó a ciento diez millas. El Chrysler parecía estar parado cuando lo pasaron.
—¡Mierda! —gritó Freddy—. ¡El viejo está loco!
Marlowe saltó del asiento y la pipa, apagada, cayó al piso del coche.
—¡Alcáncelos, se van a matar! —rugió.
Freddy pisó el acelerador a fondo. El Chrysler pasó a dos autos y se puso a la cola del Ford. Freddy empezó a tocar bocina repetidamente, Soriano se dio vuelta y vio al detective que hacía señas. Dijo:
—No pierda de vista al Jaguar, Sam, todo anda bien ahora.
El sport de Diana Walcott sorteaba obstáculos a cien millas por hora. La rubia disfrutaba el aire fresco que golpeaba contra el parabrisas y le enloquecía el pelo. La máquina se pegaba en sus caderas y ella sentía que un cosquilleo de excitación le recorría el cuerpo. Él estaría ahora tirado en la cama, fumando un cigarrillo, leyendo una revista quizá; tenía que ganar tiempo para volver a la hora de la cena, cuando regresara su marido. Era jueves y eso la inquietaba: John Peter Walcott siempre se ponía cariñoso los jueves.
Sam se pasó una mano por la cara y quitó el sudor que se escurría de su frente. El pie derecho le temblaba sobre el acelerador y el hombre que iba a su lado no le quitaba la vista de encima. Veía bultos multicolores que quedaban en el camino. No tenía la menor idea de dónde estaba el Jaguar. Suponía que todo marchaba bien porque el sudamericano había dejado de protestar en su idioma seco y monótono. La cinta blanca que dividía la carretera era apenas perceptible para él, pero estaba seguro de conducir bien. Llevaba tantos años manejando autos que podría hacerlo de oído.
Escuchó un ruido de chapas arrancadas, destrozadas, y se sobresaltó. Sintió el grito de su acompañante, pero no entendió. Buscó el freno, pero no lo pisó bruscamente. Se afirmó en el volante cuando advirtió que el coche había perdido estabilidad. Sintió un chirrido de frenos y luego un estrepitoso choque. Enderezó el auto y aceleró a fondo. El Buick negro, enganchado en el paragolpes trasero por el Ford, perdió estabilidad y salió de la ruta. El conductor hizo un esfuerzo tremendo para impedir el vuelco y logró meter la trompa en la carretera otra vez. Entonces oyó el impacto en la parte trasera y el coche salió despedido de costado hasta chocar contra el cerro. Los tres hombres saltaron afuera.
Marlowe alcanzó a gritar el alerta, pero era tarde. Sólo la pericia de Freddy impidió el choque frontal. El Chrysler iba muy cerca del Ford de Soriano cuando de pronto éste salió lanzado hacia el medio de la ruta y luego de un esfuerzo por mantenerse sobre sus ruedas se aceleró a fondo. Entonces apareció el Buick desbocado, que entraba en la ruta en una maniobra alocada. El paragolpes trasero arrastraba en el pavimento y producía un reguero de chispas multicolores. Freddy giró bruscamente, bombeó el freno un instante y acomodó el auto para el impacto. Fue un topetazo de costado y el Chrysler se clavó en medio de la ruta. Freddy aceleró tras el Ford. Marlowe miró por la ventanilla trasera y vio el Buick parado y a los tres hombres que saltaban a la carretera.
—Usted es un gran piloto —dijo, y frunció los labios. Luego levantó la pipa.
Soriano miró al negro Sam, se sonó la nariz y comentó en español:
—¡Qué reflejos, morocho!
Sam seguía acelerando el coche. Soriano vio a lo lejos el Jaguar que trepaba una colina y se abría en una curva.
—Manténgase así, Sam. Lo tenemos.
El negro sonrió satisfecho. Miró por el espejo retrovisor y vio la trompa algo borrosa del Chrysler. Sostuvo el volante con los codos y colocó otro cigarrillo en la boquilla. Abajo, tras la curva, asomaban las casas bajas de Hollywood. El Jaguar entraba en el tránsito difícil. Sam disminuyó la velocidad.
—No tengo tiempo de ver el Jaguar —dijo a su acompañante—, guíeme usted.
Cuando frenaron en el semáforo estaban a la cola del sport de Diana Walcott. Soriano miró a la derecha y halló tres rostros duros, inmóviles, tocados por la furia. El Buick estaba destrozado en un costado y había perdido el paragolpes trasero. De la nariz del hombre más gordo caían gotas de sangre. Soriano creyó ver el caño de una ametralladora asomar entre las piernas del flaco que iba en el asiento de atrás. Un escalofrío le corrió por la espalda. Levantó la vista hacia el espejo y vio dentro del Chrysler a Marlowe que chupaba su pipa.
—Menos mal —murmuró.
Diana Walcott estacionó el Jaguar en una playa del Sunset Boulevard. Antes de bajar se miró otra vez al espejo. Cruzó la calle. Se había colocado anteojos negros y de un hombro colgaba una cartera de cuero marrón. El Ford de Soriano paró junto a la vereda y el periodista bajó de un salto.
—Estacione en la otra mano —dijo en español— y quédese en el coche.
—¿Cómo dice? —preguntó el chofer tuerto, agachándose para mirar por la ventanilla.
—Pare enfrente —tradujo Soriano en un inglés torpe.