19
Adiós a Fablehaven
Kendra y el abuelo iban recostados dentro de la carreta mientras Hugo los llevaba por el camino de tierra, andando con parsimonia. La mañana estaba despejada y soleada, con sólo unas pocas nubes altas y diluidas, apenas visibles, como pinceladas accidentales sobre un lienzo azul. Iba a ser un día de mucho calor, pero de momento la temperatura resultaba agradable.
Un par de hadas se acercaron volando a la carreta y saludaron a Kendra con la mano. Ella les devolvió el saludo y las hadas ganaron velocidad, volando la una alrededor de la otra. El jardín estaba otra vez lleno de hadas, y todas prestaban una atención especial a Kendra. Cada vez que ella daba muestras de verlas, parecían alegrarse mucho.
—Desde que ocurrió todo, no hemos tenido realmente un momento para charlar —observó Kendra.
—Te has pasado la mitad del tiempo durmiendo —respondió el abuelo.
Era verdad. Después del tormento, se había tirado dos días y dos noches durmiendo sin parar: un récord personal.
—Todos aquellos besos me dejaron exhausta —dijo.
—¿Tienes ganas de ver por fin a tus padres? —preguntó el abuelo.
—Sí y no. —Habían pasado tres días desde que Kendra se había despertado. Sus padres iban a ir a recogerlos esa misma tarde—. Estar en casa va a ser un rollo después de todo lo que hemos vivido aquí.
—Bueno, tendréis unos cuantos demonios menos de los que preocuparos.
Kendra sonrió.
—Cierto.
El abuelo se cruzó de brazos.
—Lo que hiciste fue tan extraordinario que no sé cómo hablar de ello.
—A mí apenas me parece real.
—Oh, fue real. Solucionaste una situación irreparable, y de paso nos salvaste la vida a todos. Hace siglos que las hadas no intervenían en una guerra. En ese estado, su poderío prácticamente no tenía rival. Bahumat no tuvo la menor oportunidad. Lo que hiciste requirió tanto valor, y estaba tan abocado al fracaso, que no se me ocurre pensar en nadie que yo conozca que se hubiera atrevido siquiera a intentarlo.
—Para mí fue como si se tratase de mi única esperanza. ¿Por qué crees que la reina de las hadas quiso ayudarme?
—Estoy tan perdido como tú. A lo mejor para salvar la reserva. A lo mejor percibió la sinceridad de tus intenciones. Tu juventud debió de ser un punto a tu favor. Estoy seguro de que las hadas prefieren mil veces seguir a una chiquilla a una guerra que a un pomposo general. Pero lo cierto es que jamás hubiera imaginado que algo así funcionara. Fue un milagro.
Hugo detuvo la carreta. El abuelo se apeó y ayudó a bajar a Kendra. Ella llevaba el pequeño cuenco de plata que había cogido en la isla. Empezaron a bajar por una tenue vereda en dirección a un arco abierto en un seto alto y descuidado.
—Se me hace raro no tener que beber más esa leche —dijo Kendra.
La noche que se despertó después de la ronda de besos de las hadas, cuando se asomó a la ventana, vio hadas revoloteando por todo el jardín. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ese día aún no había probado una gota de leche.
—Reconozco que eso me tiene algo preocupado —dijo el abuelo—. Las criaturas fantásticas no viven recluidas únicamente dentro de estas reservas. La ceguera de los mortales puede ser una bendición. Ve con cuidado cuando mires.
—Yo prefiero ver las cosas tal como son —declaró Kendra.
Cruzaron el arco del seto. Un grupo de sátiros estaban jugando a perseguir a varias esbeltas doncellas que lucían flores en el pelo. El bote de pedales flotaba a la deriva en mitad del estanque. Las hadas se acercaban y volaban a ras del agua, para alzar el vuelo a continuación entre los cenadores.
—Tengo curiosidad por saber qué otros cambios han obrado en ti las hadas —dijo el abuelo—. Es la primera vez que conozco un caso como el tuyo. ¿Me lo contarás si descubres alguna otra rareza?
—¿Como si soy capaz de convertir a Seth en una morsa?
—Me alegro de que puedas bromear con el asunto. Pero te hablo en serio.
