13
Un mensaje inesperado
Sentada en el suelo del comedor, Kendra dio un mordisco al segundo bocadillo de crema de cacahuete y mermelada que se comía. Seth y ella habían registrado la cocina de arriba abajo y habían encontrado comida para dos semanas. La despensa contenía latas de fruta y verdura, tarros intactos de conservas, pan, harina de avena, crema de trigo, galletitas, atún y un montón de cosas más.
El frigorífico aún funcionaba, aunque estaba caído, así que recogieron lo mejor posible todos los trozos de cristal. Seguían teniendo leche, queso y huevos de sobra. Y en el congelador había un montón de carne.
Kendra dio otro mordisco. Apoyó la espalda y cerró los ojos. Seguía teniendo hambre como para un segundo bocadillo, pero ahora le asaltaban las dudas sobre si se lo terminaría o no.
—Estoy agotada —anunció.
—Yo también —dijo Seth. Puso un pedazo de queso sobre una galletita y lo cubrió con una sardina bañada en mostaza—. Me pican los ojos.
—A mí me escuece la garganta —dijo Kendra—. Y ni siquiera se ha puesto el sol.
—¿Qué vamos a hacer con lo del abuelo?
—Creo que lo mejor que podemos hacer es descansar un poco. Tendremos la mente más despejada mañana por la mañana.
—¿Cuánto dormimos anoche? —preguntó Seth.
—Una media hora —calculó Kendra.
—¡Llevamos despiertos casi dos días!
—Ahora dormirás dos días enteros.
—Lo que tú digas —dijo Seth.
—Es cierto. Tus glándulas segregarán un capullo para que te metas dentro y duermas.
—No me chupo el dedo…
—Por eso tienes tanta hambre. Estás almacenando grasa para la fase de hibernación.
Seth se terminó la galletita.
—Deberías probar las sardinas.
—Yo no como pescado con cabeza.
—¡Las cabezas son lo más rico! Puedes notar cómo saltan los ojos cuando…
—Basta. —Kendra se puso de pie—. Necesito irme a la cama.
Seth se levantó también.
—Y yo.
Subieron las escaleras, recorrieron el pasillo, donde estaba todo patas arriba, y ascendieron el tramo de escaleras del desván. Su habitación, salvo las camas, «estaba hecha un cisco». Ricitos de Oro cruzó el cuarto hasta un rincón, muy tiesa, y se puso a cloquear. Su comida estaba tirada por todo el suelo.
—Tenías razón al decir que la sal no parecía funcionar —dijo Seth.
—Puede que sólo funcione aquí dentro.
—Los hombres cabra esos eran un par de memos, pero muy graciosos.
—Se llaman sátiros —dijo Kendra.
—Tengo que encontrar pilas C. Dijeron que nos darían oro a cambio.
—Pero no especificaron cuánto.
—Aun así, ¡cambiar pilas por oro! Podría forrarme.
—Yo no me fiaría de esos dos. —Kendra se dejó caer en la cama y hundió la cara en la almohada—. ¿Por qué cacarea Ricitos de Oro sin parar?
—Seguro que echa de menos su jaula. —Seth cruzó la habitación en dirección a la alborotada gallina—. Kendra, será mejor que vengas a ver esto.
—¿Puedo verlo por la mañana? —preguntó con la voz amortiguada por la almohada.
—Tiene que ser ahora.
Kendra se levantó de la cama empujándose con los brazos y se dirigió a donde estaba Seth. En el rincón de la habitación más de un centenar de granos de la comida de la gallina habían sido dispuestos en forma de ocho letras:
SOY LA ABU
—Me estás gastando una broma —dijo Kendra. Y miró a Seth con recelo—. ¿Has escrito esto tú?
—¡No! ¡Para nada!
Kendra se agachó delante de Ricitos de Oro.
—¿Tú eres mi abuela Sorenson?
La gallina movió la cabecita arriba y abajo, como en gesto de afirmación.
—¿Eso ha sido un «sí»?
La cabecita volvió a subir y bajar.
—Haz un «no» para que pueda estar segura —dijo Kendra.
Ricitos de Oro meneó la cabeza en señal de negación.
