6

Maddox

Kendra despertó de golpe con las sábanas por encima de la cabeza, como si estuviera dentro de una tienda de campaña. Se suponía que debía sentirse nerviosa por algo. Tenía la sensación de estar en la mañana de Navidad. O en un día en que no iría al cole porque se marchaban con toda la familia a un parque de atracciones. No: estaba en casa del abuelo Sorenson. ¡Las hadas!

Se quitó las sábanas de encima. Seth yacía con el cuerpo totalmente retorcido, el pelo alborotado, la boca abierta y las piernas enredadas en la ropa de cama. Aún dormido como un tronco. Se habían quedado levantados hasta altas horas, hablando sobre los acontecimientos del día, casi como si fueran un par de amigos, más que hermanos.

Kendra rodó sobre sí misma para levantarse de la cama y se acercó a la ventana en silencio. El sol asomaba por el horizonte oriental, bañando con destellos dorados las copas de los árboles. Cogió algunas prendas sin prestarles mucha atención, bajó al cuarto de baño, se quitó el camisón y se vistió para la jornada.

Abajo, la cocina estaba desierta. Kendra encontró a Lena fuera, en el porche, haciendo equilibrios sobre un taburete. Estaba colgando un móvil de los que hace sonar el viento. Había colgado ya unos cuantos a lo largo del porche. Una mariposa revoloteó alrededor de uno de los móviles, produciendo una sencilla y dulce melodía.

—Buenos días —saludó Lena—. Te has levantado pronto.

—Es que estoy tan ilusionada aún con todo lo de ayer…

Kendra echó un vistazo al jardín. Las mariposas, los abejorros y los colibríes estaban ya haciendo de las suyas. El abuelo tenía razón: muchos se apiñaban alrededor de las fuentes y los bebederos ahora llenos, a admirar su reflejo.

—Otra vez un mero montón de bichos —comentó Lena.

—¿Puedo tomar un poco de chocolate caliente?

—Deja que cuelgue este último móvil —respondió mientras desplazaba el taburete y se encaramaba a él sin ningún temor.

¡Era tan mayor! ¡Si se cayese, seguramente moriría!

—Ten cuidado —le dijo Kendra.

Lena le quitó importancia con un movimiento de la mano.

—El día que sea demasiado vieja para subirme a un taburete será el día en que me tire del tejado. —Colgó el último móvil musical—. Tuvimos que quitarlos cuando llegasteis. Habría podido despertar vuestras sospechas ver a los colibríes haciéndolos sonar.

Kendra siguió a Lena al interior de la casa.

—Hace años, había una iglesia cuyas campanadas se oían desde aquí. A veces tocaban melodías con ellas —le explicó Lena—. Era muy divertido ver a las hadas imitando la música. Todavía, de vez en cuando, interpretan aquellas viejas canciones.

Lena abrió el frigorífico y extrajo una botella de leche de las antiguas. Kendra se sentó a la mesa. Lena vertió la leche en un cazo que había en el fogón y empezó a agregarle ingredientes. Kendra observó que no echaba únicamente cucharadas de cacao en polvo, sino que iba vertiendo y removiendo el contenido de gran variedad de botes.

—El abuelo dijo que te preguntáramos sobre la historia del hombre que hizo el cobertizo de las barcas —empezó Kendra.

Lena dejó de dar vueltas a la leche.

—¿Ah, sí? Supongo que yo conozco esa historia mejor que nadie. —Volvió a remover—. ¿Qué os contó?

—Dijo que el hombre estaba obsesionado con las náyades. Por cierto, ¿qué es una náyade?

—Una ninfa acuática. ¿Y qué más os dijo?

—Sólo que tú conoces la historia.

—El hombre se llamaba Patton Burgess —explicó Lena—. Se convirtió en encargado de la propiedad en 1878, tras heredar el puesto de su abuelo materno. En aquel entonces era un hombre joven, bastante apuesto, con bigote… Hay fotografías suyas arriba. El estanque era su lugar preferido de toda la finca.

—También el mío.

—Iba allí y se pasaba horas contemplando a las náyades. Ellas intentaban engatusarle para que se acercase a la orilla, como tenían por costumbre, con objeto de ahogarlo. Él se acercaba, a veces incluso fingía que iba a zambullirse, pero se quedaba siempre justo fuera de su alcance, tentándolas.

