5
Diario de secretos
-¿Te habías dado cuenta de que en la tripa del unicornio hay una cerradura? —preguntó Seth.
Estaba tumbado en el suelo con las manos entrelazadas en la nuca, al lado del precioso caballo balancín.
Kendra alzó la vista del dibujo que estaba haciendo. Para sobrellevar mejor el encarcelamiento, le había pedido a Lena que le preparase un lienzo con la técnica de colorear por números. Kendra quería pintar los pabellones que rodeaban el estanque, y Lena le había dibujado en un periquete el paisaje con asombrosa precisión, como si conociera el lugar de memoria. Seth declinó el ofrecimiento del ama de llaves de prepararle otro lienzo.
—¿Una cerradura?
—¿No estabas buscando cerraduras?
Kendra se levantó del taburete y se acuclilló al lado de su hermano. Como le había anunciado, en la parte inferior del unicornio había una diminuta cerradura. Ella extrajo las llaves del cajón de la mesilla de noche. La tercera llave que le había entregado el abuelo Sorenson la abrió. Se trataba de una pequeña trampilla. Al abrirla, cayeron varios bombones en forma de rosa, envueltos en papel dorado, idénticos a los que había encontrado en el armarito de miniatura.
—¿Qué son? —preguntó Seth.
—Jaboncitos —respondió Kendra.
Kendra metió la mano por la trampilla y palpó el interior del hueco del caballito balancín. Encontró unos cuantos bombones más con forma de capullo de rosa y una llavecilla dorada similar a la que había descubierto en el armario. ¡La segunda llave del diario!
—Parecen caramelos —dijo Seth, que le arrebató uno de los diez bombones.
—Tómate uno. Están perfumados. Olerás genial. Él lo desenvolvió.
—Curioso color para un jabón. Huele mucho a chocolate. —Se lo metió entero en la boca. Las cejas se le enarcaron al instante—. ¡Ostras, qué bueno está!
—Dado que tú has encontrado la cerradura, ¿qué te parece si nos los repartimos a partes iguales?
Estaba un poco preocupada de que, de lo contrario, se los comiera todos.
—Me parece justo —dijo él, y cogió cuatro más.
Kendra metió sus cinco bombones en el cajón de la mesilla de noche y sacó el libro cerrado con llave. Tal como esperaba, la segunda llave dorada abrió otro de los cierres. ¿Dónde podía estar la tercera?
De pronto, se dio una palmada en la frente. Las dos primeras habían estado escondidas dentro de objetos que las otras llaves habían abierto. ¡La que faltaba tenía que estar dentro del joyero!
Abrió el joyero y se puso a rebuscar en los compartimentos llenos de destellantes colgantes, broches y sortijas. Como no podía ser de otro modo, disimulada en una pulsera de dijes, Kendra encontró una llavecilla dorada similar a las otras dos.
Ilusionada, cruzó la habitación e insertó la llave en el último de los cierres del Diario de secretos. La llave liberó el último cierre y Kendra abrió el libro. La primera página estaba en blanco. La segunda también. Hojeó rápidamente todo el libro con el pulgar. ¿Estaría el abuelo Sorenson animándola a que escribiese un diario?
Pero todo el jueguecito de las llaves había sido de lo más artero. A lo mejor también había en eso gato encerrado. Algún mensaje oculto. Escrito en tinta invisible, o algo así. ¿Cómo funcionaba la tinta invisible? ¿Había que rociarla con jugo de limón y acercar el papel a una luz? Algo por el estilo. Y había otro truco: frotabas suavemente con un lápiz y aparecía el mensaje. O quizá se trataba de otro método, aún más rebuscado.
Kendra revisó el diario más cuidadosamente, en busca de alguna pista. Fue poniendo varias de las páginas contra la ventana, para ver si la luz delataba alguna filigrana oculta u otra prueba misteriosa.
—¿Qué haces? —preguntó Seth.
Sólo le quedaba un capullo de chocolate. Kendra tendría que esconder sus bombones en algún lugar más seguro que el cajón de la mesilla de noche.
Sostuvo una última página contra la ventana. La luz no desveló nada.
