8

Represalias

Seth se despertó al limpiarse el rabillo del ojo con el dorso de un dedo y clavó la mirada en el techo unos segundos. Rodó sobre sí mismo y vio que Kendra no estaba en su cama. Por la ventana entraba la luz del sol como un torrente. Se desperezó, arqueando la espalda con un gruñido. Daba gusto aquel colchón. Tal vez podría levantarse un poco más tarde.

No, quería ver cómo estaba el hada. Esperaba que el haber dormido un poco la hubiese calmado. Se quitó de encima de una patada el revoltijo de ropa de cama y fue corriendo hacia la cómoda. Abrió el cajón y se le cortó el aliento.

El hada había desaparecido. En su lugar había una tarántula peluda de patas rayadas y ojos negros y brillantes. ¿Se la había zampado? Comprobó que la tapa no estuviera abierta. Seguía firmemente cerrada. Entonces cayó en la cuenta de que aún no había tomado nada de leche. Aquella araña podía ser la otra apariencia del hada. Él se habría esperado una libélula, pero supuso que una tarántula entraba dentro de lo posible.

También se percató de que el espejo del tarro estaba roto. ¿Lo habría golpeado ella con el guijarro? Parecía un buen método para infligirse algún que otro corte.

—Nada de alboroto —la riñó—. Volveré enseguida.

Sobre la mesa había depositada una hogaza de pan redonda, una curiosa mezcolanza de color blanco, negro, marrón y naranja. Mientras Lena lo cortaba en rebanadas, Kendra dio otro sorbo más a su chocolate a la taza.

—Teniendo en cuenta todos los ingredientes que dejé fuera, pensé que podrían hacernos un bizcocho manchado —dijo Lena—. Pero las hogazas estampadas son igualmente deliciosas. Prueba un poco —dijo, y le ofreció una rebanada a Kendra.

—Han hecho un gran trabajo con la maceta —comentó ella—. Y la mesa parece intacta.

—Mejor que antes —coincidió Lena—. Me encanta el nuevo bisel. Los duendes conocen bien su oficio.

Kendra inspeccionó la rebanada de pan. El extraño estampado se veía también por dentro, no sólo en la corteza. Probó un bocado. La canela y el azúcar dominaban el sabor. Entusiasmada, dio otro mordisco. Sabía a mermelada de mora. El siguiente bocado le supo a chocolate, con un toque de crema de cacahuete. Y el siguiente parecía saturado de natillas.

—¡Cuántos sabores tiene!

—Y nunca interfieren entre sí, como debieran —añadió Lena, y dio un bocado ella también.

Descalzo y con el pelo de punta, Seth entró a la carrerilla en la cocina.

—Buenos días —dijo—. ¿Estáis desayunando?

—Tienes que probar este pan estampado —dijo Kendra.

—Dentro de un momento —respondió él—. ¿Puedo tomar una taza de chocolate?

Lena le llenó una taza.

—Gracias —dijo él cuando se la tendió—. Vuelvo enseguida. Se me ha olvidado una cosa arriba.

Salió a toda prisa, bebiendo de la taza al mismo tiempo.

—Es tan raro —comentó Kendra, y mordió otro trozo del bizcocho, que ahora sabía a pan de nueces con plátano.

—Yo creo que está tramando algo —repuso Lena.

• • •

Seth depositó la taza encima de la cómoda. Respiró hondo para tranquilizarse y rezó en silencio para que la tarántula hubiese desaparecido y en su lugar estuviera el hada. Luego abrió el cajón.

Desde el interior del tarro le miraba una criaturilla horripilante. Le enseñó unos dientes afilados y siseó en dirección a él. Estaba envuelta en un pellejo pardo y curtido y era más alta que su dedo corazón. Estaba calva, tenía las orejas destrozadas, el pecho estrecho, panza y unos brazos y unas piernas escuchimizados. Los labios eran como de rana, los ojos color negro brillante, y la nariz, un mero par de rajitas.

—¿Qué le has hecho al hada? —preguntó Seth.