Lena probó el chocolate y le dio unas cuantas vueltas más.

—A diferencia de casi todos los visitantes, que parecían considerar a todas las náyades como criaturas intercambiables entre sí, él prestaba especial atención a una ninfa en particular, y preguntaba por ella llamándola por su nombre. Empezó a ignorar a las otras náyades. Los días en que su predilecta no se dejaba ver, él se marchaba pronto.

Lena vertió la leche del cazo en un par de tazas.

—Se obsesionó con ella. Cuando construyó el cobertizo, las ninfas no entendían lo que estaba haciendo. Fabricó una barca de remos, ancha y recia, para poder salir al agua y estar más cerca del objeto de su fascinación. —Lena llevó las tazas a la mesa y se sentó—. Las náyades trataban de desestabilizar el bote cada vez que se echaba al agua, pero estaba construida de un modo demasiado ingenioso. Sólo conseguían empujarla por todo el estanque.

Kendra dio un sorbito. Aquel chocolate a la taza era una obra maestra. Justo lo bastante tibio para poder beberlo a gusto.

—Patton decidió intentar engatusar a su náyade predilecta para que saliese del agua y fuese a charlar con él en tierra. Ella respondió instándole a reunirse con ella en el estanque, ya que abandonar el agua significaría ingresar en la mortalidad. El tira y afloja duró más de tres años. Él la rondaba con su violín y le leía poemas y le hacía promesas sobre la vida que llevarían juntos. Daba muestras de tal sinceridad y perseverancia que en ocasiones ella miraba sus bondadosos ojos y flaqueaba.

Lena dio un sorbo a su chocolate.

—Un día de marzo, Patton tuvo un descuido. Se inclinó demasiado sobre la borda y, mientras conversaba con su predilecta, una náyade le cogió de la manga. Como hombre fuerte que era, resistió el tirón, pero la lucha le obligó a colocarse en un lateral de la barca y aquello desestabilizó su acostumbrado equilibrio. Un par de náyades empujaron la barca por el otro lado y la nave volcó.

—¿Murió?

Kendra estaba horrorizada.

—Habría muerto, en efecto. Las náyades obtuvieron su botín. En sus dominios, él no tenía nada que hacer. Enloquecidas por su tan anhelada victoria, se lo llevaron al fondo del estanque para añadirlo a su colección de víctimas mortales. Pero su predilecta no pudo soportar aquello. Había llegado a sentir afecto por Patton, seducida por su diligente atención, y, a diferencia de las demás, no le divertía su muerte. Se enfrentó a sus hermanas y lo devolvió a la orilla. Ese fue el día en que abandoné el estanque.

A Kendra se le escapó el chocolate de entre los labios y roció con él la mesa.

—¿Tú eres la náyade?

—Lo fui, un día.

—¿Te convertiste en mortal?

Lena recogió distraídamente con una toallita el chocolate que Kendra acababa de esparcir.

—Si pudiese retroceder en el tiempo, tomaría la misma decisión, una y otra vez. Tuvimos una vida dichosa. Patton dirigió Fablehaven durante cincuenta y un años antes de pasarle el puesto a un sobrino suyo. Después vivió doce años más… Murió a los noventa y uno. Conservó la lucidez hasta el último momento. También ayuda a ello el tener una esposa joven.

—¿Cómo es que sigues viva?

—Quedé sometida a las leyes de la mortalidad, pero han ido haciendo efecto gradualmente. Cuando estaba junto a él en el lecho de muerte, parecía quizá veinte años mayor que el día en que le saqué del agua. Me sentía culpable por parecer tan joven mientras su frágil cuerpo se apagaba. Yo quería ser vieja como él. Por supuesto, ahora que finalmente empiezo a aparentar mi edad, no me importa mucho.

Kendra bebió un poco más de su chocolate a la taza. Estaba tan cautivada que apenas lo saboreó.

—¿Qué hiciste después de que él muriese?