—Estoy ensayando para las pruebas de acceso al manicomio.
—Apuesto a que quedas la primera —bromeó él.
—Salvo si te ven a ti la cara —repuso ella. Seth pasó por delante de su hermana y fue a coger un puñado de grano para Ricitos de Oro.
—Ha puesto otro huevo.
Abrió la jaula para sacarlo y le acarició el suave plumaje.
Kendra se dejó caer en la cama y se dedicó a hojear las últimas páginas. De repente se detuvo. En una de las páginas del final había algo escrito. No estaba realmente escondido, sino sólo puesto en un lugar insospechado. Eran tres palabras, escritas cerca de la tapa del libro, en la parte inferior de una hoja por lo demás vacía:
«BEBE LA LECHE».
Kendra plegó la esquina de la página y hojeó las restantes. A continuación, echó un vistazo rápido al resto de las páginas desde el principio para asegurarse de que no se le había escapado ningún otro mensaje parecido. «Bebe la leche».
A lo mejor si empapaba la página en leche conseguía que apareciesen más palabras. Podía meter una en los moldes llenos de leche que Dale dejaba fuera.
¡O tal vez esa fuera la leche a la que hacía referencia el mensaje! La estaban retando a beber leche de vaca sin procesar. ¿Qué propósito tendría? ¿Provocarle diarrea? Dale había hecho especial hincapié en que no debía beber esa leche. Claro que su manera de decirlo había sido algo peculiar… Podría estar ocultando algo. «Bebe la leche».
¿Se había tomado tantas molestias para encontrar las cerraduras correspondientes a las llaves que le había dado el abuelo Sorenson, para descubrir otras tantas llaves que a su vez abrían un diario cerrado, todo para obtener aquel extraño mensaje? ¿No estaría escapándosele algo? ¿O sacando las cosas de quicio? Tal vez la caza de llaves había sido pensada únicamente como un medio para hacerle pasar el tiempo.
—¿Crees que mamá y papá nos dejarían tener una gallina de mascota? —preguntó Seth con la gallina en brazos.
—Seguramente justo después de que nos dejen tener un búfalo.
—¿Por qué nunca coges a Ricitos de Oro? Es muy buena, de verdad.
—Coger entre mis brazos a una gallina viva me parece algo repugnante.
—Pues mejor que coger a una muerta.
—Con acariciarla me conformo.
—Tú te lo pierdes. —Seth sostuvo la gallina pegada a su cara—. ¿A que eres una gallina buena, Ricitos de Oro? —La gallina cloqueó en voz baja.
—Te va a sacar los ojos —le advirtió Kendra.
—Para nada, está domesticada.
Tras echarse en la boca uno de los bombones con forma de capullo de rosa, Kendra guardó de nuevo el Diario de secretos en el cajón de la mesilla de noche y volvió a centrarse en el dibujo. Arrugó el entrecejo. Entre los cenadores, el estanque y los cisnes, el cuadro requería más de treinta tonalidades diferentes de blanco, gris y plata. Empleando las bases de muestra que Lena le había dado, se puso a preparar el siguiente color.
• • •
Al día siguiente lucía un sol esplendoroso. No había ni rastro de que hubiese llovido antes ni indicios de que fuese a llover en el futuro. Los colibríes, las mariposas y los abejorros habían regresado al jardín. Lena, bajo un enorme sombrero para protegerse del sol, se ocupaba de las plantas al fondo de la pradera.
Kendra estaba sentada a la sombra en el porche trasero. Al haber dejado de ser una cautiva en el desván, le parecía que era más capaz que antes de disfrutar del buen tiempo. Se preguntó si la variedad de mariposas que veía en el jardín formaba parte de las especies que el abuelo Sorenson había importado. ¿Cómo se puede impedir que una mariposa se marche de una finca? ¿Tal vez con aquella leche?
Mató el rato con un juego que había encontrado en una estantería del desván: un tablero triangular dotado de quince orificios y catorce palitos. El objetivo consistía en saltar sobre los palitos, como en el juego de las damas, hasta que sólo te quedara uno, lo cual parecía fácil, en principio. El problema radicaba en que al ir saltando, algunos palitos se quedaban aparte y no podían ni saltar ni ser saltados. El número de palitos que dejabas repartidos por el tablero indicaba tu puntuación.
