16
La capilla olvidada
Mientras el sol vacilaba sobre la línea del horizonte, Kendra contemplaba el paisaje desde la carreta y veía los árboles pasar a gran velocidad delante de sus ojos. Se acordó de cuando iba mirando los árboles por la ventanilla del todoterreno deportivo el día en que sus padres los llevaron a la reserva. Sólo que ahora el camino estaba lleno de baches, el vehículo traqueteaba un montón y nada la protegía del viento. Y el destino era mucho más intimidante.
Hugo tiraba de la enorme carreta de mano. Kendra dudaba que un tiro de caballos hubiera podido igualar la inalterable velocidad de sus grandes zancadas.
Llegaron a una zona despejada y Kendra vio el alto seto que rodeaba el estanque del paseo de madera y los cenadores. Qué raro se le hacía imaginar que Lena había vivido allí en tiempos, como una náyade.
Antes de subirse a la carreta, la abuela había dado la orden a Hugo de que obedeciese cualquier indicación de Kendra y de Seth. Y les dijo a los chicos que si las cosas salían mal, debían retirarse a toda velocidad con Hugo. También les advirtió de que tuvieran cuidado con lo que le decían a Hugo que hiciera. Al no contar con voluntad propia, las sanciones que se derivaran de sus actos recaerían en aquellos que hubiesen emitido las órdenes.
La abuela había dejado el albornoz y se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos vaqueros descoloridos, unas botas de faena y una camisa verde, prendas que había rescatado del desván. Seth se había llevado una gran satisfacción al ver que elegía una camisa verde.
El chico agarraba con fuerza una bolsita de cuero. La abuela le había explicado que contenía un polvo especial que mantendría alejada de ellos a cualquier criatura indeseable. Además, le indicó que podía utilizarlo igual que había usado la sal en el dormitorio. Por otra parte, le advirtió que sólo debía hacerlo como último recurso. Cualquier magia que empleasen no haría sino dar lugar a represalias menos soportables en caso de que fracasasen en su empeño. Ella también llevaba una bolsita de polvos mágicos.
Kendra iba con las manos vacías. Al no haber empleado aún ningún elemento mágico, la abuela dijo que sería un error que empezara a hacerlo ahora. Por lo visto, las protecciones del tratado eran bastante poderosas para quienes se abstenían por completo de utilizar la magia y las malas artes.
La carreta se puso a dar botes al pasar por un tramo especialmente accidentado. Seth se agarró al lateral para no caerse. Miró por encima de su hombro y sonrió.
—¡Allá vamos!
Kendra lamentó no sentirse tan tranquila como él respecto de todo aquel lío. Empezaba a notar náuseas en la boca del estómago, una sensación que le recordó la primera vez que tuvo que cantar un solo en una obra de teatro del colegio. Fue en cuarto. Siempre le había salido bien en los ensayos, pero cuando escudriñó por una rendija del telón y vio al público congregado, una sensación de intranquilidad empezó a bullirle en el estómago, hasta que llegó un momento en que tuvo la certeza de que iba a vomitar. Cuando oyó la frase que le daba el pie, salió al iluminado escenario, guiñando los ojos para tratar de ver a la multitud sumida en la penumbra, incapaz de encontrar a sus padres en medio de tanta gente. Sonaba la introducción de su canción, llegó el momento y, nada más empezar a cantar, el miedo se disipó y las náuseas desaparecieron.
¿Sería hoy igual? ¿Sería peor la anticipación que el acontecimiento mismo? Por lo menos, cuando llegasen, la realidad sustituiría a la incertidumbre y, al final, podrían hacer algo, actuar. Ahora lo único que podía hacer era preocuparse.
¿Estaba muy lejos la dichosa iglesia? La abuela había dicho que Hugo no tardaría más de quince minutos en llevarlos hasta allí, pues la carretera por la que irían era una pista bastante decente. Kendra estaba atenta a la aparición de algún unicornio, pero no vio ninguna criatura fantástica. Todas permanecían escondidas.
