14

Un trol duro de pelar

-¿Alguna vez habéis oído una conversación cuando estáis a punto de quedaros dormidos? —les preguntó la abuela—. Las palabras os llegan desde lejos y os cuesta entender el significado.

—Eso me pasó a mí en un motel una vez que fuimos de viaje —explicó Kendra—. Mamá y papá estaban hablando. Yo me quedé dormida y su conversación se transformó en un sueño.

—Entonces, hasta cierto punto podéis haceros una idea de mi estado mental cuando era una gallina. Decís que estamos en junio, pero mis últimos recuerdos nítidos son de febrero, cuando actuó el embrujo. Durante los primeros días me mantuve bastante alerta. Con el tiempo, caí en un estado de conciencia crepuscular y era incapaz de pensar racionalmente, incapaz de interpretar mi entorno como lo haría un ser humano.

—Qué extraño —comentó Seth.

—Os reconocí cuando llegasteis, pero fue como si estuviera viéndoos a través de unas lentes empañadas. Mi mente no volvió a espabilarse hasta que dejasteis entrar por la ventana a aquellas criaturas. El impacto me sacó de golpe del estupor. Me costó Dios y ayuda aferrarme a mi estado de conciencia. No os puedo describir el grado de concentración que me hizo falta para poder escribiros aquel mensaje. Mi mente quería desconectar, relajarse. Deseaba comerme aquellos deliciosos granos, no formar con ellos unos extraños trazos.

Iban por un camino de tierra bastante ancho. En lugar de regresar a la casa, habían proseguido por el sendero que continuaba desde detrás de la choza de hiedra, adentrándose cada vez más en el bosque. En un momento dado, el sendero se bifurcó y luego se cruzó con la pista por la que avanzaban ahora. El sol brillaba con fuerza en el cielo, el aire estaba espeso de humedad y a su alrededor el bosque permanecía sumido en un silencio antinatural.

Kendra y Seth le habían traído a la abuela unos vaqueros, pero resultaron pertenecer a los tiempos en que estuvo más delgada y no pudo ni intentar abrochárselos. Las zapatillas deportivas eran del abuelo y le quedaban varias tallas más grandes. Así pues, la abuela iba ahora con un bañador debajo del albornoz, y los pies todavía metidos en las zapatillas de estar por casa.

La abuela levantó las manos y las contempló mientras las abría y cerraba un par de veces.

—Qué raro es tener otra vez manos de verdad —murmuró.

—¿Cómo te convertiste en una gallina, para empezar? —preguntó Seth.

—El orgullo me hizo ser descuidada —respondió la abuela—. Así nunca más se me olvidará que ninguno de nosotros somos inmunes a los peligros de este lugar, aun cuando nos creamos que tenemos la sartén por el mango. Me ahorraré los detalles para otra ocasión.

—¿Por qué el abuelo no pudo devolverte a tu ser? —preguntó Kendra.

La abuela enarcó las cejas de repente.

—Seguramente porque todas las mañanas le ponía huevos. Me gusta pensar que si me hubiese llevado a ver a Muriel de entrada, podría haber evitado que ocurriese todo este disparate. Pero supongo que estaba buscando una cura alternativa para mi mal.

—Que no pasara por preguntarle a Muriel —dijo Seth.

—Exacto.

—Entonces, ¿por qué permitió que Muriel me curara a mí? —Estoy segura de que era consciente de que vuestros padres volverían pronto y que no dispondría de tiempo suficiente para descubrir otro remedio.

—¿No sabías que Seth se había convertido en una morsa mutante y que Muriel rompió el hechizo? —preguntó Kendra.

—Todo eso me lo perdí —dijo la abuela—. Cuando era una gallina, se me escapaban casi todos los detalles. Cuando os insté a que me llevaseis a ver a Muriel, di por hecho que todavía le quedaban dos nudos. Sólo cuando levanté la vista y observé el único nudo de la soga, empecé a comprender la situación. Para entonces ya era demasiado tarde. Por cierto, ¿cómo acabaste convertido en morsa?

