9
Hugo
Kendra se había puesto el tablero triangular en el regazo. Estaba analizando la posición de los palitos, planeando el siguiente salto. A su lado, Lena se mecía suavemente en una mecedora mientras contemplaba la salida de la luna. Desde el porche apenas podían verse unas pocas hadas volando por el jardín. Entre ellas, en medio de la luz plateada de la luna, parpadeaban las luciérnagas.
—Esta noche no hay muchas hadas —comentó Kendra.
—Puede que pase un tiempo hasta que las hadas vuelvan a frecuentar en grupo nuestros jardines —respondió Lena.
—¿No podrías tú explicarles todo lo sucedido?
Lena se rio en voz baja.
—Antes que hacerme caso a mí, prestarían oídos a tu abuelo.
—Pero ¿no eras antes algo así como una de ellas?
—Ese es el problema. Observa.
Lena cerró los ojos y empezó a cantar suavemente.
El trino de su aguda voz dio vida a una nostálgica melodía. Varias hadas acudieron volando como flechas desde el jardín y se quedaron revoloteando a su alrededor, formando un amplio semicírculo e interrumpiendo los trinos de Lena con fervientes gorjeos.
Lena dejó de cantar y dijo algo en un idioma ininteligible. Las hadas replicaron con sus gorjeos. Lena pronunció una última frase y las hadas se marcharon volando.
—¿Qué decían? —preguntó Kendra.
—Decían que debería darme vergüenza cantar una canción nayádica —respondió Lena—. No soportan que se les recuerde de ningún modo que antes yo era una ninfa, especialmente si eso implica que me siento en paz con mi decisión.
—Parecían muy molestas.
—Gran parte de su tiempo lo dedican a burlarse de los mortales. Cada vez que alguna de nosotras se pasa al bando de la mortalidad, las demás empiezan a preguntarse si estarán perdiéndose algo. Sobre todo si damos la impresión de estar contentas. Se ríen de mí despiadadamente.
—¿No dejas que te afecte?
—La verdad es que no. Ellas saben cómo aguijonearme. Se burlan de mí por estar haciéndome vieja, se ríen de mi pelo, de mis arrugas. Me preguntan si me lo pasaré bien cuando me entierren en un ataúd. —Lena frunció el entrecejo y miró pensativa la noche—. Hoy, cuando gritaste pidiendo socorro, sentí la edad que tengo.
—¿Qué quieres decir?
Kendra saltó un palito del tablero triangular.
—Traté de correr en tu ayuda, pero acabé despatarrada en el suelo de la cocina. Tu abuelo llegó a tu lado antes que yo, y no es ningún atleta.
—No fue culpa tuya.
—En mis años mozos, me hubiera plantado allí en un abrir y cerrar de ojos. Antes siempre estaba a mano en casos de emergencia. Ahora acudo renqueando al rescate.
—Aún te desenvuelves de una manera alucinante.
A Kendra empezaban a acabársele las opciones de movimientos. Ya se le había quedado aislado un palito.
Lena sacudió la cabeza.
—No duraría ni un minuto en el trapecio o en la cuerda floja. En tiempos, los dominaba con una agilidad natural. La maldición de la mortalidad. Te pasas la primera parte de la vida aprendiendo, haciéndote más fuerte, más capaz. Y entonces, sin que sea culpa de uno mismo, el cuerpo empieza a fallar. Involucionas. Brazos y piernas fuertes se vuelven flojos, los sentidos aguzados se vuelven torpes, la constitución recia se deteriora. La belleza se marchita. Los órganos empiezan a fallar. Te recuerdas a ti misma en la flor de la vida y te preguntas dónde estará esa persona. A medida que tu sabiduría y tu experiencia alcanzan sus cotas máximas, tu cuerpo traicionero se convierte en una prisión.
Kendra ya no tenía opciones de movimiento en su tablero perforado. Le habían quedado tres palitos.
—Nunca se me había ocurrido pensarlo así.
Lena cogió el tablero de las piernas de Kendra y empezó a colocar los palitos.
—En su juventud, los mortales se comportan más como ninfas. La edad adulta parece estar a una distancia infinita, por no hablar del debilitamiento de la vejez. Pero acaba dominándote, inexorable e inevitablemente. Para mí es una experiencia frustrante, algo que enfurece y una lección de humildad.
—Cuando hablamos el otro día, me dijiste que no modificarías tu decisión —le recordó Kendra.
