7

Cautiva de un tarro

Los tablones del suelo crujieron levemente cuando Kendra y Seth bajaron las escaleras de puntillas. La luz del alba se filtraba por entre los postigos cerrados y las cortinas corridas. La casa estaba en silencio. Todo lo contrario de la noche anterior.

Entonces, metidos debajo de las sábanas en la oscuridad del desván, Kendra y Seth creyeron que les iba a ser imposible pegar ojo mientras escuchaban aquellas risas estentóreas, los portazos y el resonar constante de conversaciones a voz en grito. Cuando abrían la puerta para fisgar y enterarse de lo que se cocía en aquel festejo, se encontraban siempre a Lena sentada al pie de las escaleras del desván, leyendo un libro.

—Volved a la cama —les decía cada vez que se aventuraban a una misión de reconocimiento—. Vuestro abuelo no ha terminado de negociar.

Al final, Kendra acabó durmiéndose. Pensó que lo que finalmente la había despertado por la mañana era el silencio. Rodó sobre sí misma para salir de la cama. Seth también se levantó. Ahora bajaban sigilosamente las escaleras con la esperanza de ver algo de los estragos de la parranda de la noche anterior.

En el vestíbulo se encontraron con que el perchero metálico había caído al suelo, rodeado de triángulos ganchudos de cristal roto. Un cuadro yacía boca abajo, con el marco partido. Y en la pared, pintado con tiza naranja, alguien había garabateado un símbolo arcaico.

Entraron silenciosamente en el salón. Las mesas y las sillas habían quedado patas arriba. Las pantallas de las lámparas colgaban torcidas y con desgarrones. Por todas partes había esparcidos vasos, botellas y platos vacíos, muchos de ellos partidos o rotos. Había una maceta de barro hecha pedazos, alrededor de un montón de tierra y de los restos de una planta. Aquí y allá aparecían manchas de comida: queso fundido solidificado en la alfombra, salsa de tomate secándose en el brazo de un sillón doble, un pastelito aplastado que rezumaba crema por encima de una otomana.

El abuelo Sorenson roncaba en el sofá, con una cortina a modo de manta. La cortina llevaba la vara aún inserta. El abuelo se abrazaba a un cetro de madera como si fuese un osito de peluche. El extraño báculo estaba decorado con un grabado de enredaderas que se enroscaban a lo largo y rematado con una enorme copa de pino. Pese al barullo que habían oído la noche anterior, el abuelo era lo único que quedaba.

Seth salió distraídamente en dirección al estudio. Kendra se disponía a seguirle cuando reparó en un sobre que había en una mesa cerca de su abuelo. Alguien había roto el grueso sello de cera color carmesí, y del sobre asomaba un papel plegado que invitaba a que lo cogieran.

Kendra miró al abuelo Sorenson. Daba la espalda a la carta y no mostraba la menor señal de ir a despertarse.

Si tenía una carta que no deseaba que nadie leyera, no debería dejarla abierta y expuesta a cualquiera que pasara por allí, ¿verdad? No era como si estuviese robándola, sin abrir, del buzón del abuelo. Además, tenía un montón de preguntas sin responder sobre Fablehaven, una de las cuales, y no la menos acuciante, se refería a lo que de verdad pasaba con su abuela.

Kendra se acercó cuidadosamente a la mesa, con cierta sensación de intranquilidad en el estómago. A lo mejor debería pedirle a Seth que la leyese. Invadir la privacidad de otra persona no era realmente su fuerte.

Pero la cosa resultaba tan fácil… Tenía la carta delante de sus narices, asomando convenientemente del sobre abierto. Nadie se enteraría. Cogió el sobre con dos dedos y vio que no llevaba ni dirección ni remite. Nada escrito. Había sido entregado en mano. ¿Lo habría traído Maddox? Seguramente.

Tras un último vistazo para cerciorarse de que el abuelo conservaba el mismo aspecto comatoso, Kendra deslizó el papel color crema para extraerlo del sobre y lo desplegó. El mensaje estaba escrito con letra vigorosa:

Stanley:

Confío en que cuando recibas esta carta te encuentres en buen estado de salud.