La fea criatura volvió a sisear y se dio la vuelta. Por encima de cada omóplato presentaba un muñón. Los muñones se agitaron como si fueran los vestigios de dos alas amputadas.

—¡Oh, no! ¿Qué te ha pasado?

La criatura sacó una lengua larga y negra y golpeó varias veces el cristal con unas manos encallecidas. Y profirió algo ordinario con voz áspera.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué la preciosa hada había mutado en un diablillo repugnante? Tal vez un poco de leche podría servir de ayuda.

Seth sacó el tarro del cajón rápidamente, cogió la taza de encima de la cómoda y bajó disparado las escaleras del desván al pasillo. Entró a toda prisa en el cuarto de baño y echó el pestillo.

Todavía le quedaba un tercio de la taza. Sosteniendo el tarro en el lavabo, vertió un poco del chocolate líquido encima de la tapa. Casi todo se derramó por los lados del tarro, pero también se colaron unas gotitas por los orificios de la tapa.

Una gota le cayó a la criatura en el hombro. Enojada, gesticuló en dirección a Seth para que desenroscara la tapa y a continuación señaló la taza. Al parecer, quería beberlo directamente de la taza.

Seth echó un vistazo al cuarto de baño. La ventana estaba cerrada, la puerta asegurada con el pestillo. Metió una toalla por la rendija que quedaba en la parte inferior de la puerta. Dentro del tarro, la criatura hizo gestos de súplica e hizo como que bebía de una taza imaginaria.

Seth desenroscó la tapa. Dando un salto muy potente, la criatura salió del tarro y aterrizó en la encimera del lavabo. Se acuclilló, enseñó los dientes gruñendo y clavó la mirada en Seth.

—Siento que se te cayeran las alas —dijo él—. Esto podría ayudarte.

Le tendió la taza mientras se preguntaba si la criatura daría algún sorbo a la leche edulcorada o si simplemente se colaría dentro de la taza. No pasó ni lo uno ni lo otro; en vez de eso, trató de darle un zarpazo y a punto estuvo de alcanzarle un dedo. Seth apartó la mano y el chocolate líquido se derramó por la encimera. Siseando, la ágil criatura saltó al suelo, echó a correr a toda velocidad en dirección a la bañera y se coló dentro de un salto.

Antes de que Seth pudiese reaccionar, la criatura se escabulló por el desagüe. Del oscuro agujero salió un último puñado de improperios; acto seguido, la criatura desapareció. Seth vertió lo que quedaba del chocolate por el desagüe, por si pudiera serle útil al hada deforme.

Miró de nuevo en dirección al tarro, vacío ahora salvo por unos cuantos pétalos marchitos. No estaba seguro de qué era lo que había hecho mal, pero dudaba que Maddox fuera a sentirse orgulloso.

• • •

Esa misma mañana, Seth subió a la casa del árbol y se dispuso a buscar piezas del puzzle que encajasen entre sí. Ahora que el perímetro estaba formado, añadir otras piezas representaba todo un desafío. Parecían todas iguales.

Había evitado a Kendra durante toda la mañana. No tenía ganas de hablar con nadie. No conseguía olvidarse del aspecto horripilante que había adquirido el hada. No estaba seguro de lo que había hecho, pero sabía que de alguna manera era culpa suya, una consecuencia accidental de haberla atrapado. Por eso la noche anterior el hada estaba tan asustada. Sabía que la había condenado a transformarse en un horrendo monstruito.

Las piezas del puzzle empezaron a vibrar. Pronto la casa entera temblaba también. ¿Era un terremoto? Era la primera vez en su vida que experimentaba un terremoto.

Seth corrió a la ventana. Había hadas revoloteando por todas partes, aglomeradas alrededor de la casa del árbol. Tenían los brazos en alto y parecían estar entonando un cántico.

Una de las hadas señaló a Seth. Varias se deslizaron por el aire hasta quedar un poco más cerca de la ventana. Una de ellas dirigió la palma de la mano en dirección a Seth y, con un resplandor de luz, el cristal de la ventana se hizo añicos. Seth se apartó de un brinco, al tiempo que unas cuantas hadas entraban en la casita.