El sol se hundió detrás del horizonte. La abuela señaló algo. Un poco más adelante, en mitad de un claro, había una iglesia de aspecto antiguo. Se trataba de una estructura cúbica, dotada de una hilera de ventanales con los restos dentados de vidrios rotos, así como de una linterna que probablemente había albergado una campana. El tejado estaba hundido. Las paredes, de madera, se veían grises y astilladas. No había forma de adivinar de qué color habían estado pintadas en su día. Un corto tramo de escaleras combadas conducía al hueco de unas puertas dobles que antiguamente daban acceso al interior. Parecía la madriguera perfecta para los murciélagos y los zombis.
Hugo aminoró la marcha, hasta detenerse finalmente delante de la sombría entrada. La iglesia estaba totalmente en silencio. No había ni rastro de que hubiera pasado alguien por allí en los últimos cien años.
—Hubiera preferido que fuese de día pero por lo menos aún tenemos algo de luz —dijo la abuela al tiempo que colocaba la flecha de cabeza plateada, con ayuda de un utensilio especial, en la cuerda de la ballesta enana y tiraba de ella para ponerla en posición—. Acabemos con esto lo antes posible. Al mal le agrada la oscuridad.
—¿Por qué será? —preguntó Seth.
La abuela meditó sobre su pregunta unos segundos, antes de responder.
—Porque al mal le gusta esconderse.
A Kendra no le hicieron gracia los escalofríos que sintió cuando oyó a la abuela decir aquello.
—¿Por qué no hablamos de cosas más alegres? —propuso mientras se apeaban de la carreta.
—Porque estamos en plena caza de brujas y monstruos —replicó Seth.
—Kendra tiene razón —intervino la abuela—. No nos hace ningún bien enredarnos en pensamientos sombríos. Pero lo que sí queremos es reanudar el camino y largarnos de aquí antes de que el crepúsculo toque a su fin.
—Pues yo insisto en que deberíamos haber traído un par de escopetas —dijo Seth.
—¡Hugo! —ordenó la abuela—. Abre la marcha silenciosamente y llévanos hasta el sótano. Protégenos de todo mal, pero no mates.
Sólo de ver a aquel gigante hecho de barro y piedras, Kendra se sintió más segura. Con Hugo como paladín del grupo, no podía imaginar que algo pudiera darles demasiados problemas.
Los escalones crujieron bajo el peso del golem cuando subió por ellos. Andando con mucho sigilo, se metió por la enorme entrada. Los demás le siguieron, manteniéndose siempre cerca de su enorme guardaespaldas. La abuela cubrió la ballesta con un pañuelo rojo, al parecer para disimularla.
«Por favor, que Muriel no esté aquí —rezó Kendra para sus adentros—. Por favor, que encontremos al abuelo y a Lena ¡y ninguna otra cosa más!».
El interior del templo era aún más siniestro que el exterior. Los bancos, en estado ruinoso, habían sido aplastados por algo y les habían dado la vuelta; el púlpito de la parte delantera había sido derribado, y las paredes aparecían pintarrajeadas con unos garabatos color granate. Las telarañas pendían de las vigas del techo como si fueran pancartas etéreas. La luz ambarina del ocaso encontraba la manera de penetrar por las ventanas y por unos cuantos agujeros irregulares de la cubierta. Pero no bastaba para disipar la oscuridad. No había ningún elemento que indicase que aquel lugar había sido antaño un recinto para el culto. Era, simplemente, una sala enorme, destartalada y vacía.
Los tablones del suelo crujieron a medida que Hugo pasaba por ellos de puntillas en dirección a una puerta del fondo de la capilla. Kendra se sorprendió a sí misma preocupándose de que el suelo pudiera ceder bajo su peso y temiendo que Hugo descubriese un abrupto atajo al sótano. Debía de pesar más de cuatro toneladas.
Hugo empujó suavemente la corroída puerta. Dado que el vano era del tamaño normal, tuvo que agacharse y retorcerse para poder pasar por él.
—Todo irá bien —dijo la abuela, que puso a Kendra una mano en el hombro para infundirle ánimos—. Manteneos detrás de mí.
