17
Una apuesta desesperada
Temer el anochecer no sirvió para impedir que se hiciera de noche. El crepúsculo fue apagándose hasta desaparecer del todo, y Kendra se quedó con el reflejo de una media luna por única guía. Refrescó, aunque no llegó a hacer frío. El bosque estaba envuelto en una espectral sombra. De vez en cuando, oía sonidos desasosegantes, pero en ningún momento vislumbró lo que los producía. Pese a mirar atrás con frecuencia, a su espalda la carretera estaba tan desierta como hacia el frente.
Unas veces corría ligeramente y otras andaba. Sin puntos de referencia, le costaba discernir cuánta distancia llevaba recorrida. La pista de tierra parecía no tener fin.
Se inquietó por lo que pudiera ocurrirle a la abuela Sorenson. Al haber disparado contra Muriel y haber recurrido a Hugo para lisiar a los diablillos, probablemente nada protegería a la abuela de padecer una tortura semejante. Kendra empezó a desear haber aceptado la invitación de Muriel a quedarse en la iglesia junto a su familia. El sentimiento de culpa por ser la única que había podido salir de allí le resultaba casi demasiado intenso para sobrellevarlo.
Era difícil tener una noción clara del paso del tiempo. La noche avanzaba, tan interminable como la carretera. La luna migró paulatinamente por la bóveda celeste. ¿O era más bien que la carretera cambiaba de dirección?
Kendra tenía la certeza de llevar horas en la carretera cuando llegó a una zona despejada. La luz de la luna iluminaba una vereda medio desdibujada que salía de la propia carretera. Discurría en dirección a un seto alto y oscuro.
¡El estanque de los cenadores! Por fin, una referencia conocida. No podía quedarle más de media hora hasta la casa, y aún no se veía el menor atisbo del amanecer.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que Bahumat quedase libre? Tal vez el demonio andaba suelto ya. ¿Se enteraría cuando sucediese, o no lo sabría hasta verse rodeada de monstruos?
Kendra se frotó los ojos. Estaba agotada. Sus piernas se negaban a seguir andando. Reparó en que estaba hambrienta. Se detuvo y se desperezó durante unos minutos. Entonces, echó a correr a pasitos cortos. Podía hacer el resto del camino a la carrerilla, ¿verdad? No estaba demasiado lejos.
Mientras pasaba por delante del tenue sendero que salía de la carretera, se detuvo en seco. De pronto se le había ocurrido una nueva idea, inspirada por el seto de perfil irregular que se erguía a un lado de la carretera.
La reina de las hadas tenía un santuario en el islote que había en mitad del estanque. ¿No se suponía que era el ser más poderoso de todo el mundo de las hadas? A lo mejor Kendra podía intentar pedirle socorro.
Se cruzó de brazos. Sabía muy poco sobre la reina de las hadas. Aparte de haber oído que era un personaje poderoso, sólo sabía que poner el pie en su isla implicaba una muerte segura. Alguien lo había intentado y había quedado convertido en pelusa de diente de león.
¿Por qué lo había intentado aquel tipo? Kendra no recordaba haber escuchado el motivo concreto que le impulsó a hacerlo. Simplemente el hombre se había visto en una situación desesperada. Pero el hecho de que lo hubiese intentado quería decir que pensó que tal vez podría conseguirlo. Tal vez su fracaso se debió sólo a que no tenía una razón lo suficientemente poderosa.
Kendra sopesó su situación. Sus abuelos y su hermano estaban a punto de morir. Y Fablehaven se hallaba en un tris de ser destruida. Eso también resultaría nefasto para las hadas, ¿no? ¿O acaso no les importaría lo más mínimo? A lo mejor simplemente se marcharían a otro lugar.
Indecisa, Kendra clavó la mirada en el tenue sendero. ¿Qué arma esperaba encontrar en la casa? Probablemente no encontraría nada. Por tanto, lo más seguro es que terminase saliendo despavorida por la verja o trepándola para huir antes de que Bahumat y Muriel le dieran alcance y acabaran con ella. Y su familia perecería.
Pero quizás el plan de recurrir a la reina de las hadas diese resultado. Si tan poderosa era la reina, podría detener a Muriel y tal vez incluso a Bahumat. Kendra necesitaba un aliado. Pese a sus nobles intenciones, no podía imaginar la manera de conseguir ella sola sus propósitos.
