4
El estanque escondido
La lluvia repiqueteaba incesantemente contra el tejado. Kendra nunca había oído un chaparrón tan ruidoso. Pero, claro, nunca había estado en un desván durante una tormenta. Había algo relajante en aquel firme tamborileo, tan constante que casi se volvía inaudible sin ni siquiera decrecer en volumen.
Contemplaba el diluvio de pie ante la ventana, al lado del telescopio. Llovía fuerte, en vertical. No había viento, tan sólo capa tras capa de hileras de gotitas, que a lo lejos se transformaban en una difuminada bruma gris. El canalón que veía justo debajo estaba a punto de desbordarse.
Seth se encontraba en un rincón, pintando sentado en un taburete. Lena le había preparado varios lienzos para pintar siguiendo la numeración; los había esbozado con veloz pericia, adaptando cada imagen a las especificaciones que le daba Seth. El proyecto en el que trabajaba en esos momentos era un dragón en plena lucha contra un caballero montado a lomos de un corcel, en mitad de un páramo envuelto en neblinas. Lena había dibujado las imágenes con un grado considerable de detalle, y había incluido sutilezas de luz y sombra, de tal modo que el producto terminado parecía de lo más conseguido. Había enseñado a Seth a mezclar los colores y le había preparado muestras para que supiera qué tonalidad correspondía a cada número. Para el cuadro que estaba pintando en esos momentos, Lena había incorporado más de noventa tonos diferentes.
Kendra casi nunca había visto a Seth demostrar tanta diligencia como la que estaba poniendo en aquellos cuadros. Al cabo de unas pocas lecciones someras sobre cómo aplicar la pintura y cuestiones como para qué servía cada pincel y cada instrumento, Seth había terminado ya un gran lienzo de unos piratas que saqueaban una población y otro más pequeño de un encantador de serpientes que huía de una cobra con malas intenciones. Dos cuadros impresionantes en tres días. ¡Estaba enganchado! Y el último proyecto lo tenía casi terminado.
Kendra cruzó la habitación en dirección a la estantería y recorrió con una mano el lomo de los volúmenes. Había buscado por toda la habitación, a conciencia, pero aún no había encontrado la última cerradura, y menos aún un pasadizo secreto que comunicara con el otro lado del desván. Seth podía ser un plasta, pero ahora que estaba absorto en sus pinturas, Kendra empezaba a echarle de menos.
A lo mejor Lena podía dibujarle un cuadro a ella también. Kendra había declinado su ofrecimiento inicial, pues le había parecido infantil, algo así como colorear un dibujo. Pero el resultado final parecía mucho menos infantil de lo que Kendra había previsto.
Abrió la puerta y bajó las escaleras. La casa estaba a oscuras y en silencio, y la lluvia se oía cada vez más lejana conforme se distanciaba del desván. Cruzó el pasillo y bajó las escaleras hasta la planta baja.
La casa parecía demasiado en silencio. Todas las luces estaban apagadas, pese a la penumbra reinante.
—¿Lena?
No hubo respuesta.
Kendra cruzó el salón, el comedor y entró en la cocina. Ni rastro del ama de llaves. ¿Se había marchado?
Kendra abrió la puerta del sótano y se asomó a mirar en la oscuridad del fondo de los escalones. La escalera era de piedra, como si condujese a una mazmorra.
—¿Lena? —la llamó con voz vacilante.
La mujer no podía estar allá abajo, sin ninguna luz.
Kendra volvió a cruzar el pasillo y abrió la puerta del estudio. Como aún no había entrado nunca en esa habitación en concreto, lo primero que le llamó la atención fue la enorme mesa de despacho, abarrotada de libros y papeles. Arriba, en la pared, colgaba una cabeza descomunal de un jabalí peludo con dos grandes colmillos puntiagudos. En un estante había apoyada una colección de grotescas máscaras de madera. Otra estaba repleta de trofeos de golf. Varias placas decoraban las paredes forradas de madera, junto con una colección enmarcada de medallas y cintas militares. Había una fotografía en blanco y negro de un abuelo Sorenson mucho más joven; en ella, el hombre mostraba con orgullo un pez espada enorme. Sobre la mesa, dentro de una bola de cristal con la base plana, había una espeluznante réplica de un cráneo humano no más grande que su pulgar. Kendra cerró sigilosamente la puerta del estudio.