—Cierto. Si me dieran la oportunidad, volvería a elegir a Patton. Y ahora que he experimentado la mortalidad, no me imagino cómo podía estar contenta con mi otra vida. Pero los placeres de la mortalidad, la emoción de estar viva, tienen un precio. El dolor, la enfermedad, el declive de la edad, la pérdida de los seres queridos… Podría pasar perfectamente sin estas cosas.
Los palitos estaban preparados. Lena empezó a saltarlos.
—Me impresiona la tranquilidad con que la mayoría de los mortales se toma el debilitamiento del cuerpo. Patton. Tus abuelos. Muchos otros. Simplemente, lo aceptan. A mí siempre me ha dado miedo envejecer. Su inevitabilidad me tortura. Desde que dejé el estanque, la perspectiva de la muerte ha sido como una sombra amenazadora que no ha dejado de acompañarme ni un momento desde algún rincón de mi mente.
Saltó el último palito y dejó solamente uno en el tablero. No era la primera vez que Kendra veía cómo lo hacía, pero aún no había conseguido copiar sus movimientos.
Lena suspiró suavemente.
—Debido a mi naturaleza, puede que tenga que soportar la vejez durante muchas más décadas que los seres humanos normales y corrientes. El humillante broche final de la condición mortal.
—Por lo menos eres un genio saltando palitos —apuntó Kendra. Lena sonrió.
—Mi solaz en el invierno de la vida.
—Todavía puedes pintar, y cocinar, y hacer toda clase de cosas.
—No es mi intención quejarme. Estos no son problemas que deban compartirse con las mentes jóvenes.
—No pasa nada. No me estás asustando. Tienes razón, en el fondo no soy capaz de verme de adulta. Una parte de mí se pregunta si de verdad algún día llegará el instituto. A veces creo que tal vez moriré joven.
La puerta de la casa se abrió y el abuelo asomó la cabeza.
—Kendra, necesito deciros algo a Seth y a ti.
—Vale, abuelo.
—Ven al estudio.
Lena se puso de pie e hizo un gesto a Kendra para indicarle que debía darse prisa. Kendra entró en la casa y siguió al abuelo al estudio. Seth estaba ya allí, sentado en una de las sillas extra grandes, tamborileando con los dedos sobre el reposabrazos. Kendra ocupó la otra silla, mientras el abuelo tomaba asiento detrás de la mesa.
—Pasado mañana es 21 de junio —dijo el abuelo—. ¿Conoce alguno de vosotros dos lo que significa esa fecha?
Kendra y Seth cruzaron una mirada.
—¿Tu cumpleaños? —tanteó Seth.
—El solsticio de verano —respondió el abuelo—. El día más largo del año. La noche previa constituye una festividad para las criaturas fantásticas de Fablehaven en la que dan rienda suelta a sus pasiones. Cuatro noches al año pueden disolverse los límites que definen los diferentes espacios en los que puede adentrarse cada clase de seres. Esas noches de fiesta por todo lo alto resultan esenciales a la hora de mantener la segregación impuesta en el lugar en circunstancias normales. La noche del solsticio de verano, los únicos límites que impiden el paso a una zona donde ninguna criatura puede entrar a sus anchas y en la que no puede causar daños son las paredes de esta casa. A no ser que se les invite, no pueden entrar aquí.
—¿La noche del solsticio de verano es mañana? —preguntó inquieto Seth.
—No quería decíroslo con demasiada antelación para que no os entrara el pánico. Mientras obedezcáis mis indicaciones, la noche transcurrirá sin incidentes. Habrá mucho alboroto, pero estaréis a salvo.
—¿En qué otras fechas pierden el control? —preguntó Kendra.
—En el solsticio de invierno y en los dos equinoccios. La noche del solsticio de verano suele ser la más desmadrada de las cuatro.
—¿No podemos verlo por las ventanas? —preguntó Seth entusiasmado.
—No —respondió el abuelo—. Ni disfrutaríais de las vistas. Las noches de festejos, las pesadillas cobran vida y rondan por el jardín. Ancestrales entes de una maldad suprema patrullan la oscuridad en busca de presas. Os iréis a dormir a la caída de la tarde. Os pondréis tapones para los oídos. Y no os levantaréis hasta que el amanecer disipe los horrores de la noche.
—¿Deberíamos dormir en tu habitación? —preguntó Kendra.
—El cuarto de juegos del desván es el lugar más seguro de la casa. En él se han colocado protecciones extra, como precaución para los niños. Aun cuando, por cualquier desgracia, algún mal bicho entrara en la casa, vuestro cuarto seguiría siendo seguro.
