18
Bahumat
Cuando Kendra llegó al establo, un gris preamanecer dominaba el horizonte al este. El itinerario desde el estanque había discurrido sin percances. Del cuenco de plata no había caído ni una sola gota. Rodeó el establo para llegar a la puertecilla que Seth había derribado a patadas y se coló dentro.
La monumental vaca estaba masticando heno de la artesa. Cada vez que Kendra veía a Viola se quedaba maravillada de nuevo ante su enormidad. La ubre de la vaca estaba inflada, casi tanto como la primera vez que la habían ordeñado.
Kendra tenía las lágrimas. Ahora necesitaba la leche y la sangre. Dado que la reina de las hadas se había comunicado con ella mentalmente, Kendra se fio de sus primeras impresiones. La leche tenía que ser la de Viola. ¿Y la sangre? ¿La suya propia? ¿La de la vaca? Probablemente de las dos, para estar segura. A lo mejor hacía falta sangre de las dos. Pero lo primero, la leche.
Kendra dejó el cuenco de plata en un rincón protegido y fue a por una de las escaleras de mano. Su intención era robar sólo unos cuantos chorritos. No había tiempo para ordeñar la vaca tal como debía.
Nunca había intentado recoger leche de Viola. Seth y ella se habían limitado a aliviarle la presión a la vaca, dejando que el líquido se derramara por el suelo. Había un montón de barriles, pero tratar de verter un barril en un cuenco pequeño de plata le parecía casi imposible. Y teniendo en cuenta que, para extraer la leche, debía dejarse caer por la mama de la ubre, le pareció que le iba a costar lo suyo evitar caerse ella misma dentro del barril.
Localizó una tartera grande, de las que usaba Dale para repartir la leche por el jardín. Perfecto. Fácil de esquivar por ser lo suficientemente pequeña, pero a la vez lo bastante grande para recoger toda la leche que iba a necesitar. Colocó el recipiente debajo de la teta de la vaca, tras calcular dónde chorrearía la leche.
Subió por la escalera y saltó para abrazarse a la carnosa ubre. Salió un buen chorro de leche que empapó el suelo. Sólo cayó en el molde de tartas una pequeña cantidad. Kendra ajustó la posición del recipiente, volvió a subir la escalera y probó de nuevo. Esta vez acertó de pleno y el molde casi se llenó hasta el borde. Incluso se las apañó para caer de pie.
Kendra acercó el molde de tartas a donde había dejado el cuenco de plata. Vertió en él la leche hasta que el cuenco contuvo tres cuartos de su capacidad. Sólo le faltaba la sangre.
Viola mugió atronadoramente, al parecer estaba disgustada por ver interrumpido de repente su ordeño nada más haber empezado.
—Vas a mugir mucho más fuerte aún —murmuró Kendra entre dientes.
¿Cuánta sangre necesitaría? La reina de las hadas no había especificado cantidades. Kendra fue revisando los armarios en busca de alguna herramienta. Acabó con un escardador y otro molde para tartas. Obtener sangre suficiente para verterla al cuenco desde un molde de tartas sería una tarea de lo más desagradable; le daba miedo intentar verter la sangre directamente de su fuente al cuenco y acabar derramándolo todo.
—¡Viola! —gritó Kendra—. No sé si me entiendes. Necesito un poco de sangre tuya para salvar Fablehaven. Puede que esto te duela un poco, así que intenta ser fuerte.
La vaca no dio la menor muestra de haber comprendido. Kendra volvió a la teta que había ordeñado hacía un momento. Era la única zona no protegida por pelambre, por lo que se figuró que sería el mejor lugar para recoger un poco de sangre.
Subió la escalera sólo un par de peldaños. Quería perforar la mama a baja altura para que gotease. Si hubiera encontrado un cuchillo, habría tratado de practicarle un corte. Lo único afilado que tenía el escardador eran los pinchos del extremo, por lo que iba a tener que arreglárselas con una herida producida por un pinchazo.
Desde allí arriba, mientras se planteaba la operación de clavarle el escardador, la teta rosada le parecía algo ajeno. Iba a tener que clavar con fuerza. En un animal de semejantes dimensiones, la piel sería más bien gruesa. Se dijo a sí misma que para la gigantesca vaca sería sólo como si se pinchara con una espina del campo. Pero ¿a ella le haría gracia que alguien viniese a clavarle una espina? Probablemente aquello molestaría mucho a la vaca.
Kendra izó el escardador, mientras sostenía con la otra mano el molde para tartas.
—¡Lo siento, Viola! —gritó, y hundió la herramienta en la elástica carne de la mama.
Se metió casi hasta el mango, y Viola profirió un mugido de horror.