Hasta el momento su mejor intento se había saldado con tres puntos, puntuación que el folleto de instrucciones calificaba de típica. Dejar dos era bueno. Y uno, óptimo. Cinco o más te encasillaban en la categoría de inútil.
Mientras recolocaba los palitos para un nuevo intento, Kendra vio lo que había estado esperando. Dale pasaba por el borde del jardín con un molde de tarta en las manos. Kendra dejó el juego de los palitos en la mesa y se apresuró a interceptarle el paso.
Al verla venir hacia él, Dale pareció incomodarse ligeramente.
—No puedo dejar que Lena te vea hablando conmigo así —murmuró en tono grave—. Se supone que saco la leche sin que nadie se entere.
—Creí que nadie sabía que sacabas la leche.
—Así es. Mira, tu abuelo no lo sabe, pero Lena sí. Procuramos mantenerlo en secreto.
—Tengo curiosidad por saber cómo sabe la leche.
Él se puso nervioso.
—¿No oíste lo que te dije la otra vez? Podrías pillar… herpes, sarna, escorbuto.
—¿Escorbuto?
—Esta leche es un caldo de cultivo para las bacterias. Por eso les gusta tanto a los insectos.
—Tengo amigos que han probado la leche directamente ordeñada de la vaca. Y han sobrevivido.
—Seguro que eran vacas sanas —repuso Dale—. Estas vacas son…, da igual, no importa. La cosa es que no se trata de una leche cualquiera. Está muy contaminada. Yo me lavo las manos a conciencia después de tocarla.
—Entonces, crees que no debería probarla.
—No, a menos que aspires a morir pronto.
—¿Me llevarías al granero para que vea las vacas?
—¿Para ver las vacas? ¡Eso sería quebrantar las normas de tu abuelo!
—Creí que lo hacía porque podíamos hacernos daño —repuso Kendra—. Si vienes conmigo, no me pasará nada.
—Las normas de tu abuelo son las normas de tu abuelo. Tiene sus motivos. Y yo no pienso violarlas. Ni tampoco hacer excepciones.
—¿No? A lo mejor si me dejas ver las vacas, guardaré vuestro secreto sobre la leche.
—Oye, eso es chantaje. No voy a tolerar que nadie me chantajee.
—Me pregunto lo que dirá el abuelo cuando se lo cuente esta noche en la cena.
—Seguramente dirá que debes meterte en tus asuntos. Y ahora, con tu permiso, tengo cosas que hacer.
Kendra le siguió con la mirada mientras él se alejaba con el recipiente de leche. Sin lugar a dudas, Dale se había comportado a la defensiva y de un modo extraño. Definitivamente, esa leche escondía algún misterio. Pero después de todo aquello sobre las bacterias, se le quitaron las ganas de probarla. Necesitaba un conejillo de Indias.
• • •
Seth intentó dar un salto mortal, pero cayó al agua golpeándose la espalda de lleno. Nunca le salía la voltereta entera. Asomó a la superficie y nadó hasta el borde para intentarlo de nuevo.
—Bonito planchazo de espalda —comentó Kendra, de pie cerca del borde—. Un corte para las tomas falsas.
Seth escaló el bordillo.
—Me gustaría ver cómo lo mejoras. ¿Dónde has estado?
—He descubierto un secreto.
—¿Cuál?
—No puedo explicártelo. Pero puedo mostrártelo.
—¿Tan bueno como el lago?
—No tanto. Date prisa.
Seth se echó una toalla por encima de los hombros y se calzó las sandalias. Desde la piscina, Kendra lo guio por el jardín en dirección a unos arbustos floridos que había al final. Detrás de las plantas había un molde grande de tarta lleno de leche, del que bebían un montón de colibríes.
—¿Beben leche? —preguntó Seth.
—Sí, pero esa no es la cuestión. Pruébala.
—¿Por qué?
—Ya lo verás.
—¿Tú la has probado?
—Sí.
—¿Cuál es el misterio?