Hemos recibido aviso de que la SLN ha estado dando muestras de inusitada actividad en el noreste de Estados Unidos. Aún no estamos seguros de si habrán localizado la ubicación de Fablehaven o no, pero un informe no confirmado apunta a que están en comunicación con un individuo o individuos de tu reserva. Las pruebas, cada vez más abundantes, indican que alguien conoce el secreto.

No hace falta que te recuerde el intento fallido de infiltración en cierta reserva del interior de Brasil el año pasado. Ni la importancia de dicha reserva en relación con la importancia de la tuya.

Como bien sabes, hace décadas que no detectamos una actividad tan agresiva de parte de la SLN. Estamos preparando la reasignación de recursos adicionales en las inmediaciones de tu finca. Como siempre, la confidencialidad y la distracción siguen siendo nuestras máximas prioridades. Mantente alerta.

Sigo buscando diligentemente una solución a la situación de Ruth. No pierdas la esperanza.

Con fidelidad eterna,

S.

Kendra volvió a leer la carta. Su abuela se llamaba Ruth. ¿Qué situación? La SLN tenía que ser la Sociedad del Lucero de la Noche. ¿Qué significaba la «S» del final de la carta? El mensaje en su conjunto resultaba un tanto vago, seguramente adrede.

—Mira esto —susurró Seth desde la cocina.

Kendra dio un brinco, con todos los músculos del cuerpo en tensión. El abuelo chasqueó los labios y cambió de postura en el sofá. Kendra se quedó momentáneamente paralizada por el pánico y la culpabilidad. Seth no la estaba mirando. Estaba encorvado sobre una cosa de la cocina. El abuelo volvió a quedarse inmóvil.

Kendra plegó la carta, la guardó en el sobre deslizándola de nuevo y trató de colocarla tal como la había encontrado. Con movimientos furtivos, se reunió con Seth, que estaba agachado mirando unas huellas de barro dejadas por unas pezuñas.

—¿Es que estaban montando a caballo aquí dentro? —preguntó.

—Eso explicaría el barullo —murmuró ella, tratando de adoptar un tono desenfadado.

Lena apareció en el umbral, envuelta en un albornoz y con el pelo despeinado.

—Mira por dónde, hoy habéis madrugado —dijo en voz baja—. Nos habéis pillado antes de recoger.

Kendra miró a Lena y trató de mantener un semblante impenetrable. El ama de llaves no dio la menor muestra de haberla sorprendido leyendo la carta a hurtadillas.

Seth señaló las huellas.

—¿Qué diantres pasó?

—Las negociaciones fueron bien.

—¿Maddox sigue aquí? —preguntó Seth con tono de esperanza.

Lena negó con la cabeza.

—Se marchó en un taxi hará cosa de una hora.

El abuelo Sorenson apareció en la cocina arrastrando los pies, vestido con los calzones, los calcetines y la camiseta manchados de mostaza marrón. Los miró haciendo grandes esfuerzos por abrir los ojos entrecerrados.

—¿Qué estáis haciendo todos levantados a estas horas intempestivas?

—Son más de las siete —replicó Seth.

El abuelo bostezó tapándose la boca con el puño cerrado. Con la otra mano sostenía el sobre.

—Hoy no me encuentro muy bien, tal vez me eche a dormir un rato. Como vosotros antes.

Y se marchó arrastrando los pies y rascándose un muslo.

—Chicos, quizás esta mañana queráis jugar fuera —propuso Lena—. Vuestro abuelo ha estado levantado hasta hace cuarenta minutos. Ha sido una noche muy larga.

—Me va a costar un montón tomarme en serio al abuelo la próxima vez que nos diga que tengamos cuidado con los muebles —comentó Kendra—. Es como si hubiese pasado por aquí conduciendo un tractor.

—¡Tirado por caballos! —añadió Seth.