Kendra había notado una nueva sensación en su fuero interno desde el instante mismo en que la idea le había brotado en la cabeza. Un sentimiento tan inesperado que le costó unos segundos identificarlo como una esperanza. No tendría que abrir ningún candado con combinación secreta. Sólo tenía que ponerse a merced de una criatura todopoderosa y suplicarle ayuda para rescatar a su familia.
¿Qué era lo peor que podía pasar? La muerte, pero conforme a sus propios términos. Nada de diablillos sedientos de sangre. Nada de brujas. Nada de demonios. Sólo una gran bola de pelusa de diente de león.
¿Cuál era la mejor de las posibilidades? La reina de las hadas podría convertir a Muriel en pelusa de diente de león y rescatar a la familia de Kendra.
Empezó a recorrer el senderillo. Se dio cuenta de que estaba nerviosa. Era un tipo de nerviosismo alentador, muy preferible al miedo a un fracaso seguro. Se puso a correr.
Esta vez no tuvo que colarse a gatas por debajo del seto. La vereda desembocaba en un arco. Kendra se metió por el arco y salió a la pradera perfectamente cuidada que había al otro lado.
A la luz de la luna, los blanquísimos pabellones y el paseo de tablones resultaban aún más pintorescos que durante el día.
Kendra podía verdaderamente imaginarse a la reina de las hadas viviendo en la isla, en medio del apacible estanque. Por supuesto, en realidad la reina no vivía allí. Sólo se trataba de un santuario. Kendra tendría que rezarle y cruzar los dedos para recibir respuesta de la reina.
El primer reto consistía en cruzar hasta la isla. El estanque estaba plagado de náyades a las que les chiflaba ahogar gente, lo cual significaba que iba a necesitar un bote sólido y resistente.
Kendra cruzó la pradera de césped a toda prisa en dirección al cenador más próximo. Procuró hacer caso omiso de las sombras que, delante de ella, se movían de acá para allá; se trataba de diversas criaturas que se escabullían para no ser vistas. Kendra se anticipó a lo que se disponía a intentar y notó que los intestinos se le revolvían como si tuviera dentro una batidora. Se obligó a sí misma a expulsar de sí todo temor. ¿El abuelo se daría la vuelta y huiría? ¿La abuela? ¿Y Seth? ¿No harían todo lo que estuviera en sus manos para salvarla?
Subió a toda velocidad los escalones que ascendían al pabellón más próximo y echó a correr por el paseo de madera. Con zapatos, sus pisadas resonaban estrepitosamente al golpear el entablado, desafiando el silencio reinante. Vio su destino: el cobertizo de las barcas, a tres cenadores de distancia.
La superficie del lago era un espejo negro en el que se reflejaba la luz de la luna. Justo por encima del agua revoloteaban unas cuantas hadas parpadeantes. Por lo demás, no se veía el menor indicio de vida.
Kendra llegó al pabellón anexo al pequeño embarcadero. Bajó los escalones a toda prisa y siguió corriendo por el pantalán. Llegó al cobertizo y probó a abrir la puerta. Exactamente como ya comprobara la vez anterior, estaba cerrada con llave. No era una puerta de grandes dimensiones, pero parecía maciza.
Le dio una patada con todas sus fuerzas. El impacto le recorrió la pierna entera y la hizo estremecerse de dolor. A continuación, se puso a propinar empujones a la puerta con el hombro, pero también esta vez sólo consiguió hacerse daño ella, y no causó desperfecto alguno en la puerta.
Dio unos pasos atrás. El cobertizo era, básicamente, una cabaña más bien grande que flotaba directamente en el agua: Carecía de ventanas. Kendra esperaba que dentro hubiera aún algunos botes. De ser así, estarían flotando en el agua, protegidos por las paredes y el tejado del cobertizo, pero sin suelo. Si se tirase al lago, podría reaparecer dentro del cobertizo y montarse en un bote.
Observó el agua detenidamente. Era imposible ver nada al otro lado de la negra y reflectante superficie. Podría haber cientos de náyades esperándola al acecho, o bien ninguna en absoluto; era imposible saberlo.