—Ya te lo he dicho: tú pruébala y verás.
Kendra observó con curiosidad mientras él se arrodillaba junto al recipiente. Los colibríes se dispersaron. Seth metió un dedo en la leche y se lo llevó a la lengua.
—Muy buena. Dulce.
—¿Dulce?
Él agachó la cabeza y arrugó los labios para acercarlos a la superficie de la leche. Se retiró y se limpió la boca.
—Sí, dulce y cremosa. Pero algo tibia. —Entonces, al mirar más allá de Kendra, los ojos se le saltaron de las órbitas. Se puso en pie de un salto, gritando y señalando con el dedo—. ¿Qué demonios son esas cosas?
Kendra se dio la vuelta. Lo único que vio fueron una mariposa y un par de colibríes. Volvió a mirar en dirección a Seth. Se había puesto a correr en círculos mientras observaba como loco en todas partes, aparentemente perplejo y asombrado.
—Están por todas partes —dijo, alucinado.
—¿Qué?
—Mira a tu alrededor. Mira las hadas.
Kendra se quedó contemplando a su hermano. ¿Era posible que la leche le hubiese frito los sesos por completo? ¿O estaba tomándole el pelo? No parecía fingir. Se encontraba al otro lado de un rosal, contemplando maravillado una mariposa. Alargó el brazo con cautela para tocarla, pero la criatura aleteó y se alejó de su alcance.
Se volvió hacia Kendra.
—¿Ha sido la leche? ¡Esto mola mucho más que el lago!
Su entusiasmo parecía auténtico.
Kendra observó detenidamente el recipiente de leche. «Bebe la leche». Si Seth estaba haciéndose el gracioso, sus dotes interpretativas se habían multiplicado por diez. Kendra se mojó un dedo y se lo llevó a la boca. Seth tenía razón. Estaba dulce y tibia. Por un instante, el sol brilló en sus ojos y la obligó a guiñarlos.
Miró de nuevo a su hermano, que se acercaba sigilosamente a un grupúsculo de hadas suspendidas en el aire. Tres de ellas tenían las alas como las de las mariposas, y otra como las de las libélulas. Kendra no pudo reprimir un grito ante aquella visión imposible.
Volvió a dirigir la vista hacia la leche. Un hada con alas de colibrí bebía con una mano. Aparte de las alas, el hada era como una mujer esbelta de no más de cinco centímetros de alto. Llevaba un rutilante viso color turquesa y tenía el pelo largo y negro. Cuando Kendra se inclinó para verla de cerca, el hada salió volando.
Era imposible que realmente estuviese viendo aquello, ¿o no? Tenía que haber una explicación. Sin embargo, había hadas por doquier, cerca, lejos, resplandecientes con sus vívidos colores. ¿Cómo podía negar lo que tenía delante de los ojos?
Conforme paseaba la mirada por todo el jardín, la incredulidad y el sobresalto dejaron su lugar a la maravilla. Hadas de todas las clases imaginables revoloteaban de acá para allá, explorando flores, dejándose llevar por la brisa y esquivando acrobáticamente a su hermano.
Mientras deambulaba por los senderos del jardín, presa del asombro, Kendra se fijó en que en aquellas hadas parecían estar representadas todas las nacionalidades. Las había con rasgos asiáticos, indios, africanos, europeos. Muchas de ellas no podían compararse del todo con mujeres de carne y hueso, pues presentaban una tez azul o cabellos color verde esmeralda. Unas cuantas lucían antenas. Las alas eran de todos los tipos, la mayoría estampadas como las de las mariposas, pero de forma mucho más estilizada y de colores radiantes. Todas las hadas resplandecían con fulgor, desluciendo el brillo de las flores del jardín igual que el sol gana en resplandor a la luna.
Kendra dobló un recodo de uno de los senderos y de pronto se detuvo en seco. Ahí estaba el abuelo Sorenson, con su camisa de franela y sus botas de faena, los brazos cruzados por encima del pecho.
—Tenemos que hablar —dijo.
