15

El otro lado del desván

La abuela no quiso decir ni una palabra mientras recorrían la quebrada. Lucía un semblante adusto y pensativo, y acallaba con un «chis» todo intento de entablar conversación. Kendra esperó a estar otra vez en el sendero de al lado del puente cubierto para intentar preguntarle de nuevo.

—Abuela… —empezó a decir.

—Aquí no —la reprendió ella—. No debemos hablar del tema estando a la intemperie. —Les hizo gestos para que se acercaran a ella y prosiguió, en voz baja—: Espero que con esto sea suficiente: debemos ir a rescatar a vuestro abuelo hoy. Mañana podría ser demasiado tarde. Regresaremos a casa inmediatamente, nos equiparemos e iremos al lugar en el que se encuentra retenido. Os revelaré su paradero exacto en cuanto nos hallemos bajo techo. Puede que Muriel no sepa aún dónde está, y aunque lo sepa, no quiero que se entere de que nosotros lo sabemos.

La abuela dejó de susurrar y los apremió a continuar la marcha.

—Siento haber sido tan antipática cuando nos despedimos de Ñero —dijo después de andar un trecho en silencio durante unos minutos—. Tenía que trazar un plan. Chicos, realmente hicisteis un trabajo extraordinario allá arriba. Nadie debería tener que pasarse una tarde entera frotándole los pies a un trol. Seth fue un héroe al subir por los troncos y Kendra intervino muy oportunamente durante las negociaciones con aquel farol. Los dos habéis sobrepasado mis expectativas.

—No tenía ni idea de que fueras masajista —comentó Kendra.

—Me enseñó Lena. Ella ha recibido cursos profesionales en todos los rincones del mundo. Si alguna vez tenéis la oportunidad de recibir un masaje de sus manos, no lo rechacéis. —La abuela se prendió unos mechones sueltos detrás de la oreja. Durante unos segundos volvió a mostrarse absorta en sus pensamientos, apretando los labios y mirando al infinito mientras andaba—. Hay un par de cosas que quisiera preguntaros, cosas de las que sí podemos hablar en el exterior. ¿Habéis conocido a un señor que se llama Warren?

—¿Warren? —repitió Seth.

—¿Un hombre apuesto y callado? ¿Con el pelo y la tez blancos? El hermano de Dale.

—No —respondió Kendra.

—Es posible que lo llevaran a la casa la noche del solsticio de verano —tanteó la abuela.

—Estuvimos con el abuelo, con Dale y con Lena hasta después del anochecer, pero en ningún momento vimos a nadie más —dijo Seth.

—Yo ni siquiera he oído hablar de él —añadió Kendra.

—Yo tampoco —coincidió Seth.

La abuela asintió.

—Debió de quedarse en la cabaña. ¿A Hugo sí le habéis conocido?

—¡Sí! —exclamó Seth—. Es alucinante. Me pregunto dónde se habrá metido…

La abuela dedicó una mirada tranquilizadora a Seth.

—Estoy segura de que habrá estado ocupándose de sus quehaceres en el granero.

—No lo creo —dijo Kendra—. Ayer tuvimos que ordeñar la vaca.

—¿Vosotros habéis ordeñado a Viola? —preguntó la abuela, sinceramente asombrada—. ¿Cómo?

Kendra le describió cómo habían colocado las escaleras de mano y cómo se habían dejado caer abrazados a las mamas. Seth añadió detalles sobre lo empapados en leche que habían quedado.

—¡Qué niños tan ingeniosos! —comentó la abuela—. ¿Stan nunca os había dicho nada sobre la vaca?

—La encontramos porque mugía fortísimo —le explicó Seth—. Hacía temblar el granero entero.

—La ubre parecía a punto de explotar —añadió Kendra.

—Viola es nuestra vaca lechera —los informó la abuela—. Todas las reservas cuentan con un ejemplar, aunque no todos pertenecen a la especie bovina. Es más vieja que esta reserva, que se fundó en 1711. La trajeron en aquel entonces en barco desde Europa. Es hija de una vaca lechera de una reserva que hay en la cordillera de los Pirineos; cuando hizo la travesía marina, tenía unos cien años de edad y era ya más grande que un elefante. Lleva desde entonces aquí, creciendo cada año que pasa.

—Da la sensación de que pronto dejará pequeño el granero —observó Seth.