Seth y Kendra le contaron con todo detalle la peripecia por la cual el hada se transformó en un diablillo, y el castigo subsiguiente. La abuela los escuchó atentamente y les hizo unas pocas preguntas para terminar de entenderlo todo.

El sendero dibujó un recodo alrededor de un alto matorral y entonces apareció ante su vista un puente cubierto hecho con madera negra, que se extendía sobre una quebrada. Aunque era viejo y se veía algo maltrecho, parecía hallarse en un estado razonablemente bueno.

—Nuestro destino ya queda cerca —anunció la abuela.

—¿Cruzado el puente? —preguntó Kendra.

—Bajando la quebrada. —La abuela se detuvo y observó con cuidado la vegetación de uno y otro lado del sendero—. No me gusta nada la quietud de este bosque. Hoy se respira mucha tensión sobre Fablehaven —añadió, y reanudó la marcha.

—¿A causa del abuelo? —preguntó Seth.

—Sí, y por tu reciente enemistad con las hadas. Pero me preocupa que pueda tratarse de algo más. Estoy deseando llegar para hablar con Ñero.

—¿Él nos ayudará? —preguntó Kendra.

—Si por él fuera, nos haría daño. Los troles pueden ser violentos e impredecibles. No acudiría a él en busca de información si nuestra situación fuese menos apurada.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Seth.

—Nuestra única opción es negociar con inteligencia. Los troles de precipicio son astutos y despiadados, pero su avaricia puede implicar su debilidad.

—¿Avaricia? —preguntó Seth.

—Codicia. Los troles de precipicio son unas criaturas mezquinas. Acaparadoras de tesoros. Astutos negociadores. Les chifla notar el escalofrío que sienten al imponerse a un contrincante. Sea cual sea el acuerdo al que lleguemos, Ñero tendrá que sentirse como el vencedor indiscutible. Sólo espero que seamos capaces de dar con algo que él valore y de lo que nosotros estemos dispuestos a prescindir.

—¿Y si no lo conseguimos? —preguntó Kendra.

—Tenemos que conseguirlo. Si no logramos llegar a un acuerdo, Ñero no nos dejará marchar ilesos.

Llegaron al borde de la quebrada. Kendra apoyó una mano en el puente y se inclinó hacia delante para echar un vistazo a la pendiente. La quebrada era asombrosamente profunda, con plantas tenaces aferradas a sus empinadas paredes. Por el desfiladero discurría un estrecho arroyo.

—¿Cómo vamos a bajar hasta allí?

—Con mucho cuidado —respondió la abuela, y se sentó al borde del precipicio.

Entonces, se dio la vuelta para quedar tumbada boca abajo y empezó a reptar retrocediendo pendiente abajo, con los pies por delante. Ofrecía una imagen ridícula, con su albornoz y las zapatillas. La pared no era del todo vertical, pero prácticamente todo el descenso presentaba una inclinación muy pronunciada.

—Si nos caemos, rodaremos sin parar hasta el fondo —observó Kendra.

—Una buena razón para no caernos —coincidió la abuela, que seguía desplazándose cuidadosamente hacia abajo—. Adelante, parece peor de lo que es. Simplemente, buscad asideros firmes e id bajando paso a paso.

Seth siguió a la abuela y a continuación Kendra empezó a bajar; se abrazó desesperadamente a la pared de la quebrada y tanteaba antes de descender un paso, buscando a ciegas el siguiente punto en el que apoyar el pie. Pero la abuela tenía razón. En cuanto empezó a bajar, la tarea resultó menos complicada de lo que parecía. Había muchos asideros, como arbustos escuálidos provistos de tallos perfectamente arraigados. Aunque al principio se movía con cautela, poco a poco fue ganando seguridad e incrementando la velocidad con la que descendía.

Cuando Kendra llegó al final, Seth estaba agachado junto a un macizo de flores que crecía a la orilla del arroyo. La abuela Sorenson aguardaba cerca, de pie.

—Has tardado bastante —comentó Seth.

—Iba con cuidado.

—Nunca había visto antes a nadie desplazarse a centímetro por hora.