La enorme mama rebotó contra Kendra, derribándola de la escalera. No soltó la herramienta, por lo que la extrajo de la herida al caer al vacío. La escalera se desplomó en el suelo, a su lado.
Viola se desplazó a un lado y echó arriba la cabeza, y soltó otro mugido. El granero se estremeció y Kendra empezó a oír el crujido de la madera al partirse. La cubierta tembló. Las paredes se combaron y crujieron. Kendra se tapó la cabeza. Unas pezuñas enormes pisotearon el suelo y Viola emitió otro mugido largo y lastimero. A continuación, la vaca se serenó.
Kendra levantó la vista. De arriba le caían encima polvo y heno. La sangre resbalaba por la teta y goteaba al suelo.
Al ver que Viola se había tranquilizado y que la sangre brotaba libremente, Kendra dejó a un lado el molde de tartas y fue a por el cuenco de plata. Se colocó debajo de la ubre y empezó a recoger gotas de sangre. Una vez había visitado junto a su familia una gruta, y la imagen que veía ahora le recordó el agua que goteaba de una estalactita.
Pronto la mezcla de líquidos del cuenco pasó del blanco al rosa. El flujo de sangre se ralentizó. La parte inferior y la punta de la mama estaban manchadas de sangre. Kendra supuso que sería suficiente.
Fue a sentarse junto a la puertecilla. Ahora le tocaba a su propia sangre. Quizá pudiera probar sólo con la sangre de la vaca y ver si daba resultado. No, ante todo no debía perder tiempo. ¿Cómo iba a sacarse sangre? De ningún modo iba a utilizar el escardador, salvo que antes lo esterilizase.
Dejó el cuenco en el suelo y rebuscó otra vez dentro de los armarios. Se fijó en un imperdible que estaba prendido en un mono de trabajo. Lo desprendió y corrió hacia el cuenco.
Extendió la mano sobre el cuenco y vaciló sin saber qué hacer. Siempre había aborrecido las agujas, la idea de ser totalmente consciente de que algo estaba a punto de hacerle daño y, pese a ello, tener que soportarlo con serenidad. Pero hoy no era el día idóneo para ponerse tiquismiquis. Apretó los dientes, se pinchó el pulgar con el imperdible y se estrujó la yema hasta que salieron dos gotas de sangre que cayeron a la mezcla del cuenco. Con eso tendría que bastar.
Kendra miró el molde para tartas. Probablemente debería tomar un poco de leche, ya que empezaba un nuevo día. Dio un sorbo. Entonces, cayó en la cuenta de que su familia necesitaría también leche en cuanto se encontrase con ellos.
En uno de los armarios había visto agua embotellada. Kendra fue corriendo a ese armario, eligió una botella, le quitó el tapón de rosca, desechó el contenido y rellenó la botella con la leche que quedaba en el molde de tarta. La botella casi no le cupo en el bolsillo.
Kendra recogió el pequeño cuenco de plata. Removió un poco la solución y salió del granero. Los colores del alba teñían el horizonte a largos trazos. Faltaba poco para el amanecer.
¿Y ahora qué? No se veía ni rastro de hadas. Cuando la reina le había comunicado lo que tenía que hacer, Kendra no había sentido la menor duda de que las siervas a las que se refería eran las hadas. Se suponía que tenía que preparar un brebaje que de alguna manera haría que la ayudasen.
¿Qué efecto provocaría? Kendra se dio cuenta de que no tenía la menor idea al respecto. ¿Qué podría hacer? ¿Que de pronto les cayese bien? Y entonces, ¿qué? A falta de otras opciones, tendría que confiar en la seguridad que había notado cuando la reina de las hadas habló con ella mentalmente.
En primer lugar, era preciso encontrar hadas. Deambuló por el jardín. Había una, vestida de naranja y negro de los pies a la cabeza, con unas alas de mariposa a juego.
—¡Oye, hada, tengo una cosita para ti! —exclamó Kendra.
El hada salió disparada hacia ella, miró el cuenco, se puso a parlotear con su vocecilla aguda y se marchó zumbando. Kendra se paseó por el jardín hasta que dio con otra hada y acabó presenciando exactamente la misma reacción. Primero el hada se comportó con entusiasmo y a continuación se marchó volando.
Al poco rato, un buen número de hadas volaban hacia Kendra, echaban un vistazo al cuenco y se alejaban por el cielo. Al parecer estaban haciendo correr la voz.
