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Juntando pistas
A la mañana siguiente, Kendra se sentó a la mesa del desayuno justo enfrente de su abuelo. Encima de él, el reloj de madera de la pared marcaba las 8.43. Por el rabillo del ojo percibía un reflejo de luz que se movía. Seth estaba usando el cuchillo de untar la mantequilla para reflejar los rayos del sol. Kendra se encontraba demasiado lejos de la ventana como para tomar represalias.
—A nadie le gusta que el sol le dé en los ojos, Seth —dijo el abuelo.
Seth paró.
—¿Y Dale? —preguntó.
—Dale y yo nos levantamos hace ya unas horas. Está fuera, trabajando. Yo he venido sólo para haceros un poco de compañía en vuestra primera mañana en la casa.
Lena colocó un cuenco delante de Seth y otro delante de Kendra.
—¿Qué es esto? —preguntó Seth.
—Crema de trigo —respondió Lena.
—Se adhiere a las costillas —añadió el abuelo.
Seth probó la crema de trigo con su cuchara.
—¿Qué lleva? ¿Sangre?
—Bayas del jardín y confitura casera de frambuesa —explicó Lena, al tiempo que dejaba sobre la mesa una fuente con tostadas, mantequilla, una jarra de leche, un cuenco con azúcar y otro con mermelada.
Kendra probó la crema de trigo. Estaba deliciosa. Las bayas y la confitura de frambuesa le daban el toque perfecto de dulzor.
—¡Pero qué bueno! —exclamó Seth—. Y pensar que papá está comiendo caracoles…
—Chicos, recordad las normas relativas al bosque —insistió el abuelo.
—Y no meternos en el granero —observó Kendra.
—Buena chica. Detrás hay una piscina, que hemos preparado para vosotros: con su adecuado equilibrio químico y todo lo demás. Podéis explorar los jardines. Y siempre podéis subir a jugar a vuestra habitación. No tenéis más que respetar las normas y nos llevaremos bien.
—¿Cuándo vuelve la abuela? —preguntó Kendra.
El abuelo bajó la vista a sus manos.
—Eso dependerá de tía Edna. Podría ser la semana próxima. Podría ser dentro de un par de meses.
—Me alegro de que la abuela se recuperara de su enfermedad —comentó Kendra.
—¿Qué enfermedad?
—La que le impidió ir al funeral.
—Ah, sí. Bueno, seguía aún un poco floja cuando partió hacia Misuri.
El abuelo se comportaba de una manera un tanto peculiar. Kendra se preguntó si le costaba tratar con niños.
—Me da pena no haber llegado a tiempo de verla —continuó Kendra.
—A ella también. En fin, será mejor que me marche ya. —No había probado bocado. Echó la silla hacia atrás, se levantó y se apartó de la mesa mientras se frotaba las palmas de las manos en los vaqueros—. Si vais a la piscina, no os olvidéis de poneros protección solar. Os veré más tarde, chicos.
—¿En la comida? —preguntó Seth.
—Más bien a la hora de la cena. Lena os ayudará con cualquier cosa que necesitéis. Y se marchó.
• • •
Enfundada en su bañador y con una toalla echada al hombro, Kendra salió por la puerta al porche trasero. Llevaba un espejo de mano que había encontrado en la mesilla de noche que había junto a su cama. Tenía el mango de madreperla con incrustaciones de diamantes falsos. El día estaba un tanto húmedo, pero la temperatura resultaba agradable.
Se acercó a la baranda del porche y contempló el jardín trasero, muy bien cuidado y perfectamente podado, con sus senderos de piedras blancas serpenteando entre los arriates de flores, los setos, los huertecillos, los árboles frutales y las plantas en flor. Los tallos entrelazados de las parras cubrían con sus rizos celosías colgadas. Todas las plantas parecían hallarse en plena floración. Kendra no había visto nunca flores así de radiantes.
Seth estaba bañándose ya. La piscina tenía el fondo negro y estaba rodeada de piedras para darle el aspecto de un estanque. Kendra bajó rápidamente los escalones y tomó un sendero en dirección a la piscina.
El jardín rebosaba vida. Había colibríes que pasaban como flechas entre la vegetación, con las alas casi invisibles mientras revoloteaban suspendidos en el aire. Abejorros gigantes de panzas peludas zumbaban de flor en flor. Una asombrosa variedad de mariposas aleteaba por el lugar con sus alas de papel de seda.