—No es momento para pelearse —interrumpió la abuela—. Seth, Kendra lo ha hecho estupendamente. Ahora debemos darnos prisa.

—Me encanta cómo huelen estas flores —comentó Seth.

—Apártate de ellas —le instó la abuela.

—¿Por qué? Huelen genial; huélelas.

—Esas flores son peligrosas. Y tenemos prisa.

La abuela agitó la mano indicándole que la siguiera, y empezó a andar mirando con cuidado por dónde pisaba al abrirse paso por el pedregoso fondo de la quebrada.

—¿Por qué son peligrosas? —preguntó Seth cuando se puso a su altura.

—Se trata de una clase especial de flor de loto. Su perfume es embriagador y su sabor, divino. Un mordisquito de un solo pétalo te sumerge en un trance letárgico plagado de vividas alucinaciones.

—¿Como una droga?

—Más adictivo que la mayoría de las drogas. Probar una flor de loto suscita un anhelo de tomar más que jamás podrá saciarse. Muchos son los que han desperdiciado su vida entera en la búsqueda y el consumo de los pétalos de esas flores hechizantes.

—Yo no iba a comerme una.

—¿No? Pues siéntate a olerías unos minutos, y acabarás con un pétalo en la boca antes de que te des cuenta de lo que estás haciendo.

Avanzaron en silencio durante varios cientos de metros. Las paredes de la quebrada se volvían cada vez más desnudas y rocosas a medida que progresaban. Repararon en unos cuantos macizos más de flores de loto.

—¿Dónde está Ñero? —preguntó Kendra.

La abuela repasó con la mirada la pared de la quebrada.

—Un poco más adelante. Vive en un saliente.

—¿Tendremos que escalar para llegar hasta él?

—Stan me dijo que Ñero lanzaba una escala de cuerda.

—¿Qué es eso? —preguntó Seth, señalando un punto delante de ellos.

—No estoy segura —dijo la abuela. Pasado un buen trecho de quebrada, unos veinte leños puestos de pie, cada uno más alto que el anterior, subían desde la orilla del arroyo hasta la pared de la quebrada. El leño más alto facilitaba el acceso a un saliente rocoso—. Eso podría ser nuestro destino. No es lo que Stan me describió.

Llegaron a los leños. El más bajo medía unos noventa centímetros, el segundo ciento ochenta, y cada leño subsiguiente venía a ser unos noventa centímetros más alto que el anterior, hasta llegar al último, que medía unos dieciocho metros de alto. Los leños estaban dispuestos con una separación de unos noventa centímetros entre uno y otro, y formaban una hilera escalonada. Ninguno de los leños presentaba rama alguna. Bajos o altos, eran todos similares en grosor, con unos cuarenta y cinco centímetros de sección, y todos tenían la parte superior cortada de plano.

Haciendo bocina con una mano, la abuela llamó al trol, gritando en dirección al saliente.

—¡Ñero! ¡Quisiéramos hablar contigo!

—No es un buen día —respondió una voz profunda y sedosa—. Intentadlo la próxima semana.

No podían ver a quien les hablaba.

—Debemos vernos hoy o nunca —insistió la abuela.

—¿Quién tiene tan urgente necesidad? —preguntó la resonante voz.

—Ruth Sorenson y sus nietos.

—¿Ruth Sorenson? ¿Qué es lo que quieres?

—Tenemos que encontrar a Stan.

—¿El encargado? Sí, podría averiguar su paradero. Subid las escaleras y discutiremos los términos. La abuela miró a su alrededor.

—No te referirás a estos troncos, ¿verdad? —replicó ella.

—Sin duda que sí.

—Stan dijo que tenías una escala.

—Eso era antes de que pusiese estos leños. No fue tarea fácil. —Trepar por ellos parece peligroso.

—Considéralo un filtro —repuso Ñero—. Un buen modo de asegurarme de que quienes buscan mis servicios los necesitan de verdad.

—Así pues, ¿tenemos que trepar por estos leños a cambio del privilegio de conversar contigo? ¿Y si te hablamos desde aquí abajo?

—Inaceptable.