Buscó en el garaje, en la sala y en el cuarto de estar. Tal vez Lena había salido corriendo a la bodega.
Kendra salió al porche trasero, protegido de la lluvia gracias al alero del tejado. Le encantaba el aroma fresco y húmedo de la lluvia. Seguía cayendo con fuerza, encharcando todo el jardín. ¿Dónde se escondían las mariposas de semejante chubasco?
Entonces vio a Lena. El ama de llaves estaba arrodillada al lado de un arbusto cubierto de grandes rosas azules y blancas, calada hasta los huesos, aparentemente arrancando malas hierbas. Tenía el cabello blanco pegado a la cabeza y el vestido de trabajo empapado.
—¿Lena?
El ama de llaves levantó la mirada, sonrió y la saludó con la mano.
Kendra cogió un paraguas del armario del vestíbulo y se reunió con Lena en el jardín.
—Estás como una sopa —dijo Kendra.
Lena arrancó de raíz una mala hierba.
—Es una lluvia cálida. Me encanta estar fuera con este tiempo.
Metió la hierba en una bolsa de basura llena a más no poder.
—Te vas a resfriar.
—No suelo ponerme enferma. —Hizo una pausa para levantar la vista hacia las nubes—. Y no parece que vaya a durar mucho tiempo más.
Kendra echó el paraguas hacia atrás y miró a las alturas. Cielos plomizos en todas direcciones.
—¿Tú crees?
—Espera y verás. La lluvia no tardará en cesar, no durará más de una hora.
—Tienes las rodillas cubiertas de barro.
—Crees que he perdido la chaveta. —La diminuta mujer se puso en pie y abrió los brazos en cruz, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás—. ¿Tú nunca miras la lluvia caer sobre ti, Kendra? Es como si el cielo estuviese desmoronándose.
Kendra volvió a echar el paraguas hacia atrás. Millones de gotas de lluvia cayeron hacia ella a toda velocidad; algunas le salpicaron en la cara y la obligaron a guiñar los ojos.
—O como si te elevaras hacia las nubes —dijo ella.
—Supongo que debería llevarte a la casa antes de que me sea imposible seguir con mis estrambóticos hábitos.
—No, no quería molestarte. —De nuevo al amparo del paraguas, Kendra se enjugó las gotitas de la frente—. Supongo que no querrás el paraguas.
—Perdería la gracia. Entraré enseguida.
Kendra volvió a la casa. Desde una ventana miró furtivamente a Lena. Era tan peculiar que no podía resistir la tentación de espiarla. A ratos, Lena trabajaba. Y a ratos, olía una flor o acariciaba sus pétalos. Y la lluvia seguía cayendo.
• • •
Kendra estaba sentada en su cama, leyendo poemas de Shel Silverstein, cuando de repente la habitación se llenó de luz. Había salido el sol.
Lena había acertado respecto de la lluvia. Había cesado unos cuarenta minutos después de su predicción. El ama de llaves había entrado en la casa, se había quitado la ropa mojada y había preparado unos bocadillos.
El cuadro del caballero atacando al dragón, al otro lado del cuarto, estaba terminado. Seth había salido al jardín hacía una hora y Kendra no tenía muchas ganas de nada.
Justo cuando fijaba su atención en el último poema, Seth irrumpió en la habitación, respirando con fuerza. Llevaba sólo los calcetines en los pies, y tenía la ropa toda manchada de barro.
—Tienes que venir a ver lo que he encontrado en el bosque.
—¿Otra bruja?
—No. Mucho más chulo.
—¿Un campamento de vagabundos?
—No te lo pienso decir; tienes que venir a verlo.
—¿Implica la presencia de ermitaños o lunáticos?
—No hay nadie —respondió él.
—¿A qué distancia del jardín?