Corrió hacia la trampilla, pero la casa del árbol se agitó con tal fuerza que se cayó al suelo. El temblor era cada vez más fuerte. El suelo ya no estaba horizontal. Una silla volcó. La puerta de la trampilla se había cerrado de golpe. Se dirigió a ella gateando. Algo caliente le pinchó en la nuca. Empezaron a parpadear unas luces multicolores.

Seth agarró la puerta de la trampilla, pero no se abría. Tiró con fuerza. Algo le quemó el dorso de la mano.

Presa del pánico, regresó a la ventana, luchando por mantener el equilibrio mientras el suelo temblaba bajo sus pies. La bandada de hadas seguía entonando el mismo cántico. Podía oír sus vocecillas.

De repente, emitiendo un fuerte chasquido, la casa del árbol se ladeó. La vista desde la ventana pasó de las hadas al suelo, que se acercaba a toda velocidad.

Seth experimentó una sensación de ingravidez momentánea. Todos los objetos de la casa del árbol flotaban en el aire, conforme el conjunto caía en picado. El aire se llenó de piezas del puzzle. Y entonces la casa del árbol se vino abajo.

• • •

Kendra se embadurnó los brazos de crema solar. Le desagradaba la sensación grasienta que le dejaba la loción en la piel. Estaba más morena que cuando llegaron, pero hoy el sol calentaba con fuerza y no quería arriesgarse.

Su sombra formaba un pequeño charco a sus pies. Era casi mediodía. No quedaba mucho para el almuerzo; entonces, el abuelo Sorenson los llevaría al granero. Kendra albergaba la esperanza de ver un unicornio.

De pronto oyó un porrazo tremendo proveniente de un rincón del jardín. Y luego oyó gritar a Seth.

¿Qué podía haber hecho semejante ruido? No le hizo falta correr mucho para ver la montaña de escombros al pie del árbol.

Seth corría hacia ella como alma que lleva el diablo. Llevaba la camisa rota. Tenía sangre en la cara. Había cientos de hadas que parecían estar persiguiéndole. Lo primero que pensó Kendra fue en hacer un chiste sobre la posibilidad de que las hadas quisieran vengarse por haber intentado cazarlas, hasta que se dio cuenta de que seguramente así era. ¿Las hadas habían tirado abajo la casa del árbol?

—¡Vienen por mí! —chilló Seth.

—¡Tírate a la piscina! —le dijo Kendra a voces.

Seth viró en dirección a la piscina y empezó a quitarse la camisa. A la funesta nube de hadas no le estaba costando darle alcance. Volaban a toda velocidad, mientras lanzaban destellos como lenguas luminosas. Tras echar a un lado la camisa, Seth saltó al agua.

—¡Las hadas están persiguiendo a Seth! —gritó Kendra, que observaba la escena horrorizada.

Las hadas se quedaron suspendidas en el aire encima de la piscina. Al cabo de unos instantes, Seth sacó la cabeza del agua. Con una sincronización impecable, la nube de hadas se lanzó en picado a por él. Seth chilló, al tiempo que a su alrededor empezaron a caer unos cegadores rayos de luz, y volvió a esconderse debajo del agua. Las hadas se zambulleron tras él.

Seth sacó la cabeza de nuevo, boqueando para recuperar el aliento. El agua se agitaba. Él se mantenía a flote en medio de un despliegue pirotécnico subacuático. Kendra corrió al borde de la piscina.

—¡Socorro! —gritó Seth, sacando una mano del agua.

Tenía los dedos fusionados como una aleta. Kendra chilló.

—¡Están atacando a Seth! ¡Socorro! ¡Qué venga alguien! ¡Están atacando a Seth!

Seth nadó hacia un lateral de la piscina, agitando los brazos como loco. La turbamulta de hadas volvió a aglomerarse encima de Seth y, entre espeluznantes explosiones de luz, tiraron de él hacia el fondo de la piscina. Kendra fue corriendo a por el instrumento de recoger hierbas y empezó a blandirlo contra la implacable horda de hadas, pero aunque el enjambre parecía compacto, no alcanzó a ninguna.