—Su crecimiento ha ido ralentizándose con los años pero, sí, puede que un día sea demasiado gigantesca para su recinto actual.

—Ella da la leche que beben las hadas —dijo Kendra.

—No sólo las hadas beben de ella. Todas las criaturas del reino de las hadas alimentan y veneran su raza. A diario dedican encantamientos a su comida y hacen ofrendas secretas para honrarla y fortalecerla. A cambio, su leche actúa como una ambrosía, esencial para su supervivencia. No es de extrañar que las vacas sigan siendo consideradas animales sagrados en determinados lugares del mundo.

—Debe de producir toneladas de bosta —dijo Seth.

—Otra bendición. Su estiércol es el mejor abono del mundo, pues hace que las plantas maduren mucho más rápidamente de lo normal y alcancen a veces proporciones increíbles. Gracias al poder de su bosta, podemos recoger varias cosechas de un solo campo de cultivo en una temporada, y en esta finca florecen numerosas plantas tropicales que, de no ser por ella, perecerían. Por un casual, ¿no se os ocurriría sacar leche para las hadas?

—No —dijo Seth—. La echamos toda por el sumidero. Estábamos más bien centrados en que la vaca se calmase.

—No pasa nada. La falta de leche puede volver algo malhumoradas a las hadas, pero lo superarán. Mañana como muy tarde nos ocuparemos de que beban un poco.

—Así pues, normalmente es Hugo quien ordeña a Viola —coligió Kendra.

—Correcto. Es una norma que ha de cumplir siempre, de manera que tiene que haber una razón que explique por qué no lo ha hecho en los últimos días. ¿No le habéis visto desde la noche del solsticio de verano?

—No.

—Probablemente le asignaron la vigilancia de Warren y la cabaña hasta que volvieran a llamarle. Debería venir si le llamamos.

—¿Podría haberle pasado algo? —preguntó Seth.

—Puede que un golem os parezca poco más que materia animada a la que se ha concedido una inteligencia rudimentaria. Sin embargo, casi todas las criaturas de esta reserva tienen miedo de Hugo. Pocas podrían hacerle daño si lo intentasen. Él será nuestro principal aliado en el rescate de vuestro abuelo.

—¿Y Warren? —preguntó Kendra—. ¿Él también ayudará?

La abuela arrugó el entrecejo.

—No le habéis conocido porque está mal de la cabeza. Dale se ha quedado en esta reserva sobre todo para cuidar de él. Warren vive perdido en un alelamiento catatónico. Fablehaven está lleno de historias. La de Warren es otra fábula trágica más, la típica de un mortal que se aventuró allí donde no debía entrar. Warren no nos servirá de ninguna ayuda.

—¿Nadie más? —preguntó Seth—. ¿Por ejemplo, los sátiros?

—¿Los sátiros? —exclamó la abuela—. ¿Cuándo habéis conocido sátiros? Me parece que voy a tener unas palabritas con vuestro abuelo cuando le encontremos.

—Los conocimos por accidente en el bosque —la tranquilizó Kendra—. Estábamos cogiendo un guiso de lo que nos pareció ser un pozo, y ellos nos avisaron de que en realidad estábamos robándoselo a una ogresa.

—Esos sinvergüenzas estaban protegiendo más su turbia operación que a vosotros —se mofó la abuela—. Llevan años birlándole el guiso. A los muy canallas no les hacía gracia tener que rehacer su estrategia de robo; probablemente les sonaba demasiado parecido a tener que trabajar. Los sátiros viven para la frivolidad. Son el no va más en cuanto a amigos interesados se refiere. Vuestro abuelo y yo sentimos un respeto mutuo respecto de un puñado de seres que habitan en esta reserva, pero no hay aquí mucha más lealtad que la que cualquiera hallaría en plena naturaleza. El rebaño se limita a mirar mientras los enfermos o los heridos son despedazados por los depredadores. Si alguien va a rescatar a vuestro abuelo en tan corto plazo de tiempo, será gracias a nosotros solos, sin nadie más que Hugo para ayudarnos.

• • •

Era última hora de la tarde cuando llegaron al jardín. La abuela se detuvo y se puso las manos en las caderas mientras contemplaba el panorama. La casita del árbol destrozada. Los muebles maltrechos, tirados por el jardín. Las ventanas, arrancadas de cuajo, sin cristales.

—Me da miedo entrar —murmuró.

—¿No te acuerdas de lo mal que quedó la casa? —le preguntó Kendra.

