—¡Cámara!

La cara del gordo se ha transformado en una máscara payasesca por el maquillaje. Está ante la enorme cocina de un restaurante, frente a decenas de cacharros, y el vapor que sale de ellos lo envuelve y lo hace sudar. Los mozos entran uno tras otro y llevan los pedidos, vuelcan los guisos y las sopas. El piso es un enchastre de patas de cordero, papas, verduras, sobre las que el gordo y los mozos resbalan una y otra vez; caen al suelo dibujando cabriolas espectaculares. La acción se interrumpe a menudo. El flaco corre de un lado a otro, grita instrucciones, habla con el gordo y le marca las escenas siguientes.

Los días del ensayo previo lo han dejado conforme. «Ese gordo tiene talento y hará reír mucho», piensa Stan. Está feliz porque Hal Roach le ha dado una oportunidad para dirigir un filme. Hace catorce años que llegó a Estados Unidos y se ha ganado la vida en Hollywood como actor de comedias sin demasiado éxito.

Ollie pesa ciento cuarenta kilos, pero los lleva sin esfuerzo. Quiso ser actor desde que dejó su casa de Georgia, contra la voluntad de su padre. Cuando filmó su primera película parecía un bebé rozagante al que el público esperaba que le pasaran cosas terribles. Pero era muy difícil triunfar. Chaplin había acaparado al público, a la prensa, y todo el mundo hablaba de él.

Ahora Ollie está contento. Siente que Laurel es un tipo inteligente, que sus guiones son precisos y ricos, que sus observaciones son certeras. Será, cree, un gran director. El gordo deja que los auxiliares lo maquillen otra vez, mientras escucha los gritos del flaco que se acerca y controla el efecto que los cosméticos han conseguido sobre su cara. Todo está listo para filmar la siguiente escena. Alguien, en el estudio vecino, hace sonar un tango. Ollie sonríe. Recuerda aquellos rosedales de Palermo; los mateos y los bares de la estación Retiro. Buenos Aires era una linda ciudad en 1915.

Ollie camina lentamente hacia las luces del escenario donde las cámaras están listas. No sabe por qué, pero otra vez recuerda los rosedales, las mujeres tímidas y los hombres impecables que las toman del brazo. Los compases del tango le traen a la memoria a aquel hombre, al bandoneonista —Pacho lo llamaban—, que siempre estaba haciéndole chistes por su barriga y su lamentable español. Tenía que ayudarlo en todo. Pacho sospechaba que Ollie comprendía el español, pero hablaba en inglés para no meterse en líos. El tango ha dejado de oírse y el gordo sonríe frente al flaco y le hace un gesto cómplice. El flaco entiende y sonríe también. Ahora recuerda su viaje a la Argentina, en 1914, sus acrobacias de payaso en un teatro céntrico (el Casino, cree recordar), la esperanza que tenía de ser alguna vez actor de cine o director. Quizás ha recordado aquellos corralones donde podía escucharse el tango y compartir un vaso de vino con hombres de pañuelo al cuello y mirada sobradora.

—¡Cámara!

La acción recomienza en el mismo exacto lugar donde Stan había ordenado el corte anterior. Ollie tiene que resbalar una vez más, debe odiar a los mozos que han dejado caer al suelo sus bandejas. El giro es perfecto y la armonía de sus movimientos logra una extraña forma de poesía grotesca.

El resbalón y la caída parecen un cataclismo. Stan sonríe satisfecho. El gordo lo ha logrado. Ollie grita. La escena se rompe en mil pedazos. Stan ordena el corte de cámaras. Corre hacia el escenario. Al caer, el gordo ha arrastrado una olla de agua hirviendo. Tiene el brazo derecho rojo y la piel empieza a arrugarse. Ollie grita cada vez más. Alguien corre en busca de un bálsamo para quemaduras. Stan se toma la cabeza. Quiere llorar y no lo consigue. Todo su plan se desmorona, ya no habrá película. Furioso, patea los cacharros y lanza golpes al aire, resbala sobre una planta de lechuga, trastabilla, tropieza contra las piernas del gordo que sigue gritando y cae de narices.

Hal Roach grita satisfecho, levanta los brazos y los agita, masca su cigarro con ferocidad.

—¡Los encontré! —grita—. ¡Son ellos!

A su alrededor nadie ha podido contener una carcajada. La caída del gordo y la furia del flaco —que ahora está tirado y golpea los puños contra el suelo— han sido una de las cosas más desopilantes que se han visto en el estudio. Roach vocifera hasta que un asistente corre a su lado.

—¡Contrátelos! —ordena con voz entrecortada—. Es la pareja más cómica que he visto en mi vida.

Laurel se ha levantado y camina hacia Roach. Su rostro tiene el gesto del llanto, pero sólo siente pena.

—¡Qué cagada, Dios mío! —Se toma la cabeza. Roach lo mira sonriente.

—¿Se anima a repetirlo? —pregunta, ordena—. Directores hay muchos, Stan.

El flaco no comprende. Atrás, una enfermera embadurna el brazo de Ollie y le coloca una venda desprolija. El gordo siente un ligero alivio. La risa de los asistentes le ha dado mucha rabia. No ha entendido tampoco qué hacía Laurel en el suelo, junto a él. Ahora se acerca al productor y a Stan; va a decirles que dentro de una semana podrá seguir trabajando. Los dos hombres lo miran. Roach es feliz.

—Creo que ustedes van a hacer reír —dice.