El plan entero se iría al traste si se ahogaba antes de alcanzar la isla. Teniendo en cuenta lo que Lena le había contado, las náyades estarían deseando que se acercase al agua. Zambullirse en el estanque sería un suicidio.
Se sentó en el suelo y empezó a aporrear la puerta con los dos pies, el mismo método que había empleado Seth para irrumpir en el granero. Pese al ruido tremendo que hacía, nada indicaba que la puerta estuviera cediendo lo más mínimo. Si golpeaba aún con más fuerza, sólo conseguiría hacerse más daño en las piernas.
Necesitaba alguna herramienta, una llave o un poco de dinamita…
Kendra regresó corriendo al pabellón para ver si podía encontrar algo que le sirviera para forzar la puerta del cobertizo. Pero no vio nada. Ojalá hubiera por allí tirado un mazo…
Trató de serenarse. ¡Necesitaba pensar! A lo mejor si seguía aporreando la puerta, esta cedería finalmente. Algo así como por pura erosión. Pero aún no se había movido del quicio y además no disponía de la noche entera. Tenía que haber una solución más ingeniosa. ¿Qué podía servirle como herramienta? ¡Nada! Nada, salvo unas cuantas criaturas enigmáticas que se escabullían de su vista en cuanto se acercaba.
—¡Vale, oídme todas! —gritó—. Sé que podéis oírme. Tengo que entrar en el cobertizo de los botes. Una bruja se dispone a liberar a Bahumat y todo Fablehaven quedará destruido. No os pido a ninguna que asoméis la cabeza. Sólo necesito que alguien tumbe la puerta del cobertizo. Mi abuelo es el responsable de la finca y yo os doy pleno permiso para derribar la puerta. Me daré la vuelta y cerraré los ojos. Cuando oiga que la puerta se rompe, esperaré diez segundos antes de volver a darme la vuelta.
Kendra se dio la vuelta y cerró los ojos. No oyó nada.
—Cuando queráis. Simplemente derribad la puerta. Os prometo que no miraré.
Oyó un chapoteo suave y un tintineo.
—¡De acuerdo! ¡Parece que tenemos un voluntario! No tienes más que arrancar la puerta.
No oyó nada. De repente cayó en la cuenta de que tal vez algo había emergido del agua y estaba justo detrás de ella. Incapaz de resistir la curiosidad, se dio la vuelta y escudriñó la oscuridad.
Por allí no se veía ninguna criatura recién salida del agua. Todo estaba en silencio. En el estanque, previamente liso como un espejo, se veían unas ondas. En el suelo del embarcadero, cerca del cobertizo de las barcas, vio una llave.
Kendra bajó las escaleras a toda velocidad y cogió la llave del suelo. Estaba mojada, oxidada y un poco pegajosa. Era más larga que una llave corriente y de aspecto antiguo.
La secó con la tela de su camisa y fue con ella hasta el cobertizo para introducirla en la cerradura. Encajaba perfectamente. La giró y la puerta se abrió hacia dentro.
Kendra se estremeció. Las implicaciones de lo sucedido eran inquietantes. Al parecer, una náyade le había proporcionado la llave. Querían que saliese al estanque.
Con sólo la luz de la luna colándose por la puerta abierta como medio de iluminación, el interior del cobertizo estaba muy oscuro. Kendra aguzó la vista y pudo vislumbrar tres botes atados al estrecho embarcadero: dos botes grandes de remos, uno ligeramente más ancho que el otro, y un bote con pedales más pequeño. Kendra había ido en uno de esos una vez en el lago de un parque.
En una pared había colgados varios remos de diversas longitudes. Cerca de la puerta había una manivela y una palanca. Kendra trató de girar la manivela, pero no hubo forma de moverla. Luego, tiró de la palanca. No ocurrió nada. Lo intentó nuevamente con la manivela, y esta vez sí que giró. En la pared del cobertizo más alejada del embarcadero, empezó a abrirse una puerta corredera, que dejó entrar más luz. Kendra siguió girando la manivela, con el alivio de saber que podría salir al estanque directamente desde el cobertizo.