—Aproveché mi mortalidad. Había pagado un precio muy alto por ella, así que decidí recorrer el mundo entero para ver lo que podía ofrecer. Europa, Oriente Medio, la India, Japón, Sudamérica, África, Australia, las islas del Pacífico. Viví muchas aventuras. Establecí varios récords de natación en Gran Bretaña y podría haber ganado muchos más, pero me contuve; no habría sido sensato despertar demasiada curiosidad. Ejercí de pintora, de jefa de cocina, de geisha, de trapecista, de enfermera. Muchos hombres persiguieron mi amor, pero yo no volví a amar a nadie. Al final, todos los viajes empezaron a parecerse y regresé a casa, al lugar que mi corazón no había abandonado nunca.

—¿Alguna vez vuelves al estanque?

—Sólo con el recuerdo. No sería prudente. Allí no soy apreciada, y mucho menos aún debido a su envidia secreta. ¡Cómo se reirían de mi aspecto! Ellas no han envejecido un solo día. Pero yo he experimentado muchas cosas que ellas no conocerán jamás. Unas dolorosas, otras maravillosas.

Kendra apuró lo que le quedaba del chocolate y se limpió los labios.

—¿Cómo es ser una náyade?

Lena miró por la ventana.

—No es fácil explicarlo. Yo misma me hago la misma pregunta. No fue sólo que mi cuerpo se volviese mortal; también mi mente se transformó. Creo que prefiero esta vida, pero tal vez sea porque he cambiado de forma radical. La mortalidad es un estado del ser totalmente diferente. Te vuelves más consciente del tiempo. Yo vivía plenamente satisfecha cuando era una náyade. Viví en un estado invariable durante lo que debieron de ser muchos milenios, sin pensar nunca en el futuro ni en el pasado, siempre en busca de una diversión que siempre hallaba. Prácticamente no era consciente de mí misma. Ahora lo recuerdo como algo difuso. No, como un abrir y cerrar de ojos. Un instante que duró miles de años.

—¡Habrías vivido eternamente! —exclamó Kendra.

—No éramos exactamente inmortales. No envejecíamos, así que supongo que algunas de nuestra especie podrían sobrevivir eternamente, si los lagos y los ríos duran toda la eternidad. Es difícil saberlo. Nosotras no vivíamos, en realidad, no como los mortales. Nosotras soñábamos.

—¡Vaya!

—Al menos así fueron las cosas hasta que apareció Patton —añadió Lena, más bien para sí misma—. Empecé a anhelar sus visitas, y a rememorarlas con cariño. Supongo que eso fue el principio del fin.

Kendra sacudió la cabeza.

—Y yo que pensé que simplemente eras un ama de llaves con sangre china.

Lena sonrió.

—A Patton siempre le gustaron mis ojos. —Pestañeó—. Decía que era presa fácil de todo lo asiático.

—¿Cuál es la historia de Dale? ¿Es un rey pirata o algo por el estilo?

—Dale es un hombre normal. Primo segundo de tu abuelo. Un hombre de su confianza.

Kendra miró dentro de su taza vacía. Los posos del chocolate formaban un círculo en el fondo.

—Tengo una pregunta que hacerte —dijo—, y quiero que me respondas sinceramente.

—Si puedo…

—¿Está muerta la abuela?

—¿Qué te hace preguntar eso?

—Creo que el abuelo se inventa excusas falsas para explicar su ausencia. Este lugar es peligroso. Ha mentido sobre otras cosas. Tengo la sensación de que está intentando protegernos de la verdad.

—Muchas veces me pregunto si las mentiras son un mecanismo de protección.

—Está muerta, ¿verdad?

—No, está viva.

—¿Es la bruja?

—No es la bruja.

—¿De verdad ha ido a ver a la tía Nosequerrollos a Misuri?

—Eso tendrá que decírtelo tu abuelo.

• • •

Seth miró por encima de su hombro. Aparte de las hadas que revoloteaban aquí y allá, el jardín parecía tranquilo. El abuelo y Dale se habían marchado hacía rato. Lena permanecía en la casa limpiando el polvo. Kendra estaba por ahí, haciendo quién sabe qué cosa aburrida de las que la mantenían ocupada. Seth llevaba en la mano su kit de emergencia, junto con unos cuantos añadidos estratégicos. La operación Avistamiento de Monstruos Molones estaba a punto de comenzar.