Kendra pasó por delante de una fuentecilla seca con forma de rana. Y se detuvo al ver que una gran mariposa se posaba en el borde de un bebedero de pájaros vacío. Tenía unas alas enormes de color azul, negro y violeta. Nunca había visto una mariposa de colores tan vivos. Por supuesto, era la primera vez que pisaba un jardín de semejante categoría. La casa no era exactamente una mansión, pero la finca era digna de un rey. No era de extrañar que el abuelo Sorenson tuviera tantas cosas que hacer.
El sendero llevó directamente a Kendra ante la piscina. La zona de la orilla estaba pavimentada con divertidas losas multicolores. Había varias tumbonas y una mesa redonda con una gran sombrilla.
Seth saltó a la piscina desde una piedra que sobresalía y se zambulló con las piernas recogidas, salpicando a lo grande. Kendra dejó la toalla y el espejo encima de la mesa y cogió un bote de protección solar. Se untó de crema blanca la cara, los brazos y las piernas, hasta que su piel la absorbió.
Mientras Seth buceaba, Kendra cogió el espejo. Inclinó la parte reflectante de modo que reflejase la luz del sol en el agua. Cuando Seth sacó la cabeza, Kendra se aseguró de que el manchón brillante de luz solar le diese de lleno en la cara.
—¡Eh! —gritó él, que se apartó a brazadas.
Pero ella mantuvo el destello del espejo en su nuca.
Seth se agarró al borde de la piscina y se volvió para mirarla de nuevo; levantó una mano y guiñó los ojos para protegerse de la luz. Tuvo que apartar la mirada.
Kendra se echó a reír.
—Corta ya —dijo Seth.
—¿No te gusta?
—Que lo dejes. No volveré a hacerlo. Ya me ha abroncado el abuelo.
Kendra dejó el espejo en la mesa.
—Este espejo es mucho más brillante que un cuchillo de untar mantequilla —dijo—. Apuesto a que ha causado ya un daño irreparable en tus retinas.
—Espero que sí, así te reclamaré ante los tribunales daños por un billón de dólares.
—Buena suerte. Debo de tener unos cien en el banco. Podría llegarte para comprar un par de parches para ojos.
Seth nadó enojado en dirección a ella y Kendra se acercó al borde de la piscina. Y cuando él empezó a encaramarse, para salir, ella le empujó al agua otra vez. Le sacaba casi una cabeza y normalmente podía con él si empezaban a pelearse, pero si acababan luchando él sabía escabullirse hábilmente.
Seth cambió de táctica y empezó a salpicarla, empujando la mano rápidamente contra la superficie del agua. El agua estaba fría y, al principio, Kendra se encogió, pero entonces se tiró a la piscina saltando por encima de la cabeza de Seth. Tras el impacto inicial, enseguida se acostumbró a la temperatura y se alejó de su hermano en dirección a la parte menos honda.
Él fue a por ella, y acabaron enzarzándose en un combate a ver quién salpicaba más al otro. Con las manos entrelazadas, Seth dibujó amplios círculos con los brazos, rozando con fuerza la superficie del agua. Kendra empujaba el agua con ambas manos, batiéndola de tal modo que no salpicaba tanto como él, pero sí de forma más dirigida. Pronto se cansaron. No resultaba fácil ganar un combate acuático cuando ambos contrincantes estaban ya calados.
—Echemos una carrera —propuso Kendra cuando empezaron a salpicarse menos.
Echaron varias carreras en la piscina. Primero nadaron en estilo crol, luego de espaldas, luego braza y al final de costado. Después de eso se inventaron impedimentos, como nadar sin utilizar los brazos, o hacer anchos saltando a la pata coja por la parte menos honda. Solía ganar Kendra, pero Seth era más veloz en espalda y en algunas de las carreras con impedimentos.
Cuando Kendra se aburrió de jugar, salió de la piscina. Se dirigió a la mesa para coger la toalla y se frotó con ella la larga melena, disfrutando de la textura gomosa del cabello, dividido en mechones compactos por efecto de la humedad.
Seth se subió a lo alto de una roca que había cerca de la parte más profunda.
—¡Mira este abrelatas!
Saltó con una pierna estirada y la otra recogida.
—Bien hecho —dijo Kendra para apaciguarlo cuando sacó la cabeza del agua.
Entonces dirigió la vista hacia la mesa y se quedó petrificada. Colibríes, abejorros y mariposas revoloteaban en el aire por encima del espejo de mano. Otras cuantas mariposas y un par de enormes libélulas se habían posado directamente en la faz del espejo.