—A Maddox le encantan las celebraciones y vuestro abuelo es un anfitrión complaciente —dijo Lena—. Sin la presencia de vuestra abuela para poner freno al jolgorio, las cosas se pusieron un poco demasiado festivas. Y no ayudó mucho el hecho de que invitasen a los sátiros.

Indicó con el mentón en dirección a las huellas.

—¿Sátiros? —dijo Kendra—. ¿Esa especie de hombres cabra?

Lena asintió.

—Hay quien dice que animan excesivamente las fiestas.

—¿Eso de ahí son huellas de cabra? —preguntó Seth.

—De sátiro, sí.

—Ojalá hubiera podido verlos —se lamentó Seth.

—Vuestros padres se alegrarían de saber que no los visteis. Lo único que os enseñarían los sátiros serían malos modales. Creo que los inventaron ellos.

—Me da pena habernos perdido la fiesta —dijo Kendra.

—No estés triste. No era una fiesta para gente joven. Como encargado que es, vuestro abuelo no bebería nunca. Pero no puedo responder por los sátiros. Antes de que os marchéis organizaremos una fiesta como es debido.

—¿Invitaréis a los sátiros? —preguntó Seth.

—Veremos lo que dice vuestro abuelo —respondió Lena con tono dubitativo—. Quizás a uno. —Lena abrió el frigorífico y preparó dos vasos de leche—. Tomaos la leche y salid a correr. Tengo mucho que recoger y limpiar.

Kendra y Seth cogieron los vasos. Lena abrió la despensa, extrajo una escoba y un recogedor y salió de la cocina. Kendra se bebió la leche de unos cuantos tragos y dejó el vaso vacío en la encimera.

—¿Quieres que vayamos a nadar un rato? —preguntó.

—Enseguida estoy contigo —respondió Seth. Todavía le quedaba leche en el vaso. Kendra salió.

En cuanto se hubo tomado toda la leche, Seth se asomó a mirar el interior de la despensa. ¡Cuántas baldas repletas de comida! Una de ellas no tenía nada más que enormes tarros de confitura casera. Una observación más minuciosa le permitió descubrir que los tarros estaban almacenados en hileras de tres filas.

Seth sacó la cabeza de la despensa y echó un vistazo a su alrededor. Volvió a colarse en la despensa, cogió un gran tarro de confitura de moras Boysen y adelantó otro tarro de la segunda fila para disimular la ausencia del primero. Podrían echar en falta un tarro medio vacío del frigorífico, pero ¿uno de los muchos tarros sin abrir de una despensa más que repleta? No era muy probable.

Podía ser más pícaro de lo que Kendra suponía.

• • •

El hada hacía equilibrios en una ramita que sobresalía de un seto bajo, al lado de la piscina. Con los brazos extendidos a ambos lados, iba caminando por aquella diminuta rama, ajustando su equilibrio al vaivén de esta. Cuanta más distancia recorría, menos estable se volvía. Aquella reina de la belleza en miniatura tenía los cabellos color platino, llevaba un traje plateado y unas alas traslúcidas que lanzaban destellos.

Seth dio un salto hacia delante al tiempo que bajaba rápidamente el limpia piscinas. La malla azul cayó sobre la ramita, pero el hada salió volando en el último instante. Aleteó en el aire y agitó un dedo recriminador en dirección a Seth. Él volvió a blandir el limpia piscinas y la ágil hada evitó ser capturada una segunda vez, y se elevó ahora hasta quedar totalmente fuera de su alcance.

—No deberías hacerlo —le reconvino Kendra desde la piscina.

—¿Por qué no? Maddox las caza.

—En la naturaleza —le corrigió Kendra—. Estas pertenecen ya al abuelo. Es como querer cazar leones en el zoo.

—A lo mejor cazar leones en el zoo sería un buen entrenamiento.

—Vas a conseguir que las hadas te odien.

—A ellas les da igual —respondió él, mientras se agazapaba con intención de dar caza a un hada de grandes alas como de gasa, que revoloteaba a escasos centímetros de un lecho de flores—. Salen volando.