—¿Alguna vez ha entrado algo en la casa? —preguntó Kendra.
—Nada indeseado ha vulnerado las paredes de este hogar —respondió el abuelo—. Aun así, todo cuidado es poco. Mañana ayudaréis a preparar unas cuantas defensas, para que podamos contar con un estrato más de protección. Debido a la reciente trifulca con las hadas, temo que esta noche de solsticio resulte particularmente caótica.
—¿Alguna vez ha muerto alguien aquí? —preguntó Seth—. Quiero decir dentro de la finca.
—Deberíamos dejar ese tema para otro momento —respondió el abuelo, poniéndose en pie.
—El tipo aquel que se transformó en semillas de diente de león —apuntó Kendra.
—¿Nadie más? —insistió Seth.
El abuelo los observó seriamente unos segundos.
—Tal como vais aprendiendo, estas reservas están llenas de peligros. En el pasado se han producido accidentes. Por lo general, dichos accidentes tuvieron como víctimas a personas que se aventuraron por zonas en las que no tenían permiso para entrar, o que metieron las narices en asuntos que escapaban a su comprensión. Si seguís mis normas, no deberíais tener nada de lo que preocuparos.
• • •
El sol no se había elevado mucho aún sobre la línea del horizonte cuando Seth y Dale salieron andando por la pista llena de rodadas que partía del granero. Seth nunca se había fijado específicamente en aquel camino de carretas lleno de hierbajos. El camino empezaba en el extremo más alejado del granero y se dirigía al bosque. Después de serpentear unos metros entre los árboles, la pista cruzaba una gran pradera.
Por encima de sus cabezas, sólo unos cuantos jirones de nubes interrumpían el brillante azul del cielo. Dale andaba con brío, obligando a Seth a apretar el paso para no quedarse rezagado. Seth empezaba ya a empaparse de sudor. El cálido día prometía ser muy caluroso hacia el mediodía.
Seth se mantenía atento a la aparición de cualquier criatura interesante. En la pradera vio aves, ardillas y conejos, pero nada sobrenatural.
—¿Dónde se han metido todos los animales mágicos? —preguntó.
—Esta es la calma antes de la tempestad —explicó Dale—. Calculo que la mayoría estará descansando para esta noche.
—¿Qué clase de monstruos saldrán esta noche?
—Stan me avisó de que probablemente tratarías de sonsacarme información. Más te vale no ser tan curioso sobre esta clase de cosas.
—¡Lo que me hace ser curioso es que no me lo cuentes!
—Es por tu propio bien —repuso Dale—. Por un lado, al contártelo podrías asustarte. Y por otro lado, al contártelo podrías sentir aún más curiosidad.
—Si me lo cuentas, te prometo que dejaré de ser curioso.
Dale sacudió la cabeza.
—¿Qué te hace pensar que podrás mantener esa promesa?
—No creo que pueda sentir más curiosidad de la que siento ya en estos momentos. No saber algo es lo más duro.
—Bueno, a decir verdad no puedo dar una respuesta muy satisfactoria a tu pregunta. ¿He visto cosas espeluznantes en el tiempo que llevo aquí? Puedes estar seguro de ello. Y no sólo las noches festivas. ¿He mirado furtivamente por la ventana durante una noche festiva? Una o dos veces, cómo no. Pero he aprendido a dejar de mirar. Las personas no estamos hechas para contemplar cosas de ese estilo. Luego, cuesta conciliar el sueño. Ya no miro. Lena tampoco, ni vuestro abuelo ni vuestra abuela. Y nosotros somos adultos.
—¿Qué viste?
—¿Qué tal si cambiamos de tema?
—Me estás matando. ¡Tengo que saberlo!
Dale se detuvo y se volvió para mirarle.
—Seth, tú sólo crees que quieres saber. Parece que saber no hace daño, mientras te paseas bajo un cielo azul y despejado una agradable mañana en compañía de un amigo. Pero ¿qué pasará mañana cuando estés a solas en tu cuarto, en medio de la oscuridad, cuando la noche se llene de sonidos antinaturales? Es probable que lamentes haberme hecho ponerle cara a lo que gime al otro lado de la ventana.
Seth tragó saliva. Alzó la vista hacia Dale con los ojos como platos.
—¿Qué clase de cara?
