Marlowe caminaba por el sendero rojizo del cementerio entre tumbas chatas y blancas. Algunas tenían flores frescas y otras estaban cubiertas de tallos secos. Desembocó en una amplia calle asfaltada por la que de vez en cuando pasaba un auto. En un Buick azul, descapotado, una mujer joven, vestida de negro, lloraba en el asiento trasero, mientras el chofer manejaba el coche lentamente, con una seriedad que se acentuaba por sus grandes anteojos negros.
El detective encendió un cigarrillo, el último, y tiró el paquete en un canasto que estaba colmado de flores marchitas. Llegó al indicador. Se detuvo un instante hasta orientarse. Tomó nuevamente por un camino angosto, de ripio, mientras aspiraba lentamente el humo del cigarrillo. Su cuerpo alto, un poco encorvado, asomaba por sobre las tumbas bajas. Regresaba sin saber por qué al lugar donde siete años atrás había visto enterrar al viejo Stan Laurel. Marlowe pensó que desde entonces no veía a alguien morir en su cama.
Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. Ni siquiera cuando Marlowe se puso a su espalda se dio vuelta. Seguía inmutable y en su rostro había un dolor sereno. Parecía tener alrededor de treinta años, no era ni alto ni bajo, y sus piernas, bastante chuecas, estaban entreabiertas. Cuando pasó a su lado, Marlowe lo miró atentamente. La cara del hombre era redonda y le quedaba poco pelo para protegerse de la ligera llovizna que empezaba a caer. La nariz pequeña estaba colorada y de vez en cuando la frotaba con un pañuelo. No era que estuviese llorando; se diría, más bien, que estaba resfriado. Sin ser muy gordo, su barriga desentonaba con el resto del cuerpo. Estaba encorvado y fumaba con avidez. De pronto se movió, fue hasta una tumba vecina, se apoyó en ella sin importarle demasiado, metió la mano derecha en un bolsillo y se quedó con la mirada fija en el cielo.
—¿Lo conocía? —preguntó Marlowe.
El hombre bajó la vista y miró al detective. En sus labios apareció una sonrisa sin sentido, como si se dispusiera a iniciar una charla amable.
—No personalmente. ¿Usted es pariente?
Hablaba un inglés tan malo que Marlowe tuvo que hacer un esfuerzo para entender el sentido de la frase.
—No. ¿De dónde es usted? Si es que existe alguna parte en el mundo donde se hable de esa manera.
—Soy argentino. Perdóneme, nunca tuve facilidad para el inglés.
—¿Qué hace aquí, frente al viejo Stan? ¿Anota el lugar para incluirlo en las guías de turismo de los gauchos?
—¿Perdón?
Marlowe se acercó al hombre que dejó de apoyarse en la tumba vecina. No entendía bien esa sonrisa permanente en la cara redonda y mofletuda.
—Mire, amigo —dijo en castellano—, hablo bastante bien el español y creo que eso será un alivio para usted. Le pregunté qué hace frente al viejo Stan.
—Nada. ¿Está prohibido pararse aquí? Desde que llegué a Estados Unidos estoy cometiendo infracciones.
—Le habrá costado explicarse. Soy detective privado; Laurel me había contratado poco antes de morir.
—¿Para qué?
—Manías de viejo. Se estaba muriendo y lo sabía. Era un hombre desesperado.
—¿Usted llegó a conocerlo bien?
—Lo que un detective puede conocer a una persona con la que ha hablado una docena de veces.
El hombre cobró un súbito interés por el detective. Sacó un atado de cigarrillos argentinos (en el otro bolsillo tenía los Lucky, pero pensó que esto despertaría, aunque sea de una manera trivial, el interés del norteamericano) y convidó uno a Marlowe. Dejó que le diera fuego. El argentino advirtió de pronto que el hombre que tenía ante sí no se parecía demasiado a otros que había conocido en Los Ángeles. Parecía un poco lejano y hosco, como si lo hubieran desclavado (se le ocurrió esa imagen) de una pared y en su lugar hubiera quedado un agujero inútil. El clavo, viejo y oxidado, hasta algo torcido, tampoco servía para nada. Desde su llegada, el argentino estaba solo, en un hotel barato y sucio, y se alegró de hallar a alguien con quien charlar sobre Laurel y Hardy.
—Discúlpeme —habló bajando la voz, como si tuviera vergüenza de lo que iba a decir—; tengo mucho interés en hablar con usted sobre Laurel. Si no es un inconveniente… creo que podría invitarlo a cenar esta noche, o a la tarde, no sé… me confundo un poco con los horarios de las comidas en este país.