—Tus escaleras son igualmente inaceptables —dijo la abuela en tono firme.

—Si estáis realmente en apuros, subiréis por ellas —observó el trol.

—¿Qué has hecho con la escala? —Aún la tengo.

—¿Podríamos, por favor, subir por ella en vez de por los leños? No voy vestida para una carrera de obstáculos. Haremos que merezca la pena.

—¿Qué tal si llegamos a un acuerdo? Que uno de vosotros suba por los troncos. Entonces yo bajaré la escala para que suban los otros dos. Es mi última oferta. Acceded, o marchaos a buscar la información a otra parte.

—Yo lo haré —se ofreció Seth.

La abuela le miró.

—Si alguno de nosotros va a subir por esos troncos, tengo que ser yo. Soy más alta y podré pasar de un leño al otro con más facilidad.

—Yo tengo los pies más pequeños, por lo que los troncos parecerán más grandes. Mantendré mejor el equilibrio.

—Lo siento, Seth. Esto es algo que me toca hacer a mí.

Seth salió disparado en dirección al primer tronco, se encaramó a él con toda facilidad y, dando un salto como si estuviera jugando a saltar el potro, acabó sentado encima del segundo tronco. La abuela corrió al segundo tronco.

—¡Bájate de ahí!

Seth se puso de pie, temblando. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en el tercer tronco. Desde su posición encima del segundo tronco, la parte superior del tercero le llegaba casi a la mitad del pecho. Tras dar otro salto al estilo salto del potro, se sentó en lo alto del tronco de casi tres metros de alto.

—Puedo hacerlo —dijo.

—A medida que subas, dejará de ser tan fácil —le advirtió la abuela—. Baja y deja que lo haga yo.

—Ni hablar. Abuela muerta ya tengo una.

Kendra observaba la escena sin decir nada. Desde la posición sedente, Seth desplazó el peso del cuerpo para ponerse de rodillas y se puso de pie haciendo equilibrios. Saltó al siguiente tronco, de forma que quedaba ya totalmente fuera del alcance de su abuela. En su fuero interno, Kendra se alegraba de que fuese Seth quien subía por los leños. No podía imaginarse a la abuela trepando eficazmente, y menos aún ataviada con el albornoz y las zapatillas. En el mejor de los casos, ¡se podía imaginar los terribles lugares de su cuerpo en los que podría acabar clavándose astillas! Y Kendra veía perfectamente en su mente la imagen de la abuela Sorenson convertida en un fardo inerte al pie de uno de los troncos.

—¡Seth Andrew Sorenson, obedece a tu abuela! Quiero que te bajes de ahí.

—Deja de distraerme —replicó él.

—Puede que te parezca divertido cuando estás en estos troncos bajos, pero cuando subas…

—Me paso la vida trepando cosas altas —insistió Seth—. Mis amigos y yo trepamos a las barras que hay debajo de las gradas del instituto. Si nos cayéramos de allí, nos mataríamos.

El chico se puso en pie. Parecía que se le daba cada vez mejor. Se subió al siguiente tronco y se quedó sentado en él a horcajadas, antes de ponerse de rodillas.

—Ten cuidado —dijo la abuela—. No pienses en la altura.

—Sé que estás intentando ayudarme —dijo Seth—, pero, por favor, deja de hablar.

La abuela se acercó a Kendra y se quedó a su lado.

—¿Es capaz de hacerlo? —le preguntó susurrando.

—Es muy probable que sí. Es muy valiente, y bastante atlético. Es posible que la altura no le afecte. Yo me moriría de miedo…

Kendra quería apartar la vista. No quería verle caer. Pero no podía apartar los ojos de su hermano, que seguía saltando de un tronco a otro como si saltase al potro, cada vez más alto. Cuando saltó al decimotercero, a unos doce metros de alto ahora, se ladeó peligrosamente.

Kendra sintió escalofríos por todo el cuerpo, como si fuera ella la que estaba a punto de perder el equilibrio. Seth se agarró con las piernas y se inclinó hacia el lado contrario para recuperar el equilibrio.