Seth reapareció en el bordillo de la piscina y echó los brazos fuera para asirse a las losas y auparse fuera del agua. Kendra se agachó para ayudarle, pero en vez de eso profirió un alarido. Uno de los brazos era ancho, plano y gomoso. No había codo, ni mano. Una aleta envuelta en pellejo humano. El otro era largo y sin huesos, un tentáculo carnoso con unos dedos nacidos en la punta.

Kendra le miró la cara. Unos largos colmillos le asomaban, enroscados hacia abajo, por una boca sin labios. Le faltaban trozos de cuero cabelludo. Tenía los ojos glaseados de espanto.

Las enloquecidas hadas volvieron a la carga contra él, y Seth no pudo seguir agarrándose al bordillo y se hundió en el agua en medio de otra palpitante sucesión de resplandores de diversos colores. Del agua bullente manaron un chisporroteo y un vapor.

—¿Qué significa todo esto? —aulló el abuelo Sorenson, corriendo con todas sus fuerzas hacia el borde de la piscina.

Lena le siguió. El agua de la piscina tembló unas cuantas veces más. Muchas de las hadas se fueron de allí disparadas. Unas cuantas volaron en dirección al abuelo.

Un hada en concreto dijo algo muy enojada con su vocecilla. Tenía el pelo azul, corto, y las alas plateadas.

—¿Que hizo qué? —dijo el abuelo.

Una monstruosidad irreconocible salió con gran impulso del agua y se quedó jadeando en el suelo enlosado. La deforme criatura no llevaba ninguna prenda de vestir. Lena se acuclilló a su lado y le puso una mano en el costado.

—Él no sabía que ocurriría eso —se quejó el abuelo—. ¡Fue algo involuntario!

Kendra miraba boquiabierta la extraña figura de su hermano. Se le había caído casi todo el pelo, y había dejado al descubierto una cabeza llena de bultos salpicada de lunares. Su cara era más ancha y más chata, y tenía los ojos hundidos y unos colmillos grandes como plátanos que le salían de la boca. Rematando la espalda, lucía una joroba informe. Debajo de la joroba, en la espalda, cuatro orificios se abrían y cerraban para aspirar aire. Las piernas se le habían unido para formar una burda cola. Con el brazo convertido en aleta golpeaba el suelo. Y el tentáculo se retorcía como una serpiente.

—Una desafortunada coincidencia —dijo el abuelo en tono conciliador—. Terriblemente desafortunada. ¿No podéis apiadaros del muchacho?

El hada replicó con vehemencia.

—Lamento que os sintáis así. Siento muchísimo lo que ha pasado. Os aseguro que tal atrocidad no ha sido intencionada.

Tras un último torrente de quejas con voz agudísima, el hada se largó volando.

—¿Estás bien? —preguntó Kendra a Seth mientras se agachaba a su lado.

Él emitió un gemido indescifrable y luego otro, más angustiado, que sonó como si un burro hiciera gárgaras con un colutorio.

—Guarda silencio, Seth —le dijo el abuelo—. Has perdido la facultad de hablar.

—Voy de inmediato a buscar a Dale —anunció Lena, y se marchó a toda prisa.

—¿Qué le han hecho? —preguntó Kendra.

—Vengarse —explicó el abuelo en tono grave.

—¿Por haber intentado cazar hadas?

—Por haberlo conseguido.

—¿Capturó alguna?

—Sí.

—¿Y ellas le han convertido en una morsa deforme? ¡Pensé que no podían emplear la magia contra nosotros!

—Seth empleó una potente magia para transformar al hada cautiva y convertirla en un diablillo, con lo que, sin querer, abrió la puerta a las represalias del mundo mágico.

—¡Pero si Seth no sabe nada de magia!

—Estoy seguro de que fue un accidente —dijo el abuelo—. Seth, ¿me entiendes? Da tres golpes con la aleta en el suelo si captas lo que estoy diciendo.

La aleta chocó tres veces contra el suelo enlosado.

—Fue una soberana estupidez cazar un hada, Seth —dijo el abuelo—. Te advertí de que no eran inofensivas. Pero yo tengo parte de culpa. Estoy seguro de que Maddox te inspiró y quisiste iniciar una carrera como traficante de hadas.