Kendra acabó al lado de la estatua metálica de Dale. Depositó el cuenco en el suelo y se apartó de él, por si su proximidad pudiera estar disuadiendo a las hadas. La mañana se tornaba cada vez más luminosa. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, docenas de hadas revoloteaban en círculos por encima del cuenco. Ya no acudían sólo para marcharse acto seguido y a toda velocidad. Estaba formándose una auténtica multitud. De vez en cuando se acercaba una volando justo hasta el filo del cuenco para echar una ojeada a su contenido. Otra incluso apoyó su diminuta mano en el borde. Pero ninguna de ellas probó un solo sorbito. Casi todas permanecían a varios metros de distancia.
La muchedumbre aumentó hasta más de un centenar de hadas. Aun así, ninguna probaba el bebedizo. Kendra procuró ser paciente. No quería ahuyentarlas.
De repente, el sonido de un fuerte viento interrumpió la quietud de la mañana.
Kendra no percibió brisa alguna, pero sí que podía oír a lo lejos un vendaval atronador. Y cuando el sonido del viento se debilitó hasta desaparecer, un feroz rugido resonó por todo el jardín. Las hadas se desperdigaron.
Sólo podía significar una cosa.
—¡Esperad, por favor, tenéis que beberos esto! ¡Vuestra reina me encargó que os lo preparase! —Las hadas volaban de un lado para otro, presas de la confusión—. ¡Deprisa, el tiempo se acaba!
Ya fuera efecto de sus palabras, ya consecuencia de que el sobresalto inicial hubiera cesado, lo cierto es que las hadas se arremolinaron alrededor del cuenco otra vez.
—Probadlo —dijo Kendra—. Dad un sorbo.
Ninguna de las hadas aceptó la invitación. Kendra metió un dedo en el cuenco y probó el elixir. Trató de no poner cara de asco; sabía salado y desagradable.
—Hmm…, qué rico.
Un hada de cabellos negros como el azabache y alas del abejorro se acercó al cuenco. Imitando a Kendra, metió un dedito y probó el brebaje. De pronto, envuelta en un remolino del destellos y chispas, el hada creció hasta medir casi dos metros de alto. Kendra percibió el fértil aroma que había acompañado a la reina de las hadas. El hada agrandada pestañeó sin poder dar crédito a sus ojos, y a continuación se elevó muchísimo por el aire.
Las otras hadas se apiñaron sobre el cuenco. Una lluvia de chispas refulgió por todo el jardín a medida que las hadas se transformaban en versiones de sí mismas a tamaño gigante. Kendra retrocedió, protegiéndose los ojos de aquellos deslumbrantes fuegos artificiales. En cuestión de segundos se vio rodeada de una gloriosa hueste de hadas de tamaño humano, unas de pie en el suelo, pero la mayoría aleteando suspendidas en el aire.
Las hadas medían todas más o menos lo mismo y resultaban igualmente hermosas, con la alargada musculatura de las bailarinas profesionales. Vestían prendas exóticas de vivos colores. Conservaban sus majestuosas alas y seguían emitiendo luz, aunque el suave fulgor se había convertido en un resplandor brillante. El cambio más notorio era el que habían experimentado sus ojos. La picardía de antes había sido reemplazada por un reflejo severo y vehemente.
Un hada de lustrosas alas color plata y el pelo corto y azul se posó en el suelo delante de Kendra.
—Nos has convocado a una guerra —anunció el hada, hablando con fuerte acento—. ¿Qué ordenas?
Kendra tragó saliva. Un centenar de hadas de tamaño humano ocupaban mucho más espacio que un centenar de hadas diminutas. Antes eran un primor. Ahora resultaban más bien imponentes. No le haría gracia tener de enemigas a estas orgullosas serafinas.
—¿Podéis devolver a Dale a su estado original? —preguntó Kendra.
Un par de hadas se agacharon junto a Dale, pusieron las manos encima de él y le ayudaron a ponerse de pie. Dale miró a Kendra maravillado y ofuscado a la vez, y se palpó el cuerpo, como asombrado de saberse intacto.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Y Stan?
—Las hadas te han curado —le explicó Kendra—. El abuelo y los demás están aún en apuros. Pero me parece… que estas hadas nos van a ayudar.
Kendra volvió a dirigir la mirada a la deslumbrante hada de plata.
—Muriel, la bruja, está intentado soltar a un demonio que se llama Bahumat.
—El demonio está suelto —dijo el hada—. No tienes más que darnos la orden.
Kendra apretó los labios.
—Tenemos que encerrarlo de nuevo. Y a la bruja también. Y tenemos que rescatar a mis abuelos Sorenson, y a mi hermano, Seth, y a Lena.