• • •
El reloj de pie dio la hora con tres toques de campanillas a continuación del melodioso preámbulo. Sentada en una silla de piel con respaldo alto, en el estudio del abuelo Sorenson, Kendra se preguntó si los relojes de pie, que en inglés reciben el nombre de grandfather docks (relojes abuelos), debían su nombre a que sólo los tenían los abuelos.
Lanzó una mirada a Seth, que se encontraba sentado en una silla idéntica que parecía inmensa para él. Eran sillas para adultos.
¿Por qué el abuelo Sorenson había salido de la habitación? ¿Estaban en un aprieto? Al fin y al cabo, él le había dado las llaves que acabaron llevándolos a ella y a su cobaya a probar la leche.
Con todo, no podía dejar de preocuparse por haber descubierto algo que se suponía que debía mantenerse oculto. No sólo las hadas existían de verdad, sino que además el abuelo Sorenson las tenía a centenares en su jardín.
—¿Eso es un cráneo de hada? —preguntó Seth, que señaló la bola de cristal de base plana que había sobre la mesa del abuelo y que contenía aquel cráneo del tamaño de un pulgar.
—Probablemente sí —respondió Kendra.
—¿Estamos acabados?
—Esperemos que no. No había ninguna norma que nos impidiera beber leche.
La puerta del estudio se abrió silenciosamente. El abuelo entró, seguido de Lena, que llevaba tres tazas en una bandeja. Lena ofreció una a Kendra, luego otra a Seth y la última al abuelo. La taza contenía chocolate caliente. Lena salió del estudio, mientras el abuelo tomaba asiento detrás de su escritorio.
—Estoy impresionado por lo rápido que habéis resuelto el enigma —dijo, y dio un sorbito de su taza.
—Entonces, ¿pretendías que bebiésemos la leche? —repuso Kendra.
—Siempre y cuando fueseis la clase adecuada de personas. Francamente, no os conozco tanto. Yo esperaba que la clase de persona que se tomara la molestia de resolver mi pequeño enigma fuera la clase de persona que podría asimilar la idea de una reserva llena de criaturas mágicas. Fablehaven sería demasiado difícil de creer para la mayoría de la gente.
—¿Fablehaven? —repitió Seth.
—Es el nombre que los fundadores de esta reserva le pusieron hace cientos de años. Un refugio para criaturas místicas, una administración transferida de cuidador en cuidador a lo largo de años.
Kendra probó el chocolate caliente. ¡Era excelente! El sabor le trajo a la mente los bombones con forma de capullo de rosa.
—Además de hadas, ¿qué más tienes? —preguntó Seth.
—Muchos seres, enormes y pequeños. Lo que constituye la verdadera razón de por qué el bosque es territorio vedado. Hay criaturas ahí fuera mucho más peligrosas que las serpientes venenosas o los simios salvajes. Sólo ciertos órdenes de ejemplares de vida mágica tienen permiso, en general, para estar en el jardín. La hadas, los elfos y demás. —El abuelo dio otro sorbo de su taza—. ¿Os gusta el chocolate caliente?
—Es delicioso —contestó Kendra.
—Está hecho con la misma leche que habéis probado hoy en el jardín. La misma que toman las hadas. Prácticamente, es el único alimento que comen. Cuando la bebe un mortal, los ojos se le abren para ver un mundo no visto. Pero el efecto desaparece al cabo de un día. Lena os preparará una taza cada mañana para que podáis dejar de birlársela a las hadas.
—¿De dónde sale? —preguntó Kendra.
—La fabricamos con un procedimiento especial en el granero. Allí dentro tenemos también algunas criaturas peligrosas, por lo que sigue siendo territorio prohibido.
—¿Por qué todo es territorio prohibido? —preguntó Seth, a modo de queja—. Nos hemos adentrado cuatro veces en el bosque y siempre hemos salido bien.
—¿Cuatro veces? —preguntó el abuelo.
—Siempre antes del aviso —puntualizó Seth a toda prisa.
—Bueno, sí, aún no teníais los ojos abiertos para ver lo que realmente había a vuestro alrededor. Y tuvisteis suerte. A pesar de no ver las criaturas encantadas que pueblan el bosque, hay muchos parajes en los que podríais haberos aventurado y de los que no habríais salido vivos. Por supuesto, ahora que podéis verlas, las criaturas que hay allí pueden interactuar con vosotros mucho más fácilmente, así que el peligro es mucho mayor.