—¡Seth, ven a ver esto! —le llamó Kendra, susurrando con todas sus fuerzas.
—¿El qué?
—Tú ven.
Seth salió de la piscina y fue hasta Kendra pisando sin hacer ruido y con los brazos cruzados. Se quedó mirando la nube palpitante que daba vueltas encima del espejo.
—¿Qué hacen?
—No lo sé —respondió ella—. ¿A los insectos les gustan los espejos?
—A estos sí.
—Mira esa mariposa roja y blanca. Es enorme.
—Igual que esa libélula —indicó Seth.
—Ojalá tuviera una cámara de fotos. Te reto a que cojas el espejo.
Seth se encogió de hombros.
—Vale.
Trotó hasta la mesa, agarró el espejo por el mango, se fue corriendo hacia la piscina y se zambulló. Algunos insectos se dispersaron al momento. La mayoría voló en la dirección que había tomado Seth, pero se dispersaron también antes de alcanzar la piscina.
Seth emergió del agua.
—¿Tengo alguna abeja?
—Saca el espejo del agua. ¡Lo vas a estropear!
—Cálmate, está bien —dijo él mientras nadaba hacia el borde.
—Dámelo. —Kendra le quitó el espejo de la mano y lo secó con su toalla. Parecía intacto—. Hagamos un experimento.
Kendra colocó el espejo boca arriba en una silla de asiento reclinable y se apartó.
—¿Crees que volverán?
—Ahora lo veremos.
Kendra y Seth se sentaron a la mesa, no lejos de la silla. Pasado menos de un minuto llegó volando un colibrí y se quedó suspendido por encima del espejo. Al poco se le unieron unas cuantas mariposas. Un abejorro se posó sobre el cristal. En cuestión de minutos se había formado otro enjambre de pequeñas criaturas aladas encima del espejo.
—Ve a darle la vuelta —dijo Kendra—. Quiero ver si lo que les atrae es el espejo en sí o el reflejo.
Seth fue a cuatro patas hasta el espejo. Los animalillos no parecieron percatarse de su llegada. Alargó el brazo lentamente, dio la vuelta al espejo y a continuación se retiró a la mesa.
Las mariposas y las abejas que se habían posado en el espejo alzaron el vuelo cuando Seth le dio la vuelta, pero sólo unas pocas de aquellas criaturas aladas se marcharon volando. La mayor parte del enjambre se quedó revoloteando cerca. Un par de mariposas y una libélula se posaron en la silla misma, junto al filo del espejo. Al alzar el vuelo, volcaron el espejo y a punto estuvieron de tirarlo de la silla.
Con la superficie reflectora de nuevo visible, el enjambre se agolpó encima. Varias de las criaturas se posaron en ella.
—¿Has visto eso? —preguntó Kendra.
—Qué cosa tan rara —comentó Seth.
—¿Cómo han podido tener la fuerza suficiente para levantarlo?
—Eran varias a la vez. ¿Quieres que le dé la vuelta otra vez?
—No, me da miedo que se caiga y se haga pedazos.
—De acuerdo. —Se puso la toalla al cuello—. Voy a cambiarme de ropa.
—¿Te importa llevarte el espejo?
—Bueno, pero me largo pitando. No me apetece nada que me piquen.
Seth se acercó lentamente al espejo, lo cogió de la silla y echó a correr por el jardín en dirección a la casa. Parte del enjambre le persiguió perezosamente y a continuación se dispersó.
Kendra se envolvió la cintura con la toalla, cogió la crema protectora que Seth se había dejado y se encaminó en dirección a la casa.
Cuando llegó al cuarto de juegos del desván, se encontró a Seth vestido con vaqueros y una camisa de camuflaje de manga larga. Recogió del suelo la caja de cereales que le servía de kit de supervivencia en casos de emergencia y se fue hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Kendra.
—No es asunto tuyo, a no ser que quieras venir.
—¿Cómo voy a saber si quiero ir si no me dices adónde vas?
Seth la evaluó con la mirada.
—¿Me prometes que guardarás el secreto?
—A ver si lo adivino: vas al bosque.
—¿Quieres venir?
—Vas a pillar la enfermedad de Lyme —le advirtió Kendra.
—Y a mí qué. En todas partes hay garrapatas. Igual que hiedra venenosa. Si la gente dejara que eso la detuviera, nadie iría nunca a ninguna parte.
—Pero el abuelo Sorenson no quiere que nos metamos en el bosque —protestó ella.
—El abuelo no va a estar por aquí en todo el día. No va a enterarse nadie, a no ser que te chives.