Subieron los escalones del pabellón más próximo.
—¿Lo lanzo sin más? —preguntó Kendra.
—Creo que sería lo mejor —dijo el abuelo—. Si el cuenco vino de esa isla, tendrías que devolverlo.
Kendra lanzó el cuenco como si de un frisbee se tratase. Acabó cayendo al agua. Casi de inmediato, una mano salió disparada del agua y lo cogió.
—Qué velocidad —dijo Kendra—. Probablemente terminará junto a Mendigo.
—Las náyades respetan a la reina de las hadas. Se asegurarán de que el cuenco acabe donde tiene que estar.
Kendra miró el embarcadero.
—Es posible que no te conozca —dijo el abuelo.
—Sólo quiero despedirme, tanto si lo entiende como si no.
Fueron por la pasarela de tablones de madera hasta llegar al cenador de al lado del embarcadero. Kendra recorrió todo el pantalán hasta el final. El abuelo se quedó unos pasos detrás de ella.
—Recuerda: no te acerques demasiado al agua.
—Ya lo sé —replicó Kendra.
La chica se inclinó para mirar las aguas del estanque. Estaban mucho más claras que por la noche. Al darse cuenta de que la cara que la estaba mirando no era su propio reflejo, dio un brinco. La náyade parecía una niña de unos dieciséis años, con los labios carnosos y una abundante melena dorada alrededor de una cara en forma de corazón.
—Quiero hablar con Lena —dijo en voz bien alta y vocalizando exageradamente cada sílaba.
—Puede que no acuda —dijo el abuelo.
La náyade seguía mirándola fijamente.
—Trae a Lena, por favor —repitió Kendra. La náyade se marchó nadando—. Vendrá —dijo Kendra con seguridad.
Aguardaron. No venía nadie. Kendra observó el agua atentamente. Hizo bocina con las manos y exclamó:
—¡Lena! ¡Soy Kendra! ¡Quiero hablar contigo!
Transcurrieron varios minutos. El abuelo esperó con ella pacientemente. Entonces, un rostro ascendió del fondo hasta casi la superficie del agua, justo en el extremo del muelle. Era Lena. Seguía teniendo el pelo blanco con algún que otro mechón negro. Aunque no parecía más joven que antes, su rostro poseía la misma cualidad intemporal de siempre.
—Lena, hola, soy Kendra, ¿te acuerdas de mí?
Lena sonrió. Tenía la cara a apenas dos centímetros de la superficie.
—Sólo quería despedirme. Me encantaba hablar contigo, de verdad. Espero que no te importe volver a ser una náyade otra vez. ¿Estás enfadada conmigo?
Lena indicó por gestos a Kendra que se acercase un poco más. Se llevó una mano a la boca como si quisiera contarle un secreto. Sus ojos con forma de almendra lucían una expresión alegre y emocionada. No casaban con los cabellos canos. Kendra se dobló un poco por la cintura.
—¿Qué? —preguntó.
Lena puso los ojos en blanco y le hizo gestos para que se acercase más. Kendra se agachó un poquito más y, en el preciso instante en que Lena sacaba el brazo para agarrarla, el abuelo Sorenson tiró de ella hacia atrás.
—Te lo dije —dijo el abuelo—. No es la misma mujer que conociste en casa.
Kendra se inclinó lo justo para poder echar un vistazo desde el borde del embarcadero. Lena le sacó la lengua y se alejó buceando.
—Por lo menos no está sufriendo —dijo Kendra.
El abuelo la llevó al cenador otra vez, sin decir nada.
—Ella me contó que jamás elegiría recuperar su vida de náyade —comentó Kendra al cabo de un ratito—. Más de una vez me lo dijo.
—Estoy seguro de que lo decía en serio —dijo el abuelo—. Desde donde yo me encontraba, no me pareció que se fuera de buena gana.
—Yo también me fijé. Tenía miedo de que estuviera sufriendo. Creí que a lo mejor nos necesitaba para que la rescatásemos.
—¿Te has quedado satisfecha? —preguntó el abuelo.
—Ni siquiera estoy segura de si se acordaba de mí —reconoció Kendra—. Al principio creí que sí, pero me apuesto lo que sea a que estaba fingiendo, haciendo lo posible para que me acercase lo suficiente para tirar de mí y ahogarme.