—Era una gallina, ¿recuerdas? —dijo Seth—. Ella ponía los huevos que comíamos…

La frente de la abuela se llenó de arrugas.

—Que violen tu hogar es lo más parecido a una traición terrible —murmuró—. Sé que en el bosque merodean siniestros seres malvados, pero jamás habían cruzado ese límite.

Kendra y Seth siguieron a la abuela por el jardín y subieron tras ella la escalera del porche. La abuela se dobló por la cintura, y recogió del suelo un triángulo de cobre y lo colgó de un gancho que pendía de un clavo. Kendra se acordó de haber visto aquel triángulo moviéndose y sonando entre el resto de los móviles musicales. El triángulo tenía una varilla de cobre, sujeta a él mediante una cadena de cuentas. La abuela la hizo chocar con fuerza por todo el perímetro interno del triángulo.

—Esto debería atraer a Hugo —les explicó la abuela, que cruzó el porche y se detuvo un instante en el umbral de la puerta para contemplar el interior de su casa—. Es como si nos hubiesen bombardeado —murmuró—. ¡Qué vandalismo sin sentido!

Desmoralizada y aturdida, fue paseándose por la destrozada vivienda. De vez en cuando, recogía del suelo un marco dañado y examinaba la rasgada fotografía que contenía, o bien pasaba la mano por lo que quedaba de una preciada pieza del mobiliario. Luego, subió las escaleras y se dirigió a su dormitorio. Kendra y Seth la vieron buscar algo en el armario; finalmente sacó de él una tartera metálica.

—Por lo menos esto está intacto —dijo la abuela.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Seth.

Kendra le dio un golpe en el hombro con el dorso de la mano.

—¿Qué es eso, abuela?

—Seguidme.

Abajo, en la cocina, la abuela abrió la tartera. De ella extrajo un puñado de fotos.

—Ayudadme a esparcirlas.

Las fotos eran imágenes de la casa. En ellas aparecía cada habitación vista desde diferentes ángulos. También estaba retratado el exterior, desde múltiples perspectivas. En total habría más de un centenar de fotografías. La abuela y los chicos empezaron a repartirlas por el suelo de la cocina.

—Hicimos estas fotos por si alguna vez ocurría lo inimaginable —dijo la abuela.

De repente, Kendra comprendió lo que estaban haciendo.

—¿Para los duendes?

—Muy lista —la felicitó la abuela—. No estoy segura de si estarán a la altura del reto, teniendo en cuenta la envergadura de los daños. Pero ya antes han obrado milagros. Lamento que nos haya acaecido semejante calamidad estando vosotros de vacaciones aquí.

—No deberías sentirte mal —la tranquilizó Seth—. Todo ha pasado por mi culpa.

—No debes asumir toda la culpa —insistió la abuela.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Kendra—. Nosotros lo provocamos.

—Kendra no hizo nada —dijo Seth—. Ella trató de detenerme. Todo es culpa mía.

La abuela miró a Seth pensativamente.

—No era tu intención hacer daño al abuelo. Sí, con tu desobediencia le hiciste vulnerable. Por lo que entiendo, recibiste la orden de no mirar por la ventana. Si hubieses hecho caso, no te habrías sentido tentado a abrir la ventana y tu abuelo no habría sido secuestrado. Debes afrontar ese hecho y aprender de ello.

»Pero la responsabilidad total por el suplicio de Stan es un peso considerablemente mayor del que mereces que recaiga sobre ti. Tu abuelo y yo somos los encargados de esta finca. Somos los responsables de los actos que cometan aquellos que traigamos a este lugar, especialmente los niños. Stan os permitió venir para hacerles un favor a vuestros padres, pero también porque tenemos que empezar a compartir selectivamente este secreto con nuestros descendientes. No estaremos aquí eternamente. A nosotros nos desvelaron el secreto de este lugar, y llegó un día en que recayó sobre nuestros hombros la responsabilidad de este refugio encantado. Un día tendremos que traspasar dicha responsabilidad a otras personas.

Cogió a Seth y a Kendra de la mano y los miró fijamente con ojos cargados de afecto.

—Sé que los errores que cometisteis no fueron ni deliberados ni maliciosos. Vuestro abuelo y yo hemos cometido también infinidad de errores. Lo mismo que todas las personas que han vivido aquí, por muy sabias o cautelosas que fueran. Vuestro abuelo debe cargar con parte de la culpa, por haber puesto a unos niños en una situación en la que abrir una ventana con buenas intenciones podía causar tanto daño y tanta destrucción.