—No te ofendas, abuelo, pero ¿esa es toda la verdad? —preguntó Kendra—. Nos has contado ya un montón de versiones diferentes sobre por qué el bosque es territorio vedado.
—Ya habéis visto a las hadas —replicó él.
Kendra se inclinó hacia delante.
—Puede que la leche nos haya provocado alucinaciones. Puede que fueran hologramas. Puede que tú estés contándonos todo el rato las cosas que tú piensas que nos vamos a creer.
—Entiendo tu preocupación —respondió el abuelo—. Quería protegeros de la verdad sobre Fablehaven, a no ser que vosotros mismos la descubrieseis. No es precisamente el tipo de información que me apetecía soltaros nada más llegar. Esta es la verdad. Lo que os estoy diciendo ahora es la verdad. Tendréis numerosas oportunidades de confirmar mis palabras.
—Entonces, los animales que vimos en el estanque son en realidad otras criaturas, igual que las mariposas son hadas —dedujo Kendra.
—Exactamente. El estanque puede ser un lugar peligroso. Volved allí ahora, y encontraréis simpáticas náyades que os llamarán para que os acerquéis a la orilla, para tiraros al agua y que os ahoguéis.
—¡Qué crueles! —exclamó Kendra.
—Depende de cómo lo mires —replicó el abuelo, que extendió las manos—. Para ellas, vuestra vida es tan ridículamente corta que mataros se considera algo absurdo y divertido. No más trágico que aplastar una polilla. Además, tienen derecho a castigar a los intrusos. La isla del centro del estanque es un santuario dedicado a la reina de las hadas. Ningún mortal tiene autorización para pisar ese lugar. Sé de un encargado de la reserva que quebrantó esa norma. Nada más poner el pie en la isla secreta, se transformó en una nube de pelusa de diente de león, ropas incluidas. La brisa lo esparció y nunca más se supo de él.
—¿Por qué quiso ir? —preguntó Kendra.
—La reina de las hadas está considerada como la figura más poderosa de todo este mundo. El encargado se encontraba en serios apuros y acudió para rogarle su ayuda. Por lo visto, no la impresionó.
—O sea, que el hombre no tenía ningún respeto hacia lo que era territorio prohibido —concluyó Kendra, lanzando una elocuente mirada en dirección a Seth.
—Exactamente —reconoció el abuelo.
—¿La reina de las hadas vive en esa islita? —preguntó Seth.
—No. Es sólo un santuario dedicado a ensalzarla. Este tipo de santuarios abundan en la finca, y todos ellos pueden ser peligrosos.
—Si el estanque es peligroso, ¿por qué cuenta con un cobertizo lleno de botes? —preguntó Kendra.
—Un encargado anterior de la reserva sentía fascinación por las náyades.
—¿El diente de león? —preguntó Seth.
—Otro —respondió el abuelo—. Es una larga historia. Preguntadle a Lena alguna vez; creo que ella le conoce bien.
Kendra cambió de posición en aquella enorme silla.
—¿Por qué vivís en un lugar tan espeluznante?
El abuelo apoyó los brazos cruzados en el escritorio.
—Sólo da miedo si te metes en los lugares en los que no debes estar. Toda esta reserva es terreno consagrado, gobernado por leyes que las criaturas que moran aquí no pueden violar. Sólo en este suelo sagrado los mortales pueden interactuar con estos seres con cierto grado de seguridad. Siempre que los mortales se queden en su territorio, estarán protegidos por los estatutos fundacionales de la reserva.
—¿Estatutos? —preguntó Seth.
—Acuerdos. En concreto, un tratado ratificado por todos los seres del mundo de la fantasía que moran aquí, un tratado que estipula un nivel de seguridad para los cuidadores mortales. En un mundo en el que el hombre mortal se ha convertido en la fuerza dominante, la mayoría de las criaturas encantadas ha huido a refugios como este.
—¿En qué consisten esos estatutos? —preguntó Kendra.
