Ollie se ha sentado en un sillón donde el cuerpo parece estar de sobra. Fuma un cigarro de discreta calidad, tratando de que las cenizas no caigan sobre el piso brillante del hall. Su vista sube, baja, gira y se detiene en los cuadros de las paredes, en los muebles, en todo ese lujo que adorna la sala confortable pero deshabitada.

«Qué viejo está», piensa la secretaria vieja, que ha entrado por una puerta enorme y se acerca al gordo con una sonrisa.

—El señor Wayne lo recibirá en un momento —le dice y aun cuando ha terminado de hablar sostiene su mirada a través de los lentes.

—Gracias —contesta el gordo, e inclina la cabeza a modo de saludo. A ella le parece que el juego es el mismo de siempre, sólo que falta Stan para levantar su sombrero y responder al saludo.

El gordo no se ha movido del sillón y continúa mirando discretamente a su alrededor, hasta descubrir un par de pistolas que se cruzan formando una equis sobre la pared, justo frente a él. A la derecha, una bandera norteamericana cuelga inmaculada, como si alguien se tomara el trabajo de lavarla de vez en cuando, de cuidar sus pliegues imperfectos.

Apaga el cigarro y se arrellana en el asiento. Hace mucho tiempo que no ve a John y le da un poco de vergüenza visitarlo para pedirle trabajo. Stan le ha dicho que no se apresure. No le habló mal de Wayne porque nunca habla mal de nadie, pero él se dio cuenta de que no le cae simpático. Tal vez haya sido una imprudencia molestarlo, interrumpir su trabajo.

La puerta se abre y la secretaria, solemne y curiosa, le indica que pase. Transpone la puerta enorme y encuentra el vacío. Allá, a lo lejos, un cowboy se pone de pie y levanta los brazos, jovial y descansado, como si acabara de despertarse de una siesta.

—¡Mi viejo Ollie! —grita. Avanza. Sacude el cuerpo flaco, excesivamente alto. Lleva un pantalón vaquero de cuero y una chaqueta de cheyenne; a ambos lados de la cintura cuelgan las pistolas. Cuando están a dos metros el gordo anticipa la mano derecha y una sonrisa. Wayne, con la velocidad de un rayo, saca sus pistolas y aprieta ambos gatillos a la vez.

Hay un chasquido seco, absurdo, que se pierde en el aire; una carcajada falsa, hiriente, más de complicidad que de gozo, deforma la cara del cowboy. Ollie comienza a sonreír. Es una respuesta tímida y sorprendida que se apaga pronto. Wayne sigue riendo mientras las pistolas giran en sus dedos, pasan de una mano a otra antes de caer en las fundas.

—¡Mi viejo Ollie! —repite Wayne y estrecha los hombros del gordo que sonríe sin ganas, apenas con un gesto quebrado—. ¿Qué te parece mi ropa para la próxima película? —pregunta Wayne.

—Estás muy bien, sos un verdadero cowboy —contesta Ollie y su mirada recorre cada detalle.

—Hay que cuidar la forma, Ollie —dice Wayne mientras levanta las cejas—, el público no quiere vaqueros mal entrazados, que den risa.

Hace un paréntesis, como disfrutando, y agrega:

—Ustedes sí que dieron risa. Ya lo creo.

—Gracias —contesta el gordo, que sostiene el sombrero entre sus manos.

Lo ve alejarse hacia el escritorio, en el fondo del salón, y lo sigue con paso lento. No hablan. La enorme figura del vaquero se hace más imponente al recortarse frente al ventanal. Se sienta tras el escritorio y saca un cigarrillo que enciende con una pequeña pistola. Una enorme pintura de Custer se empequeñece a sus espaldas. Por fin, habla:

—¿Qué te trae de visita, Ollie?

El gordo vacila. Parece un principiante, o un viejo estúpido. Dice en voz baja:

—Busco un papel, John; algo para mí solo. Stan y yo tenemos algunas propuestas, pero él prefiere elegir los guiones. Estudia demasiado las cosas y entretanto…

—Ustedes todavía pueden trabajar, Ollie… ¿Qué es eso de separarse?

—No nos separamos, John, busco algo transitorio. Mi situación no es buena y unos dólares me vendrían bien.

Wayne ha sacado una pistola y mira dentro del tambor, lo hace girar, sopla el humo del cigarrillo a través del caño.

—Debí imaginarlo. Puedo darte algo en The Fighting Kentuckian. Un villano o algo así.

—Un villano…

—Algo así.

Se miran. El gordo se siente como un elefante indefenso ante el cazador. Ahora sabe que Stan tenía razón. Aquí está, convertido en un villano, disfrazado con un gorro de piel y una carabina.

—Arregla con el ayudante de producción —oye decir. Sale. No sabe si ha tendido otra vez su mano, pero se la lleva a la boca y siente gusto a pólvora. La vieja secretaria lo despide con una sonrisa. «¡Qué viejo está!», piensa.