Sólo los ojos del gato, ardientes como brasas de cigarrillos, vigilaban en la oscuridad. Soriano estaba tendido en el diván con la ropa puesta. Dejaba colgar un brazo en cuya mano había un cigarrillo apagado. Roncaba estrepitosamente. La radio sonaba baja, algo lejana y sola. El gato había buscado un lugar entre las piernas del periodista y miraba la puerta de calle. Cuando ésta se abrió, la escena se modificó ligeramente. El gato saltó al suelo y el estallido de luz le cerró las pupilas. Soriano, sacudido por el ruido, dejó de roncar y se acomodó en el diván con un gesto de disgusto. Siguió durmiendo.
Marlowe tenía el pelo revuelto. La corbata abierta colgaba desde el medio del pecho y estaba sucia. El traje sin planchar tenía un aspecto andrajoso. El saco estaba desgarrado en el brazo derecho hasta el codo, y el pantalón se había roto en un siete a la altura de la rodilla derecha.
Tambaleó. Sus ojos estaban vidriosos y opacos como el café. La culata de la pistola asomaba entre el cinturón y el elástico del calzoncillo.
—¡Levántese, Soriano!
El argentino empezó a incorporarse con lentitud; trataba de entreabrir los ojos, atacados por la luz. De entre sus dedos cayó el cigarrillo apagado. Protestó.
—¿Qué hora es?
Se sentó en el diván, la cara cubierta por las manos; el pelo estaba sucio y tenía el color del barro. Abrió los dedos y entre ellos sus ojos observaron al detective que estaba parado, inclinado hacia adelante. Oscilaba. A Soriano se le ocurrió que era un capricho de la luz.
—Está borracho —dijo en un tono neutro.
—¡Levántese!
—¿Por qué no se da una ducha? Ya conectaron el gas.
—¡Le voy a romper la cara, gordo estúpido!
Escupió al suelo. El gato miró la saliva y bajó las orejas.
—No me provoque. Tiene una pistola y está borracho.
—¿Una pistola?
—En la cintura.
Marlowe bajó la vista. Tiró de la empuñadura y sacó la pistola.
—No es mía. La última vez que la vi, hace muchos años, la usaba un detective sobrio, que pagaba sus impuestos y tenía clientes importantes y enemigos que podían emboscarlo en un callejón.
—Un gran hombre.
—Un hombre, compañero. ¿Se burla?
—No me burlo.
—¿Va a pelear o no?
—No.
Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron largamente. De los ojos de Marlowe saltaron dos lágrimas transparentes como gotas de agua, corrieron entre las arrugas de la cara y cayeron al suelo. El ruido fue terrible en la habitación vacía; la pistola había escapado de las manos del detective. El gato corrió a refugiarse en la cocina. Marlowe alzó las manos y las puso muy cerca de sus ojos nublados. Estaban raspadas y sangrantes, sucias de tierra. Las bajó y sus ojos apenas sostuvieron la mirada del argentino.
—Me caí.
—¿Anduvo jugando a la mancha?
Otra vez se miraron. Marlowe sacudió la cabeza y las lágrimas saltaron de sus ojos. Retrocedió hasta la pared.
—Déme café.
Soriano se puso de pie, apagó la radio y caminó lentamente hasta la cocina. Encendió el gas y puso el agua. Escuchó los pesados y vacilantes pasos del detective que entró en el baño. Marlowe se paró frente al espejo. Miró sus manos desgarradas, su imagen gastada, las ropas abiertas. Tragó. Tenía la boca seca y afiebrada. Abrió la ducha y metió la cabeza en el agua. Tuvo un mareo. Soriano escuchó el ruido seco y luego sintió un dolor en el pecho. Llenó una taza de café y fue hasta el baño.
—¡El café! —gritó a través de la puerta.
No hubo respuesta. Una furia súbita, desesperada, se apoderó del periodista. La taza salió despedida contra la puerta y se hizo añicos. El café formó figuras que cambiaron hasta agotarse en pequeños ríos que fluyeron hacia el piso. De una patada abrió la puerta del baño.
El cuerpo del detective estaba estirado y parecía un pescado fláccido sobre el que alguien habría abandonado un traje gris. La mitad del cuerpo colgaba dentro de la bañadera y el agua le mojaba el torso. El detective se movió, intentó levantarse, pero volvió a caer. Un hilo de sangre le marcaba el pómulo derecho. Se incorporó muy despacio. Giró la cabeza mojada, sucia, sangrante, y fijó sus ojos en el hombre que estaba parado a sus espaldas.
—Váyase —murmuró.
—Usted me da pena, detective. Ya no reconoce ni su propia pistola. Un trago lo pone belicoso y después se cae solo.
Marlowe se puso de pie. Se sentía mal, pero de pronto descubrió que tenía la mente despejada y fría. Pasó junto a Soriano sin mirarlo, atravesó la puerta y entró al living. Encendió un cigarrillo. El gato cruzó la habitación a la carrera y maulló frente al detective. Marlowe lo levantó y el animal desapareció entre sus brazos.
—Me caí, Soriano. Me lastimé y rompí el único traje decente que me quedaba. Estoy viejo y le agradezco que me lo recuerde. Usted es un joven valiente que roba una billetera con una pistola en la mano, pero antes me encierra en el baño para que no me dé vergüenza. Le agradezco también. El viejo Marlowe no sirve para carterista ni para borracho.
—No se ponga dramático.
—No, pierda cuidado. Yo también me sentí joven el día en que un actor viejo y destrozado vino a decirme que se estaba muriendo. Le dije que se fuera a un asilo de ancianos. No me hizo caso. Se murió en una pensión, como un perro.