—¿Cómo ha podido pasar esto? —preguntó Seth—. ¿Alguien te ha convertido en gallina?
La gallina movió la cabecita arriba y abajo.
—¿Cómo podemos devolverte a tu estado original? —preguntó Kendra.
Ricitos de Oro se quedó inmóvil.
—¿Por qué el abuelo no ha podido devolverla a su estado original? —preguntó Seth.
—¿El abuelo Sorenson ha intentado romper el hechizo? —interrogó Kendra.
Ricitos de Oro movió la cabeza arriba y abajo y a continuación la sacudió.
—¿Sí y no?
La gallina asintió.
—Lo intentó, pero no lo consiguió —adivinó Kendra. La gallina volvió a hacer un gesto afirmativo—. ¿Sabes cómo podemos convertirte otra vez en persona? —preguntó Kendra.
Otro gesto afirmativo.
—¿Se trata de algo que podemos ejecutar dentro de la casa? —preguntó Kendra. La cabecita negó.
—¿Tenemos que llevarte ante la bruja? —probó Seth. La cabecita asintió. Y entonces la gallina agitó las alas y se alejó.
—¡Espera, abuela! —Kendra extendió los brazos para cogerla, pero la alborotada gallina se zafó de sus manos—. Está aterrorizada.
Seth la persiguió hasta atraparla.
—Abuela, ¿todavía puedes oírnos? —preguntó.
La gallina no hizo ningún gesto que indicase que le había entendido.
—Abuela —dijo Kendra—, ¿todavía puedes contestar nuestras preguntas?
La gallina se revolvió. Seth la sujetó fuerte. La gallina le picoteó la mano y él la soltó. Los chicos se quedaron observando a Ricitos de Oro. Durante unos cuantos minutos, la gallina no hizo nada que revelase una inteligencia fuera de lo normal ni les ofreció ninguna reacción reconocible a sus preguntas.
—Antes nos respondió, ¿verdad? —preguntó Kendra.
—¡Nos escribió un mensaje! —dijo Seth, mientras señalaba el rincón donde estaban las letras: «SOY LA ABU».
—Ha debido de tener abierta momentáneamente una ventana de comunicación con nosotros —razonó Kendra—. En cuanto nos hubo transmitido el mensaje, lo dejó en nuestras manos.
—¿Cómo es que no se comunicó antes con nosotros?
—No sé. A lo mejor lo ha intentado, pero no llegamos a enterarnos.
Seth bajó la cabeza con gesto meditativo y a continuación se encogió ligeramente de hombros.
—¿La llevamos mañana a ver a la bruja?
—No sé. A Muriel sólo le queda un nudo. Pero tal vez podamos negociar con ella.
—¿Con qué quieres que negociemos? —preguntó Kendra.
—Podríamos llevarle comida. U otras cosas. Objetos que le hagan la vida más cómoda en esa choza.
—No la veo dispuesta a aceptar un trueque así. Se dará cuenta de que estamos desesperados por arreglar lo de la abuela.
—No le daremos opción.
Kendra se mordió el labio.
—¿Y si no accede? Por el abuelo no cedió. ¿Dejamos libre a Muriel si está dispuesta a devolver a la abuela a su estado original?
—¡Ni hablar! —dijo Seth—. En cuanto esté libre, ¿qué le impedirá convertirnos en gallinas a todos?
—El abuelo dijo que aquí no se puede usar la magia contra otros, salvo si ellos la han usado primero contra ti. A Muriel nunca le hemos causado ningún daño, ¿no?
—Pero es una bruja —repuso Seth—. ¿Por qué iba a estar cautiva si no fuese peligrosa?
—No te estoy diciendo que quiera dejarla suelta. Lo que digo es que puede que nos hallemos en una situación de emergencia en la que no nos quede otra elección. Podría merecer la pena correr el riesgo, con tal de conseguir que la abuela vuelva y nos ayude.
Seth meditó sobre la cuestión.
—¿Y si conseguimos que nos diga dónde está el abuelo?
—O las dos cosas —dijo Kendra, entusiasmándose—. Seguro que haría lo que fuera con tal de verse libre. O, por lo menos, haría esas dos cosas. Entonces, a lo mejor sí que podemos salir de este lío.