Entonces, se quedó mirando el agua desde la puerta recién abierta, inmóvil en mitad de la penumbra del cobertizo, y le entraron las dudas. El miedo le producía náuseas. ¿De verdad estaba preparada para enfrentarse a su propia muerte? ¿Para que las náyades trataran de ahogarla o para caer víctima de un conjuro que tal vez protegiese una isla prohibida?
El abuelo y la abuela Sorenson eran personas de recursos. Tal vez habrían escapado ya de la iglesia. ¿Estaría ella haciendo todo esto para nada?
Kendra recordó un día de hacía tres años en que se encontraba en una piscina comunitaria. Tenía unas ganas locas de zambullirse desde un elevado trampolín. Su madre le había advertido de que era más alto de lo que parecía a simple vista, pero nada la disuadió. Muchos niños estaban tirándose desde el trampolín, varios de ellos de su misma edad o más pequeños.
Se puso a la cola para subir por la escalerilla. Cuando le llegó el turno, empezó a subir y se quedó asombrada de lo lejos que iba quedando del suelo conforme ascendía. Al llegar arriba, tuvo la sensación de estar en lo alto de un rascacielos. Quiso darse la vuelta, pero todos los niños de la fila se darían cuenta de que estaba muerta de miedo. Además, sus padres la miraban.
Avanzó hasta el borde del trampolín. Soplaba una suave brisa. Se preguntó si la gente que estaba en tierra podría notarla. Cuando llegó cerca del final del trampolín, miró abajo, al fondo de la piscina: saltar había dejado de parecerle divertido.
Al darse cuenta de que cuanto más vacilase, más llamaría la atención, se dio la vuelta rápidamente y bajó la escalerilla, tratando de evitar mirar a los ojos a las personas que hacían cola. Desde entonces no había vuelto a subirse a un trampolín alto. De hecho, rara vez se arriesgaba a nada.
Ahora se encontraba de nuevo a punto de hacer algo que le ponía los pelos de punta. Pero esta vez era diferente. Tirarse desde un trampolín o montar en una montaña rusa de múltiples espirales, o pasarle un papelito a Scott Thomas, eran situaciones trepidantes en las que podía participar voluntariamente. Evitar esos riesgos no entrañaba consecuencias reales. Pero en su situación actual, si no pasaba a la acción, su familia moriría. Tenía que apechugar con su decisión anterior y llevar a cabo su plan, fueran cuales fueran las consecuencias.
Kendra miró los remos detenidamente. Nunca había montado en una barca así y podía verse a sí misma luchando por mantener el rumbo, sobre todo con el incordio de unas náyades empeñadas en hacérselo pasar mal. Examinó el bote de pedales. Diseñado para un solo pasajero, era más ancho de lo necesario, presumiblemente para darle más estabilidad. Aquel artilugio infantil no era ni mucho menos tan grande como las barcas de remos, y además estaría más cerca del agua pero, por lo menos, pensó que podría manejarlo bien.
Kendra suspiró. Se arrodilló y desató la pequeña embarcación, tras lo cual echó la delgada cuerda al asiento. Se montó, y el bote de pedales zozobró. Tuvo que agacharse y apoyarse en las manos para evitar caerse al agua. La nave tenía el fondo totalmente cerrado, de manera que nada podría intentar cogerla por los tobillos.
Después de estabilizarse, se sentó mirando hacia el embarcadero. Un volante permitía controlar el movimiento lateral. Lo giró totalmente en una dirección, y pedaleó marcha atrás para alejarse del muelle, deslizándose. Luego giró el volante en la dirección opuesta y empezó a pedalear hacia delante. El bote de pedales salió silenciosamente del cobertizo de las barcas.
Desde la parte delantera del bote de pedales se formaban ondas que se abrían a los lados, mientras Kendra se dirigía hacia la isla pedaleando a buen ritmo. La isla no quedaba lejos, a unos siete metros tal vez. El bote iba poco a poco acercándose a su destino. Hasta que, de repente, empezó a alejarse de la isla.
Kendra pedaleó con más ahínco, pero el bote de pedales siguió deslizándose en diagonal y hacia atrás. Algo tiraba de ella. La embarcación empezó a dar vueltas. Kendra no consiguió nada ni girando el volante ni pedaleando. De repente, el bote se movió hacia un lado, inclinándose peligrosamente. ¡Algo estaba intentado hacerla volcar!