Y, evidentemente, los fanáticos que le secuestraron son, en última instancia, los más culpables.

Kendra y Seth se habían quedado mudos. Seth arrugó la cara en un puchero y, luchando a duras penas por contener las lágrimas, se lamentó:

—De no haber sido por mí, ahora el abuelo estaría bien.

—Y yo seguiría siendo una gallina metida dentro de una jaula —apostilló la abuela—. Preocupémonos por arreglar el desaguisado en lugar de buscar culpables. No desesperéis. Sé que podemos arreglar las cosas. Llevadme donde está Dale.

Seth asintió en silencio, sorbiendo por la nariz y frotándosela con el antebrazo. El chico encabezó la marcha por el porche trasero y luego por el jardín, en dirección a su destino.

—La verdad es que no hay muchas hadas —observó la abuela—. Nunca había visto el jardín tan desprovisto de vida.

—No ha habido muchas por aquí desde que atacaron a Seth —dijo Kendra—. Y desde que el abuelo desapareció, aún menos.

Cuando se hallaron junto a la estatua de metal policromado y de tamaño natural de Dale, la abuela sacudió la cabeza.

—Es la primera vez que veo este hechizo en concreto, pero sin duda se trata de Dale.

—¿Puedes ayudarle? —preguntó Kendra.

—Tal vez, si dispusiera de tiempo suficiente. En parte, deshacer un hechizo pasa por entender quién lo obró y cómo.

—Encontramos unas huellas —dijo Seth, y mostró a la abuela la huella del parterre.

Aunque se había difuminado un poco, seguía siendo perfectamente visible.

La abuela arrugó el ceño.

—No me suena de nada. Las noches festivas corren sueltas muchas criaturas que, de lo contrario, jamás vemos; por eso nos refugiamos dentro de la casa. Puede que esta huella ni siquiera constituya una pista relevante. Podría pertenecer al depredador o a la montura sobre la que este cabalgaba, o bien podría ser de una bestia que casualmente pasó por aquí en algún momento de la noche.

—Entonces, ¿ignoramos a Dale por el momento? —preguntó Kendra.

—No tenemos alternativa. Disponemos de poco tiempo. Sólo nos queda esperar que al rescatar a tu abuelo, podamos arrojar algo de luz sobre lo que motivó el mal que padece Dale ahora y hallar la manera de revertir la maldición. Venid.

Volvieron a la vivienda. Mientras subían por la escalera a la segunda planta, la abuela iba habiéndoles por encima del hombro.

—Dentro de la casa hay unos cuantos baluartes especiales. Uno de ellos se encuentra en la habitación en la que os habéis alojado. Otro es una segunda habitación que hay al otro lado del desván.

—¡Lo sabía! —exclamó Kendra—. Ya decía yo que desde fuera parecía que el desván tenía otra parte. Pero nunca logré encontrar un modo de acceder.

—Probablemente estabas buscando por el lugar equivocado —dijo la abuela, y los condujo por el pasillo en dirección a su dormitorio—. Los dos lados del desván no se comunican entre sí. En cuanto estemos allí arriba, os daré todos los detalles sobre mi plan.

La abuela se acuclilló y rebuscó algo entre los restos de una mesilla de noche destrozada. Encontró unas cuantas horquillas de pelo y las utilizó para prenderse el cabello en un moño de matrona. Luego buscó un poco más hasta que encontró una llave. Los condujo al aseo principal y allí usó la llave para abrir la cerradura de un armario empotrado.

Pero en vez de un armario, la puerta daba a una segunda puerta, esta hecha de acero y provista de un gran volante para introducir una combinación: una puerta de cámara acorazada. La abuela se puso a girar el volante.

—Cuatro giros a la derecha hasta el once, tres a la izquierda hasta el veintiocho, dos a la derecha hasta el tres, uno a la izquierda hasta el treinta y uno, y medio giro a la derecha hasta el dieciocho.

Bajó una palanca y la pesada puerta se abrió con un «clac».

Unas escaleras enmoquetadas subían hasta la siguiente puerta. La abuela subió la primera. Seth y Kendra se reunieron con ella en el desván.