Catorce, quince, dieciséis. Kendra lanzó una mirada a la abuela. ¡Iba a conseguirlo! Diecisiete. Seth se puso de pie, tembló una pizca, abrió los brazos.

—Estos altos se mueven un poco —informó desde arriba.

Seth saltó de nuevo al tronco siguiente y esta vez aterrizó de forma poco elegante, tambaleándose excesivamente hacia un lado. Durante unos segundos estuvo a punto de recuperar el equilibrio. Kendra sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban de espanto. Moviendo los brazos como las aspas de un molino, Seth cayó al vacío. Kendra chilló. No podía dejar de mirar.

Desde el saliente apareció algo a toda velocidad: una cadena negra y fina, con un peso metálico en el extremo. La cadena se enroscó a una de las piernas de Seth. En lugar de caer al suelo, quedó colgando en medio del precipicio y chocó de manera violenta contra la pared de piedra.

Kendra divisó por primera vez a Ñero. Su estructura corporal era propia de un hombre, pero sus rasgos eran los de un reptil. El cuerpo, negro y brillante, aparecía decorado con unas cuantas marcas amarillo brillante. Con una mano sostenía la cadena de la que pendía Seth. Ñero tiró de ella y subió a Seth hasta el saliente con sus poderosos músculos. Entonces desaparecieron de la vista, y desde el saliente se desenroscó una escala de cuerda que acabó tocando la base del precipicio.

—¿Estás bien? —le gritó Kendra a Seth.

—Todo bien —respondió él—. Sólo se me ha cortado un poco la respiración con el golpe.

La abuela empezó a subir por la escala. Kendra la siguió, obligándose a concentrarse en asir el siguiente peldaño y a no hacer caso al impulso de mirar hacia abajo. Al final llegó al saliente. Una vez allí, se dirigió a la parte posterior de este y se quedó de pie al lado de la baja abertura de una oscura cueva de la que salía una corriente de aire fresco.

Ñero intimidaba aún más visto de cerca. Tenía el sinuoso cuerpo cubierto de unas escamitas finas. Aunque no era mucho más alto que la abuela, el grosor de su musculazo cuerpo le hacía parecer enorme. Más que nariz, tenía hocico. Y unos ojos protuberantes que no pestañeaban nunca. Una hilera de afiladas púas le iba desde el centro de la frente hasta la rabadilla.

—Gracias por rescatar a Seth —empezó la abuela.

—Me dije a mí mismo: si el muchacho consigue pasar quince leños, le ayudaré si se cae. Admito que tengo curiosidad por oír lo que me ofrecéis a cambio de informaros sobre el paradero de tu marido.

Su voz era tersa y melodiosa.

—Dinos lo que tienes en mente —le sugirió la abuela.

Una larga lengua gris salió de su boca y se lamió con ella el ojo derecho.

—¿Quieres que hable yo primero? Así sea. No pido gran cosa, una menudencia insignificante para la propietaria de esta ilustre reserva. Seis cofres de oro, doce calderos de plata, tres toneles de piedras preciosas en bruto y un cubo de ópalos.

Kendra miró a la abuela. ¿De verdad podía tener ella semejante tesoro?

—Una suma razonable —respondió la abuela—. Por desgracia, no hemos traído esas riquezas con nosotros.

—Puedo esperar a que reúnas el pago, si dejas a la niña como fianza.

—Lamentablemente, no disponemos de tiempo suficiente para transportar aquí el tesoro, a no ser que quieras revelarnos el paradero de Stan antes de recibir el pago.

Ñero se lamió el ojo izquierdo y sonrió de oreja a oreja, una visión horripilante que dejó al descubierto dos filas de dientes afilados como agujas.

—Antes de satisfacer vuestra petición, debo recibir el pago íntegro.

La abuela cruzó los brazos.

—Entiendo que posees ya grandes reservas de tesoros. Me sorprende que una oferta económica tan insignificante como la mía te incite a hacer tratos con nosotros.

—Continúa —dijo él.

—Tú nos estás ofreciendo un servicio. A lo mejor, nosotros deberíamos pagarte a ti también con un servicio.