Seth sacudió la cabeza en señal afirmativa, haciendo vibrar como la gelatina todo su cuerpo hinchado.

—Debí prohibíroslo específicamente. Se me olvida lo curiosos y osados que pueden ser los críos. Y lo ingeniosos. No podría habérseme ocurrido nunca que serías capaz de atrapar de verdad un hada.

—¿Qué magia empleó? —preguntó Kendra, al borde de un ataque de histeria.

—Cuando se tiene encerrada bajo techo a un hada cautiva desde la puesta del sol hasta el amanecer, se transforma en un diablillo.

—¿Qué es eso de un diablillo?

—Se trata de un hada caída. Son unas criaturillas desagradables. Los diablillos se desprecian tanto a sí mismos como se adoraban cuando eran hadas. E igual que las hadas se sienten atraídas por lo bello, los diablillos lo hacen por lo feo.

—¿Tan rápido cambia su personalidad?

—Su personalidad sigue siendo la misma —explicó el abuelo—. Superficial y narcisista. El cambio de aspecto pone de manifiesto la cara trágica de semejante mentalidad. La vanidad se convierte en desdicha. Las hadas se vuelven malvadas y celosas y se regodean en la desgracia.

—¿Y qué pasa con las hadas que atrapó Maddox? ¿Por qué ellas no cambian?

—Él evita dejar las jaulas dentro de casa por la noche. Sus hadas cautivas pasan al menos parte de la noche en el exterior.

—¿Sólo con dejar fuera la caja se impide que se transformen en diablillos?

—A veces se consiguen poderosos efectos mágicos con medios sencillos.

—¿Por qué atacaron a Seth las otras hadas? ¿Qué más les daba a ellas, ya que son tan egoístas?

—Les importa precisamente porque son egoístas. Cada hada se preocupa al pensar que ella puede ser la próxima. Me han explicado que Seth incluso dejó un espejo junto al hada, para que pudiera contemplarse después de haber caído. Para las hadas, fue un gesto especialmente cruel.

El abuelo respondió a todas las preguntas con una gran serenidad, por acusador o enojado que fuese el tono de Kendra al hacérselas. Su actitud serena sirvió para que ella misma se calmase un poco.

—Estoy segura de que fue un accidente —dijo Kendra.

Seth asintió vigorosamente y toda su grasa tembló.

—No sospecho que hubiera malicia por su parte. Fue un percance desafortunado. Pero a las hadas no les interesan sus motivos. Estaban en su derecho de exigir una compensación.

—Pero tú puedes devolverlo a su estado anterior.

—Devolver a Seth a su estado original no está ni mucho menos al alcance de mis posibilidades.

Seth emitió un mugido largo y quejumbroso. Kendra le dio unos golpecitos en la chepa.

—¡Tenemos que hacer algo!

—Sí —respondió el abuelo. Se tapó los ojos con una mano y a continuación la bajó por toda la cara—. Va a ser muy complicado explicarles esto a vuestros padres.

—¿Quién puede recomponerlo? ¿Maddox?

—Maddox no es ningún mago. Además, se marchó hace rato. Aunque tengo mis dudas, sólo se me ocurre una persona capaz de deshacer el encantamiento que ha caído sobre tu hermano.

—¿Quién?

—Seth la conoció.

—¿La bruja?

El abuelo asintió.

—Dadas las circunstancias, la única esperanza es Muriel Taggert.

• • •

La carretilla se desequilibró al salvar el obstáculo de una raíz de árbol. Dale consiguió estabilizarla. Seth gimió. Iba desnudo, salvo por una toalla blanca envuelta alrededor del tronco.

—Perdona, Seth —se disculpó Dale—. El sendero se las trae…

—¿Hemos llegado? —preguntó Kendra.

—No falta mucho —respondió el abuelo.

Iban en fila india, con el abuelo a la cabeza, seguido de Dale, que empujaba la carretilla, y Kendra en la retaguardia. Lo que había empezado siendo un rastro apenas discernible en las cercanías del granero, había ido ensanchándose hasta convertirse en un camino perfectamente definido. Más adelante tomaron un sendero más angosto en una bifurcación. Desde entonces no se habían cruzado con ningún otro camino.