Aquel lado del desván era aún más grande que el cuarto de juegos. La abuela accionó un interruptor y un buen número de luces disiparon las sombras. Todo un lado de la habitación estaba ocupado por un banco de trabajo alargado; la pared contra la que se apoyaba aparecía llena de herramientas colgadas de ganchos. Las otras paredes estaban tapadas con toda una colección de preciosos armarios de madera. Dispuestos sin orden ni concierto, había por toda la habitación una serie de objetos insólitos: una jaula de pájaros, un fonógrafo, un hacha de guerra, una balanza colgante, un maniquí y un globo terráqueo del tamaño de una pelota de playa.

También había baúles y cajas dispuestos en varias filas que dejaban libre el espacio justo para llegar a ellos. Unas pesadas cortinas ocultaban las ventanas.

La abuela les hizo una señal para que se acercasen al banco de trabajo y una vez allí se subieron a sendos taburetes altos.

—¿Qué hay en todas esas cajas? —preguntó Seth.

—Muchas cosas, casi todas peligrosas. Aquí es donde guardamos nuestras armas y talismanes más preciados. Libros de conjuros, ingredientes para pociones, todas las cosas importantes.

—¿Ahora ya puedes contarnos más detalles sobre lo del abuelo? —preguntó Kendra.

—Sí. Oísteis a Ñero decir que Stan y Lena se encuentran retenidos en la Capilla Olvidada. Dejadme que os cuente algo de historia, para haceros ver las ramificaciones.

»Hace mucho tiempo, esta tierra estuvo dominada por un poderoso demonio llamado Bahumat. Durante siglos, aterrorizó a los indios que moraban en la región. Ellos aprendieron a evitar ciertas zonas, pero incluso con estas precauciones, en realidad no había ningún lugar seguro. Los indios hacían todas las ofrendas que el demonio parecía exigir, pero seguían viviendo presas del miedo. Entonces, un grupo de europeos se brindó a derrocar al demonio a cambio de hacerse dueños de las tierras que tenía bajo su dominio, y los líderes de la comunidad, incrédulos, les dieron su consentimiento.

»Con la ayuda de poderosos aliados y de potentes sortilegios, los europeos sometieron con éxito al demonio y lo encerraron. Unos años después, fundaron Fablehaven en los terrenos que arrebataron a Bahumat.

»Pasaron los años. A principios del siglo XIX se había fundado, en los terrenos de esta reserva, una comunidad compuesta principalmente por miembros de una misma familia. Construyeron una serie de viviendas alrededor de la mansión original. Os hablo de antes de que se erigiesen la casa y el granero actuales. La antigua mansión sigue en pie, en el corazón de la finca, aunque el tiempo y los elementos han acabado con la mayor parte de las estructuras más débiles que la rodeaban. Pese a que sus hogares han desaparecido, existe todavía una construcción más duradera también levantada por ellos: una iglesia.

»En 1826, por culpa de la flaqueza y la estulticia de los hombres, Bahumat estuvo a punto de escapar. Podría haber sido una catástrofe espantosa, porque ninguna de las personas que quedaban en la reserva poseía ni los recursos ni los conocimientos necesarios para enfrentarse con éxito a una entidad dotada de tanto poder como aquella. Pese a todo, aunque al final pudo evitarse la fuga, la experiencia resultó tan desestabilizadora para la mayoría de los que vivían aquí que casi todos se marcharon.

»La prisión en la que el demonio estaba confinado había sufrido daños. Con ayuda del exterior, se trasladó a Bahumat a un nuevo recinto, en el sótano de la iglesia. Unos meses después dejaron de celebrarse reuniones en aquel lugar, y desde entonces ha dado en llamarse la Capilla Olvidada.

—Entonces, ¿Bahumat sigue allí? —preguntó Kendra.

—Créeme, si Bahumat se hubiera escapado, nos habríamos enterado. Dudo de que haya alguien en el mundo capaz de capturar de nuevo a ese desalmado si llegara a verse libre. Los de su especie llevan demasiado tiempo ausentes, ya porque estén cautivos, ya porque hayan sido aniquilados. Y los que sabían cómo derrotar a semejante enemigo han desaparecido, sin nadie que ocupe hoy su lugar, lo cual me recuerda mi preocupación principal: que Muriel pueda intentar liberar a Bahumat.

—¿Cometería tamaña estupidez? —exclamó Seth.