Vacilando, cruzó las lindes de la explanada de hierba y penetró en el bosque; casi esperaba que de un momento a otro se abalanzaran sobre él los hombres lobo. Un poco más allá vio unas cuantas hadas, no tantas como en el jardín. Por lo demás, todo estaba más o menos como las veces anteriores.

Inició la marcha en línea recta, a paso brioso.

—¿Adónde crees que vas?

Seth giró sobre sus talones. Kendra se dirigía hacia él desde el jardín. Seth retrocedió para reunirse con ella en el límite de la explanada de hierba.

—Quiero ver lo que hay de verdad en el estanque. Las «nayaloquesea» y todo eso.

—¿Hasta qué punto estás mal de la cabeza? ¿No oíste ni una palabra de lo que nos contó ayer el abuelo?

—¡Iré con cuidado! No me acercaré al agua.

—¡Podrías matarte! Quiero decir, matarte de verdad, no atacado por la picadura de una garrapata. ¡El abuelo ha impuesto esas normas por algo!

—Los adultos siempre infravaloran a los niños —replicó Seth—. Se ponen en plan protector porque piensan que somos bebés. Piensa en ello. Antes mamá se quejaba todo el rato de que jugase en la calle. Pero yo siempre salía. ¿Y qué ocurrió? Nada. Estaba atento. Me apartaba cuando venía un coche.

—¡Esto no tiene nada que ver!

—El abuelo va de acá para allá.

Kendra apretó los puños.

—¡El abuelo conoce los lugares que hay que evitar! Tú ni siquiera sabes lo que te vas a encontrar. Además, cuando se entere el abuelo, te quedarás encerrado en el desván el resto de nuestra estancia.

—¿Y cómo se va a enterar?

—¡La última vez se enteró de que nos habíamos metido en el bosque! ¡Se enteró de que bebimos la leche!

—¡Porque tú estabas ahí! Me pegaste tu mala suerte. ¿Cómo sabías adónde iba?

—Tienes que perfeccionar tus habilidades de agente secreto —respondió Kendra—. Podrías empezar por no ponerte la camisa de camuflaje cada vez que decidas salir de exploración.

—¡Tengo que esconderme de los dragones!

—Bien. Prácticamente eres invisible. Una simple cabeza flotante.

—Llevo mi equipo de emergencia. Si algo me ataca, puedo espantarlo con mis herramientas.

—¿Con gomas elásticas?

—Tengo un silbato. Y un espejo. Y un mechero. Y petardos. Creerán que soy un brujo.

—¿De verdad te crees eso?

—Y tengo esto. —Extrajo el pequeño cráneo que había en el globo de cristal del escritorio del abuelo—. Esto debería servir para que se lo piensen dos veces.

—¿Un cráneo del tamaño de un cacahuete?

—Seguramente ni siquiera hay monstruos —dijo Seth—. ¿Qué te hace pensar que el abuelo ha dicho la verdad esta vez?

—No sé, ¿tal vez las hadas?

—Vale, bien hecho. Lo has fastidiado. Puedes felicitarte. Ahora ya no puedo irme.

—Pienso fastidiártelo cada vez. No por ser una aguafiestas, sino porque de verdad podrías salir mal parado.

Seth dio una patada a una piedra y esta salió disparada en dirección al bosque.

—¿Qué se supone que voy a hacer ahora?

—¿Qué tal si exploras el enorme jardín repleto de hadas?

—Ya lo he hecho. No puedo atraparlas.

—No para atraparlas. Para contemplar unas criaturas mágicas que nadie más sabe que existen. Vamos.

A regañadientes, Seth se fue con ella.

—Oh, mira, otra hada —murmuró—. Ahora ya he visto un millón.

—No te olvides de devolver el cráneo a su sitio.

• • •

Cuando acudieron a la llamada a cenar, vieron a un desconocido sentado a la mesa junto al abuelo y a Dale. El extraño se levantó cuando entraron en el comedor. Era más alto que el abuelo y mucho más ancho, y tenía el pelo castaño y rizado. Las varias capas de pieles peludas que llevaba puestas le daban un aire de hombre de las montañas. Le faltaba la parte inferior de un lóbulo.