—Vamos a dejarlo ahí. Todavía hoy, cuando estoy por aquí fuera después de la puesta del sol, me arrepiento de haber mirado. Cuando seas unos años mayor, llegará un día en que tu abuelo te dará la oportunidad de mirar por la ventana durante una noche festiva. Si empiezas a sentir mucha curiosidad, posponla hasta ese momento. En mi caso, si pudiera dar marcha atrás, evitaría por completo mirar por la ventana.
—Es fácil de decir cuando ya lo has hecho.
—No es fácil de decir. Pagué un alto precio para poder decirlo. Muchas noches en vela.
—¿Qué puede ser tan malo? Puedo imaginarme algunas cosas que ponen los pelos de punta.
—Yo pensaba lo mismo. No supe apreciar que imaginar y ver son cosas muy diferentes.
—Si ya miraste una vez, ¿por qué no volver a hacerlo?
—No quiero ver nada más. Prefiero imaginarme las escenas el resto de mi vida.
Dale echó a andar otra vez.
—Aun así, sigo queriendo saber —replicó Seth.
—Las personas inteligentes aprenden de sus errores. Pero las inteligentes de verdad aprenden de los errores de los otros. Y no te pongas mohíno; estás a punto de ver una cosa impresionante. Y ni siquiera te provocará pesadillas.
—¿Qué?
—¿Ves el sendero que sube por encima de ese montículo?
—Sí.
—La sorpresa está al otro lado.
—¿Estás seguro?
—Por completo.
—Más vale que no sea otra hada —replicó Seth.
—¿Qué problema hay con las hadas?
—A estas alturas he visto ya como un billón, y además me convirtieron en morsa.
—No es un hada.
—¿No será una cascada o algo así? —preguntó, receloso.
—No, te va a gustar.
—Bien, porque me estás dando esperanzas. ¿Es peligroso?
—Podría ser, pero estaremos a salvo.
—Démonos prisa.
Seth subió a toda velocidad el montículo. Echó la vista atrás hacia Dale, que seguía caminando, lo cual no era buena señal. Si la sorpresa era peligrosa, a Dale no le habría hecho gracia que echara a correr.
Una vez en lo alto del montículo, Seth se detuvo y miró atentamente la suave bajada del otro lado. A menos de cien metros de distancia, una criatura descomunal se abría paso por un henar, empuñando un par de guadañas enormes. La inmensa criatura segaba amplias extensiones de alfalfa a un ritmo incesante, haciendo silbar y sonar las dos guadañas sin la menor pausa.
Dale se reunió con Seth en lo alto del montículo.
—¿Qué es? —preguntó Seth.
—Nuestro golem, Hugo. Ven a ver.
Dale abandonó el camino de carretas y empezó a cruzar el campo en dirección al afanoso Goliat.
—¿Qué es un golem? —preguntó Seth, corriendo tras él.
—Observa. —Dale elevó la voz—. ¡Detente, Hugo! —Las guadañas detuvieron la siega en mitad del movimiento—. ¡Hugo, ven!
El hercúleo segador se dio la vuelta y trotó hacia ellos con unas zancadas largas y saltarinas. Seth notaba que el suelo vibraba a medida que Hugo se acercaba. Asiendo aún las guadañas, el gigantesco golem se detuvo delante de Dale, alto como una torre a su lado.
—¿Está hecho de arena? —preguntó Seth.
—De tierra, arcilla y piedra —respondió Dale—. Un poderoso brujo le otorgó la apariencia de la vida. Hugo fue donado a la reserva hace un par de siglos.
—¿Cuánto mide?
—Casi dos metros setenta cuando se yergue. La mayor parte del tiempo está encorvado y sólo alcanza menos de dos metros cuarenta.
Seth miró embobado aquel mastodonte. Por la forma, parecía más un simio que un humano. Aparte de su altura impresionante, Hugo contaba con unos brazos anchos y gruesos, igual que sus piernas, y tenía unas manos y unos pies desproporcionadamente grandes. Aquí y allá le brotaban del cuerpo terroso penachos de hierba y algún que otro diente de león. Tenía la cabeza alargada y la mandíbula cuadrada. La nariz, la boca y las orejas eran rasgos burdos. Los ojos eran dos huecos vacíos debajo de una frente protuberante.
—¿Sabe hablar?
—No. Intenta cantar. ¡Hugo, cántanos una canción!
La gran boca empezó a abrirse y cerrarse y de ella salió una serie de graves rugidos, unos largos, otros cortos, ninguno de ellos especialmente parecido a nada musical. Hugo echaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, como si se meciera al son. Seth trató de aguantar la risa.
—Hugo, deja de cantar.
El golem guardó silencio.
—No es muy bueno —dijo Seth.