Desde allí bajaba una escalera de caracol que terminaba en un umbral sin puerta. La luz entraba a raudales por el hueco de la escalera. Al escudriñar más allá de Hugo mientras el golem se contorsionaba para atravesar el vano de la puerta, Kendra advirtió que no estaban solos. Al seguir a la abuela Sorenson al interior del espacioso sótano, empezaron a quedar claras algunas cosas.
La estancia estaba alegremente iluminada por no menos de dos docenas de brillantes faroles. Contaba con un techo alto y alguna que otra pieza de mobiliario. El abuelo Sorenson y Lena estaban con las piernas y los brazos extendidos, y sujetos por grilletes a la pared.
De pie delante del abuelo y de Lena había una curiosa figura. Hecha totalmente de madera lisa y oscura, tenía el aspecto de una primitiva marioneta, no mucho más pequeña que el abuelo. Pero en lugar de unas verdaderas articulaciones, las diferentes partes de madera estaban unidas mediante ganchos de oro, prendidos en muñecas, codos, hombros, cuello, tobillos, rodillas, caderas, cintura y nudillos. La cabeza hizo pensar a Kendra en una máscara de hockey hecha de madera, aunque la imagen no era del todo acertada, pues esta era más basta y sencilla. El curioso maniquí danzaba a saltitos, balanceando los brazos, daba golpecitos con los pies y los desplazaba a un lado y otro, con la vista clavada en el fondo del sótano.
—¿Es ese su títere de madera? —preguntó Seth en voz baja.
¡Pues claro que sí! ¡Era el espectral títere danzarín de Muriel, sólo que mucho más grande y ya sin la varilla en la espalda para moverlo!
Al fondo del sótano había una hornacina de grandes dimensiones. Daba la impresión de que alguien hubiese arrancado varios tablones para acceder al nicho. Una red de cuerdas llenas de nudos cubría la hornacina, lo cual impedía ver el interior del lúgubre hueco. Al otro lado de las cuerdas se alzaba una oscura silueta. Junto al hueco había una hermosa y alta mujer, de lustrosa melena larga y rubia como la miel, que soplaba uno de los múltiples nudos de las cuerdas. Llevaba un espectacular vestido largo color azul claro que resaltaba su seductora figura.
La impactante mujer estaba rodeada de lo que parecían ser versiones en tamaño humano de los diablillos que Kendra había visto en la choza de Muriel. Todos ellos estaban vueltos hacia la hornacina y miraban el suelo. Su estatura variaba entre el metro setenta y el metro ochenta. Unos eran gordos, otros delgados y unos pocos, musculosos. Unos tenían la espalda chepuda, o con jorobas, o tenían cuernos o cornamentas, o lucían quistes protuberantes, o colas. A un par de ellos les faltaba alguna extremidad o una oreja. Todos tenían cicatrices. Todos tenían la piel ajada y correosa, y muñones en lugar de alas. A los pies de aquellos diablos de talla humana había infinidad de diablillos del diminuto tamaño de las hadas.
El aire se llenó de destellos. Un par de alas negras hechas de humo y sombra se desplegaron desde el interior de la hornacina. Kendra experimentó la misma sensación de vértigo que se había apoderado de ella cuando transformaron a la abuela de su estado gallináceo al de persona. Parecía como si la hornacina se alejase poco a poco, como si la estuviera observando desde el lado equivocado de un telescopio. Una momentánea explosión de oscuridad eclipsó la homogénea luminosidad procedente de los faroles, y de repente, justo en medio del área hacia la que todos los diablillos tenían concentrada toda su atención, emergió un nuevo diablillo del tamaño humano.
Kendra se tapó la boca con las dos manos. La bella mujer no podía ser otra que Muriel. Bahumat estaba aprisionado por aquella red de cuerdas llenas de nudos, semejantes a la cuerda que la había mantenido cautiva a ella, y la bruja formulaba deseos para aumentar el tamaño de sus diablillos, ¡al tiempo que iba liberando poco a poco al demonio!
—Hugo —dijo la abuela en voz baja—. Incapacita a los diablillos y captura a Muriel, a paso ligero.