—No está lejos.
—Podríamos meternos en un buen lío. Además, está todo embarrado.
—El abuelo tiene escondido un precioso parque dentro del bosque —soltó Seth a bocajarro.
—¿Cómo? —preguntó Kendra.
—Tienes que venir a verlo. Ponte unas galochas o lo que sea. Kendra cerró el libro.
• • •
La luz del sol iba y venía, dependiendo del movimiento de las nubes. Una suave brisa despeinaba el follaje. El bosque olía a mantillo. Kendra tropezó con un leño mojado y putrefacto y lanzó un grito al ver una reluciente rana blanca.
Seth se dio la vuelta.
—Alucinante.
—Dirás mejor «asqueroso».
—Nunca había visto una rana blanca —comentó Seth. Trató de cogerla, pero la rana dio un salto enorme al ver que se le acercaba.
—¡Madre mía! ¡Ese bicho ha volado!
Rebuscó entre la maleza donde había aterrizado la rana, pero no encontró nada.
—Date prisa —le apremió Kendra al tiempo que miraba hacia atrás el sendero por el que habían venido.
La casa ya no estaba a la vista y no podía quitarse de encima la sensación de náusea y nervios que notaba en el estómago.
A diferencia de su hermano, Kendra no acostumbraba a vulnerar las normas. Formaba parte de todas las clases avanzadas del colegio, sacaba notas casi perfectas, tenía siempre la habitación recogida y siempre practicaba al piano antes de sus clases particulares. Por el contrario, Seth no sacaba nunca más que una birria de notas, se saltaba los deberes día sí y día también y se ganaba castigos frecuentes que consistían en no salir al patio. Por supuesto, él era el que tenía todos los amigos, así que tal vez había cierto método en su chaladura.
—¿A qué viene tanta prisa?
Volvió a ponerse a la cabeza y fue abriendo un caminito entre la maleza.
—Cuanto más tiempo estemos fuera, más probabilidades habrá de que alguien se dé cuenta de que no estamos en casa.
—No queda mucho. ¿Ves ese seto?
No era un seto exactamente. Más bien una especie de alta barrera de arbustos asilvestrados.
—¿A eso lo llamas tú un seto?
—El parque está al otro lado.
El muro de arbustos se extendía en ambas direcciones hasta donde le alcanzaba la vista a Kendra.
—¿Cómo lo sorteamos?
—Hay que cruzarlo. Ya verás.
Llegaron hasta los arbustos. Seth dobló a la izquierda y fue mirando detenidamente la frondosa barricada conforme avanzaba, agachándose de vez en cuando para comprobar su estado desde más cerca. La maraña de arbustos medía entre tres y casi cuatro metros de alto, y parecía de lo más tupida.
—Vale, me parece que aquí es por donde crucé antes.
En la base de donde se superponían dos arbustos había un hueco profundo. Seth se puso a cuatro patas y se abrió paso por él.
—Se te pegarán doscientas mil garrapatas —exclamó Kendra.
—Se han escondido todas de la lluvia —respondió él con total confianza.
Kendra se agachó y le siguió.
—Me parece que no es el mismo sitio por donde crucé la otra vez —reconoció Seth—. Está un poco más apretado. Pero debería valer igual.
Ahora iba reptando sobre el vientre.
—Más vale que sí.
Kendra apoyó los codos en el suelo y se retorció de angustia con los ojos apretados. El suelo empapado estaba frío y, al zarandear el arbusto, le cayeron encima un montón de gotitas. Seth alcanzó el otro lado y se incorporó. Ella salió también reptando; al ponerse en pie, los ojos se le abrieron como platos.
Ante ella, a unos doscientos metros de distancia, había un estanque de aguas cristalinas con un verde islote en el centro. Una serie de elaborados cenadores circundaban el estanque, conectados entre sí mediante una pasarela de tablones blanqueados. A lo largo de las celosías del bellísimo paseo se enroscaban enredaderas floridas. Por el agua se deslizaban elegantes cisnes. Mariposas y colibríes tremolaban y cruzaban a toda velocidad entre las flores. Al otro lado del estanque unos pavos reales se paseaban y se acicalaban con el pico.