Ñero asintió, con semblante reflexivo.

—Es posible. El muchacho tiene arrojo. Déjamelo como aprendiz, bajo contrato, durante los próximos cincuenta años.

Seth lanzó una mirada desesperada a la abuela.

La abuela frunció el ceño.

—Espero dejar abierta la posibilidad de hacer negocios contigo en el futuro, por lo cual no deseo dejarte con sensación de desaire. El chico tiene arrojo, pero escasa habilidad. Tú asumirías la carga de formarle como sirviente tuyo, y te encontrarías atado a su incompetencia. Estarías dando más valor a su vida con la educación que le instilarías del que él te ofrecería a ti con sus servicios.

—Aprecio tu franqueza —respondió Ñero—, aunque aún te queda mucho por aprender en lo tocante a regatear. Empiezo a preguntarme si de verdad tienes algo de valor que ofrecerme. En caso negativo, nuestra conversación no acabará bien.

—Hablas de valor —replicó la abuela—. Yo pregunto: ¿qué valor aporta un tesoro a un acaudalado trol? Cuantas más riquezas posee, menos mejora cada nueva adquisición su riqueza total. Un lingote de oro representa mucho más para un pobre que para un rey. También pregunto: ¿qué valor tendría un frágil sirviente humano para un maestro infinitamente más sabio y capaz? Considera la situación. Queremos pedirte un servicio que para nosotros es valioso, algo que no podemos hacer nosotros solos. No deberías aspirar a menos.

—Estoy de acuerdo. Ten cuidado. Tus palabras están extendiendo una red a tus pies.

Su voz se había teñido de un matiz mortífero.

—Cierto, salvo que yo cuente con formación para ofrecerte un servicio de extraordinario valor. ¿Alguna vez te ha dado alguien un masaje?

—¿Lo dices en serio? Siempre me ha parecido una ridiculez.

—A todos los que nunca han recibido un masaje, siempre les parece una ridiculez. Guárdate de emitir juicios sin pensar. Todos nosotros perseguimos la riqueza, y aquellos que más riquezas atesoran son los que pueden permitirse determinadas comodidades que no están al alcance de las masas. Entre los primeros de estos lujos se cuenta el indescriptible alivio y relajación que procura un masaje de manos de alguien experto en dicho arte.

—¿Y tú afirmas ser experta en ese supuesto arte?

—Recibí formación de un auténtico maestro. Mi habilidad es tan grande que casi no hay dinero que la pague. La única persona del mundo que ha recibido un masaje completo de mis manos es el propio encargado en persona, y eso porque soy su mujer. Yo podría darte un masaje completo, que desbloquearía y distendería hasta el último músculo de tu cuerpo. La experiencia vendría a redefinir lo que entiendes por placer.

Ñero sacudió la cabeza.

—Vas a necesitar más que palabras floridas y grandilocuentes promesas para convencerme.

—Considera mi ofrecimiento con perspectiva —insistió la abuela—. La gente paga sumas exorbitantes para recibir el masaje de un experto. El tuyo te saldrá gratis, sólo a cambio de un servicio. ¿Cuánto tiempo tardarías en averiguar el paradero de Stan?

—Unos segundos.

—A mí el masaje me llevará treinta arduos minutos. Y estarás experimentando algo nuevo, un deleite que no has conocido en todos los años de tu larga vida. Jamás volverá a presentársete una oportunidad como esta.

Ñero se lamió un ojo.

—Eso por descontado: jamás me han dado un masaje. Podría enumerar muchas cosas que no he hecho en mi vida, principalmente porque no tengo ningún interés en hacerlas. He probado la comida humana y me ha parecido deficiente. No estoy convencido de que un masaje me vaya a parecer tan satisfactorio como dices.

La abuela escrutó su rostro.

—Tres minutos. Te daré un masaje de muestra de tres minutos. Sólo te permitirá atisbar brevemente la inenarrable dicha que te aguarda, pero así estarás en mejores condiciones de tomar una decisión.

—Muy bien. No creo que una demostración pueda hacerme ningún daño.

—Dame la mano.

—¿La mano?