—Qué silencioso está el bosque —comentó Kendra.

—Cuando andas por alguno de los senderos es cuando más en silencio está todo —le explicó el abuelo.

—Me parece demasiado silencioso.

—Hay tensión en el aire. Tu hermano ha cometido una falta grave. La caída de un hada es una tragedia deplorable. La represalia de las hadas fue igual de cruel. Están todos pendientes de si habrá una escalada en el conflicto.

—No la habrá, ¿verdad?

—Espero que no. Si Muriel cura a tu hermano, las hadas podrían tomárselo como un insulto.

—¿Le atacarían otra vez?

—Probablemente no. Al menos no de manera directa. Ya le han castigado.

—¿Podemos curar nosotros al hada?

El abuelo sacudió la cabeza.

—No.

—¿Y la bruja podría?

—Seth ha sufrido una alteración por efecto de la magia que le han aplicado. Pero la posibilidad de caer y convertirse en un diablillo es un aspecto fundamental de la propia existencia de las hadas. El hada se transformó de acuerdo con una ley que existe desde que las hadas tienen alas. Muriel podría estar en disposición de deshacer el encantamiento que tiene atrapado a Seth. Pero deshacer la caída de un hada es algo totalmente fuera de su alcance.

—Pobre hada.

Llegaron a una bifurcación. El abuelo tomó el camino de la izquierda.

—Casi estamos —dijo—. Manteneos en silencio mientras converso con ella.

Kendra observó los arbustos y los árboles, esperando encontrar ojos llenos de rencor que la miraban. ¿Qué criaturas aparecerían si se eliminase toda la vegetación? ¿Qué ocurriría si echara a correr bosque a través? ¿Cuánto tiempo tardaría en devorarla algún monstruo horripilante?

El abuelo se detuvo y señaló en dirección a los árboles.

—Ahí es.

Kendra vio a lo lejos la choza cubierta de hojas, entre los árboles, apartada del camino.

—Demasiados arbustos para la carretilla —decidió Dale, y cogió a Seth en brazos.

Aunque este estaba mucho más fofo ahora, su tamaño no había aumentado. Mientras se abrían paso por entre los arbustos, Dale le llevaba en brazos y no le resultó demasiado difícil.

La choza envuelta en hiedra se veía cada vez más cerca. La rodearon para llegar a la parte delantera. Dentro estaba la mugrienta bruja, sentada con la espalda apoyada en el tocón, royendo el nudo de una soga de aspecto áspero. Encima del tocón había dos diablillos sentados. Uno era flacucho, con unas costillas prominentes y unos pies largos y planos. El otro era compacto y rechoncho.

—Hola, Muriel —saludó el abuelo.

Los diablillos saltaron del tronco y se escabulleron.

Muriel alzó la vista y esbozó lentamente una sonrisa que reveló unos dientes llenos de caries.

—¿Es este el mismísimo Stan Sorenson? —Se frotó los ojos teatralmente y pestañeó varias veces para mirarle—. No, debo de estar soñando. ¡Stan Sorenson dijo que no vendría a verme nunca más!

—Necesito tu ayuda —dijo el abuelo.

—Y te has traído compañía. A Dale le recuerdo. ¿Quién es esta preciosa damisela?

—Mi nieta.

—No se parece en nada a ti, por suerte para ella. Me llamo Muriel, querida, encantada de conocerte.

—Yo soy Kendra.

—Sí, claro. Tú eres la que tiene ese precioso camisón rosa con el lacito en el pecho.

Kendra lanzó una mirada al abuelo. ¿Cómo era posible que esa bruja chiflada supiera cómo era su camisón?

—Sé una o dos cositas —prosiguió Muriel, dándose unos toquecitos con los dedos en la sien—. Los telescopios son para mirar estrellas, querida, no para ver árboles.

—No le hagas caso —dijo el abuelo—. Quiere darte la impresión de que tiene poderes para espiarte en vuestro dormitorio. Las brujas se nutren del miedo. Su influencia no va más allá de las paredes de esta choza.