Hugo se lanzó a la carga.
Uno de los diablillos se dio la vuelta y emitió un desagradable aullido, y otros del grupo se volvieron rápidamente para quedar frente a los intrusos, mostrando unos rostros crueles y demoníacos. La rubia espectacular se volvió también y abrió unos ojos como platos ante la sorpresa.
—¡Atrapadlos! —les gritó.
Había más de veinte diablillos de los grandes, y diez veces más de los pequeños. Encabezados por el más grande y musculoso del conjunto, se lanzaron por Hugo formando un variopinto conglomerado de enjutos fanáticos.
Hugo hizo frente a la arremetida en el centro de la sala. Con fluida precisión, agarró al cabecilla por la cintura con una mano y le sujetó a continuación por ambos pies con la otra, y entonces empezó a girar sobre sí mismo ágilmente a un lado y a otro. Luego, lanzó al aullante cabecilla a un lado, mientras los demás se abalanzaban sobre él.
Atizando con los puños como si fuesen arietes de batalla, Hugo hacía saltar por los aires a los diablillos, que salían disparados dando incontroladas volteretas laterales. Se le echaban encima como un enjambre y daban ágiles brincos para aterrizar encima de sus hombros y lanzarle zarpazos a la cabeza. Pero Hugo simplemente seguía girando sobre su propio eje y esquivándolos y levantándolos en vilo, interpretando un violento ballet gracias al cual todos los diablillos que saltaban sobre él acababan saliendo disparados en todas direcciones.
Algunos de ellos se escabulleron astutamente sin que Hugo pudiera detenerlos, para lanzarse a todo correr en dirección a la abuela, Kendra y Seth. Hugo dio media vuelta y fue por ellos.
Agarró un par de diablillos por las rodillas y los usó como porras, blandiéndolos por el aire para ahuyentar a los demás.
La capacidad de recuperación de los diablillos era impresionante. Hugo estampaba uno contra la pared, y la tenaz criatura lograba ponerse en pie nuevamente para volver a la carga. Hasta el fornido cabecilla seguía participando en la refriega, sosteniéndose mal que bien sobre sus destrozadas piernas.
Kendra dirigió la mirada hacia más allá del tumulto, y vio que Muriel soplaba sobre un nudo.
—Abuela, está tramando algo.
—Hugo —gritó la abuela—. Déjanos a los diablillos a nosotros y ve a capturar a Muriel.
Hugo arrojó al diablillo que tenía en ese momento en las manos. La criatura, aullando de dolor, barrió todo el techo hasta chocar contra la pared, con lo que produjo un crujido repugnante. Acto seguido, el golem se lanzó por Muriel.
—¡Mendigo, protégeme! —chilló Muriel.
El hombre de madera, que seguía danzando junto al abuelo y Lena, echó a correr para entorpecer el avance de Hugo.
Libres de la indomable escabechina del golem, los diablillos heridos se arremolinaron en torno a la abuela, que se colocó delante de Kendra y de Seth. Entonces, cogió una bolsita con una mano y dibujó con el brazo un semicírculo para esparcir el polvo, que formó una rutilante nube. Cuando los diablillos tocaron la nube, saltaron chispas que los hicieron retroceder a toda velocidad. Unos pocos se lanzaron hacia la nube para intentar abrirse paso por la fuerza, pero el chisporroteo eléctrico se intensificó y acabaron rodando por el suelo. La abuela esparció un poco más de polvo en el aire.
En la hornacina empezaban a desplegarse unas enormes alas negras. El aire onduló. Kendra tuvo la sensación de estar viendo el sótano desde muy lejos, a través de un angosto túnel.
Hugo casi había llegado hasta Muriel. La crecida marioneta de madera se tiró en picado para abrazarse a los pies del golem, usando tanto los brazos como las piernas para inmovilizarle por los tobillos. El golem tropezó y cayó al suelo. Pero empezó a dar patadas hasta zafarse de Mendigo, y la marioneta de madera salió patinando por el suelo. A continuación, el golem se puso en pie y fue por Muriel. Extendió los brazos y, cuando tenía las manos a escasos centímetros de ella, un trueno hizo temblar el sótano, acompañado de un breve lapso en que todo quedó en tinieblas. El gigantesco golem se desmoronó, convertido en un montículo de escombros.