—Te daré un masaje en una mano. Tendrás que valerte de tu imaginación para hacerte una idea de las sensaciones que te procuraría si te lo diese en todo el cuerpo.

El trol extendió una mano. La abuela Sorenson la tomó entre las suyas y empezó a trabajar la palma con los pulgares. Al principio, él intentó mantener un semblante neutral, pero luego empezó a torcer la boca y a poner los ojos en blanco.

—¿Qué tal? —preguntó la abuela—. ¿Demasiado intenso?

Los finos labios del trol temblaron.

—No, perfecto —dijo en un arrullo.

La abuela continuó frotando con pericia la palma del trol y el dorso de su mano. Él empezó a lamerse compulsivamente los ojos. La abuela remató el masaje en los dedos.

—La demostración ha concluido —anunció.

—¿Treinta minutos de esto, dices, por todo mi cuerpo?

—Los niños me ayudarán —dijo la abuela—. Intercambiaremos servicio por servicio.

—¡Pero yo debería cambiaros mi servicio por algo más duradero! ¡Por un tesoro! Un masaje es demasiado perecedero.

—La ley de los rendimientos menguantes se aplica también a los masajes, igual que a casi todo. El primero es el mejor, y en realidad es todo lo que necesitas. Además, siempre puedes dar servicios a cambio de tesoros. Es posible que esta sea la única ocasión de que dispongas para recibir un masaje profesional.

El trol extendió la otra mano y pidió:

—Otra muestra más, para acabar de decidirme.

—No valen más muestras.

—¿Me ofreces sólo un masaje? ¿Y si te quedas doce años conmigo como masajista personal? La abuela se puso seria.

—No te estoy pidiendo que mires esa piedra tuya infinidad de veces para infinidad de propósitos. Te estoy solicitando una única información. Un servicio a cambio de un servicio. Esta es mi oferta, desigual a tu favor. El masaje dura treinta minutos, frente a los escasos segundos que necesitarás tú para echar una miradita a tu piedra.

—Pero vosotros necesitáis la información —le recordó Ñero—. Y yo no necesito un masaje.

—Saciar las necesidades es la carga del pobre. El rico y poderoso puede permitirse entregarse a sus deseos y caprichos. Si desaprovechas esta oportunidad, te preguntarás toda la vida qué fue lo que te perdiste.

—No lo hagas, abuela —intervino Kendra—. Entrégale el tesoro, y listo.

Ñero levantó un dedo.

—Esta proposición no es ortodoxa y contradice mis mejores criterios, pero me intriga la idea de un masaje, y yo rara vez me siento intrigado por nada. Sin embargo, treinta minutos es demasiado poco tiempo. Pongamos… dos horas.

—Sesenta minutos —respondió la abuela sin inmutarse.

—Noventa —contraatacó Ñero.

La abuela se retorció las manos. Dobló y estiró los brazos. Se frotó la frente.

—Noventa minutos es mucho tiempo —dijo Kendra—. ¡Al abuelo nunca le has dado un masaje de más de una hora!

—Calla la boca, niña —le espetó la abuela.

—O noventa o no hay trato —dijo Ñero.

La abuela suspiró, resignada.

—De acuerdo…, noventa minutos.

—Muy bien, acepto. Pero si no estoy satisfecho con el masaje completo, el trato se rompe. La abuela sacudió la cabeza.

—Nada de excepciones. Un único masaje de noventa minutos, a cambio de la localización de Stan Sorenson. El maravilloso recuerdo te acompañará hasta el fin de tus días.

Ñero miró a Kendra y luego a Seth, para fijar finalmente los ojos en la abuela con mirada astuta.

—De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?

La mejor camilla que pudo encontrar era una balda de piedra bastante estrecha, que estaba cerca de la entrada de la cueva. Ñero se tumbó en la repisa y la abuela les mostró a Kendra y a Seth cómo tenían que masajearle las piernas y los pies. Les hizo una demostración sobre cómo y dónde debían aplicar los nudillos y el resto de las manos.