—Tienes razón con que no tenemos mucha elección.
—Deberíamos consultarlo con la almohada —concluyó Kendra—. Los dos estamos molidos. Mañana por la mañana podemos decidir lo que vamos a hacer.
—De acuerdo.
Kendra se metió en la cama, se tapó con las sábanas y las mantas, hundió la cabeza en la almohada y se quedó dormida antes de que le pasase por la mente otro pensamiento.
• • •
—Quizá no teníamos que habernos quitado la leche de la ropa —dijo Seth—. Así habríamos podido hacer mantequilla mientras andábamos.
—¡Qué guarro!
—Al final del día yo podría haberme sacado yogur de las axilas.
—Estás grillado —dijo Kendra.
—Entonces podríamos echarle mermelada de Lena y hacernos un tarro de yogur con lecho de fruta.
—¡Para ya!
Seth pareció divertirse con sus propias ocurrencias. Ricitos de Oro iba montada en la carretilla, metida en un saco que Seth había encontrado en la despensa. Habían intentado arreglar la jaula abollada, pero no lograron que la portezuela se mantuviera cerrada. El saco se cerraba con un cordón corredizo, que ciñeron alrededor del cuello de la gallina sin apretar demasiado, para que pudiera llevar la cabeza fuera.
No era fácil pensar que esa gallina fuese la abuela Sorenson. No había realizado ni un solo acto propio de la abuela en toda la mañana, ni mostrado reacción alguna al anuncio de que iban a ir a ver a Muriel, y durante la noche había puesto un huevo en la cama de Kendra.
Kendra y Seth se habían despertado justo antes del alba. Habían encontrado la carretilla en el granero, y determinaron que podría resultar más fácil usarla que llevar en brazos a Ricitos de Oro hasta la choza de hiedra.
Ahora le tocaba a Kendra llevar la carretilla. La gallina parecía apaciguada. Probablemente disfrutaba del aire fresco. Hacía buen tiempo: sol y temperatura agradable, sin llegar a hacer calor.
Kendra se preguntó cómo irían las negociaciones con Muriel. Al final habían decidido que no les haría ningún daño ver qué trato podían alcanzar con la bruja. Podrían tomar su decisión final basándose en lo que Muriel estuviera dispuesta a hacer por ellos en lugar de basarse en conjeturas.
Habían cargado la carretilla con comida, ropa, herramientas y utensilios, por si era posible llegar a un acuerdo intercambiando el favor por objetos que le hicieran la vida más cómoda en lugar de por su libertad. Casi toda la ropa había quedado destrozada durante la noche del solsticio, pero encontraron unas cuantas prendas intactas para que la abuela se vistiese si al final conseguían devolverla a su estado original. Se habían cerciorado de que la gallina tomase leche por la mañana, así como de tomar un poco ellos también.
No les costó mucho recordar las veredas que conducían a la choza. Y acababan de ubicar la frondosa construcción en la que moraba la bruja. Seth dejó la carretilla y cogió a la gallina, mientras Kendra reunía todos los artículos de trueque que pudo llevar con los brazos. Kendra le había recordado a Seth que mantuviera la calma y que fuese cortés, pasase lo que pasase, pero ahora repitió de nuevo la advertencia.
Mientras se acercaban a la choza, oyeron una música extraña, como si alguien estuviera pulsando una goma elástica mientras tocaba unas castañuelas. Tras rodear la choza para llegar a la puerta de entrada, se encontraron a la mugrienta y andrajosa vieja tocando un birimbao con una mano, mientras hacía bailar la marioneta de madera con la otra.
—No esperaba volver a tener visita tan pronto —se rio la bruja cuando terminó su canción—. Lástima lo de Stanley.
—¿Qué sabes sobre nuestro abuelo? —preguntó Seth.
—El bosque entero bulle con la noticia de su secuestro —dijo Muriel—. Y el de la nayádica ama de llaves, si hay que dar crédito a los rumores. El escándalo del momento.
—¿Sabes dónde están? —tanteó Seth.