—¿Qué narices…? —dijo Kendra, conteniendo el aliento.
—Vamos.
Seth echó a andar por aquella exuberante pradera de césped perfectamente cortada, en dirección al cenador más cercano. Kendra echó un vistazo hacia atrás y entendió por qué Seth había llamado «seto» a aquella enmarañada barrera de arbustos. De este lado estaban perfectamente recortados. El seto estaba en sintonía con el resto del lugar, con su entrada en forma de arco a un lado.
—¿Por qué no hemos pasado por esa entrada? —preguntó Kendra, corriendo detrás de su hermano.
—Un atajo. —Seth se detuvo en los escalones blancos que subían al cenador para coger una fruta de un espaldar—. Prueba una de estas.
—Deberías lavarlas antes —dijo Kendra.
—Si acaba de llover… —Dio, un mordisco—. Está buenísima.
Kendra probó una. Era la nectarina más dulce que había probado en su vida.
—Deliciosa.
Subieron los dos juntos los escalones de aquel extravagante pabellón. La barandilla de madera era completamente lisa. Pese a estar expuesta a los elementos, toda la carpintería parecía encontrarse en un estado inmejorable: no presentaba ni desconchones ni grietas ni astillas.
El cenador estaba provisto de canapés tipo confidente y de sillas, todo ello de mimbre blanco. Aquí y allá, las omnipresentes enredaderas habían sido moldeadas en forma de coronas vivientes y otros imaginativos diseños. Un loro de brillante plumaje los observaba desde una alta percha.
—¡Mira ese loro! —exclamó Kendra.
—La otra vez vi unos monos —dijo Seth—. Unos monitos de brazos largos. Pasaban balanceándose por todas partes. Y había una cabra. Salió corriendo en cuanto me vio.
Seth echó a andar por uno de los paseos elevados. Kendra le siguió a paso más lento, absorbiendo todo lo que veían sus ojos. Parecía el decorado de una ceremonia nupcial de cuento de hadas. Contó doce cenadores, cada uno diferente de los demás. Uno tenía un pequeño embarcadero blanco que se metía en el estanque. El pequeño pantalán daba a una cabañita flotante que no podía ser sino un cobertizo para barcas.
Kendra caminó en pos de Seth, cuyo ruido al andar estaba haciendo que los cisnes salieran nadando hacia el otro extremo del estanque, dejando al alejarse estelas en forma de uve. El sol se abrió paso entre las nubes y resplandeció sobre el agua.
¿Por qué el abuelo Sorenson mantendría en secreto un lugar como este? ¡Era una maravilla! ¿Por qué tomarse la molestia de cuidarlo si no era para disfrutarlo? Allí cabían cientos de personas, y aún sobraría sitio.
Kendra se dirigió al cenador del embarcadero y descubrió que el cobertizo estaba cerrado con llave. No era grande; calculó que albergaría unas cuantas canoas o botes de remos. A lo mejor el abuelo Sorenson les daba permiso para salir en bote por el estanque. ¡No, no debía decirle siquiera que sabía de la existencia de aquel paraje! ¿Sería por eso por lo que les había hablado de las garrapatas y por lo que les había impuesto normas para impedir que se adentraran en el bosque? ¿Para mantener oculto este pequeño edén? ¿Podía ser tan egoísta y reservado?
Kendra terminó de dar una vuelta entera al estanque; en todo el camino no pisó sino inmaculados tablones blancos. Al otro lado del pequeño lago, Seth gritó y una pequeña bandada de cacatúas levantó el vuelo. El sol volvió a esconderse detrás de las nubes. Tenían que volver ya. La chica se dijo a sí misma que podría regresar allí más tarde.
• • •
Kendra se inquietó cuando cortó el filete que le había tocado. Estaba rosa por dentro, casi rojo en el centro. El abuelo Sorenson y Dale masticaban ya los suyos.
—¿Está hecho mi filete? —se arriesgó a preguntar.