El hada de cabellos azules asintió en silencio y transmitió las órdenes en un lenguaje musical. Algunas de las hadas se pusieron a rebuscar algo entre las plantas próximas. Sacaron de ellas un arma para cada una. Un hada amarilla sacó una espada de cristal de la tierra de un parterre. Un hada violeta transformó la espina de un rosal en una lanza. El hada de plata con el pelo azul transformó la concha de un caracol en un hermoso escudo. El pétalo de un pensamiento se convirtió en una reluciente hacha en su otra mano.
—Esta es tu voluntad —confirmó el hada de plata.
—Sí —respondió Kendra en tono firme.
Las hadas alzaron el vuelo todas a la vez. Kendra se volvió para observarlas mientras ellas se alejaban. Entonces, una mano le asió el brazo izquierdo y otra el derecho y se encontró despegando del suelo entre dos hadas: una esbelta albina de ojos negros y una azul con el cuerpo cubierto de suave vello. Kendra reconoció a la azul como el aterciopelado duendecillo de fontana que había visto en el despacho del abuelo.
La repentina aceleración le cortó la respiración. Volaban a escasa distancia del suelo, rozando arbustos, esquivando troncos de árboles y sobrepasando a toda velocidad las ramas que se interponían en su vuelo. Kendra volaba cerca de la retaguardia y desde allí contemplaba maravillada el escuadrón de hadas, que sorteaban todos los obstáculos sin el menor esfuerzo a una velocidad increíble.
La sensación de júbilo era embriagadora. Al volar tan deprisa, el aire en la cara le hacía llorar los ojos. Por debajo vio pasar el estanque con los cenadores. A ese paso llegarían a la Capilla Olvidada al cabo de unos segundos.
Pero ¿qué pasaría cuando llegasen? Se suponía que Bahumat era increíblemente poderoso. Aun así, teniendo en cuenta el batallón de fieras hadas que la rodeaba, Kendra vio que tenían probabilidades.
La chica miró hacia atrás y descubrió que ya no había más hadas a su espalda. Al parecer, se habían encargado de dejar a Dale en el jardín.
El vertiginoso vuelo a través del bosque prosiguió hasta que las hadas de delante subieron abruptamente hacia el cielo. Las escoltas de Kendra siguieron el mismo camino y ascendieron como flechas hasta dejar abajo las copas de los árboles. El repentino ascenso le dejó la boca seca y el estómago revuelto.
Una vez arriba, vio que ya no se desplazaba. Kendra y sus escoltas se habían quedado suspendidas por encima de los árboles y observaban como el resto del grupo se lanzaba en picado hacia la Capilla Olvidada. Kendra trató de recuperarse de la emoción que representaba para ella el estar volando, con el fin de digerir lo que ocurría abajo.
Cuatro criaturas aladas ascendían desde el suelo para acudir al encuentro de las hadas. Las gigantescas gárgolas medían como mínimo tres metros de alto y tenían unas zarpas afiladas como cuchillas y cuernos enroscados como los de los carneros. Unas cuantas hadas se descolgaron del pelotón para bajar a interceptarlas. Las bestias aladas lanzaron zarpazos a sus más pequeñas adversarias, pero las hadas esquivaron diestramente el ataque y respondieron rasgándoles las alas, con lo que las gárgolas se precipitaron al suelo.
Kendra notó un brillo en algún lugar. Era el sol, que asomaba ya por el horizonte.
—Vamos —dijo Kendra a sus escoltas.
Las hadas se lanzaron en picado. Kendra notó que el estómago se le subía a la garganta durante el veloz descenso en dirección a la iglesia. De la puerta de entrada salía un torrente de diablillos de tamaño humano, que agitaban los puños y siseaban a las hadas. Muchas de ellas soltaron las armas y se lanzaron derechas a por los diablillos, y se abrazaron a ellos con saña y los besaron en la boca. ¡Cada diablillo que era besado se transformaba en un hada de tamaño humano, en medio de un radiante estallido de chispas!
Kendra vio al hada plateada del pelo azul plantarle un beso a un obeso diablillo. Al instante, el diablillo se metamorfoseó en una rechoncha hada de alas color cobre. Cuando el hada de plata se alejó volando, el hada rechoncha cogió a otro diablillo, le robó un beso y, con un resplandor, el diablillo se transformó en un hada delgada de aspecto asiático y alas de colibrí.
Las hadas entraron en pelotón en la iglesia. La mayoría no se molestó en introducirse por la puerta. Se colaban por las ventanas o se metían por el tejado medio derruido.