—Muriel tiene al mal por maestro. Fue encarcelada originalmente por andar metida en esas cosas. Si llega antes que nosotros a la Capilla Olvidada, cosa que probablemente haya ocurrido ya, teniendo en cuenta que sus diablillos la habrán informado sobre la situación, tendremos que neutralizarla con el fin de salvar a vuestro abuelo. Si le damos tiempo suficiente para poder liberar a Bahumat, tendrán que salvarnos a todos. Por eso debo intentar detenerla inmediatamente.

—No sólo tú —quiso corregirla Seth.

—Tendremos que ocuparnos de esto Hugo y yo. Vosotros ya habéis hecho suficiente, chicos.

—¿Cómo? —exclamó Seth—. ¡Ni hablar de eso!

—Sacar a vuestro abuelo no debería ser tan complicado. Pero si ocurre lo peor, y yo fracaso, Fablehaven podría sucumbir. Bahumat jamás estuvo conforme con el tratado que protege esta reserva. Como tampoco lo estaría ninguno de los suyos. Él considera que esta tierra es suya y tiene el poder suficiente para anular el tratado, lo cual sumiría a la reserva en un interminable período de tinieblas. Cada día sería como esas temibles noches festivas, y esta propiedad quedaría convertida en un lugar inhabitable para siempre jamás, excepto para los moradores de la sombra. Todo mortal que quedase atrapado aquí caería presa de unos horrores demasiado terribles de contemplar.

—¿De verdad podría ocurrir eso? —preguntó Kendra en voz baja.

—No sería la primera vez —respondió la abuela—. Desde que se instituyeron las reservas, ha caído más de una. Los motivos son infinitos, casi siempre derivados de la locura humana. Algunas han sido recuperadas. Otras cayeron sin remedio. Actualmente hay, por lo menos, treinta reservas caídas en todo el mundo. Tal vez lo más inquietante de todo sean los recientes rumores sobre la Sociedad del Lucero de la Noche.

—Maddox nos habló de ellos —dijo Seth.

—El abuelo recibió una carta en la que se le advertía de que estuviese alerta —añadió Kendra.

—Tradicionalmente, la caída de una reserva constituía un acontecimiento poco común. Una o dos cada siglo, tal vez. Hace unos diez años empezaron a circular rumores que decían que la Sociedad del Lucero de la Noche estaba haciendo de las suyas otra vez. Más o menos en la misma época empezaron a caer reservas a un ritmo alarmante. En los últimos cinco años han caído cuatro.

—¿Por qué querría alguien hacer algo así? —preguntó Kendra.

—Son muchos los que han tratado de dar respuesta a ese interrogante —respondió la abuela—. ¿Para obtener riquezas? ¿Poder? Nosotros, los que protegemos las reservas, somos esencialmente ecologistas. No queremos que las magníficas criaturas del mundo mágico se extingan. Y tratamos de no actuar en detrimento de las criaturas de la sombra, pues queremos que también ellas sobrevivan. Pero las segregamos cuando es necesario. Los integrantes de la Sociedad del Lucero de la Noche enmascaran sus verdaderas intenciones mediante la retórica, alegan que nosotros aprisionamos erróneamente a las criaturas de las tinieblas.

—¿Y es así? —preguntó Seth.

—Los demonios más violentos y malévolos son aprisionados, en efecto, pero se hace por la seguridad del mundo. En la Antigüedad, su anhelo de matanzas incesantes y de dominación ilegítima los llevó a entrar en conflicto con los hombres de buena voluntad y con las criaturas de la luz, y hoy están pagando un costoso precio por haber salido perdedores. Muchos otros entes siniestros fueron admitidos en las reservas con la condición de que accedieran a respetar determinadas limitaciones, unos acuerdos que asumieron voluntariamente. Una de las restricciones habituales consiste en la prohibición de salir de la reserva; por eso la sociedad considera que muchas de estas criaturas están encarceladas. Según ellos, los estatutos de las reservas crean unas normas artificiales que alteran el orden natural de las cosas. Aseguran que la mayor parte de la humanidad es prescindible. Su premisa es que son preferibles el caos y el derramamiento de sangre a unas regulaciones equitativas. Nosotros estamos en desacuerdo.

—¿Crees que los del Lucero de la Noche tienen algo que ver con el secuestro del abuelo? —preguntó Kendra.

La abuela se encogió de hombros.