Lentamente, colocó en posición el recogedor de hojas. El hada estaba justo debajo de la malla, a menos de sesenta centímetros del cautiverio. Con un rápido movimiento de muñecas, Seth bajó rápidamente el limpia piscinas. El hada lo esquivó y escapó volando.

—¿Qué vas a hacer si cazas una?

—Probablemente soltarla.

—Entonces, ¿cuál es el objetivo?

—Ver si soy capaz.

Kendra se impulsó con los brazos para salir al borde.

—Bueno, es evidente que no. Son demasiado veloces. —Chorreando, fue a por su toalla—. Ostras, mira esa. Señaló la base de un arbusto en flor.

—¿Dónde?

—Justo ahí. Espera a que se mueva. Es prácticamente invisible.

Él clavó la vista en el arbusto, sin estar del todo seguro de si estaba tomándole el pelo o no. Algo hizo que las hojas y las flores temblaran.

—¡Madre mía!

—¡Mira! Es transparente como el cristal. Seth se acercó todo lo que pudo, asiendo con fuerza el limpia piscinas.

—Seth, no lo hagas.

Súbitamente, atacó. Esta vez optó por un rápido asalto. El hada transparente huyó volando y se perdió de vista, confundiéndose con el cielo.

—¡Por qué no se quedarán quietas!

—Son mágicas —dijo Kendra—. Lo chulo es simplemente contemplarlas, ver toda la variedad que ofrecen.

—Chulísimo. Como cuando mamá nos lleva en coche a ver el modo en que las hojas cambian de color.

—Quiero coger algo para desayunar. Me muero de hambre.

—Pues ve. A lo mejor tengo más suerte si no estás tú rezongando a mi alrededor.

Kendra se dirigió a la casa, envuelta en la toalla. Cruzó la puerta trasera y se encontró a Lena arrastrando una mesita rota en dirección a la cocina. Gran parte de la superficie de la mesita había sido de cristal. La mayor parte estaba rota.

—¿Te echo una mano? —preguntó Kendra.

—Con las mías tengo bastante.

Kendra fue a coger el otro extremo de la mesa. La depositaron en un rincón de la espaciosa cocina. Había allí también otros objetos rotos, entre los cuales se veían los fragmentos irregulares del tiesto de cerámica en el que Kendra se había fijado un rato antes.

—¿Por qué lo apilas todo aquí?

—Es adonde acuden los duendes.

—¿Los duendes?

—Ven a ver.

Lena llevó a Kendra a la puerta del sótano y señaló una segunda puertecilla al pie de la escalera, del tamaño de una gatera.

—Los duendes disponen de una trampilla especial que les permite acceder al sótano, y pueden utilizar esta puerta para entrar en la cocina. Son las únicas criaturas mágicas con permiso para entrar en la casa a voluntad. La magia protege los portales de los duendes frente a todas las demás criaturas del bosque.

—¿Por qué los dejáis entrar?

—Los duendes resultan útiles. Reparan cosas. Fabrican cosas. Son unos artesanos excepcionales.

—¿Arreglarán los muebles rotos?

—Los mejorarán si se ven capaces.

—¿Por qué?

—Es su naturaleza. No aceptarán pago alguno a cambio.

—Qué amable de su parte —comentó Kendra.

—De hecho, esta noche recuérdame que deje fuera algunos ingredientes. Mañana por la mañana nos tendrán preparada alguna delicia.

—¿Qué prepararán?

—Nunca se sabe. No hay que hacerles peticiones concretas. Simplemente dejas fuera unos cuantos ingredientes y esperas a ver cómo los combinan.

—¡Qué gracia!

—Dejaré unas cuantas cosas. Por extrañas que resulten las combinaciones que dejes, ellos siempre se inventan algo delicioso.

—Hay tantas cosas sobre Fablehaven que desconozco —se lamentó Kendra—. ¿Qué dimensiones tiene?

—La reserva se extiende muchos kilómetros en varias direcciones. Es mucho más grande de lo que supondrías.

—¿Y hay criaturas por toda la finca?