—Probablemente.
—No echa de menos ser humana.
—No desde su punto de vista actual —coincidió el abuelo—. Del mismo modo que ser una náyade no debía de parecerle muy enriquecedor desde el punto de vista de los mortales.
—¿Por qué las hadas le habrán hecho esto?
—No creo que para ellas fuese un castigo. Seguramente Lena ha sido víctima de la mejor de las intenciones.
—Pero iba discutiendo con ellas. No quería acompañarlas.
El abuelo se encogió de hombros.
—Puede que las hadas supieran que, una vez que recuperase su forma anterior, cambiaría de idea. Y parece que estaban en lo cierto. Recuerda que las hadas experimentan la existencia igual que las náyades. Desde su punto de vista, Lena estaba loca por querer ser mortal. Seguramente pensaban que iban a curarle la locura.
—Me alegro de que devolviesen a todo el mundo su forma anterior —concluyó Kendra—. Sólo que con Lena se pasaron de la raya.
—¿Estás segura? Lena era una náyade en su origen.
—No le agradaba la idea de envejecer. Por lo menos así no se morirá. Ni se hará más vieja.
—No, eso es verdad.
—Aun así, creo que prefería ser humana.
El abuelo arrugó el entrecejo.
—Puede que tengas razón. La verdad sea dicha: si yo conociera el modo de reclamar la devolución de Lena, no dudaría en hacerlo. Estoy convencido de que, una vez convertida de nuevo en mortal, nos estaría agradecida. Pero una náyade sólo puede descender al nivel mortal por propia voluntad. En su estado actual, dudo de que eligiese eso. Estoy seguro de que está muy desorientada. A lo mejor con el tiempo ve las cosas con algo de perspectiva.
—¿Cómo es ahora la vida para ella?
—No hay forma de saberlo. Por lo que sé, se trata de una situación excepcional. Sus recuerdos de su vida mortal han quedado distorsionados, al parecer, si es que conserva alguno.
Kendra se retorció inconscientemente la manga de la camisa, con un gesto de dolor en el rostro.
—Entonces, ¿simplemente la dejamos aquí?
—De momento. Haré unas cuantas pesquisas y meditaré sobre la cuestión. No te preocupes demasiado. Lena no querría que sufrieras por ello. La alternativa era ser devorada por un demonio. A mí me pareció que estaba conforme.
Iniciaron el regreso a la carreta.
—¿Qué pasa con la Sociedad del Lucero de la Noche? —preguntó Kendra—. ¿Siguen siendo una amenaza? Muriel dijo que estaba en contacto con ellos.
El abuelo se mordió el labio inferior.
—Esa sociedad representará una amenaza mientras siga existiendo. Es difícil que un visitante que no ha sido invitado tenga permiso para entrar en una reserva, ya sea mortal o no. Hay quien diría que es imposible, pero la sociedad ha dado repetidas muestras de tener recursos para sortear obstáculos considerados imposibles de vencer. Por fortuna, hemos frustrado sus intentos de utilizar a Muriel para liberar a Bahumat y apoderarse de la reserva. Pero ahora sabemos que están enterados de la ubicación de Fablehaven. Tendremos que estar más alerta que nunca.
—¿Qué artefacto secreto se guarda aquí?
—Es una lástima que tu abuela tuviera que compartir con vosotros ese secreto. Soy consciente de que era una medida de precaución, por si los dos quedábamos incapacitados. Pero esa información es una carga terrible para que la lleven unos niños. Jamás deberás hablar de ello con nadie. He tratado de inculcar esta misma idea a Seth… Que el Cielo nos proteja. Yo soy el responsable de Fablehaven, y apenas sé nada sobre el artefacto, salvo que está escondido en algún lugar de esta finca. Si los miembros de la Sociedad del Lucero de la Noche saben que el artefacto se encuentra aquí, y tenemos motivos de sobra para creer que lo saben, no se detendrán ante nada para penetrar nuestras defensas y echarle el guante.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Kendra.