Se inclinó para impedir que el bote diese la vuelta y entonces este se balanceó abruptamente hacia el otro lado.
Luego cambió de posición para hacer contrapeso, desesperadamente. Entonces vio unos dedos mojados que asían el borde del bote de pedales, y se puso a golpearlos. Su gesto fue correspondido con unas risillas.
El bote empezó a rotar rápidamente.
—¡Dejadme en paz! —exclamó Kendra en tono de exigencia—. Tengo que llegar a la isla.
Un coro de risillas respondió a sus demandas.
Kendra pedaleó con todas sus fuerzas, pero no sirvió de nada. No paraba de dar vueltas y la embarcación seguía siendo arrastrada en la dirección contraria. Las náyades empezaron a zarandear el bote otra vez. Gracias a su bajo centro de gravedad, Kendra descubrió que sólo con inclinarse bastaba para impedir que el bote de pedales volcase. Pero las náyades no cesaban en su empeño. Intentaron distraerla aporreando el fondo de la embarcación y generando olas para moverla. El bote se levantaba, se balanceaba y daba vueltas. En ocasiones, las náyades alzaban la nave con todas sus fuerzas para ver si podían desequilibrar a Kendra. Una y otra vez, ella reaccionaba rápidamente y cambiaba su peso para hacer fracasar sus intentos de tirarla al agua. Habían llegado a un empate técnico.
Las náyades no se dejaban ver. Kendra oía sus risas y adivinaba sus manos, pero en ningún momento vio sus caras.
Kendra decidió dejar de pedalear. No la llevaba a ninguna parte y estaba malgastando energía. Resolvió dedicar sus fuerzas únicamente a evitar que el bote de pedales volcase.
Los intentos de las náyades empezaron a esparcirse. Ella no decía nada ni respondía de ninguna manera a sus risillas provocadoras. Simplemente, se inclinaba a un lado u otro cada vez que trataban de volcar el bote. Y cada vez lo hacía mejor. Ya no podían ladear tanto la embarcación como al principio.
Las intentonas cesaron. Al cabo de un minuto sin actividad, Kendra se puso a pedalear en dirección a la isla. Su avance se vio detenido al poco tiempo. De inmediato, dejó de pedalear; las náyades hicieron girar y tambalearse la embarcación un rato más.
Ella aguardó. Al cabo de otro minuto de quietud, volvió a pedalear. Nuevamente, las náyades tiraron del bote de pedales. Pero ahora con menos ímpetu. Kendra notó que empezaban a tirar la toalla y a aburrirse.
La octava vez que trató de emplear esta táctica, las náyades perdieron todo el interés, aparentemente. La isla estaba más cerca ya. A menos de veinte metros. A menos de diez. Kendra pensó que la detendrían en el último momento. Pero no lo hicieron. El morro del bote de pedales arañó la orilla. Todo permanecía en absoluto silencio y quietud.
Había llegado el momento de la verdad. Cuando pusiera el pie en la isla, o bien se transformaría en una pelusa de diente de león que se desperdigaría por el aire, o bien no.
Casi con indiferencia a aquellas alturas, Kendra saltó del bote y cayó en la orilla. El lugar no parecía tener nada de mágico ni de especial, ni ella se transformó en una pelusa de semillas.
Sin embargo, a sus espaldas oyó un aluvión de risas. Kendra se dio la vuelta rápidamente y le dio tiempo a ver que el bote de pedales se alejaba de la orilla, arrastrado por el agua. Era ya demasiado tarde para hacer nada sin tirarse al estanque. Se dio una palmada en la frente. Las náyades no se habían dado por vencidas… ¡Estaban probando con una nueva estrategia! Se había distraído tanto con la perspectiva de convertirse en una pelusa de diente de león que no había sacado el bote fuera del agua, como debería haber hecho. ¡Al menos podría haber tendido el cabo!
Bueno, otro favor más que tendría que pedirle a la reina de las hadas.
La isla no era grande. Kendra no necesitó más de veinte pasos para rodearla. Su recorrido por el perímetro no reveló nada interesante. Probablemente el santuario se hallaría cerca del centro.