—No lo hagas. El abuelo ha sido amable con nosotros. Deberíamos obedecerle.
—Tienes el mismo valor que un cubo de arena.
—¿Qué tiene de valiente desobedecer al abuelo?
—Vamos, que no vienes, ¿no?
Kendra vaciló.
—No.
—¿Te chivarás de mí?
—Si me preguntan dónde estás, sí.
—No tardaré mucho.
Seth salió por la puerta. Kendra oyó sus pisadas al bajar los escalones.
Cruzó la habitación en dirección a la mesilla de noche. El espejo de mano estaba allí encima, al lado de la arandela con las tres llavecitas. La noche anterior se había pasado un buen rato tratando de descubrir qué abría cada llave. La más grande abría un joyero que había sobre la cómoda, repleto de alhajas de fantasía: gargantillas de diamantes, pendientes de perlas, colgantes de esmeraldas, anillos de zafiro y pulseras de rubíes, todo de mentira. Aún no había descubierto lo que abrían las otras dos.
Cogió las llaves de la mesilla. Eran todas diminutas. La más pequeña no medía más que una chincheta. ¿Dónde encontraría una cerradura tan minúscula?
La noche anterior había dedicado casi todo el rato a probar con cómodas y baúles de juguetes. Algunas de las cómodas tenían cerradura, pero estaban ya abiertas y las llaves no encajaban. Lo mismo le pasó con los baúles de juguetes.
La casa de muñecas victoriana atrajo su atención. ¿Qué mejor lugar para encontrar pequeñas cerraduras que en el interior de una casita de muñecas? Soltó los cierres y, al abrir la casita, descubrió dos pisos y varias habitaciones llenas de muebles en miniatura. Cinco personitas de mentira habitaban la casa: un padre, una madre, un niño, una niña y un bebé.
El grado de detalle era extraordinario. Las camitas tenían su colcha, su manta, sus sábanas y sus almohadas. Los sofás estaban hechos con almohadones de quita y pon. Los grifos de la bañera giraban de verdad. Los armaritos tenían ropita colgada dentro.
El gran armario de la habitación de matrimonio de la casita de muñecas levantó las sospechas de Kendra. En el centro tenía una cerradura desproporcionadamente grande. Kendra insertó la llave más diminuta y la giró. Las puertas del armario se abrieron de par en par.
Dentro había algo envuelto en papel dorado. Al abrirlo, vio que se trataba de un bombón en forma de capullo de rosa. Detrás del bombón encontró una llavecilla dorada. La unió a las otras tres en la arandela. La llave dorada era más grande que la llave que abría el armario, pero más pequeña que la llave que abría el joyero.
Kendra mordió un trocito del capullo de rosa de chocolate. Estaba blando y se fundió en su boca. Era el bombón más rico y cremoso que había probado en su vida.
Se lo terminó en tres mordiscos más, paladeando cada bocado.
Volvió a indagar en el interior de la casita, investigando cada uno de los muebles de juguete, rebuscando en cada armarito, mirando detrás de cada cuadro en miniatura que decoraba las paredes. Al no hallar más cerraduras, decidió echar los cierres de la casa.
Repasó la habitación con la mirada, tratando de decidir cuál sería el siguiente sitio en que miraría. Sólo le quedaba una llave, o tal vez dos, si la llave dorada abría también algo. Había examinado casi todos los objetos de los baúles de juguetes, pero siempre podía cerciorarse por segunda vez. Había mirado en los cajones de las mesillas de noche, en las cómodas y en los armarios roperos a conciencia, así como en todos los adornos de las estanterías. Podía haber cerraduras en los sitios más insospechados, como, por ejemplo, debajo de la ropita de una muñeca o detrás del pilar de una cama.
Kendra acabó junto al telescopio. Aunque le parecía improbable, comprobó si tenía alguna cerradura. Nada.
Tal vez podría usar el telescopio para localizar a Seth. Abrió la ventana y vio que Dale cruzaba la pradera de hierba de las lindes del bosque. Llevaba algo en las manos, pero como le daba la espalda no le dejaba ver qué era. Se encorvó y depositó la carga detrás de un seto bajo, lo cual siguió impidiéndole ver el objeto. Dale se alejó de allí a paso ligero, mientras echaba vistazos a su alrededor como para asegurarse de que nadie le seguía, y enseguida se perdió de vista.