—Lo que hacemos siempre —dijo el abuelo—: Consultar con nuestros aliados y tomar todas las medidas necesarias para garantizar que nuestras defensas sigan intactas. Hace siglos que esa sociedad conoce la ubicación de docenas de reservas, y aun así no ha conseguido infiltrarse en ellas. Puede que ahora nos dediquen algo más de atención, pero si no bajamos la guardia, poco pueden hacer.
—¿Y la dama fantasma? ¿La que escapó mientras las hadas encerraban a Bahumat?
—No conozco su historia, aparte de que evidentemente actuaba en connivencia con nuestros enemigos. Nunca he conocido a muchos de los seres siniestros que merodean por los rincones inhóspitos de Fablehaven.
Llegaron a la carreta. El abuelo ayudó a Kendra a montarse y luego subió él.
—Hugo, llévanos a casa.
Se pusieron en camino en silencio. Kendra reflexionó sobre todo lo que habían hablado: el sino de Lena y la amenaza inminente de la Sociedad del Lucero de la Noche. La noche funesta que a Kendra le había parecido el fin de todos sus problemas empezaba a parecerle ahora como si hubiese sido el principio.
Más adelante, a un lado de la carretera, vieron a Dale, que estaba trabajando con el hacha en un árbol caído para convertirlo en leña. Empapado de sudor, blandía el hacha agresivamente. Cuando la carreta pasó por su lado, Dale levantó la vista hacia Kendra. Ella sonrió y le saludó con la mano. Dale le dedicó una tensa sonrisa y apartó la mirada, antes de retornar a su quehacer.
Kendra arrugó la frente.
—¿Qué le pasa últimamente a Dale? ¿Crees que haber sido convertido en una estatua de plomo ha podido dejarle traumatizado?
—Dudo de que sintiera algo. Se está torturando por otra cosa.
—¿El qué?
—No le digas ni una palabra a él. —El abuelo guardó silencio unos segundos, miró atrás, a Dale, y prosiguió—: Se siente mal porque su hermano Warren no estuviera presente cuando las hadas curaron a todo el mundo.
—La abuela me contó que el hermano de Dale es catatónico. Yo aún no le he visto. ¿Las hadas habrían podido ayudarle?
El abuelo se encogió de hombros.
—Teniendo en cuenta que volvieron a llevar a Lena al agua, que devolvieron a los diablillos a su estado anterior de hadas y que rehicieron a Hugo a partir de un montón de barro, sí, imagino que habrían podido curar a Warren. En teoría, toda magia que haya sido llevada a cabo puede deshacerse igualmente. —El abuelo se rascó la mejilla—. Tienes que comprenderlo, la semana pasada yo habría dicho que no había forma humana de curar a Warren. Créeme, he investigado la cuestión a fondo. Pero tampoco había oído nunca que un diablillo pudiera volver a su estado de hada. No es algo que pase, simplemente.
—Ojalá se me hubiese ocurrido —dijo Kendra—. Ni siquiera pensé en él.
—No es culpa tuya, ni mucho menos. Warren simplemente no estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno. Yo doy gracias porque el resto de nosotros sí.
—¿Cómo entró Warren en ese estado?
—Eso, querida mía, es parte del problema. No tenemos ni idea. Estuvo tres días desaparecido. Al cuarto, regresó, blanco como una sábana. Se sentó en el jardín y desde entonces no ha dicho ni una palabra a nadie ni ha respondido a nada. Es capaz de masticar la comida, y de caminar si se le lleva de la mano. Incluso es capaz de hacer tareas sencillas si le enseñas cómo. Pero no hay comunicación. Tiene la mente en blanco.
Hugo se detuvo en el lindero del jardín. El abuelo y Kendra bajaron de la carreta.
—Hugo, ocúpate de tus labores.
El golem levantó la carreta y se marchó.
—Voy a echar de menos este lugar —dijo Kendra, al tiempo que abarcaba con la vista las brillantes flores que cuidaban unas hadas resplandecientes.
—Tu abuela y yo hemos esperado mucho tiempo para encontrar a alguien como tú entre nuestros descendientes —dijo el abuelo—. Confía en mí. Volverás.
• • •
—Kendra —la llamó la abuela desde la planta baja—. ¡Han llegado tus padres!
—Enseguida bajo.