—Por casi toda —le explicó Lena—. Pero, tal como os ha advertido vuestro abuelo, algunas de esas criaturas pueden ser letales. Existen numerosos parajes en la finca en los que ni siquiera él se atreve a adentrarse.

—Quiero saber más. Todos los detalles.

—Ten paciencia. Deja que se vayan desvelando a su propio ritmo. —Se dio la vuelta para abrir el frigorífico y cambió de tema—. Debes de estar hambrienta.

—Un poco.

—Voy a batir unos huevos. ¿Querrá también Seth?

—Seguramente —respondió Kendra, que se apoyó en la encimera—. He estado preguntándome una cosa: ¿todo lo que cuenta la mitología es real?

—Explícate.

—He visto hadas, y pruebas de la existencia de los sátiros. ¿Es todo real?

—Ninguna mitología ni religión que yo conozca tiene todas las respuestas. La mayoría de las religiones se basan en verdades, pero también están contaminadas con la filosofía y la imaginación de los hombres. Entiendo que tu pregunta se refiere a la mitología griega. ¿Existe un panteón de dioses mezquinos que no paran de pelearse y de interferir en la vida de los mortales? Que yo sepa, no. ¿Hay algunos elementos reales en aquellas ancestrales historias y creencias? Evidentemente sí. Estás hablando con una mujer que antes fue náyade. ¿Revueltos?

—¿Cómo dices?

—Los huevos.

—Sí, sí.

Lena se puso a cascar huevos en una sartén.

—Muchos de los seres que habitan este lugar llevaron una existencia digna en los tiempos en que los hombres primitivos buscaban alimento en grupos tribales de mayor o menor tamaño. Nosotros enseñamos al hombre los secretos de la fabricación del pan, de la manipulación del barro y de la obtención del fuego. Pero con el paso del tiempo el hombre fue dejando de vernos. Rara vez entablábamos relación con los mortales. Y entonces la humanidad empezó a invadir nuestro territorio. Las explosiones demográficas y tecnológicas nos arrebataron muchos de nuestros antiguos hogares. La humanidad no albergaba mala intención hacia nosotros. Simplemente habíamos quedado reducidos a unas pintorescas caricaturas que habitaban en los mitos y en las fábulas.

»Existen en el mundo rincones apacibles en los que los de nuestra especie siguen viviendo y evolucionando en libertad. Aun así, inevitablemente llegará un día en el que el único espacio que nos quede sean estas reservas, un precioso regalo recibido de mortales iluminados.

—Qué triste —dijo Kendra.

—No te aflijas. Mis hermanos no se detienen demasiado en estas preocupaciones. No piensan en las vallas que cierran estas reservas. No debería hablar de cómo eran las cosas antes. Ahora que mi mente es mortal, veo los cambios con mucha mayor nitidez que ellos. Siento la pérdida de manera más aguda.

—El abuelo dijo que se acerca una noche en la que todas las criaturas que viven aquí se pondrán como locas.

—La noche del solsticio de verano. La noche de la fiesta. —¿Cómo es?

—Más vale que no te lo diga. No creo que vuestro abuelo quiera que os preocupéis sobre el tema hasta que llegue el momento. Más le valdría haber planeado vuestra visita de tal modo que pudierais evitar la noche de la fiesta.

Kendra trató de adoptar un tono de voz despreocupado.

—¿Correremos peligro?

—Ahora sí que te he preocupado. No os pasará nada si seguís las indicaciones que os dé vuestro abuelo.

—¿Y la Sociedad del Lucero de la Noche? Maddox parecía preocupado con ellos.

—La Sociedad del Lucero de la Noche siempre ha representado una amenaza —reconoció Lena—. Pero estas reservas han resistido desde hace siglos, algunas desde hace milenios. Fablehaven está bien protegida, y vuestro abuelo no es un loco. No tenéis por qué preocuparos por rumores y conjeturas. Y no diré más al respecto. ¿Queso con los huevos?

—Sí, por favor.