—Pero mirad cuántos obsequios preciosos me habéis traído —dijo efusivamente la bruja, al tiempo que juntaba las venosas manos—. Esa colcha es una maravilla, pero se estropearía en mi humilde morada. No permitiré que malgastéis vuestra dadivosidad conmigo, no sabría qué hacer con semejantes primores.
—Hemos traído todas estas cosas para comerciar contigo —dijo Kendra.
—¿Comerciar? —preguntó histriónicamente la bruja, y chasqueó los labios—. ¡Por el té que os ofrecí! Bobadas, cielo, ni en sueños querría cobraros por mi hospitalidad. Pasad, pasad, y beberemos los tres en compañía.
—No queremos comerciar por el té —aclaró Seth, sosteniendo en alto a Ricitos de Oro—. Queremos que transformes a nuestra abuela en quien era.
—¿A cambio de una gallina?
—Ella es la gallina —le explicó Kendra.
La bruja sonrió y se acarició el mentón.
—Ya me parecía haberla reconocido —caviló—. Pobrecitos míos, un guardián secuestrado en mitad de la noche y el otro reducido a ave de corral.
—Podemos ofrecerte este edredón estampado, un albornoz, un cepillo de dientes y mucha comida casera —dijo Kendra.
—Por encantador que todo eso pueda ser —replicó Muriel—, necesitaría la energía de un nudo al desatarse para obrar un conjuro capaz de devolver a vuestra abuela a su antiguo estado.
—No podemos desatarte el último nudo —dijo Seth—. El abuelo se pondría hecho una furia.
La bruja se encogió de hombros.
—Mi apuro es fácil de entender: cautiva en esta choza, tengo mermadas mis capacidades. El problema no tiene nada que ver con mi voluntad de llegar a un arreglo con vosotros; el dilema reside en que la única manera que tengo de cumplir vuestra petición pasa por utilizar el poder que guarda el último nudo. La decisión está en vuestras manos. Yo no tengo otra elección.
—Si deshacemos el último nudo, ¿nos dirás también adónde han llevado a nuestro abuelo? —preguntó Kendra.
—Niña, nada me gustaría más que poder reuniros con vuestro abuelo perdido. Pero lo cierto es que no tengo ni la más remota idea de adonde se lo han llevado. Nuevamente, haría falta desatar el nudo para que pudiera recabar el poder necesario para averiguar su paradero.
—¿Con el poder de un solo nudo podrías encontrar al abuelo y transformar a la abuela? —preguntó Kendra.
—Lamentablemente, sólo tendría la oportunidad de ejecutar una u otra hazaña. Lograr las dos me sería imposible.
—Pues a no ser que busques la manera de hacerlo, no dispondrás de la oportunidad de hacer ni la una ni la otra —repuso Seth.
—Entonces hemos alcanzado un punto muerto —señaló la bruja en tono de disculpa—. Si me decís que no hay trato a no ser que pueda cumplir algo que es imposible, entonces no hay trato. Yo podría ejecutar una de vuestras dos peticiones, pero no las dos.
—Si te pedimos que transformes a la abuela —preguntó Kendra—, ¿podrías ayudarnos a encontrar al abuelo cuando estés liberada?
—Tal vez —reflexionó la bruja—. Sí, sin garantías, una vez libre seguramente podría emplear mis capacidades para arrojar algo de luz sobre el misterio de la desaparición de vuestro abuelo.
—¿Cómo sabemos que no nos atacarás si te dejamos suelta? —preguntó Seth.
—Una pregunta justa —concedió Muriel—. Los largos años de cautiverio podrían haberme amargado hasta el punto de estar ansiosa por obrar maldades en cuanto me viese libre. Sin embargo, os doy mi palabra de practicante de las ancestrales artes de que no infligiré daño alguno a vuestra abuela en el momento de mi liberación de este confinamiento. De albergar malevolencia, sería contra quienes iniciaron mi cautiverio, enemigos que abandonaron esta vida hace decenios; no contra quienes me liberen. En todo caso, me consideraría en deuda con vosotros.
—¿Y te comprometerías a ayudarnos a encontrar al abuelo Sorenson? —preguntó Kendra.