A solas en el cuarto de juegos, Kendra se sentó en su cama. Seth estaba ya abajo. Kendra había preparado sus maletas y había ayudado a su hermano con las suyas.
Suspiró. El día que sus padres los trajeron, ella había empezado a contar los días que faltaban para que volviesen a por ellos. Ahora casi se sentía reacia a verlos. Como no sabían nada sobre la mágica naturaleza de la reserva, no habría manera de poder contarles lo que había vivido allí. La única persona a la que podría contárselo era Seth. Cualquier otro pensaría que estaba chiflada.
Sólo de pensarlo ya se sentía aislada.
Cruzó la habitación en dirección al cuadro del estanque. Era un recuerdo perfecto de su estancia allí, un dibujo numerado trazado por una náyade que describía el escenario en el que se había desarrollado el acto más valeroso de toda su vida.
Con todo, no estaba segura de si llevárselo o no. ¿Convocaría aquella imagen demasiados recuerdos dolorosos? Muchas de las experiencias que había vivido en ese lugar habían sido espantosas. Ella y su familia habían estado a punto de morir. Y cuando Lena regresó al estanque, ella se había quedado sin su nueva amiga.
Al mismo tiempo, el cuadro podría hacerle añorar el mundo encantado de la reserva. Eran tantos los aspectos de Fablehaven que resultaban maravillosos… Después de los extraordinarios acontecimientos de las últimas dos semanas, la vida iba a parecerle demasiado sosa.
Fuera como fuese, tal vez el cuadro le haría sufrir. Pero, por supuesto, esos recuerdos persistirían con o sin el cuadro del estanque. Así que lo cogió.
El resto de las maletas estaban ya en la planta baja. Kendra echó un último vistazo al cuarto de juegos, atesorando en su memoria hasta el último detalle, y salió por la puerta. Bajó las escaleras, recorrió el pasillo y empezó a bajar las escaleras que daban al vestíbulo.
Sonriéndole desde abajo estaban su madre y su padre. Los dos habían ganado peso, sobre todo él, que parecía haber engordado casi diez kilos. Seth estaba al lado de su padre, abrazando su dibujo del dragón.
—¡Tú también has hecho un cuadro! —exclamó su madre—. ¡Kendra, es precioso!
—Algo me ayudaron —respondió la chica, que llegaba ya al pie de las escaleras—. ¿Qué tal el crucero?
—Tenemos un montón de buenos recuerdos —respondió su madre.
—Parece que papá ha comido caracoles hasta reventar —comentó Seth.
El hombre se acarició la panza.
—Nadie me avisó sobre todos aquellos postres.
—¿Estás lista, cariño? —preguntó su madre, que rodeó los hombros de Kendra con el brazo.
—¿No vais a echar un vistazo? —preguntó Kendra.
—Dimos un paseo por fuera mientras estabas arriba y recorrimos las habitaciones de aquí abajo. ¿Hay algo en concreto que quieras enseñarnos?
—En realidad no.
—Creo que deberíamos ponernos en marcha —dijo su padre, abriendo ya la puerta de la casa.
No hacía muchos días esa misma puerta había estado destrozada y tenía una flecha clavada en el marco.
En el exterior, Dale cargaba las últimas bolsas de viaje en el todoterreno deportivo. La abuela y el abuelo aguardaban cerca del vehículo, en el camino de acceso. Kendra y Seth metieron los cuadros en el coche con ayuda de su padre; su madre dio las gracias efusivamente a la abuela y al abuelo Sorenson.
—El placer ha sido nuestro —respondió la abuela de todo corazón.
—Tendréis que dejarlos que vuelvan pronto a vernos —insistió el abuelo.
Seth y Kendra se despidieron de sus abuelos con sendos abrazos y se subieron al todoterreno. El abuelo guiñó un ojo a Kendra. El motor del coche se puso en marcha.
—¿Lo habéis pasado bien, chicos?
—Sí, sí —respondió Seth.
—Bomba —añadió Kendra.
—¿Os acordáis de lo preocupados que estabais cuando os trajimos? —les preguntó su madre mientras se abrochaba el cinturón de seguridad—. Seguro que al final no ha sido ni la mitad de espeluznante de lo que vosotros imaginabais.
Kendra y Seth se cruzaron una mirada muy especial.