Las escoltas de Kendra se colocaron encima de un hueco de la cubierta. Desde allí, vio a las hadas besar a más diablillos. Otras hacían retroceder a toda una variedad de bestias asquerosas. Un hada se valió de un látigo de oro para estrellar contra la pared a una monstruosidad parecida a un sapo. Otra sujetó a una bestia cubierta de costras por su melena de pelambre blanca y la lanzó por una ventana. Un hada gris con las alas como las de las polillas perseguía a un musculoso minotauro, azuzándole con un chorro de vapor abrasador que manaba del extremo de su vara, hasta obligarlo a salir por la puerta de la iglesia. Muchas de las mugrientas criaturas huían voluntariamente ante la terrible escabechina. Otras plantaban cara.
Un enano diabólico con el pellejo cubierto de escamas negras brincaba por toda la sala haciendo estragos con un par de cuchillos. Una atrocidad parecida a un cruce entre un oso y un pulpo arrasaba el lugar, atizando a las hadas con sus tentáculos. Una criatura grasienta tosía al aire pegotes de baba. Tenía el aspecto general de una tortuga enorme, pero sin caparazón, por lo que su cuerpo venía a ser un charco de amebas conectado a un cuello alargado. Varias hadas se estamparon en el suelo del templo, pues les había pringado las alas con aquella sustancia pegajosa.
Las hadas, impertérritas, contraatacaron. La mitad inferior del enano quedó convertida en piedra. Con los tentáculos seccionados, el pulposo se batió en retirada. Un chorro de agua ahuyentó a la grasienta criatura. Algunas hadas asistían a sus compañeras caídas, para curarles las heridas y quitarles la baba.
Cuando la sala quedó despejada, las hadas se lanzaron en tropel por la puerta que daba al sótano.
—¡Llevadme al sótano! —gritó Kendra.
Sus escoltas respondieron de inmediato, tanto que estuvieron a punto de provocarle un traumatismo cervical al lanzarse en picado al interior de la iglesia y deslizarse por el aire en dirección a la puerta del sótano. Las hadas tuvieron que replegar las alas para bajar por las escaleras, así que Kendra bajó los escalones corriendo junto con el hada aterciopelada y el hada albina.
El sótano se había agrandado. Alguien había llevado a cabo una excavación y una reforma a gran escala. Ahora era más profundo, más ancho y más largo. La hornacina del fondo también había aumentado de tamaño y estaba totalmente libre de cuerdas anudadas.
La luz ya no era tan intensa como antes, si bien las hadas portaban consigo su propia luminosidad. En las paredes, unas espantosas tallas miraban burlonas hacia el centro de la sala. En un rincón había una pila de extraños tesoros: ídolos de jade, cetros con puntas y máscaras con incrustaciones de gemas.
Kendra registró la sala con la mirada en busca de su familia. El más fácil de encontrar fue Seth. Estaba dentro de un tarro enorme, con una tapa provista de orificios para permitirle respirar. Dentro había también unas cuantas hojas y ramas. Su estatura no había aumentado, pero parecía tener cien años de edad. Su cara estaba surcada de arrugas curvilíneas, y sólo le quedaban unos pocos mechones de pelo blanco en la coronilla. Apoyó la palma reseca de una mano contra el cristal.
Kendra adivinó que el orangután encadenado a la pared era el abuelo. Y el enorme pez gato que nadaba en el tanque de agua, a su lado, debía de ser seguramente Lena. De la abuela no vio ni rastro.
Flanqueada por sus escoltas, Kendra cruzó la sala como una flecha para ir al encuentro de sus familiares. Montones de asquerosos diablillos se las veían con multitud de hadas. La escaramuzas no duraron mucho, pues enseguida los besos transformaron a los diablillos en los seres que habían sido originalmente.
Kendra llegó hasta el tarro gigante.
—¿Te encuentras bien, Seth?
Su hermano asintió débilmente. Su sonrisa reveló unas encías desdentadas.
Un diablillo con los labios contraídos para mostrar los dientes saltó sobre Kendra. El hada azul aterciopelada atrapó a la criatura en mitad del vuelo y le pegó los brazos a los costados. Se parecía al diablillo que horas antes había apresado a su hermano. El hada albina alzó el vuelo y dio al diablillo un beso en la boca, y este se transformó en un hada despampanante, con cabellos rojo encendido y alas iridiscentes de libélula.
Seth empezó a dar golpecitos contra el cristal. Estaba señalando al hada, muy alterado. Kendra comprendió que se trataba del hada que su hermano había transformado sin querer.
El hada pelirroja se acercó al tarro, agitando al mismo tiempo un dedo a modo de reprimenda en dirección a Seth.
—Lo siento —dijo Seth vocalizando mucho para que le entendiera desde el otro lado del cristal.
Juntó las manos e hizo un gesto de súplica.