Aunque la isla carecía de árboles, sí contenía numerosos arbustos, muchos de ellos más altos que Kendra. No había ningún sendero, y abrirse paso por entre la vegetación resultaba molestísimo. ¿Cómo sería el santuario? Se imaginaba una pequeña construcción. Pero después de cruzar varias veces toda la isla, se dio cuenta de que allí no había nada parecido.
A lo mejor no se había transformado en pelusa de diente de león porque la isla era un timo. O a lo mejor el santuario había sido trasladado a otro lugar. De cualquier modo, ahora estaba varada en un islote en mitad de un estanque lleno de criaturas empeñadas en ahogarla. ¿Cómo sería ahogarse? ¿Tragaría agua o simplemente se asfixiaría? ¿O llegaría antes el demonio a por ella?
¡No! Había llegado hasta aquí. Inspeccionaría la isla otra vez, con más cuidado. A lo mejor el santuario era un elemento de la naturaleza, como un arbusto o un tocón especial.
Recorrió el perímetro nuevamente, más despacio esta vez. Entonces, reparó en un fino reguero de agua. Era raro encontrar agua en una isla tan diminuta, por pequeño que fuera el hilillo. Siguió el reguero en dirección al centro de la isla, hasta que encontró el punto del suelo del que manaba el agua.
Allí, en el nacimiento del manantial, había una estatua finamente tallada de un hada de unos cinco centímetros de alto, sobre un pedestal blanco que añadía unos cuantos centímetros más a la altura de la figurita. Delante, en el suelo, había un pequeño cuenco de plata.
¡Pues claro! ¡Las hadas eran tan diminutas que tenía sentido que el santuario fuese una miniatura también!
Kendra se puso de rodillas al lado del manantial, justo delante de la figurita. La noche estaba muy silenciosa. Miró al cielo y se dio cuenta de que hacia el este el horizonte estaba cobrando un matiz morado. La noche tocaba a su fin.
Lo único que se le ocurrió fue hablar con absoluta sinceridad, con el corazón en la mano.
—Hola, reina de las hadas. Gracias por permitir que venga a verte sin convertirme en semillas de diente de león.
Kendra tragó saliva. Se le hacía tan raro hablar con una estatua en miniatura… No tenía nada de regio.
—Si pudieras ayudarme…, realmente lo necesito. Una bruja de nombre Muriel está a punto de liberar a un demonio llamado Bahumat. La bruja tiene prisioneros a mi abuelo y a mi abuela Sorenson, junto con mi hermano Seth y mi amiga Lena. Si ese demonio queda libre, destruirá toda la reserva, y no tengo manera de impedir que eso ocurra sin tu ayuda. Por favor, amo de verdad a mi familia y, si no hago nada, ese demonio va a…, va a…
Entonces, sintió el impacto de todo el peso de la realidad que estaba tratando de plasmar con palabras, y no fue capaz de contener las lágrimas. Por primera vez comprendió plenamente que Seth estaba a punto de morir. Recordó todos los momentos vividos junto a él, tanto afectuosos como exasperantes, y se dio cuenta de que ya no habría más instantes ni de un tipo ni del otro.
Los sollozos hacían que se le agitara todo el cuerpo, y le rodaban cálidos lagrimones por las mejillas. No los frenó. Necesitaba aquel desahogo, necesitaba dejar de esforzarse por suprimir el espanto que entrañaba toda aquella situación. Las lágrimas que había derramado al huir de la Capilla Olvidada habían sido lágrimas de espanto y de pavor. Estas eran lágrimas causadas por la toma de conciencia.
Las lágrimas le resbalaban por la barbilla y caían directamente en el cuenco de plata. Entre sollozos, su respiración sonaba entrecortada.
—Por favor, ayúdame —logró decir por fin.
Una brisa fragante barrió toda la isla. Olía a tierra rica y a flores recién abiertas, con apenas una pizca de aroma de mar.
El llanto empezó a remitir. Kendra se enjugó las lágrimas de las mejillas y se secó la nariz con la manga. Al respirar se dio cuenta de lo rápido que se formaba la congestión.
La estatua en miniatura estaba empapada. ¿Había llorado encima de ella? ¡No! Le brotaban lágrimas de los ojos, que rodaban hasta caer en el cuenco de plata.
El aire volvió a moverse, cargado aún de intensos aromas. Inexplicablemente, Kendra percibió una presencia. Ya no estaba sola.