—Chicos, este es Maddox Fisk —anunció el abuelo—. Maddox, estos son mis nietos, Kendra y Seth.

Kendra estrechó la mano encallecida y de gruesos dedos del hombre.

—¿Trabaja usted aquí también? —preguntó Seth.

—Maddox es tratante de hadas —le explicó el abuelo.

—Entre otras cosas —añadió Maddox—. Las hadas son mi especialidad.

—¿Vende hadas? —preguntó Kendra, tomando asiento.

—Las cazo, las compro, las intercambio, las vendo. Todo lo antedicho.

—¿Y cómo las caza? —preguntó Seth.

—Un hombre debe guardar para sí sus secretos profesionales —respondió Maddox, y dio un bocado al asado de cerdo—. Deja que te diga que capturar un hada no es tarea fácil. Son unos bichitos muy escurridizos. El truco suele pasar por apelar a su vanidad. E incluso así hace falta un poco de maña.

—¿Le vendría bien un aprendiz? —preguntó Seth.

—Guárdate esa idea para dentro de unos seis años.

Maddox guiñó un ojo en dirección a Kendra.

—¿Quién compra hadas? —preguntó ella.

—Gente que dirige reservas, como tu abuelo. Unos cuantos coleccionistas privados. Y otros tratantes.

—¿Existen muchas reservas? —preguntó Seth.

—Montones —respondió Maddox—. Están en los siete continentes.

—¿También en la Antártida? —preguntó Kendra.

—En la Antártida hay dos, pero una es subterránea. Es un entorno muy duro. Pero idóneo para determinadas especies.

Kendra tragó un trozo de cerdo.

—¿Por qué la gente no descubre estos santuarios?

—Desde hace miles de años ha existido una red mundial de personas dedicadas en cuerpo y alma a mantener en secreto las reservas —respondió el abuelo—. Cuentan con el respaldo de antiguas fortunas, reunidas en un fondo común. Sirve para pagar sobornos. Para cambiar de ubicación cuando hace falta.

—También ayuda el que la mayoría de la gente no pueda ver estos bichitos —aclaró Maddox—. Con los permisos adecuados, es posible pasar mariposas por las aduanas. Y si no es posible, existen otros medios para cruzar las fronteras.

—Las reservas son el último refugio de muchas especies antiguas y maravillosas —continuó el abuelo—. El objetivo es impedir que estos seres de fábula desaparezcan.

—Amén —dijo Maddox.

—¿Te ha ido bien esta temporada? —preguntó Dale.

—Por lo que respecta a las capturas, las ganancias menguan de año en año. He hecho unos cuantos hallazgos increíbles en la naturaleza. Uno de ellos no te lo vas a creer. Adquirí varios especímenes raros procedentes de reservas del sudeste asiático e Indonesia. Estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo. Os daré más detalles cuando nos reunamos en el estudio.

—Chicos, seréis bienvenidos si queréis asistir —les invitó el abuelo.

—¡Genial! —exclamó Seth, muy contento.

Kendra tomó otro bocado más de aquel suculento cerdo asado. Todo lo que preparaba Lena era de primera categoría. Todo siempre perfectamente sazonado, siempre acompañado de deliciosas salsas y guarniciones. Kendra nunca había tenido quejas sobre la manera de cocinar de su madre, pero lo de Lena era un caso aparte.

El abuelo y Maddox hablaron sobre varias personas a las que Kendra no conocía, otros sujetos involucrados en el secreto mundo de los aficionados a las hadas. Pensó que tal vez Maddox preguntaría por la abuela, pero al final no se habló de ella en la conversación.

Maddox mencionó en repetidas ocasiones el lucero de la noche. El abuelo pareció muy interesado en el tema. Corrían rumores de que el lucero de la noche estaba formándose de nuevo. Una mujer aseguraba que había intentado reclutarla. Se rumoreaba algo sobre un ataque del lucero de la noche.

Kendra no pudo resistir la tentación de intervenir.

—¿Qué es el lucero de la noche? Suena como una expresión en clave.

Maddox lanzó al abuelo una mirada de incertidumbre. El abuelo le respondió con un gesto afirmativo de la cabeza.