• • •

Cuando Kendra se fue, Seth sacó el instrumental que llevaba envuelto en la toalla, entre el que se contaba su equipo de emergencia y el tarro que había birlado de la despensa. El tarro estaba vacío, pues había vertido el contenido en el lavabo y después lo había limpiado. Seth cogió la navaja y utilizó el punzón para hacer unos agujeros en la tapa.

La desenroscó y metió en el tarro varias briznas de hierbas, unos pétalos, una ramita y un guijarro. A continuación, echó a andar sin rumbo fijo por el jardín, alejándose de la piscina y dejando atrás el recogedor de hierbas. Si la habilidad le fallaba, recurriría al ingenio.

Encontró un lugar adecuado no lejos de una fuente. Acto seguido, cogió el espejito que llevaba guardado en la caja de los cereales y lo colocó dentro del tarro. Depositó el tarro sobre un banco de piedra y se acomodó en la hierba, cerca, con la tapa en la mano.

Las hadas no tardaron en acudir. Varias de ellas revolotearon alrededor de la fuente. Unas cuantas se acercaron más al tarro y lo sobrevolaron perezosamente en círculos. Al cabo de un par de minutos, una hadita con las alas como las de las abejas se posó en la boca del tarro y se quedó mirando su interior. Aparentemente satisfecha, se dejó caer dentro y empezó a admirarse a sí misma en el espejo. Pronto se le unió otra hada. Y luego otra.

Seth se acercó lentamente hasta tener el tarro al alcance de la mano. Todas las hadas salieron volando. Seth aguardó. Algunas se marcharon. Llegaron otras. Una entró en el tarro, seguida rápidamente por dos más.

Seth saltó y cerró el tarro con la tapa. ¡Qué rápidas eran las hadas! Contaba con haber cazado a las tres, pero justo antes de que la tapa cubriese la boca del tarro se escaparon dos. El hada restante empujó la tapa con una fuerza sorprendente. Él la enroscó hasta cerrarla del todo.

El hada que había atrapado no mediría más que su dedo meñique. Tenía una melena cobriza brillante y unas alas iridiscentes de libélula. La indignada criatura golpeaba con sus puñitos la pared de cristal del tarro, sin producir sonido alguno. A su alrededor, Seth oyó el tintineo de unas campanillas minúsculas. Las otras hadas señalaban y se reían. El hada del tarro golpeó el cristal con más fuerza aún, pero no le sirvió de nada.

Seth había capturado su presa.

• • •

El abuelo sumergió la varita en el bote y la sacó para llevársela a los labios. Al soplar suavemente, del círculo de plástico salieron varias pompas una tras otra. Las pompas flotaron hasta el otro lado del porche.

—Nunca se sabe lo que podrá causarles fascinación —dijo—. Pero, por lo general, las pompas funcionan.

El abuelo Sorenson estaba sentado en una gran mecedora de mimbre. Kendra, Seth y Dale ocupaban otras sillas cerca de él. La puesta de sol pintaba el horizonte de trazos rojos y morados.

—Procuro no traer tecnología superflua a la finca —prosiguió, mientras mojaba otra vez la varita—. Pero con las pompas no soy capaz de contenerme.

Sopló y volvieron a formarse pompas.

Un hada, resplandeciendo suavemente en la luz cada vez más tenue, se acercó a una de las burbujas. Después de observarla un instante, la tocó y la pompa se volvió verde brillante. Un segundo toque, y se volvió azul oscuro. Otro más, y se volvió dorada.

El abuelo siguió haciendo pompas y fueron acercándose más y más hadas al porche. Pronto todas las pompas cambiaban de color. Las tonalidades se volvían más luminosas conforme las hadas competían entre sí. Las pompas reventaban emitiendo fogonazos de luz.

Un hada se dedicó a reunir pompas, hasta que terminó con un puñado que parecía un racimo de uvas multicolor. Otra penetró en el interior de una burbuja y la infló desde dentro hasta triplicar su tamaño y hacerla estallar con un resplandor violeta. Cerca de Kendra había una pompa que parecía repleta de luciérnagas parpadeantes. Otra cerca del abuelo se convirtió en hielo, cayó al porche y se hizo añicos.