«Acepto tu ofrenda y me uno a ti en el llanto».
Las palabras no fueron audibles, pero entraron en su mente con una impresión tan poderosa que Kendra se quedó boquiabierta. Nunca había experimentado algo parecido. De la estatua seguía manando un líquido transparente que caía en el cuenco.
«Con lágrimas, leche y sangre prepara un elixir, y mis siervas te atenderán».
Las lágrimas eran evidentes. En cuanto a la leche, a Kendra no se le venía otra cosa a la cabeza que la imagen de Viola. ¿Y la sangre, de quién? ¿Suya? ¿De la vaca? Las siervas debían de ser las hadas.
—Espera, ¿qué hago? —preguntó Kendra—. ¿Cómo salgo de la isla?
A modo de contestación, el viento se arremolinó unos segundos y a continuación formó una fuerte ráfaga. Los agradables aromas se desvanecieron. La estatuilla dejó de llorar. La indefinible presencia había desaparecido.
Kendra cogió el cuenco del suelo. Medía aproximadamente lo mismo que la palma de su mano y estaba lleno hasta casi un tercio de su capacidad. Había esperado que la reina de las hadas resolviese la situación por ella. En lugar de eso, parecía como si le hubiese indicado la manera de resolver ella sola el problema. Su familia seguía en peligro, pero la chispa de la esperanza se había transformado ahora en una llamarada.
¿Cómo saldría de la isla? Kendra se puso en pie y fue hacia la orilla. El bote, increíblemente, se deslizaba por el agua en su dirección. Fue acercándose poco a poco hasta alcanzar la isla.
Kendra se subió a la embarcación. Esta se apartó de la orilla, dio la vuelta e inició el trayecto en dirección al pequeño embarcadero blanco.
Kendra no dijo nada. No pedaleó. Tenía miedo de hacer algo que pudiera interrumpir el suave avance hacia el embarcadero. Llevaba el cuenco apoyado en el regazo, con cuidado de no derramar ni una gota.
Entonces, lo vio: una silueta negra de pie en el embarcadero, esperando a que volviese. Una marioneta del tamaño de un hombre. Mendigo.
Se le cerró la garganta de puro espanto. ¡Había obrado magia estando en la isla! Porque… obtener las lágrimas de la estatua… era hacer magia, ¿no? Su estatus de persona protegida había quedado anulado. Y Mendigo había acudido para apresarla.
—¿Puedes dejarme en otro sitio? —preguntó.
El bote de pedales avanzaba en línea recta. ¿Qué podía hacer? Aun cuando la dejase en otro lugar, Mendigo no tendría más que seguirla.
La embarcación estaba ya a unos veinte metros del muelle; luego a diez. Tenía que proteger el contenido del cuenco. Y debía impedir que Mendigo se la llevara a rastras. Pero ¿cómo?
El bote rozó el embarcadero y se detuvo en paralelo. Mendigo no hizo el menor movimiento de ir a apresarla. Era como si estuviese esperando a que desembarcase. Kendra depositó el cuenco en el muelle y, al ponerse de pie, se dio cuenta de que algo hacía que el bote no zozobrase lo más mínimo.
Cuando salió al embarcadero, Mendigo dio unos pasos al frente. Pero, igual que antes, no parecía que fuese por ella. Se quedó parado con los brazos a media altura y agitando los dedos. Kendra recogió el cuenco del suelo y echó a andar, rodeando al títere de madera. Mendigo la siguió hasta el final del embarcadero.
¿Por qué Muriel había enviado a Mendigo por ella, si el títere no era capaz de apresarla? ¿Sabría la bruja que había entablado comunicación con la reina de las hadas? En tal caso, la marioneta había acudido con prontitud. Probablemente su presencia allí respondía a una medida preventiva.
El problema que planteaba era grave. Estaba claro que Kendra no había obrado magia alguna estando en la isla; simplemente había recogido un ingrediente. Pero al preparar el elixir que le había descrito la reina de las hadas y al dárselo a las hadas, sin duda estaría llevando a cabo un acto mágico. En el instante en que su estatus de protección desapareciese, Mendigo se echaría sobre ella.
Ni hablar de eso.