—Pues claro que está hecho —respondió Dale con la boca llena.
—Se ve bastante rojo en el centro.
—Es la única forma de comer un filete —replicó el abuelo, al tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta de lino—. Poco hecho. Así conserva su jugo, y está más tierno. Si lo cocinas del todo, lo mismo te daría comerte una suela de zapato.
Kendra miró a Lena.
—Come, querida —la instó la mujer—. No te pondrás mala; está hecho de sobra.
—A mí me gusta —intervino Seth mientras masticaba un trozo—. ¿Tenemos ketchup?
—¿Por qué ibas a estropear con ketchup un filete perfectamente bueno? —se lamentó Dale.
—Tú te pusiste antes en el huevo —le recordó Lena, mientras dejaba un bote de ketchup delante de Seth.
—Eso era diferente. Ketchup y cebolla con los huevos es una necesidad.
—Es vomitivo —replicó Seth, mientras volcaba el bote sobre su filete.
Kendra probó las patatas al ajillo. Estaban muy sabrosas.
Reuniendo todo su valor, probó también el filete. Al estar empapado en aquella deliciosa salsa, le resultó mucho más fácil de masticar que otros filetes que había probado.
—El filete está delicioso —lo alabó.
—Gracias, querida —dijo Lena.
Comieron en silencio durante unos minutos. El abuelo se limpió de nuevo la boca con la servilleta y se aclaró la voz.
—¿Por qué creéis vosotros que a la gente le gusta tanto violar las normas?
Kendra sintió una punzada de culpabilidad. La pregunta no había sido dirigida a nadie en particular y quedó flotando en el aire, a la espera de una respuesta. Como nadie contestó, el abuelo prosiguió:
—¿Será simplemente por el placer de desobedecer? ¿Por la emoción de la rebeldía?
Kendra miró a Seth. Él observaba su plato y se entretenía en pinchar las patatas.
—Kendra, ¿eran injustas las normas? ¿Estaba siendo poco razonable?
—No.
—Seth, ¿os dejé sin nada que hacer? ¿No hay una piscina? ¿Una casa en el árbol? ¿Juguetes y actividades?
—Teníamos cosas para hacer.
—Entonces, ¿por qué os habéis metido los dos en el bosque? Os advertí de que habría consecuencias.
—¿Por qué tienes ancianas extrañas escondidas en el bosque? —le soltó Seth de repente.
—¿Ancianas extrañas? —preguntó el abuelo.
—Sí, ¿qué me dices de eso?
El abuelo asintió muy pensativo.
—Tiene una vieja soga podrida. No soplarías sobre la cuerda, ¿verdad?
—No me acerqué a ella. Daba miedo.
—Acudió a mí y me preguntó si podía construirse una choza en mi finca. Me prometió que no incordiaría. No vi nada malo en ello. No deberíais molestarla.
—Seth ha encontrado tu retiro particular —añadió Kendra—. Quiso que lo viera. Me pudo la curiosidad.
—¿Qué retiro particular?
—¿El gran estanque? ¿El precioso paseo de tablones? ¿Los loros, los cisnes y los pavos reales?
El abuelo miró a Dale sin decir nada. Dale se encogió de hombros.
—Tenía la esperanza de que nos llevases a dar un paseo en barca —dijo Kendra.
—¿Cuándo me has oído tú hablar de barcas?
Kendra puso los ojos en blanco.
—Abuelo, vi el cobertizo de los botes.
Él levantó las manos y meneó la cabeza. Kendra dejó el tenedor en la mesa.
—¿Por qué dejarías que se echara a perder un lugar tan bonito?
—Eso es asunto mío —replicó el abuelo—. El tuyo era obedecer mis normas, por tu propia seguridad.
—No nos dan miedo las garrapatas —apuntó Seth.
El abuelo entrelazó los dedos y bajó la mirada.