Las hadas se arremolinaron cerca del abuelo, ansiosas por ver las siguientes pompas. Él siguió haciéndolas, y las hadas continuaron con su despliegue de creatividad. Rellenaban las pompas con una neblina rutilante. Las unían en cadenetas. Las transformaban en bolas de fuego. La superficie de una burbuja reflejaba todo como un espejo. Otra adquirió forma de pirámide. Otra chisporroteó cargada de electricidad.

Cuando el abuelo dejó a un lado el líquido de las pompas, las hadas fueron dispersándose paulatinamente. La puesta de sol estaba en las últimas. Unas cuantas hadas se pusieron a juguetear con los móviles de campanillas y produjeron una suave música.

—Sin que lo sepa casi nadie de la familia —dijo el abuelo—, unos cuantos primos vuestros han estado por aquí de visita. Ninguno de ellos se figuró ni por asomo lo que realmente ocurre en este lugar.

—¿No les diste pistas? —preguntó Kendra.

—Ni más ni menos que las que os di a vosotros. No tenían la disposición mental apropiada.

—¿Una fue Erin? —preguntó Seth—. Es una petarda.

—No seas grosero —le riñó el abuelo—. Lo que quiero decir es que me admira lo bien que os habéis tomado todo esto. Os habéis adaptado a este inusual lugar de una manera impresionante.

—Lena dijo que podíamos celebrar una fiesta con los hombres cabra —dijo Seth.

—Yo que tú no me haría muchas ilusiones. ¿Por qué os habló sobre los sátiros?

—Encontramos huellas en la cocina —le explicó Kendra.

—Anoche las cosas se salieron un poco de madre —reconoció el abuelo—. Créeme, Seth, tener tratos con los sátiros es lo último que necesita un chaval de tu edad.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste tú? —le preguntó Seth.

—Recibir la visita de un marchante de hadas es un acontecimiento notable, y conlleva ciertas expectativas. Admitiré que el jolgorio puede ser casi demencial.

—¿Me dejas probar a hacer pompas? —preguntó Seth.

—Otra noche. Tengo planeada una excursión especial con vosotros para mañana. Por la tarde debo pasarme por el granero y tengo la intención de llevaros conmigo para que podáis ver más cosas de la finca.

—¿Veremos algo más aparte de hadas? —preguntó Seth.

—Seguramente.

—Me alegro —dijo Kendra—. Quiero ver todo lo que estés dispuesto a mostrarnos.

—Todo a su debido tiempo, querida.

• • •

Por cómo respiraba, Seth estaba prácticamente seguro de que Kendra dormía. Se incorporó poco a poco. Ella no se movió. Tosió débilmente. Ella ni se inmutó.

Salió con cuidado de la cama y cruzó el desván en dirección a su cómoda. Sin hacer ruido, abrió el tercer cajón empezando por abajo. Allí estaba. No faltaba nada: la ramita, la hierba, el guijarro, los pétalos, el espejo y todo. En la oscuridad de la habitación, el brillo del hada iluminó todo el cajón.

Seth echó un vistazo por encima del hombro. Kendra no se había movido.

—Buenas noches, hadita —susurró él—. No te preocupes. Por la mañana te daré leche.

Empezó a cerrar el cajón. El hada, presa del pánico, redobló sus desesperadas declaraciones. Parecía a punto de echarse a llorar, lo cual hizo detenerse a Seth. A lo mejor la soltaba al día siguiente.

—Tranquila, hadita —le dijo con dulzura—. Duérmete. Te veré por la mañana.

Ella juntó las manos con fuerza y las agitó en gesto de súplica, rogándole con la mirada. Era tan bonita, con esa melena pelirroja y su piel blanca como la leche: la mascota perfecta. Mucho mejor que una gallina. ¿Qué gallina sería capaz de convertir en fuego una pompa?

Cerró el cajón y volvió a su cama.