—La Sociedad del Lucero de la Noche es una misteriosa organización que todos esperábamos que se hubiese extinguido hace décadas —le explicó Maddox—. Su relevancia ha ido variando a lo largo de los siglos. Justo cuando crees que acaban de desaparecer, empiezan a oírse rumores sobre ellos otra vez.

—Se dedican a apoderarse de las reservas con el fin de utilizarlas para sus propios fines perversos —aclaró el abuelo—. Los miembros de la sociedad entablan tratos con demonios y con practicantes de magia negra.

—¿Van a atacarnos? —preguntó Seth.

—No es muy probable —respondió el abuelo—. Las reservas están protegidas por una magia poderosa. Pero de todos modos presto atención a las noticias. Ser cauteloso rara vez hace daño.

—¿Por qué lo de lucero de la noche? —preguntó Kendra—. Es un nombre tan bonito…

—El lucero de la noche anuncia la noche —explicó Maddox. Todos reflexionaron en silencio. Maddox se limpió la boca con una servilleta—. Lo siento. No es un tema muy alegre del que hablar mientras cenamos.

Después de la cena, Lena quitó la mesa y se fueron todos al estudio. De camino, Maddox recogió varias cajas y cajones de embalaje del vestíbulo. Dale, Seth y Kendra le ayudaron. Las cajas tenían orificios, evidentemente para que las criaturas que había dentro pudieran respirar. Pero Kendra no consiguió ver nada a través de ellos. Estaban todos obstruidos.

El abuelo se acomodó tras el gran escritorio, Dale y Maddox se quedaron con los sillones extra grandes, Lena se apoyó en el alféizar, mientras que Kendra y Seth se sentaron en el suelo.

—En primer lugar —empezó Maddox, inclinándose y liberando el cierre de un gran cajón negro—, tenemos unas cuantas hadas llegadas de una reserva de Timor.

Abrió la trampilla y salieron ocho hadas. Dos diminutas, de menos de tres centímetros de alto, volaron como flechas hacia la ventana. Eran de color ámbar y tenían las alas como las de las moscas. Una de ellas aporreó el cristal de la ventana con un puñito minúsculo. Un hada de gran tamaño, de más de diez centímetros de alto, revoloteó delante de Kendra. Parecía una habitante de los mares del Sur en miniatura, con alas de libélula en la espalda y otras diminutas en los tobillos.

Tres de las hadas tenían alas de mariposa con unos complicados dibujos que parecían representar vidrieras. Otra de ellas tenía unas alas negras como la pez. La última tenía unas alas velludas y el cuerpo cubierto de una pelusilla azul claro.

—¡Mira! —dijo Seth—. Esa de ahí es peluda.

—Es un duendecillo aterciopelado que mora en las fontanas y que sólo se encuentra en la isla de Roti —le explicó Maddox.

—A mí me gustan las pequeñas —dijo Kendra.

—Son de una variedad más común, merodean por la península de Malasia —dijo Maddox.

—Qué rápidas son —comentó Kendra—. ¿Por qué no huyen?

—Cazar un hada la deja sin sus poderes —le explicó Maddox—. Si la metes en una jaula o en una habitación cerrada, como esta, no puede utilizar su magia para escapar. Mientras están confinadas, se vuelven bastante dóciles y obedientes.

Kendra frunció el entrecejo.

—¿Cómo sabe el abuelo que se quedarán en el jardín si las compra?

Maddox guiñó un ojo al abuelo.

—Esta cría no se anda con rodeos. —Se volvió para mirar a Kendra—. Las hadas son criaturas muy territoriales, no migratorias. Si las colocas en un entorno habitable, se quedan en él. Especialmente si se trata de un entorno como Fablehaven, lleno de jardines y comida en abundancia y otros bichos encantados.

—Estoy seguro de que puedo llegar a un trato para el duendecillo de fontana —dijo el abuelo—. Las hadas del mar Banda son también muy bonitas. Podremos acordar la transacción más tarde.

Maddox golpeó varias veces con la palma de la mano en un lado del cajón y las hadas regresaron. Las que tenían las alas como vidrieras se tomaron su tiempo, deslizándose perezosamente por el aire. Las pequeñas se metieron a toda velocidad. El duendecillo de fontana ascendió hasta lo alto de un rincón de la habitación. Maddox volvió a golpear el lateral del cajón y lanzó una orden con voz firme en un idioma que Kendra no comprendió. El hada peluda bajó volando al cajón.