—Los detalles concretos son complejos, con gran número de limitaciones y excepciones. En términos generales, se basan en la ley de la cosecha, la ley de la retribución. Si no molestas a las criaturas, ellas no te molestarán a ti. Es lo que te garantiza protección cuando no eres capaz de verlas. Al no poder interactuar con ellas, en general, ellas se comportan del mismo modo contigo.
—Pero ahora podemos verlas —observó Seth.
—Motivo por el cual debéis ser cautos. Las premisas fundamentales de la ley son: daño por daño, magia por magia, violencia por violencia. Ellas no iniciarán los problemas, a no ser que vosotros quebrantéis las normas. Tenéis que abrir vosotros la puerta. Si las acosáis, estaréis abriendo la puerta a que ellas os acosen a vosotros. Hacedles daño, y ellas podrán haceros daño a vosotros. Utilizad magia con ellas, y ellas usarán la magia con vosotros.
—¿Que utilicemos magia? —preguntó Seth, entusiasmado.
—Se supone que los mortales no están hechos para usar la magia —respondió el abuelo—. Nosotros somos seres «no mágicos». Pero he aprendido unos cuantos principios prácticos que me ayudan a resolver algunas situaciones. Nada del otro mundo…
—¿Puedes convertir a Kendra en un sapo?
—No. Pero ahí fuera hay seres que sí podrían. Y yo no sería capaz de devolverla a su estado original. Por eso necesito terminar lo que estoy diciendo: violar las normas puede incluir entrar en lugares en los que no tenéis permiso. Hay unas fronteras geográficas establecidas que ciertas criaturas pueden cruzar y que otras, entre las que se cuentan los mortales, no tienen permiso para franquear. Las fronteras funcionan como una manera de contener a las criaturas más siniestras sin provocar alboroto. Si entráis allí donde no debéis, podríais abrir la puerta a feroces reacciones de parte de poderosos enemigos.
—O sea, que al jardín sólo pueden pasar criaturas buenas —dedujo Kendra.
El abuelo adoptó un semblante muy serio.
—Ninguna de estas criaturas es buena. No del modo que nosotros entendemos por bueno. Ninguna es inofensiva. Gran parte de lo moral es propio de los mortales. Las mejores criaturas que hay aquí son, simplemente, no malvadas.
—¿Las hadas no son inofensivas? —preguntó Seth.
—No están ahí para hacer daño a nadie, pues de lo contrario no les permitiría estar en el jardín. Supongo que son capaces de actos buenos, pero normalmente no los harían por lo que nosotros consideraríamos «los motivos adecuados». Tomemos el caso de los duendes. Los duendes no arreglan las cosas para ayudar a la gente. Arreglan cosas porque se lo pasan bien arreglando cosas.
—¿Las hadas hablan? —preguntó Kendra.
—A los humanos, no mucho. Tienen un idioma propio, pero rara vez hablan entre sí, salvo para intercambiar insultos. La mayoría no se digna nunca emplear el lenguaje de los humanos. Todo lo consideran inferior a ellas. Las hadas son unas criaturas presumidas y egoístas. Os habréis dado cuenta de que he dejado sin agua todas las fuentes y todos los bebederos de pájaros del jardín. Cuando están llenos, las hadas se reúnen a contemplar su reflejo el día entero.
—¿Kendra es un hada? —preguntó Seth.
El abuelo se mordió el labio y clavó la vista en el suelo, tratando evidentemente de reprimir una carcajada.
—Un día sacamos un espejo al jardín y se agolparon a su alrededor —le explicó Kendra, haciendo caso omiso, forzadamente, tanto al comentario como a la reacción—. No entendía qué demonios estaba pasando.
El abuelo recobró la compostura.
—Exactamente el tipo de alarde que yo trataba de evitar al vaciar todos los bebederos. Las hadas son sumamente engreídas. Fuera de una reserva como esta, no permitirían que un mortal posase siquiera los ojos en ellas. Dado que consideran que mirarse a sí mismas es el colmo de los deleites, niegan ese placer a los demás. La mayoría de las ninfas tiene la misma mentalidad.