—¿No queréis pasar a tomar un té? —los invitó la bruja.

—Lo que pueda saber es información suministrada por los diablillos —siguió diciendo el abuelo—. Y dado que los diablillos no tienen autorización para entrar en el jardín, sus noticias proceden de un diablillo en concreto.

Muriel soltó una risa mezclada con un chillido. Aquel cacareo delirante casaba mucho mejor con su demacrada apariencia que su dulce voz.

—El diablillo vio vuestra habitación y oyó conversaciones desde dondequiera que lo tuviera escondido Seth —concluyó el abuelo—. Nada de lo que preocuparse.

Muriel levantó un dedo a modo de objeción.

—¿Nada de lo que preocuparse, dices?

—Nada de lo que viera u oyera el diablillo podría resultar dañino —aclaró el abuelo.

—Excepto, tal vez, su propio reflejo —sugirió Muriel—. ¿Y quién es nuestro último visitante? Este pobre engendro chepudo. ¿Es posible que sea…? —Juntó las manos dando una palmada y se rio entre dientes—. ¿Nuestro recio aventurero ha sufrido un contratiempo? ¿Al final su ingeniosa lengua le ha traicionado?

—Tú sabes lo que ha pasado —respondió el abuelo.

—Lo sé, lo sé —replicó ella, y se rio socarronamente—. Sabía que era insolente, pero nunca imaginé semejante crueldad. Encerradlo en una cabaña, propongo yo. Por el bien de las hadas. Encerradlo bajo siete llaves.

—¿Podrías devolverlo a su estado original? —le preguntó el abuelo.

—¿Devolverlo a su estado original? —exclamó la bruja—. ¿Después de lo que ha hecho?

—Fue un accidente, como bien sabes.

—¿Por qué no me pides que rescate de la horca a un asesino? ¿Que le ahorre la vergüenza a un traidor?

—¿Puedes hacerlo?

—¿Le hago aparecer también una medalla para que la luzca? ¿Una insignia de honor por el delito cometido?

—¿Puedes?

Muriel dejó de hacer el paripé. Observó a sus visitantes con una expresión ladina.

—Ya conoces el precio.

—No puedo aflojar ni un nudo —replicó el abuelo. Muriel alzó sus nudosas manos.

—Sabes que necesito la energía del nudo para el conjuro —dijo—. Al chico le han echado más de setenta maleficios diferentes. Tendrás que deshacer setenta nudos.

—¿Y si…?

—Nada de regateos. Un nudo, y tu horrendo nieto recobrará su aspecto original. Si no es así, nunca sería capaz de invalidar el encantamiento. Estamos hablando de magia de hadas. Antes de acudir a mí ya sabías el precio. Nada de regateos.

El abuelo se dio por vencido.

—Muéstrame la soga.

—Tiende al chico ante el umbral de mi puerta.

Dale depositó a Seth delante de esta. De pie en el umbral, Muriel tendió la soga al abuelo. Había dos nudos. Los dos presentaban restos de sangre reseca. Uno aún estaba húmedo de saliva.

—Escoge —dijo la bruja.

—Por mi propia y libre voluntad, yo secciono este nudo —proclamó el abuelo.

Entonces se inclinó hacia delante y sopló suavemente sobre el que estaba más arriba. El nudo se desató.

El viento pareció agitarse. Los días de calor, Kendra había visto a lo lejos que el ambiente se estremecía. Ahora era parecido, sólo que estaba ocurriendo delante de sus narices. Percibió una vibración palpitante, como si se encontrara delante de un potente altavoz estéreo durante una canción con un montón de graves. El piso pareció ladearse.

Muriel extendió una mano por encima de Seth. Entre dientes pronunció un ensalmo ininteligible. La piel fofa de Seth empezó a ondularse como si hirviera por dentro. Dio la impresión de tener miles de gusanos por debajo de la piel, que se retorcían por dar con un modo de salir. De la piel empezaron a manar efluvios pútridos. Parecía que la grasa empezaba a evaporarse. Su cuerpo contrahecho se convulsionó.

