Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento es fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras iguales las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Ollie, el de la ceniza. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan pasa su lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar.
Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, la costa inglesa.
El gordo está prolijamente peinado, el pelo ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Stan coloca una mano sobre sus ojos para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte. Esta costa (la misma que dejó hace cuarenta años) es otra para él.
El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
—Ya salen los pescadores —ha dicho el gordo.
A lo lejos centenares de botes dejan la costa en dirección al barco. Sólo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasiado frío.
—Habrá que tomar un tren hasta Lancashire —dice el flaco sin mirar a su compañero, y agrega—: Los trenes tienen que ver con el principio y con el final.
Por primera vez, Ollie se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. «Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final», piensa.
Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. Él siempre tuvo algo de elefante. No sólo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento, cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante en seguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido; tan dolorido está el animal que cualquiera puede matarlo.
—Me siento como un elefante —ha dicho Ollie. Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia, donde los botes avanzan agitados por el mar—. ¿Tu padre sabe que llegas? —pregunta Ollie.
—Le mandé un telegrama. Habrá función en el pueblo. Él todavía trabaja en el teatro del condado. Debe tener ochenta años. Ya no me acuerdo de su cara.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que verá a su padre, que subirá otra vez a un escenario inglés como en aquellos tiempos de la troupe de Karno. Su padre lo hizo actor y esperó de él algo que nunca podría conseguir en su pueblo. ¿Lo había logrado? Stan siente que un peso le oprime el pecho. Dos viejos van a encontrarse. Ambos son iguales ahora. Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojos nublados y siente un poco de frío. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas de aquella noche de 1912 cuando abandonó Inglaterra. El flaco siente ahora lo mismo que entonces. Es necesario apostar otra vez por la vida; pero no sabe si alguien se atreverá a aceptar su apuesta.
Stan enciende un cigarrillo. Tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.
Se han mirado sin hablar. Stan se cubre la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. El barco ha entrado en puerto y el ancla cae con un ruido sordo. El gordo se aleja tras la gente que desciende.
De un bolsillo, Stan saca un puñado de dólares verdes y arrugados, los estruja con fuerza y los arroja al mar.
—Estoy vivo, papá —dice, y salta a tierra.
Stan y Ollie murieron desafiándose, sonrieron con gesto torvo y rehusaron estar acongojados. Yo quiero decir ahora a Stan lo que él siempre me dijo cuando nos despedíamos: «Dios te bendiga».
Dick van Dyke en su tributo fúnebre a Stan Laurel. Cementerio de Forest Lawn, febrero de 1965.