—¿Por qué aquí no les importa? —quiso saber Kendra.
—Sí que les importa. Pero no pueden esconderse cuando bebéis su leche, por lo que han llegado a acostumbrarse, a su pesar, a que los mortales las veamos. Hay veces en que me tengo que reír. Las hadas fingen que no les importa lo que los mortales pensemos de ellas, pero vosotros intentad hacerle un cumplido a una: se ruborizará, y las demás se apiñarán a su alrededor esperando su turno. Cualquiera diría que les da vergüenza.
—Yo creo que son preciosas —afirmó Seth.
—¡Son bellísimas! —coincidió el abuelo—. Y pueden resultar útiles. Ellas se ocupan de casi todas las labores de jardinería. Pero ¿buenas? ¿Inofensivas? No tanto…
Kendra apuró lo que le quedaba de chocolate.
—Así pues, si no nos metemos en el bosque ni entramos en el granero, y no molestamos a las hadas, ¿se portarán bien?
—Sí. Esta casa y la explanada que la rodea son los lugares más protegidos de Fablehaven. Aquí sólo pueden venir las criaturas más amables. Por supuesto, unas cuantas noches al año todas las criaturas campan por sus respetos, y precisamente dentro de poco tendrá lugar una de ellas. Pero ya os contaré más detalles cuando llegue el momento.
Seth se arrimó rápidamente a la mesa.
—Quiero que nos cuentes cosas sobre las criaturas maléficas. ¿Qué hay ahí fuera?
—Por el bien de tus posibilidades de conciliar el sueño por las noches, voy a callarme esa información.
—Yo vi a esa extraña vieja. En realidad, ¿era otra cosa?
El abuelo agarró con fuerza el borde del escritorio.
—Aquel encuentro es un aterrador ejemplo de por qué el bosque es un lugar prohibido. Podría haber resultado desastroso. Te arriesgaste a entrar en una zona muy peligrosa.
—¿Es una bruja? —preguntó Seth.
—Lo es. Se llama Muriel Taggert.
—¿Cómo es posible que pudiera verla?
—Las brujas son seres mortales.
—Entonces, ¿por qué no te deshaces de ella? —le sugirió Seth.
—La choza no es su casa. Es su prisión. Ella encarna los motivos por los que explorar el bosque es una insensatez. Hace más de ciento sesenta años su marido fue el encargado de la reserva. Ella era una mujer inteligente y encantadora. Pero se hizo asidua visitante de algunos de los rincones más oscuros del bosque, donde tuvo tratos con criaturas sucias y desagradables. Ellas le enseñaron. Al cabo de poco tiempo se prendó del poder de la brujería y aquellos seres empezaron a ejercer una influencia considerable sobre ella. Se volvió inestable. Su marido trató de ayudarla, pero ya había enloquecido demasiado.
»Cuando intentó ayudar a algunos de los repugnantes moradores del bosque con un plan de traición y rebelión, su marido pidió auxilio y consiguió que la encarcelasen. Lleva cautiva en esa choza desde entonces, sujeta por los nudos de la cuerda que viste. Que su historia os sirva como otra advertencia más: no tenéis nada que hacer en ese bosque.
—Lo capto —respondió Seth, con expresión solemne.
—Ya basta de parlotear sobre normas y monstruos —exclamó el abuelo, poniéndose en pie—. Tengo cosas que hacer. Y vosotros tenéis un nuevo mundo para explorar. Se acaba el día, salid a aprovecharlo al máximo. Pero permaneced en el jardín.
—¿A qué te dedicas durante todo el día? —quiso saber Kendra, mientras salían del estudio al lado del abuelo.
—Oh, tengo muchas tareas que atender para mantener todo esto en orden. Fablehaven alberga gran cantidad de extraordinarias maravillas y deleites, pero exige mucho mantenimiento. A lo mejor podríais acompañarme alguna vez, ahora que ya conocéis la verdadera naturaleza del lugar. Son trabajos mundanos en su mayor parte. Creo que lo pasaréis mejor jugando en el jardín.
Kendra puso una mano en el brazo del abuelo.
—Yo quiero ver el máximo de cosas posible.