—Es posible. Espero que no. En caso afirmativo, lo han llevado a cabo con suma sutileza. Existen potentes limitaciones para impedir que puedan entrar intrusos en una reserva. Y la nuestra es más secreta que la mayoría.

La abuela abrió un cajón y sacó un pergamino enrollado. Lo desenrolló: era un mapa del mundo. En varias zonas del mapa había unos grandes puntos y aspas, junto con los nombres de las principales ciudades.

—Las equis indican reservas caídas —les explicó la abuela—. Los puntos indican las reservas activas.

—Fablehaven no aparece señalada —se fijó Kendra.

—Buena vista —sentenció la abuela—. Hay treinta y siete reservas activas indicadas en el mapa. Y cinco no señaladas, de las cuales una es Fablehaven. Incluso entre los miembros más fiables de nuestra comunidad, muy pocas son las personas que saben de la existencia de las reservas no señaladas. Y nadie las conoce todas.

—¿Por qué? —preguntó Seth.

—Escondidos en esas cinco reservas hay unos artefactos especiales de grandísimo poder.

—¿Qué clase de artefactos? —preguntó Seth, entusiasmado.

—No puedo decirlo. Yo misma no conozco la mayor parte de los detalles. El artefacto que alberga Fablehaven no nos pertenece a nosotros. Se guarda en un lugar no desvelado de la propiedad. Los malhechores, sobre todo los miembros de la Sociedad del Lucero de la Noche, no desearían otra cosa que reunir todos los artefactos de las reservas secretas.

—Entonces, hay muchas razones por las que Fablehaven debe ser protegida —dedujo Kendra. La abuela asintió.

—Vuestro abuelo y yo estamos dispuestos a dar la vida por ella si fuera necesario.

—Tal vez ninguno de nosotros tres debería ir a buscar al abuelo —dijo Kendra—. ¿No podemos pedir ayuda?

—Hay varias personas que acudirían en nuestra ayuda si los llamase, pero necesito detener a Muriel y encontrar a nuestro abuelo hoy mismo. Nadie podría llegar hasta aquí tan rápidamente. Fablehaven está protegida por el secreto. A veces esta ventaja se convierte en un inconveniente. No conozco los conjuros que mantienen cautivo a Bahumat, pero estoy segura de que, si dispone del tiempo suficiente, Muriel encontrará la manera de anularlos. Debo actuar inmediatamente.

La abuela se bajó de su taburete, anduvo por un pasillo entre cajas, abrió un baúl y extrajo un estuche recargado con un estampado en relieve de parras y flores. De él sacó una pequeña ballesta, no mucho más grande que una pistola. También extrajo una flechita con las plumas negras, el astil de marfil y la cabeza de plata.

—¡Qué chula! —exclamó Seth—. ¡Yo quiero una!

—Este proyectil fulminará a cualquier criatura que haya sido mortal alguna vez, incluidos los encantados y los seres sobrenaturales, si consigo clavarlo en un punto letal.

—¿Un punto letal? —preguntó Kendra.

—El corazón y el cerebro son los más seguros. Las brujas pueden resultar más difíciles de aniquilar. Este es el único talismán que estoy segura podría matar a Muriel.

—¿Vas a matarla? —susurró Kendra.

—Sólo como último recurso. Primero intentaré que Hugo la atrape. Pero hay demasiado en juego como para que vayamos por ella sin una salvaguarda. Si, imprevisiblemente, el golem me fallase, carezco de la habilidad necesaria para someter yo sola a Muriel. Creedme, lo último que quiero es ver mis manos manchadas con su sangre. Matar a un mortal no constituye un crimen tan doloroso como matar a una criatura mística, pero aun así anularía en gran medida la protección de que gozo en virtud del tratado. Seguramente tendría que salir yo misma de la reserva para no regresar nunca más.

—¡Pero ella está intentando destruir la reserva entera! —se quejó Seth.

—No matando directamente a alguien —observó la abuela—. La capilla es territorio neutral. Si yo voy allí y la mato, aun cuando pudiera justificar mi acto, nunca más volvería a disfrutar de la protección que me otorga el tratado.

—Yo oí a Dale disparar escopetas la noche en que las criaturas se colaron por nuestra ventana —dijo Kendra.