—Más o menos igual de musical que un corrimiento de tierras.
—¿Le da corte?
—Él no piensa igual que nosotros. No se alegra ni se entristece; no se enfada ni se aburre. Es como un robot. Hugo, simplemente, obedece órdenes.
—¿Puedo decirle que haga cosas?
—Si le ordeno que te obedezca, sí —respondió Dale—. De lo contrario, sólo me escucha a mí, a Lena y a tus abuelos.
—¿Qué más sabe hacer?
—Bastantes cosas. Realiza toda clase de trabajos manuales. Haría falta reunir a un nutrido equipo para poder hacer toda la faena que hace él aquí. Hugo no duerme nunca. Si le dejas un listado de tareas, se pasará la noche entera trabajando.
—Quiero decirle que haga una cosa.
—Hugo, deja las guadañas —le ordenó Dale.
El golem depositó las guadañas en el suelo.
—Hugo, este es Seth. Hugo obedecerá la siguiente orden de Seth.
—¿Ya? —preguntó Seth.
—Di su nombre antes, para que sepa que te estás dirigiendo a él.
—Hugo, haz la rueda.
Hugo levantó las manos y se encogió de hombros.
—No entiende lo que quieres decir —le explicó Dale—. ¿Tú sabes hacerlo?
—Sí.
—Hugo, Seth te va a mostrar una rueda.
Seth levantó los brazos al frente, se agachó de lado e hizo una rueda algo chapucera.
—Hugo —dijo Dale—, obedece la siguiente orden de Seth.
—Hugo, haz una rueda.
El golem levantó los brazos, ladeó el tronco y realizó una rueda bastante poco elegante. El suelo tembló.
—No está mal para ser la primera vez —dijo Seth.
—Ha imitado la tuya. Hugo, cuando hagas otra rueda, mantén el cuerpo recto y alineado en un solo plano, como si fuera una rueda girando. ¡Hugo, haz la rueda!
Esta vez, Hugo ejecutó una rueda casi perfecta. Sus manos dejaron una huella en la superficie del campo.
—Aprende rápido —admiró Seth.
—Al menos, cualquier ejercicio físico. —Dale se puso las manos en las caderas—. Estoy harto de tanto andar. ¿Qué te parece si le decimos a Hugo que nos lleve a nuestra siguiente parada?
—¿En serio?
—Si prefieres andar, siempre podemos…
—¡De ningún modo!
• • •
Kendra se ayudó con una sierra de arco para separar otra calabaza de la enredadera. Un poco más allá, en la larga hondonada de tierra, Lena cortaba otra, roja y grande. Casi la mitad del invernadero estaba dedicado al cultivo de calabazas, grandes y pequeñas, blancas, amarillas, naranjas, rojas y verdes.
Habían llegado al invernadero por un senderillo que discurría por el bosque. Aparte de las calabazas y las plantas, la estructura de cristal albergaba un generador para dar luz al recinto y electricidad al termostato.
—¿De verdad tenemos que cortar trescientas calabazas? —preguntó Kendra.
—Da gracias de no tener que cargar con ellas —respondió Lena.
—¿Quién se las lleva?
—Es una sorpresa.
—¿De verdad son para tanto las lámparas hechas con calabazas vaciadas?
—¿Que si funcionan? Bastante bien. Especialmente si podemos convencer a las hadas de que las llenen.
—¿Con magia?
—Que se queden dentro de ellas toda la noche —le explicó Lena—. Desde hace mucho tiempo los farolillos de hada son una de las mejores formas de protección frente a criaturas de dudosas intenciones.
—Pero yo creía que la casa ya era segura.
Kendra se puso a serrar el tallo de una calabaza naranja alargada.
—Insistir en la seguridad es un empeño sensato las noches festivas. Sobre todo una noche de solsticio de verano después del reciente conflicto.
—¿Cómo podremos tallarlas todas antes de que se haga de noche?
—Eso déjaselo a Dale. Sería capaz de tallarlas todas y le sobraría tiempo. Aunque no siempre obtiene los resultados más artísticos, sabe cómo producir en masa. Tú tallas sólo por diversión; él sabe cómo tallar por necesidad.
—A mí nunca me ha gustado vaciar calabazas —señaló Kendra.
—¿En serio? —respondió Lena—. A mí me encanta su textura viscosa, pringarme hasta los codos. Es como jugar en el barro. Después prepararemos unas tartas deliciosas.
—¿Esta blanca es demasiado pequeña?
—Quizá, déjala para el otoño.