—Cuando os expliqué por qué teníais que manteneros alejados del bosque, no os dije toda la verdad. —Levantó la mirada—. En mi finca doy refugio a una serie de animales peligrosos, muchos de ellos en peligro de extinción. Se trata, entre otros, de serpientes venenosas, sapos, arañas y escorpiones, además de criaturas de mayor tamaño. Lobos, primates, panteras. Utilizo sustancias químicas y otros medios de control para mantenerlos lejos del jardín, pero el bosque es un lugar extremadamente peligroso. En especial, la isla del centro del lago. Está plagada de serpientes taipán del interior, llamadas también «serpientes feroces», las más mortíferas conocidas por el hombre.
—¿Por qué no nos avisaste? —preguntó Kendra.
—Mi reserva es secreta. Dispongo de todos los permisos necesarios, pero si mis vecinos se quejasen, podrían quitármelos. No debéis decírselo absolutamente a nadie, ni a vuestros padres siquiera.
—Vimos una rana blanca —dijo Seth, conteniendo la respiración—. ¿Era venenosa?
El abuelo asintió.
—Más bien letal. En Centroamérica, los indígenas las utilizan para fabricar dardos envenenados.
—Seth intentó atraparla.
—De haberlo logrado, estaría muerto —observó el abuelo en tono grave.
Seth tragó saliva.
—No volveré a entrar en el bosque.
—Confío en que así sea —dijo el abuelo—. De todos modos, una norma carece de valor a menos que se aplique el correspondiente castigo. Tendréis que quedaros en vuestro cuarto el resto del tiempo que estéis aquí.
—¿Qué? —dijo Seth—. ¡Pero tú nos mentiste! ¡Tener miedo de unas garrapatas es un motivo bastante débil para permanecer alejados del bosque! Yo sólo pensé que nos estabas tratando como bebés.
—Deberíais haberme hecho saber vuestro disgusto —replicó el abuelo—. ¿No fui claro respecto de las normas o de las consecuencias?
—No fuiste claro respecto de las razones —contestó Seth.
—Es un derecho mío. Yo soy vuestro abuelo. Y esta es mi propiedad.
—Y yo soy tu nieto. Deberías haberme dicho la verdad. No estás dando, precisamente, buen ejemplo.
Kendra trató de contener la risa. Seth se había puesto en plan abogado. Con sus padres siempre hacía lo posible por salir indemne de los problemas. A veces se sacaba de la manga unos alegatos bastante buenos.
—¿Qué opinas tú, Kendra? —preguntó el abuelo.
Ella no se esperaba que le pidiese su opinión. Trató de ordenar sus ideas.
—Bueno, yo coincido en que no nos dijiste toda la verdad. Si hubiera sabido que había animales peligrosos, de ningún modo habría entrado en el bosque.
—Ni yo —apuntó Seth.
—Establecí dos normas sencillas, vosotros las entendisteis y las transgredisteis. Sólo porque decidí no comunicaros todos los motivos por los que establecí las normas, ¿creéis que debéis libraros del castigo?
—Exacto —respondió Seth—. Al menos esta vez.
—No me parece del todo justo —replicó el abuelo—. A menos que se aplique el castigo establecido, las normas pierden todo su valor.
—Pero no volveremos a hacerlo —insistió Seth—. Te lo prometemos. ¡No nos encierres dos semanas en la casa!
—A mí no me eches la culpa —dijo el abuelo—. Vosotros mismos os habéis encerrado por despreciar las normas. Kendra, ¿qué crees tú que sería lo justo?
—Pienso que a lo mejor podrías aplicarnos un castigo reducido, a modo de advertencia. Y si volvemos a pifiarla, el castigo completo.
—Un castigo reducido —musitó el abuelo—. De manera que paguéis un precio por desobedecer pero obtengáis una oportunidad más. Eso podría valerme. ¿Seth?
—Mejor que el castigo completo.
—Asunto zanjado. Os reduciré la condena a un solo día. Mañana pasaréis todo el día confinados en el desván. Podéis bajar a comer y utilizar el cuarto de baño, pero nada más. Quebrantad alguna de mis normas otra vez, y no saldréis del desván hasta que vuestros padres vengan a buscaros. Por vuestra propia seguridad. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo Kendra.
Seth mostró su conformidad asintiendo en silencio.