Muriel relinchó victoriosa, con los ojos fuera de las órbitas, presa del delirio al ver que se había librado por los pelos de las garras de Hugo. A lo lejos, en un lado de la sala, Mendigo se incorporó hasta quedar sentado. La marioneta había perdido un brazo, arrancado a la altura del hombro. Lo recogió del suelo y se lo volvió a colocar.
La mirada de Muriel se intensificó, sabiendo que la victoria era segura.
—Traédmelos a todos —ordenó.
Un pañuelo rojo revoloteó y descendió hacia el suelo. La abuela Sorenson levantó la ballesta con una mano, mientras con la otra esparcía lo que le quedaba dentro de la bolsita. Una vez vacía del todo, la tiró a un lado y dio varios pasos hacia delante, hasta entrar en la titilante nube de polvo, con la ballesta bien sujeta con ambas manos.
La flecha salió disparada. Mendigo dio un brinco, tratando desesperadamente de interponerse entre el proyectil y la bruja. Pero Hugo había lanzado demasiado lejos a la marioneta. Muriel lanzó un alarido y cayó de espaldas contra la red de sogas anudadas, tapándose la parte delantera de un hombro con la mano contraria, que lucía una perfecta manicura. Rebotó hacia delante y quedó a cuatro patas, jadeando, sin dejar de agarrarse el hombro. Entre los delgados dedos asomaban las plumas negras de la flecha.
—¡Pagarás por este aguijonazo! —bramó.
—¡Corred! —gritó la abuela Sorenson a los niños.
Demasiado tarde. Con los ojos cerrados y moviendo los labios sin emitir sonido alguno, Muriel extendió al frente su mano manchada de sangre y una ráfaga de viento barrió la rutilante nube de polvo. Los maltrechos diablillos se abalanzaron sobre la abuela Sorenson y la apresaron sin miramientos.
Seth dio un salto hacia delante y esparció un puñado de polvo sobre la abuela y los diablillos. Estalló un relámpago y los diablillos salieron despedidos a los lados.
—¡Mendigo, tráeme al chico! —le ordenó Muriel.
El sirviente de madera se lanzó por Seth corriendo a cuatro patas a toda velocidad. Los diablillos se habían desplegado hacia fuera y varios de ellos se apiñaron junto a la puerta para impedir que nadie escapara. Seth arrojó un puñado de polvo al tiempo que Mendigo se tiraba por él. La nube eléctrica repelió a la marioneta. Al mismo tiempo, un diablillo se acercó corriendo desde detrás de Seth y, dando un rápido manotazo, le arrebató la bolsita.
El diablillo era alto. Hizo girar a Seth sobre su eje, le sujetó por la parte superior de los brazos y le levantó del suelo hasta que quedaron los dos mirándose a los ojos. El diablillo siseó; de su boca abierta salió una lengua negra que vibró de forma grotesca.
—Eh —dijo Seth, al caer en la cuenta de quién se trataba—. ¡Eres el hada que cacé!
El diablillo se echó al chico al hombro y corrió con él hacia donde estaba Muriel. Otro diablillo cogió a la abuela para llevársela también a la bruja.
Kendra permanecía inmóvil, paralizada de espanto. Los diablillos la rodearon. Era imposible escapar. Hugo había quedado reducido a un montón de escombros. La abuela había errado el tiro con la ballesta: había herido a Muriel, no la había matado. Seth había hecho todo lo que había podido, pero al final él y la abuela habían sido capturados. Se habían agotado las defensas. Ya no había más trucos. Nada se interponía entre Kendra y los horrores que Muriel y sus diablillos deseasen infligirle.
Sólo que los diablillos no se lanzaban a por ella. Permanecían a su alrededor, pero parecía que no podían alargar los brazos para asirla. Levantaban los brazos hasta media altura y ahí se quedaban, como si las extremidades se negasen a obedecer.