Presa de la curiosidad, Kendra bajó a toda velocidad, a la planta baja y salió por la puerta trasera. No se veía a Dale por ninguna parte. Cruzó corriendo la pradera de hierba en dirección al seto que quedaba justo debajo de la ventana del desván. Al otro lado del seto había otros dos metros más o menos de hierba, que terminaba de golpe en las inmediaciones del bosque. En la hierba, detrás del seto bajo, había un gran molde de tarta lleno de leche.
Un colibrí iridiscente se mantenía suspendido en el aire por encima del molde de tarta, sus alas convertidas en una mancha borrosa. Alrededor del colibrí revoloteaban unas cuantas mariposas. De vez en cuando, una descendía y tocaba la leche, levantando gotitas. El colibrí se marchó y se acercó una libélula. Formaban un conjunto menos numeroso que el que había atraído el espejo, pero había mucha más actividad de lo que Kendra habría esperado encontrar en torno a un pequeño estanque de leche.
Se quedó observando, mientras toda una variedad de animalillos alados iba y venía a alimentarse del molde de tarta. ¿Bebían leche las mariposas? ¿Y las libélulas? Al parecer, sí. No pasó mucho tiempo antes de que el nivel de leche del molde de tarta hubiese descendido notablemente.
Kendra alzó la vista hacia el desván. Tenía sólo dos ventanas, las dos en la misma cara de la casa. Visualizó la habitación tras esas ventanas salientes con sus respectivos tejadillos, y de pronto cayó en la cuenta de que el cuarto de juegos ocupaba sólo la mitad del espacio que debía llenar el desván.
Abandonó la fuente de leche y rodeó la casa para ir a la otra cara del edificio. En el otro lado había otro par de ventanas. Tenía razón. El desván constaba de otra mitad. Pero no sabía de ninguna otra escalera que diese acceso a esa planta superior. Eso quería decir que… ¡el cuarto de juegos podría contener una especie de pasadizo secreto! ¡Tal vez la última llave abriese su puerta!
Justo cuando decidió regresar al desván y buscar alguna puerta oculta, Kendra se dio cuenta de que Dale venía desde la zona del granero con otro molde de tarta en las manos. Echó a correr hacia él. Al verla acercarse, él pareció incomodarse momentáneamente, pero a continuación le dedicó una gran sonrisa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kendra.
—Estoy llevando algo de leche a la casa, nada más —respondió él, cambiando ligeramente la dirección de sus pasos.
Antes se encaminaba hacia el bosque.
—¿De verdad? ¿Y por qué has dejado esa otra leche detrás del seto?
—¿Otra leche?
No podía haber puesto más cara de culpabilidad.
—Sí. Se la están bebiendo las mariposas.
Dale había dejado de andar. Miraba a Kendra con expresión de astucia.
—¿Sabes guardar un secreto?
—Claro.
Dale miraba a su alrededor como si alguien pudiera verlos.
—Tenemos unas cuantas vacas lecheras. Dan leche en abundancia, así que aparto un poco de la que sobra para los insectos. El jardín está más lleno de vida de esta manera.
—¿Por qué es un secreto?
—No estoy seguro de que tu abuelo diera su consentimiento. Nunca le he pedido permiso para hacerlo. Podría considerar que es un derroche.
—A mí me parece una buena idea. Me he fijado en todas las clases diferentes de mariposas que hay en vuestro jardín. Jamás había visto tantas. Además de todos los colibríes…
Él asintió.
—Me gusta. Contribuye a la atmósfera del lugar.
—Entonces, no ibas a llevar esa leche a la casa.
—No, no. Esta leche no está pasteurizada. Está llenita de bacterias. Podrías pillar toda clase de enfermedades. No es apta para el consumo humano. Por el contrario, a los insectos parece gustarles más así. No traicionarás mi secreto, ¿verdad?
—No diré nada.
—Buena chica —replicó él, con un guiño de complicidad.
—¿Dónde vas a poner esa leche?
—Allí. —Señaló con el mentón en dirección al bosque—. Todos los días pongo unos cuantos recipientes por el extremo del jardín.
—¿No se estropea?
—No da tiempo. Hay días en que los insectos se toman toda la leche antes de recoger las fuentes. Bichos sedientos.
—Te veré luego, Dale.
—¿Has visto por aquí a tu hermano?
—Creo que está en la casa.
—¿Ah, sí?
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez.
Kendra se dio la vuelta y fue en dirección a la casa. Cuando subía las escaleras del porche trasero, volvió la vista atrás. Dale estaba colocando la leche detrás de un pequeño arbusto de forma redondeada.