Kendra depositó el cuenco de plata en las escaleras que subían al cenador. A continuación, se dio la vuelta y se enfrentó a Mendigo. El títere le sacaba más de media cabeza.
—Me parece que tú funcionas de modo parecido a Hugo. No tienes cerebro y simplemente haces lo que se te dice. ¿Es correcto, Mendigo?
La marioneta de madera permaneció en silencio, sin moverse. Kendra trató de impedir que el pánico se apoderase de ella.
—Tengo la sensación de que a mí no me vas a obedecer, pero merece la pena intentarlo. Mendigo, súbete a un árbol y quédate ahí sentado por siempre jamás.
Mendigo seguía inmóvil. Kendra dio unos pasos en dirección a él. La marioneta trataba de levantar los brazos para apresarla, pero era incapaz de materializar sus intenciones. De pie, muy cerca de él, Kendra levantó cautelosamente una mano para tocar con el dedo su torso de madera. Él no reaccionó, aparte de seguir luchando contra la misteriosa fuerza que le impedía apresar a Kendra.
—No puedes tocarme. No he hecho nada malintencionado ni he empleado la magia en ningún momento. Pero yo a ti sí puedo tocarte.
Dulcemente, Kendra acarició los dos brazos del títere justo por debajo de los hombros. El títere tembló por el esfuerzo de tratar de agarrarla.
—¿Quieres ver mi segundo paso decisivo de esta noche? —preguntó Kendra.
Mendigo se estremeció, haciendo titilar todos sus ganchos, pero seguía sin poder apresar a Kendra.
Sin darse cuenta de que estaba mordiéndose el labio inferior, Kendra agarró los dos brazos del títere justo por debajo de los hombros, los desenganchó y se apartó rápidamente de él. Echó a correr a toda velocidad. Oyó que la marioneta gigante la perseguía hasta el borde del estanque, desde donde ella lanzó al agua los dos brazos de madera.
Algo pinzó el hombro de Kendra y la hizo girar como un torbellino hasta caer al suelo. Una fuerza aplastante le presionaba la espalda y la mantenía pegada al suelo. Casi no podía respirar.
Girando el cuello a más no poder, vio a Mendigo encima de ella, usando uno de sus pies para inmovilizarla. ¿Cómo podía ser tan fuerte una criatura que parecía tan enclenque? El punto de la espalda en el que le estaba clavando el pie…, seguro que se le quedaba marcado con un moratón.
Kendra trató de cogerle la otra pierna, con la esperanza de desengancharle el gemelo, pero la marioneta se alejó de ella ejecutando su danza. Por un instante, pareció haberse quedado sin saber qué hacer. Kendra se dispuso a rodar por el suelo para alejarse de él en cuanto le viese volver a la carga e intentase pisotearla otra vez. ¡Ojalá pudiera desengancharle una pierna!
En lugar de ir por ella, Mendigo echó a correr por el embarcadero. Flotando en el agua estaban los dos brazos de la marioneta. Uno se había movido hasta quedar prácticamente fuera del alcance desde el pantalán. Mendigo se agachó, haciendo equilibrios con mucho cuidado sobre un solo pie, y estiró la otra pierna hacia el brazo que flotaba más cerca.
Justo en el instante en que los dedos del pie rozaron el agua, salió una mano blanca como una flecha y agarró a Mendigo por el tobillo para tirar de él con fuerza. La marioneta se zambulló en el estanque. Kendra aguardó, conteniendo la respiración mientras observaba el agua. El títere danzarín no volvió a salir a la superficie.
Retrocedió a toda velocidad hasta los escalones para recoger el cuenco del suelo. Con el recipiente de las lágrimas en las manos, Kendra no se atrevió a correr. En vez de eso, se puso a caminar a paso rápido, procurando no desperdiciar ni una gota de su preciosa carga. Cruzó la pradera de césped, atravesó el arco, retomó el camino y salió a la carretera.
Las estrellas brillaban cada vez con menos fulgor en el lado este del cielo. Kendra apretó el paso por el camino. Estaba prácticamente segura de que su estatus de protección había dejado de estar vigente. Pero si había tenido que cometer una fechoría, por lo menos le había dado la sensación de que había merecido la pena. Y tenía la impresión de que no iba a ser el último acto malicioso de la noche.