—¿Está solo?
—Sí. Soy periodista, pero no busco información. Estoy escribiendo una novela sobre Laurel y Hardy y pensé que usted…
—Conocí a un solo novelista, un tal Wade, y me trajo problemas. Usted no busca líos, ¿verdad?
—No. Parece estar siempre en guardia.
—Es parte de mi oficio. A causa de eso pasé los cincuenta. Tengo algunas palizas encima pero puedo darme el lujo de abandonar el cementerio caminando.
El argentino rió como si Marlowe hubiera hecho un chiste. El detective se mantuvo impasible, entonces el periodista dejó de reír y preguntó:
—¿Qué me dice, acepta? No tengo mucha plata, pero puedo pagar una comida.
—Eso es bastante en estos tiempos.
El argentino metió la mano en el bolsillo de su saco y empezó a caminar por el sendero de ripio. Iba a hablar cuando advirtió que estaba solo. Se dio vuelta y vio a Marlowe parado ante la tumba de Laurel. Fue un instante. El detective caminó hacia él dando largas zancadas.
—¿Cómo se llama?
—Soriano. Osvaldo Soriano.
—Soy Philip Marlowe. Con e al final. Eso me traía algunas dificultades con los cheques que me enviaban los clientes.
Soriano estaba riendo otra vez, pero al ver que el detective seguía impasible dejó de hacerlo.
—¿Adónde va ahora?
—Voy a cerrar la oficina. Acompáñeme, si no le molesta viajar en ómnibus.
—No me molesta.
Viajaron de pie durante casi una hora. Cuatro negros iban en el fondo del ómnibus cantando y se comportaban de manera agresiva. Los blancos que los rodeaban trataban de mantenerse a distancia. Marlowe los miró un rato y dijo luego a Soriano, hablando en español:
—Los negros están haciendo lío otra vez. La policía tiene que calmarlos a palos todos los días. La ciudad está cambiando, no volverá a ser como antes. Antes era una mierda.
—¿Ahora será mejor?
—No dije eso. Dije que antes era una mierda. Los ricos se vinieron para acá y construyeron palacios en los valles, alrededor de Hollywood. Para ellos era como vivir un sueño. No había negros aquí. Llegaron de a poco, corridos de otros lugares. Vamos, tenemos que bajar.
Caminaron dos cuadras. El cielo plomizo dejaba caer una llovizna muy suave que humedecía las calles. La gente abría paraguas y hacía cola para conseguir taxis. Marlowe se detuvo a comprar cigarrillos.
—¿Le gusta la ciudad?
—No mucho; estoy confundido. Nunca había hecho un viaje tan largo ni pensaba conocer Estados Unidos. No me gusta este país. Pero, no sé… hay algo grande…
—¿Algo grande? Pilas de mierda, compañero. Cuando le den una paliza para sacarle la billetera se dará cuenta de que aquí no hay nada grande, como no sean los tesoros del Tío Sam.
Entraron a la oficina. Marlowe abrió con una llave grande y Soriano sintió una oleada de aire pesado. La sala olía a encierro. Los sillones eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Marlowe levantó un par de sobres del suelo y los dejó sobre el escritorio sin abrirlos. Soriano se sentó en un sillón y pidió un cenicero. Marlowe hizo un gesto indicando que tirara la ceniza al suelo. Luego sacó una camisa limpia de un cajón y se cambió allí mismo; limpió sus viejos zapatos con una cortina, encendió un cigarrillo y llamó por teléfono al servicio de recepción. Nadie lo había buscado.
—No se preocupe —dijo a la telefonista—, ahora encuentro a la gente en el cementerio.
Colgó. Soriano se había levantado para apagar el cigarrillo en un cenicero, sobre el escritorio. Allí vio también un tintero seco, el teléfono negro, cartas sin abrir, papeles. Todo estaba cubierto por una leve capa de polvo. El argentino observó atentamente. Marlowe se dio cuenta, pero estaba acostumbrado a que la gente que entraba a su oficina se alarmara por el desorden. Soriano levantó la cabeza hacia el brazo de luz del techo y se quedó mirando. Marlowe sonrió por primera vez.
—Son Rosie, Mary y Joanne. No pudieron conmigo.
Eran tres polillas muertas que aspiraban a un entierro natural, ya que el polvo las estaba cubriendo. Soriano calculó que llevarían varios meses allí.
Marlowe apagó la luz, cerró la puerta y fueron hacia el ascensor. Afuera vieron que había dejado de llover.