—Es muy fuerte —les dijo, al tiempo que clavaba con fuerza los nudillos en la planta del pie del trol—. Haced toda la fuerza que podáis. —Dejó el pie del trol en la camilla y se colocó junto a su cabeza—. Los niños han recibido ya las instrucciones, Ñero. Los noventa minutos empiezan a contar ya.

Kendra puso las manos, vacilantes, en el inflado gemelo del trol. Aunque no estaban húmedas, el tacto de las escamas era viscoso. Una vez había cogido una serpiente con las manos; la textura de la piel de Ñero se le parecía bastante.

Con Ñero tumbado boca abajo, la abuela se puso a trabajar en la nuca y los hombros. Empleó toda una serie de técnicas diferentes: le hundió los pulgares, frotó la piel con las palmas de las manos, apretó con los puños, le clavó los codos. Acabó subida de rodillas encima de su rabadilla, con mucho cuidado de no pincharse con las púas del espinazo, y desde allí estrujaba, amasaba y aplicaba presión a los músculos.

Ñero estaba en éxtasis evidente. Ronroneaba y gemía de gusto, de placer. De sus labios manaba un constante torrente de cumplidos con voz adormilada. Lánguidamente, los animaba a apretar con más fuerza y más hondo.

Kendra empezaba a cansarse. Cada cierto tiempo, la abuela les enseñaba a Seth y ella otras técnicas que podían aplicar durante el masaje. Lo que más desagradó a Kendra fue masajearle los pies al trol: desde las blandas almohadillas de sus callos hasta los rechonchos muñones que constituían sus dedos. Pero trató de seguir lo mejor posible el incansable ejemplo de su abuela. Además de ayudarlos con el masaje de piernas y pies, la abuela le masajeó incansablemente la cabeza, el cuello, los hombros, la espalda, los brazos, las manos, el pecho y el abdomen.

Cuando por fin terminaron, Ñero se incorporó con una sonrisa de euforia en el rostro. De sus ojos bulbosos había desaparecido por completo todo rastro de malicia. Parecía listo para la siesta más gustosa de toda su vida.

—Han sido casi cien minutos —dijo la abuela—. Pero prefería hacerlo bien.

—Gracias —contestó él, medio atontado—. Jamás habría soñado con algo así. —Se levantó y se apoyó en la pared del precipicio para mantenerse erguido—. Os habéis ganado ampliamente vuestra recompensa.

—Nunca había tocado a nadie tan lleno de nudos y tensión —comentó la abuela.

—Ahora me siento distendido —dijo él al tiempo que balanceaba los brazos—. Enseguida vuelvo con la información que buscáis.

Ñero se metió en la cueva agachando la cabeza.

—Yo quiero ver su piedra mágica —cuchicheó Seth.

—Espera. Has de ser paciente —le reprendió la abuela mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—Debes de estar exhausta —dijo Kendra.

—No me encuentro muy bien —reconoció la abuela—. El masaje me ha exigido un gran esfuerzo. —Bajó la voz y añadió—: Pero seguro que vale más que varios barriles de tesoros, que no tenemos.

Seth se acercó andando al filo del saliente y miró el fondo de la quebrada. La abuela se sentó en la repisa de piedra en la que le habían dado el masaje al trol y Kendra aguardó a su lado.

Al poco rato apareció Ñero. Todavía se le veía afable y relajado, aunque no tan grogui como antes.

—Stan está encadenado en el sótano de la Capilla Olvidada.

La abuela apretó la mandíbula.

—¿Estás seguro?

—Me ha costado un poco dar con él y conseguir verle bien, teniendo en cuenta quién más está confinado allí. Pero sí, estoy seguro.

—¿Se encuentra bien?

—Está vivo.

—¿Lena estaba con él?

—¿La náyade? Claro, también la vi a ella.

—¿Andaba cerca Muriel?

—¿Muriel? ¿Cómo iba ella a…? ¡Oh, eso es lo que era aquello! Ruth, el pacto era para una sola información. Pero no, a ella no la he visto. Creo que esto pone fin a nuestro trato. —Indicó con gestos la escala de cuerda—. Si me disculpáis, tengo que tumbarme.