El hada le observó detenidamente con los ojos entrecerrados. A continuación, chasqueó los dedos y el tarro se hizo añicos. Se inclinó hacia delante y besó a Seth en la frente. Las arrugas se le alisaron y los cabellos volvieron a crecerle, y en un instante volvió a tener su aspecto de siempre.
Kendra sacó la botella de leche del bolsillo y se la tendió a Seth.
—Guarda un poco para la abuela y para el abuelo.
—Pero si puedo ver…
Un rugido desgarrador estremeció toda la sala. Una criatura que no podía ser otra que Bahumat emergió del interior de la hornacina. El aborrecible demonio era tres veces más alto que un hombre y tenía una cabeza de dragón coronada con tres cuernos. El demonio caminaba erguido, contaba con tres brazos, tres piernas y tres colas. Unas grasientas escamas negras, rematadas con unas afiladas cerdas de púas, cubrían su grotesco cuerpo. Sus ojos malévolos tenían un brillo de retorcida inteligencia.
A un lado de Bahumat flotaba la espectral mujer que Kendra había visto al otro lado de su ventana en la noche del solsticio de verano. Sus ropajes color ébano se agitaban en el aire de manera antinatural, como si su dueña estuviese bajo el agua. La fantasmal aparición hizo pensar a Kendra en el negativo de una fotografía.
Al otro lado de Bahumat estaba Muriel, ahora ataviada con un vestido largo, negro como la noche. Miró lascivamente a las hadas y luego dedicó una mirada de confianza al impresionante demonio.
En la sala no quedaba ningún diablillo. Una nutrida multitud de resplandecientes hadas hacía frente a estos últimos adversarios.
Bahumat se agachó. A su alrededor se formó una densa negrura. El demonio saltó hacia delante emitiendo un rugido parecido a mil cañones que disparasen a la vez. Un manto de sombra negra fluyó desde Bahumat, cual una oleada de brea. La sala quedó sumida en la más absoluta oscuridad. Kendra tuvo la sensación de haberse quedado ciega. Incluso tapándose los oídos con las manos, el prolongado bramido del demonio resultaba prácticamente ensordecedor.
La sombra que había emitido Bahumat parecía carente de toda sustancia. Era simplemente tiniebla. ¿Dónde se habían metido las hadas? ¿Dónde estaba su luminosidad?
El suelo tembló y un sonido parecido al de una avalancha se impuso al rugido de demonio. De repente, la luz del día inundó la habitación. Kendra alzó la vista y contempló un cielo azul. Los rayos oblicuos del sol naciente bañaban el sótano. ¡La iglesia entera había saltado por los aires!
Descendiendo desde lo alto y atacando desde todas direcciones, las hadas se echaron sobre Bahumat como un enjambre. El demonio fustigó a un hada con una de sus colas, mientras arañaba a otra con un movimiento increíblemente veloz de las zarpas. Chascando con las mandíbulas, la criatura engulló entera a un hada amarilla. Muchas otras fueron cayendo. Mientras la mayoría atacaba, otras asistían a las heridas, curándolas a casi todas rápidamente.
Muriel permanecía en su sitio con una pose teatral, entonando un cántico hecho de palabras apenas audibles que iban encadenándose unas a otras casi por un hilo. Un par de hadas que estaban a su lado se convirtieron en cristal y se hicieron añicos. Alargó una mano retorcida y otra hada se convirtió en cenizas y se desintegró en una nube gris.
De la mujer espectral salieron unas largas lenguas de tela negra que, flotando por el aire, se enredaron en las hadas que se encontraban más cerca. Las hadas así cazadas empezaron a perder su lustre y a marchitarse. Apareció entonces el hada de plata y con su hacha de fuego rasgó la tela. Se le unieron otras hadas, que usaron sus relucientes espadas para cortar la negra tela.
Las hadas que se arremolinaban alrededor de Bahumat sujetaban ahora unas sogas. Se asemejaban a las cuerdas que habían formado la malla por delante de la hornacina, con la diferencia de que ahora parecían tejidas de oro. Bahumat no paraba de rugir y repartir zarpazos a diestro y siniestro y de morder, pero las cuerdas estaban empezando a entorpecer sus movimientos. En las cuerdas iban formándose nudos. La dragónica criatura perdía fuelle. Cerró de golpe sus poderosas mandíbulas, rasgando con ello la sedosa ala de un hada que lucía manchas de mariquita.
La mujer espectral se dio la vuelta y se alejó flotando por el aire, pero sus etéreos ropajes ya no parecían fluir como antes. Las hadas no hicieron el menor caso de su huida. Un par de ellas habían apresado a Muriel y ahora la empujaron al lado de Bahumat. Pronto se encontró atada al demonio con aquellas cuerdas rubísimas. Y se puso a proferir alaridos al ver que el cuerpo volvía a arrugársele de viejo y su vestido se convertía en harapos.