—Puede que vuestra abuela rechace mi ayuda. Ella y vuestro abuelo nunca me han tenido en mucha estima. Pero si ella aceptase mi colaboración para localizar a Stan, os la brindaría.
—Tenemos que hablar de todo esto en privado —dijo Kendra.
—¡Por supuesto! —respondió Muriel.
Kendra y Seth regresaron al camino. La chica echó todos los objetos de trueque en la carretilla.
—No me gusta tanta amabilidad de su parte —dijo Seth—. Casi da más miedo que antes. Creo que está deseando de verdad salir de ahí.
—Lo sé. Pero creo que nosotros estamos igual de deseosos de romper el hechizo de la abuela y de, tal vez, encontrar al abuelo.
—Es una embustera —le advirtió Seth—. No creo que podamos tomarnos en serio ninguna de sus promesas.
—Seguramente.
—Deberíamos contar con que nos atacará en cuanto se vea libre. Si no, genial. Pero he traído sal, por si pudiera servirnos de algo.
—No olvides que tendríamos a la abuela para ayudarnos a manejarla —le recordó Kendra.
—Puede que la abuela no sepa nada sobre combatir a brujas.
—Estoy segura de que habrá aprendido un par de trucos. Vamos a intentar preguntárselo.
Seth sostuvo la gallina en alto. Kendra le acarició la cabeza delicadamente.
—Abuela Sorenson —la llamó Kendra—. Ruth. Necesito que me escuches. Si puedes oírme, necesitamos que respondas. Esto es muy importante. —Pareció que la gallina escuchaba—. ¿Deberíamos desatar el último nudo para que Muriel Taggert te devuelva a tu forma original?
La cabecita subió y bajó.
—¿Eso ha sido un sí?
La cabecita volvió a subir y bajar.
—¿Puedes decir también que no?
La gallina no respondió.
—Abuela. Ruth. ¿Puedes menear la cabeza para que podamos estar seguros de que nos oyes?
De nuevo, Ricitos de oro no hizo señal alguna de haber entendido.
—A lo mejor ha agotado todos sus poderes para responder a tu primera pregunta —conjeturó Seth.
—Pareció realmente que decía que sí —dijo Kendra—. Y no sé qué más podemos hacer. Liberar a la bruja supone pagar un alto precio, pero ¿es peor que no tener esperanzas de encontrar al abuelo y que tener a la abuela atrapada en el cuerpo de una gallina toda su vida?
—Deberíamos soltarla.
Kendra guardó silencio unos segundos, analizando sus propios sentimientos. ¿De verdad era su única opción? Eso parecía.
—Volvamos a la choza —accedió. Regresaron a la puerta de entrada.
—Queremos que rompas el hechizo de la abuela —le anunció Kendra.
—¿Vosotros desharéis voluntariamente mi último nudo, el último obstáculo para mi independencia, si yo le devuelvo a vuestra abuela su forma humana?
—Sí. ¿Cómo lo hacemos?
—Simplemente, decid: «Por propia y libre voluntad, yo secciono este nudo», y a continuación sopláis sobre él. Deberíais buscar algo para que vuestra abuela pueda vestirse. No llevará nada puesto.
Kendra corrió a la carretilla y volvió con el albornoz y un par de zapatillas. Muriel aguardaba en el umbral de la puerta, sujetando la cuerda.
—Depositad a vuestra abuela en el umbral —les indicó.
—Quiero soplar yo sobre el nudo —dijo Seth.
—Encantada —respondió Kendra.
—Saca tú a la abuela del saco.
Kendra se agachó y abrió del todo la boca de la bolsa de tela de saco. Muriel tendió la soga hacia Seth. La gallina alzó la vista, ahuecando las plumas y aleteando. Kendra intentó que se estuviera quieta y le desagradó enormemente la sensación de aquellos huesillos finos que se movían bajo sus manos.
—Por propia y libre voluntad, yo secciono este nudo —declaró Seth mientras Ricitos de Oro cacareaba a voz en cuello.
Entonces, sopló sobre el nudo y este se deshizo.