—A continuación tenemos unas hadas nocturnas albinas procedentes de Borneo.

De una caja salieron volando tres hadas blancas como la leche, con unas alas como las de las polillas, salpicadas de motitas negras.

Maddox prosiguió con su exhibición de grupos de hadas de características especiales. A continuación, empezó a sacarlas una por una. A Kendra, un par de ellas le resultaron desagradables. Una tenía espinas en las alas, y cola. Otra era reptiliana, cubierta de escamas. Maddox les mostró su capacidad camaleónica para confundirse con diferentes fondos.

—Y ahora mi gran hallazgo —anunció Maddox, frotándose las manos—. A esta damisela la capturé en un oasis en lo más recóndito del desierto de Gobi. Sólo he visto otra más de su especie. ¿Podríamos bajar las luces?

Dale se puso en pie de un salto y apagó las luces.

—¿Qué es? —preguntó el abuelo.

Por toda respuesta, Maddox abrió la última caja. De ella subió volando un hada deslumbrante que tenía las alas como rutilantes velos de oro. Por debajo arrastraba tres relucientes plumas, cual elegantes cintas de luz. El hada se mantuvo gloriosamente inmóvil en el centro de la habitación, con un porte regio.

—¿Un arpa yinn? —preguntó el abuelo, atónito.

—Concédenos una canción, te lo ruego —pidió Maddox.

Y repitió la petición en otro idioma.

El hada lució con más intensidad aún, lanzando destellos. La música que se oyó a continuación era hechizante. La voz hizo imaginar a Kendra una miríada de cristales vibrantes. El canto sin palabras poseía la fuerza de un aria operística, mezclada con la dulzura de una canción de cuna. Era nostálgica, arrebatadora, esperanzada y profundamente conmovedora.

Permanecieron todos inmóviles en sus asientos hasta que el canto tocó a su fin. Cuando hubo terminado, Kendra quiso aplaudir, pero le pareció que era un instante demasiado sagrado para ello.

—Verdaderamente eres espléndida —dijo Maddox, y repitió el cumplido en aquella lengua extranjera otra vez. ¿Sería chino?

Dio unos golpecitos con la palma de la mano en el lateral de la caja y el hada desapareció en ella dibujando un luminoso arabesco.

La habitación, en su ausencia, parecía oscura y muerta. Kendra parpadeó para borrar de su retina las manchas luminosas que había dejado al desaparecer.

—¿Cómo hiciste semejante hallazgo? —preguntó maravillado el abuelo.

—Oí unas leyendas cerca de la frontera mongola. Me costó casi dos meses de condiciones durísimas dar con ella.

—La otra arpa yinn que conozco posee su propio santuario en una reserva tibetana —les explicó el abuelo—. Se creía que era única. Los entendidos en hadas acuden desde los cuatro puntos cardinales para admirarla.

—Entiendo por qué —dijo Kendra.

—¡Qué oferta tan especial, Maddox! Gracias por traerla a nuestra casa.

—Estoy mostrándola en todo el circuito antes de aceptar ofertas —aclaró Maddox.

—No sé si podría permitirme un lujo así, pero avísame cuando esté disponible. —Tras ponerse en pie, el abuelo miró el reloj de pie y dio una palmada—. Parece que es hora de que todos los menores de treinta años enfilen hacia la cama.

—¡Pero si es muy pronto aún! —protestó Seth.

—Nada de quejas. Tengo asuntos de negocios que tratar con Maddox esta noche. No podemos tener a jovenzuelos incordiándonos. Es preciso que permanezcáis en vuestro cuarto, por mucho barullo que oigáis aquí abajo. Nuestras… negociaciones pueden resultar algo movidas. ¿Entendido?

—Sí —dijo Kendra.

—Yo quiero participar en las negociaciones —repuso Seth.

El abuelo sacudió la cabeza.

—Es algo muy aburrido. Que durmáis bien, chicos.

—Por animado que sea lo que creáis oír —añadió Maddox cuando Kendra y Seth se disponían a salir del estudio—, no estaremos celebrando ninguna fiesta.