—Mendigo, tráeme a la chica —le ordenó Muriel.
Mendigo se abrió paso entre el apretado grupo de diablillos. Estiró el brazo para coger a la niña, pero entonces se detuvo. Sus dedos de madera sufrían espasmos y los ganchos le tintineaban suavemente.
—A ti no pueden tocarte, Kendra —dijo el abuelo desde donde se hallaba, colgado de la pared mediante los grilletes—. Tú no has causado daños, ni has utilizado instrumentos mágicos ni has provocado perjuicios a nadie. ¡Corre, Kendra, a ti no pueden detenerte!
Kendra apartó a dos diablillos para poder pasar y se dirigió a la puerta. Entonces, se detuvo en seco.
—¿No puedo ayudaros?
—Las leyes que constriñen a sus adláteres no obligan a Muriel —gritó el abuelo—. Corre sin parar hasta casa, directamente por la carretera por la que vinisteis. ¡No causes daños por el camino! ¡No te salgas de la senda! ¡Y luego sal de la finca! ¡Apuntala la verja con mi furgoneta! ¡Fablehaven caerá! ¡Uno de nosotros debe sobrevivir!
Muriel se había lanzado ya en su persecución, agarrándose el hombro herido. Kendra subió las escaleras a toda prisa y cruzó la capilla como una exhalación en dirección a la puerta de entrada.
—¡Niña, aguarda! —la llamó la bruja.
Kendra se detuvo un instante en el umbral de la iglesia y miró atrás. Muriel se había apoyado en el vano que daba acceso al sótano. Estaba pálida. Tenía la manga del vestido empapada de sangre.
—¿Qué quieres? —dijo Kendra, tratando de sonar valiente.
—¿Por qué sales corriendo con tanta prisa? Quédate, podemos solucionarlo hablando.
—No tienes buen aspecto.
—¿Esta bobada? Lo arreglaré simplemente soplando un nudo.
—Entonces, ¿por qué no lo has hecho ya?
—Quería hablar contigo antes de que huyeras —respondió la bruja en tono dulce y tranquilizador.
—¿De qué quieres que hablemos? ¡Suelta a mi familia! —le exigió Kendra.
—Puede que lo haga, a su debido tiempo. Niña, no te conviene correr por este bosque a estas horas de la noche. ¿Quién sabe qué horrores te esperan ahí fuera?
—No mayores que los que hay aquí dentro. ¿Por qué tratas de liberar a ese demonio?
—No podrías entenderlo nunca —dijo Muriel.
—¿Tú crees que será amigo tuyo? Vas a terminar encadenada a la pared junto con los demás.
—No me sueltes discursos sobre asuntos que quedan totalmente fuera de tu comprensión —le espetó Muriel—. He firmado una alianza que me otorgará un poder inconmensurable. Después de aguardar mi momento durante interminables años, siento que tengo al alcance de la mano mi hora de triunfo. El lucero de la noche está saliendo.
—¿El lucero de la noche? —repitió Kendra.
Muriel se sonrió.
—Mis ambiciones van más allá de secuestrar una sola reserva. Formo parte de un movimiento que acaricia objetivos mucho más amplios.
—La Sociedad del Lucero de la Noche.
—Jamás imaginarías los designios que hay ya en marcha. He pasado años cautiva, sí, pero no me han faltado los medios para comunicarme con el mundo exterior.
—Los diablillos.
—Y otros colaboradores. Desde que lo capturaron, Bahumat ha estado organizando lo que, por fin, tendrá lugar hoy. El tiempo se ha comportado como nuestro aliado. Observando y esperando, hemos perfeccionado en secreto infinidad de situaciones que han ido poco a poco garantizándonos la liberación. No hay prisión que dure eternamente. A veces nuestros esfuerzos han dado escasos frutos. En ocasiones mejores, hemos derribado dominós enteros de un solo empujoncito. Cuando Éfira se las ingenió para convenceros de que abrieseis la ventana la noche del solsticio de verano, teníamos la esperanza de que los acontecimientos se desarrollasen como han venido desarrollándose hasta ahora.
—¿Éfira?