—¿Crees que las hadas vendrán?
—Es difícil saberlo —reconoció Lena—. Algunas, seguro. Normalmente es fácil llenar todas las lámparas que deseamos tallar, pero es probable que esta noche sea una excepción.
—¿Y si no se presentan? —preguntó Kendra.
—No pasará nada. La iluminación artificial da resultado, sólo que no tan bueno como las hadas. Con los farolillos de hada, el alboroto se mantiene alejado de la casa, a más distancia. Además, Stan repartirá por fuera máscaras tribales, hierbas y otras medidas de prevención.
—Realmente, ¿es tan espantosa la noche?
—Oiréis toda clase de sonidos perturbadores.
—Tal vez no deberíamos haber tomado la leche esta mañana.
Lena negó con la cabeza sin levantar la vista de su tarea.
—Algunos de los trucos más insidiosos que se emplearán esta noche implicarán el uso del artificio y la ilusión. Sin la leche, podríais ser más vulnerables aún. Sólo serviría para ampliar su capacidad de enmascarar su verdadera apariencia.
Kendra cortó otra calabaza.
—De todos modos, yo no voy a mirar.
—Ojalá pudiéramos trasplantarle algo de tu sentido común a tu hermano.
—Después de todo lo que ha pasado, estoy segura de que se portará bien esta noche.
La puerta del invernadero se abrió. Dale asomó la cabeza.
—Kendra, ven, quiero que conozcas a alguien.
Kendra se dirigió a la puerta, con Lena detrás. Al llegar al umbral, se detuvo y lanzó un gritito. Una criatura descomunal, de complexión simiesca, avanzaba hacia el invernadero tirando de un cacharro tipo carretilla india de pasajeros, pero del tamaño de un trolebús.
—¿Qué es eso?
—Es Hugo —le anunció Seth muy ufano desde el interior de la carreta de mano—. ¡Un robot hecho de arena y hierba!
Se apeó de la carreta de un salto y echó a correr en dirección a Kendra.
—Me adelanté para que pudieras ver cómo se acercaba —le explicó Dale.
—Hugo es capaz de correr a toda pastilla si se lo ordenas —añadió Seth, exaltadísimo—. Dale me ha dejado que lo hiciera y ha obedecido todo lo que le he dicho. ¿Lo ves? Ahora está esperando mis instrucciones.
Hugo permanecía inmóvil al lado del invernadero, con la vara de la carreta todavía en las manos. Si no le hubiera visto moviéndose, Kendra habría dado por hecho que se trataba de una estatua de barro sin cocer. Seth entró en el invernadero apartando a Kendra con el hombro.
—¿Qué es? —preguntó Kendra a Lena.
—Un golem —le explicó ella—. Materia animada a la que se le otorgó una rudimentaria inteligencia. Él es quien se ocupa de la mayor parte de los trabajos pesados de la finca.
—Quien cargará las calabazas.
—Y quien se las llevará a la casa en su carreta.
Seth salió del invernadero cargado con una calabaza bastante grande.
—¿Puedo mostrarle una orden a mi hermana? —preguntó.
—Claro —respondió Dale—. Hugo, obedece la siguiente orden de Seth.
Sosteniendo la calabaza con ambas manos a la altura de la cintura, y tras desplazar un poco hacia atrás el peso del cuerpo para hacer de contrapeso, Seth se acercó al golem.
—Hugo, coge esta calabaza y lánzala lo más lejos que puedas en dirección al bosque.
El inerte golem volvió a la vida. Agarró la calabaza con su mano gigantesca, volvió el torso y a continuación se enderezó dándose impulso y lanzó la calabaza al cielo como si fuera un disco. Dale silbó para sí mientras la calabaza se perdía a lo lejos y finalmente salía de su campo de visión convertida en un puntito naranja que se desvaneció detrás de las copas de los árboles más lejanos.
—¿Has visto eso? —exclamó Seth—. ¡Es mejor que un tirachinas gigante de globos de agua!
—Como una catapulta normalita —murmuró Dale.
—Impresionante —coincidió Lena, en tono desapasionado—. Perdonadme si pretendo dar un uso más práctico a algunas de nuestras calabazas. Chicos, venid a ayudarnos a cortar lo que nos queda de cosecha para que Hugo pueda cargarla.
—¿No puede hacer unos cuantos trucos más? —suplicó Seth—. Sabe hacer ruedas.
—Ya habrá tiempo para juegos más tarde —le tranquilizó Lena—. Tenemos que terminar los preparativos para esta noche.