Tres hadas se posaron encima de la cabeza del demonio. Cada una agarró un cuerno y se los arrancaron. El demonio gimió de dolor. Docenas de hadas asieron las cuerdas que ataban al demonio y obligaron a Bahumat a entrar de nuevo en la hornacina. Afanosamente, se pusieron a tejer una malla con las cuerdas llenas de nudos para tapar la entrada.
Kendra se dio la vuelta. El hada azul aterciopelada hizo un ademán en dirección al orangután y los grilletes que lo mantenían pegado a la pared se abrieron y cayeron al suelo. Otro gesto más, y un resplandor convirtió al orangután en el abuelo Sorenson.
El hada albina sacó del acuario al pez gato, que empezó a agitarse con convulsiones. Y lo transformó en Lena.
—¿Y mi abuela? —clamó Kendra.
El hada pelirroja que había liberado a Seth se acercó al acuario y levantó con los dedos una babosa, pequeña y pútrida, que había estado aferrándose a un lado del cristal justo por encima del agua. Y la transformó en la abuela.
La abuela Sorenson se frotó las sienes.
—Y yo que pensaba que de gallina había tenido la mente empanada —musitó.
El abuelo corrió hacia ella y la abrazó.
—¿Necesitas leche? —preguntó Kendra, tendiendo la botella en dirección a su abuelo.
Él negó con la cabeza.
—Como no hemos dormido, el velo aún no nos ha cubierto los ojos.
Un grupo de hadas se apiñó junto a la hornacina y extendió los brazos con las palmas hacia abajo. Arena, barro y piedra empezaron a mezclarse como en un remolino y a amontonarse hasta hacer que Hugo volviera a cobrar vida. El golem se desperezó y soltó un gruñido digno de medirse con los rugidos del desaparecido demonio.
Las hadas se afanaron para curarse unas a otras, arreglándose mutuamente las alas desgarradas o cerrándose heridas. Un grupito formó un corro y extendió los brazos; entonces, los fragmentos de cristal se pegaron entre sí, adoptaron la forma de un par de hadas y estas volvieron a la vida. Otras cuantas hadas se cogieron de las manos y se pusieron a zumbar con las alas. El revuelo formó una polvareda de cenizas algo dispersa, pero no conseguían que las partículas se fusionaran. Las hadas fueron soltándose las manos y la nube de cenizas se dispersó.
Al parecer, iba a resultar imposible rescatar a algunas de las hadas desaparecidas.
Unas cuantas asieron a Hugo y lo sacaron volando del sótano. Otras hicieron lo mismo con el abuelo, con la abuela, con Lena, con Seth y con Kendra. En volandas otra vez, Kendra pudo contemplar el panorama de la iglesia, completamente destruida. Los escombros estaban esparcidos por todo el claro y ocupaban un par de cientos de metros. No era que la Capilla Olvidada hubiese saltado por los aires; es que había sido totalmente arrasada.
Las hadas los depositaron bien lejos de los escombros y del sótano. A todos excepto a Lena. Dos hadas se la llevaban de allí. La ex náyade estaba teniendo unas palabritas con ellas, en un idioma extranjero, y trataba de zafarse de sus manos.
Kendra tocó el brazo del abuelo Sorenson y señaló con la barbilla en dirección a la trifulca.
—Ahí no podemos meternos —dijo él, y suspiró mientras seguía con la mirada a las hadas que se llevaban a Lena por los aires. Rodeaba con un brazo a la abuela, a la que tenía bien abrazada junto a sí.
—¡Eh! —gritó Kendra—. ¡Traed aquí a Lena!
Las hadas que se la llevaban no le prestaron la menor atención y se perdieron de vista por el interior del bosque.
El resto de las hadas se congregaron encima del sótano y formaron un enorme corro volador. Con todos los diablillos que habían ganado para su bando, ahora eran más del triple que al principio. Kendra había visto caer a muchas durante el combate, pero la mayoría habían sido resucitadas y curadas por obra de la magia de sus compañeras.
Las radiantes hadas levantaron todas juntas los brazos y se pusieron a cantar. La música sonaba improvisada, llena de cientos de melodías que se entrelazaban unas con otras, prácticamente sin armonía. Al cantar, el suelo del claro empezó a ondularse. Los escombros de la iglesia fueron deslizándose por el suelo, amontonándose estrepitosamente encima del sótano abierto. El suelo empezó a crujir. Las paredes del sótano se desmoronaron. El espacio circundante se plegó sobre sí y engullo el sótano. El terreno se agitaba como un mar encabritado.