—Las criaturas estaban invadiendo nuestro territorio —le explicó la abuela—. Independientemente del motivo, al entrar en esta casa pierden todas sus protecciones. En tales circunstancias, Dale podía matarlas sin temor a represalias, es decir, que conservaba su estatus protegido conforme al tratado. Este principio actuaría en vuestra contra si os aventuraseis por determinadas áreas prohibidas de Fablehaven. Si perdieses de este modo toda vuestra protección, se abriría la veda para cazar a Kendra y a Seth. Por tal motivo, justamente, está prohibido entrar en esas áreas.

—No termino de entender quién te castigaría si matases a Muriel —dijo Seth.

—Las barreras místicas que me protegen quedarían levantadas y el castigo sobrevendría de manera natural. Mira, como mortales, podemos elegir violar las normas. Las criaturas místicas que buscan cobijo aquí no gozan de ese lujo. Muchas, si pudieran, violarían también las normas. Pero no tienen esa opción. Siempre y cuando yo obedezca las normas, estoy a salvo. Pero si me quedo sin las protecciones que me garantiza el tratado, las consecuencias de mi vulnerabilidad se dejarían notar de forma inevitable.

—Entonces, ¿eso quiere decir que el abuelo está vivo con toda seguridad? —preguntó Kendra con un hilillo de voz—. ¿Que no pueden matarle ni hacerle nada?

—Stan ha respetado las normas relativas al derramamiento de sangre, por lo cual, incluso en su noche de «desparrame», las criaturas siniestras de esta reserva no serían capaces de matarle. Ni serían tampoco capaces de obligarle a ir a un lugar donde sí pudieran matarle. Encarcelado, torturado, enloquecido, convertido en plomo… Todo eso puede que sí. Pero tiene que estar vivo. Y yo tengo que ir a buscarle.

—Y yo tengo que ir contigo —dijo Seth—. Necesitas refuerzos.

—Hugo es mi refuerzo.

Seth arrugó la cara entera, conteniendo las lágrimas.

—Me niego a quedarme sin vosotros, especialmente cuando ha sido culpa mía.

La abuela Sorenson abrazó a Seth.

—Cariño, aprecio tu valentía, pero no voy a arriesgarme a perder un nieto.

—¿No estaremos expuestos exactamente al mismo grado de peligro que si fuésemos contigo? —adujo Kendra—. Si el demonio queda libre, estaremos todos acabados.

—He pensado sacaros de aquí, llevaros fuera de la reserva —dijo la abuela.

Kendra se cruzó de brazos.

—¿Para que podamos esperar al otro lado de la verja a que vuelvan nuestros padres, para decirles que un demonio os mató e insistirles en que no podemos volver a la casa porque en realidad esto es una reserva mágica que ha caído en manos de las tinieblas?

—Vuestros padres no saben nada sobre la verdadera naturaleza de este lugar —dijo la abuela—. No se lo creerían si no lo vieran.

—¡Precisamente! —exclamó Kendra—. Si no lo consigues, lo primero que hará papá es venir derecho a vuestra casa para indagar. Nada de lo que pudiéramos decirle logrará persuadirle para que se quede lejos. Y seguramente llamará a la poli, y el mundo entero sabrá de este lugar.

—No verán nada —repuso la abuela—. Pero muchos fallecerían por causas inexplicables. Y, en realidad, a la vaca sí que la verán, incluso sin tener que tomar leche, porque Viola no deja de ser una criatura mortal.

—Te resultamos útiles cuando lo del trol —le recordó Seth—. Y da igual lo que digas o hagas, yo pienso seguirte de todas.

La abuela levantó las manos.

—De verdad, niños, creo que todo saldrá bien. Sé que os he pintado un escenario horroroso, pero estas cosas pasan en las reservas de vez en cuando, y normalmente conseguimos resolverlas. No veo por qué esta vez ha de ser diferente. Hugo arreglará el problema sin que pase nada grave y, llegado el caso, soy imbatible con la ballesta. Si no os importa esperar al otro lado de la verja, volveré a por vosotros antes de que se haga demasiado tarde.

—Pero yo quiero ver a Hugo machacar a Muriel —se emperró Seth.

—Si algún día hemos de heredar este lugar, no siempre podrás protegernos del peligro —dijo Kendra—. ¿No crees que sería una buena experiencia para nosotros veros a ti y a Hugo enfrentándoos a esta situación? Incluso a lo mejor os servimos de ayuda y todo…

—¡Un viaje de estudios! —exclamó Seth.

La abuela les dedicó una larga mirada llena de amor.

—Estáis creciendo tan deprisa, chicos… —suspiró.