Kendra extendió los brazos y se balanceó al mismo tiempo que aumentaba la inclinación del suelo. Hubo una explosión de tiniebla, un antirresplandor; Kendra perdió el equilibrio y a punto estuvo de caerse.

La extraña sensación cesó. El aire se volvió nítido y reinó el equilibrio de nuevo. Seth se sentó. Estaba exactamente igual que en los viejos tiempos. Nada de colmillos ni aletas ni branquias. Sólo un chico de once años con una toalla enrollada a la cintura. Salió gateando de la choza y se puso de pie.

—¿Satisfecho? —preguntó Muriel.

—¿Cómo te sientes, Seth? —quiso saber el abuelo.

Seth se palpó el pecho desnudo.

—Mejor.

Muriel sonrió de oreja a oreja.

—Gracias, aventurerito. Me has hecho un gran favor hoy. Estoy en deuda contigo.

—No debiste haberlo hecho, abuelo —repuso Seth.

—Había que hacerlo —replicó él—. Será mejor que nos vayamos.

—Quedaos un ratito —los invitó Muriel.

—No, gracias —respondió el abuelo.

—Muy bien. Desdeñad mi hospitalidad. Kendra, encantada de conocerte, que encuentres menos felicidad de la que te mereces. Dale, eres tan mudo como tu hermano y casi igual de pálido. Seth, vuelve a sufrir otro contratiempo pronto, por favor. Stan, eres más tonto que un orangután, que Dios te acompañe. No tardéis en venir a verme otra vez.

Kendra entregó a Seth unos calcetines, unos zapatos, pantalones cortos y una camisa. Una vez se los hubo puesto, regresaron al sendero.

—¿Puedo ir montado en la carretilla para volver a casa? —preguntó Seth.

—Deberías llevarme tú a mí —gruñó Dale.

—¿Qué se siente siendo una morsa? —preguntó Kendra.

—¿Eso es lo que era?

—Una morsa chepuda mutante con la cola deformada —le aclaró ella.

—¡Ojalá hubiéramos tenido una cámara! Se me hacía rarísimo respirar por la espalda. Y me costaba mucho moverme. Nada parecía estar bien.

—Quizá sería más seguro si no conversarais tan alto —comentó el abuelo.

—No podía hablar —continuó Seth en voz más baja—. Era como si todavía supiera hablar, pero las palabras me salían todas enmarañadas. La boca y la lengua estaban diferentes.

—¿Y qué pasa con Muriel? —preguntó Kendra—. Si desata ese último nudo, ¿quedará libre?

—En un principio estuvo atada con trece nudos —explicó el abuelo—. Ella sola no puede deshacer ninguno, pero parece que eso no la hace desistir de seguir intentándolo. Sin embargo, otros mortales pueden deshacer los nudos pidiéndole un favor y soplando sobre alguno de ellos. Los nudos se mantienen en su sitio gracias a una magia muy poderosa. Cuando se libera un nudo, Muriel puede canalizar esa magia para otorgar el favor solicitado.

—Así pues, si otra vez necesitases su ayuda…

—La buscaría en otra parte —respondió el abuelo—. Jamás quise que llegase a tener sólo un nudo. Y no me planteo liberarla.

—Siento haber acabado ayudándola —se disculpó Seth.

—¿Has aprendido algo de tu martirio? —preguntó el abuelo.

Seth bajó la cabeza.

—Me siento mal por el hada, de verdad. No se merecía lo que le pasó. —El abuelo se mantuvo impasible y Seth continuó mirándose los zapatos—. No debí incordiar a las criaturas mágicas —reconoció finalmente.

El abuelo le puso una mano en el hombro.

—Sé que no era tu intención hacerles daño. Por estos pagos, las cosas que ignores pueden hacerte daño. Y perjudicar también a otros. Si has aprendido a ser más cuidadoso y compasivo en el futuro, y a mostrar más respeto por los moradores de esta reserva, entonces al menos algo bueno habrá salido de todo esto.

—Yo también he aprendido algo —dijo Kendra—: Que los humanos y las morsas no deberían cruzarse nunca.