Cuando cesaron las ondulaciones, el sótano había quedado sustituido por un montecillo. El coro de hadas se volvió más agudo y estridente. Por todo el claro y por encima del monte empezaron a brotar flores silvestres y árboles frutales, que parecieron alcanzar su máximo esplendor en cuestión de segundos. Al final cesaron los cánticos y una alegre colina cubierta de un fragante conjunto de brillantes flores y árboles frutales con los frutos maduros ocupó el lugar de la Capilla Olvidada.
—Por su culpa Hugo parecía una mariquita —se quejó Seth.
La legión de hadas se acercó volando hasta ellos, los levantó del suelo uno a uno y los llevó a casa en un vuelo vertiginosamente veloz. Kendra estaba dichosa de verse formando parte de la mercurial comitiva y exultante de alegría ante el feliz desenlace de aquella noche aciaga. Seth fue todo el camino aullando de emoción, como si estuviese montado en la montaña rusa más alucinante del planeta.
Finalmente, las hadas los depositaron en el jardín, donde los esperaba Dale.
—Ahora sí que lo he visto todo —dijo al tiempo que las hadas dejaban al abuelo y a la abuela Sorenson junto a él.
El hada del pelo corto azul y de las alas de plata se puso frente a Kendra.
—Gracias —dijo Kendra—. Lo habéis hecho de maravilla. Estaremos siempre en deuda con vosotras.
El hada de plata asintió simplemente una vez, con los ojos muy brillantes.
Entonces, como si respondieran a una señal, las hadas se apiñaron alrededor de Kendra y fueron dándole un beso rápido una por una. Cada vez que recibía un beso, el hada que se lo había dado recuperaba su tamaño anterior en medio de una nube de destellos y a continuación salía volando como una flecha. La rápida sucesión de besos iba acompañada de unas sensaciones embriagadoras. Una vez más, Kendra olió los aromas terrosos de la reina de las hadas, el aroma de un suelo rico y de flores jóvenes. Notó sabores de miel, de fruta y de bayas, todos incomparablemente dulces. Oyó la música de la lluvia, el llanto del viento y el rugido del mar. Notó algo parecido a que el calor del sol la abrazase y fluyese a través de su cuerpo. Las hadas le besaban los ojos, las mejillas, las orejas, la frente.
Cuando la hubieron besado las últimas de las más de trescientas hadas, Kendra se tambaleó hacia atrás y se sentó en la hierba. No sintió dolor alguno. De hecho, le extrañó un poco no verse flotando por el aire, de tan liviana y borracha como se sentía.
El abuelo y Dale ayudaron a Kendra a levantarse.
—Me apuesto lo que sea a que esta jovencita tiene toda una historia que contarnos —dijo el abuelo—. Y también apostaría a que ahora no es el mejor momento para eso. Hugo, ve a ocuparte de tus labores.
Dale ayudó a Kendra a entrar en la casa. Se sentía eufórica y distante. Se alegraba de que su familia estuviera sana y salva. Pero a la vez se sentía tan inexplicablemente dichosa, y tan remotos le parecían ahora todos los problemas de la noche anterior, que empezó a preguntarse si no habría sido todo un sueño surrealista.
El abuelo cogió a la abuela de las manos.
—Siento haber tardado tanto en hacerte volver —dijo él en voz baja.
—Puedo adivinar las razones —respondió ella—. Tenemos que hablar sobre eso de que te hayas comido mis huevos.
—No eran tuyos —protestó el abuelo—. Eran los huevos de la gallina en cuyo cuerpo habitabas.
—Me alegro de que seas tan desapegado.
—Todavía quedan unos cuantos en la nevera.
Kendra se tropezó al subir los escalones del porche. El abuelo y Dale la ayudaron a subir y a entrar en la casa. ¡Los muebles estaban otra vez en su sitio! Casi todos ellos habían sido reparados, con alguna que otra alteración. Un sofá había sido reconvertido en silla. Unas cuantas pantallas de lámpara estaban hechas de material diferente. El marco de un cuadro había quedado aderezado con incrustaciones de gemas.
¿Tan rápido habían podido trabajar los duendes? A Kendra se le cerraban los ojos. El abuelo llevaba de la mano a la abuela y le susurraba algo al oído. Seth parloteaba, pero no se entendía lo que decía. Dale lo sujetaba por los hombros para guiar sus pasos. Casi habían llegado a las escaleras, pero Kendra ya no podía mantener los ojos abiertos más tiempo. Notó que se desplomaba, y que unas manos la agarraban, y entonces perdió la conciencia.