—La mujer a cuyos ojos miraste.
Kendra se estremeció. No le hacía ninguna gracia rememorar a la traslúcida mujer de los vaporosos ropajes negros. Muriel asintió.
—Ella y otros están a punto de heredar esta reserva, un paso fundamental en el camino hacia nuestros fines últimos. Después de décadas de persistencia, nada puede detenerme.
—Entonces, ¿por qué no dejas libre a mi familia y listo? —le suplicó Kendra.
—Intentarían interferir. No es que a estas alturas pudieran hacer algo ya. Tuvieron su oportunidad y fracasaron. Pero no pienso correr ningún riesgo. Vamos, enfréntate al final junto a tus seres queridos, en vez de quedarte a solas en mitad de la noche.
Kendra negó con la cabeza.
Muriel extendió el brazo herido. Los dedos, rojos de su propia sangre, estaban retorcidos de manera antinatural. Entonces dijo algo en un idioma incomprensible que hizo pensar a Kendra en susurros de hombres enojados. Kendra salió corriendo de la iglesia, bajó los escalones y se dirigió a la carreta. Se detuvo para mirar atrás. Muriel no apareció en el umbral de la entrada. Fuera cual fuera el conjuro que la bruja había intentado echarle, al parecer no había surtido efecto.
Kendra corrió por la carretera. El atardecer desprendía aún algo de luminosidad. Llevaban solamente unos minutos dentro de la iglesia. Las lágrimas le impedían ver, pero no por ello dejó de correr, sin estar muy segura de si alguien la perseguía o no.
¡Había perdido a toda su familia! ¡Todo había sucedido tan deprisa! En un momento, la abuela estaba dándoles ánimos y tranquilizándolos, y en el siguiente Hugo había sido destruido y habían capturado a Seth y a la abuela. Kendra debería haber sido capturada también, pero como había sido tan extremadamente cautelosa desde su llegada a Fablehaven, al parecer seguía protegida por el poder íntegro del tratado. Los diablillos no habían podido tocarle ni un pelo, y Muriel había salido tan malherida de la reyerta que no pudo perseguirla debidamente.
Kendra miró hacia atrás, a solas en medio de la carretera vacía. La bruja debía tener curada la herida ya, pero probablemente no iría a por ella hasta haber librado a Bahumat, teniendo en cuenta que Kendra le había sacado tanta delantera.
Pero, en fin, Muriel podría recurrir a la magia para acortar la distancia con ella. Sin embargo, Kendra sospechaba que la urgencia por liberar al demonio impediría a la bruja salir en su busca de momento.
¿Debía dar la vuelta y regresar a la iglesia? ¿Intentar rescatar a su familia? ¿Cómo? ¿Tirando rocas? Si se decidía a volver allí, Kendra no podía imaginar otro resultado que verse también ella capturada con toda certeza.
Pero ¡algo tenía que hacer! Cuando el demonio fuese liberado, destruiría el tratado y ¡Seth moriría, juntamente con el abuelo, la abuela y Lena!
La única posibilidad que se le ocurría era volver a la casa y tratar de encontrar un arma en el desván. ¿Sería capaz de recordar la combinación que abría la puerta acorazada? Hacía sólo una hora que había visto a la abuela abrirla, y la había oído decir los números en voz alta. No era capaz de recordarlos pero tenía la sensación de que quizá pudiera una vez allí.
Kendra sabía que se había quedado sin esperanzas. La casa quedaba a kilómetros de allí. ¿A cuántos? ¿A trece? ¿Dieciséis? ¿Veinte? Tendría suerte si lograba llegar antes de que Bahumat quedase libre, y más aún estando ella sola.
Por lo menos, buscar un arma en la casa representaba un objetivo. Por muy en contra que lo tuviera todo, aquello le proporcionó una dirección en la que encaminar sus pasos y un motivo para ir a la casa. ¿Quién sabe de qué arma podría tratarse, o cómo la utilizaría, o si podría siquiera acceder al desván? Pero al menos era un plan. Al menos podía decirse a sí misma que tenía un motivo valeroso por el cual debía huir.