Muriel extendió ambas manos sobre la alborotada gallina y empezó a cantar en voz baja unas palabras indescifrables. El aire se onduló. Kendra apretó con fuerza a la gallina, que no paraba de revolverse. Al principio notó como si por la piel del ave empezasen a brotar burbujas; a continuación, los delicados huesecillos empezaron a agitarse. Kendra soltó a Ricitos de Oro y dio un paso atrás.
Kendra lo vio todo como si estuviera observando a través de unas lentes del túnel de los horrores. La figura de Muriel estaba distorsionada: primero se ensanchó muchísimo y a continuación se estiró a lo alto. Le pareció que adquiría forma de reloj de arena, con la cabeza enorme, cinturilla y pies de payaso. Kendra se frotó los ojos, pero aquello no menguó su visión ondulada. Cuando bajó la vista, el suelo se curvó en todas direcciones. Se inclinó hacia delante y abrió los brazos para mantener el equilibrio.
La Muriel del túnel de los horrores empezó a mutar, al igual que la asombrosa imagen de Ricitos de Oro, que iba perdiendo plumas conforme crecía de tamaño y se transformaba en una persona. El paisaje se ensombreció, como si unos nubarrones hubieran tapado el sol, y se formó un aura oscura que envolvió a Muriel y a la abuela.
La oscuridad se expandió, oscureciéndolo todo por un momento, y entonces ante ellos apareció la abuela, totalmente desnuda. Kendra le echó el albornoz por encima de los hombros.
Del interior de la choza salió un sonido similar al de un viento huracanado. El suelo retumbó.
—Agachaos —dijo la abuela al tiempo que empujaba a Kendra hacia el suelo.
Seth también se tumbó boca abajo.
Un furibundo vendaval hizo estallar las paredes de la choza y las convirtió en metralla. El tejado salió disparado por encima de las copas de los árboles, cual un geiser de confeti de madera. El tocón se partió por la mitad. Fragmentos de madera y de hiedra salieron pitando en todas direcciones; se oían sus crujidos al golpear contra los troncos de los árboles circundantes, y sus chasquidos al fustigar la maleza como látigos.
Kendra levantó la cabeza. Cubierta de harapos, Muriel lo miraba todo boquiabierta, patidifusa. Seguían cayendo del cielo astillas de madera y trozos de hiedra que daban vueltas, como una lluvia de granizo. Muriel sonrió de oreja a oreja, enseñando su colección de dientes deformados y encías hinchadas. Empezó a reírse entre dientes, al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Entonces, abrió en cruz sus brazos arrugados y exclamó:
—¡Emancipación! ¡Al fin, justicia!
La abuela Sorenson se levantó del suelo. Era más baja y rechoncha que Muriel, y tenía el pelo color canela y azúcar.
—Debes abandonar inmediatamente esta propiedad.
Muriel clavó la mirada en la abuela. La dicha de su semblante había quedado eclipsada por el resentimiento. Se le escapó una lágrima, que resbaló por un surco de la cara hasta detenerse en la barbilla.
—¿Así me das las gracias por haber deshecho tu hechizo?
—Ya tienes tu recompensa por los servicios prestados. Has salido de tu confinamiento. La expulsión de esta reserva es la consecuencia de tus anteriores indiscreciones.
—Mis deudas están saldadas. Tú no eres la responsable de la reserva.
—Mi autoridad es la misma que la de mi marido. En su ausencia, yo soy en realidad la responsable. Te invito a marcharte y a no regresar jamás.
Muriel dio media vuelta y empezó a caminar dando grandes zancadas.
—Adonde me dirijo es asunto mío —dijo, sin mirar atrás.
—No dentro de mi reserva.
—¿«Tu» reserva, dices? Me opongo a que te arrogues la propiedad de este sitio.
Muriel seguía sin mirar hacia atrás.
La abuela empezó a andar detrás de ella (una vieja en albornoz, siguiendo a una vieja vestida con harapos).
—Cualquier nuevo delito entrañará nuevos castigos —le advirtió la abuela.
—Podrías llevarte una sorpresa cuando veas quién administra las sanciones.
—No provoques una nueva enemistad. Márchate en paz.
La abuela apuró el paso y cogió a Muriel por el antebrazo. Muriel se revolvió para soltarse y quedó de frente a la abuela.
—Ándate con ojo, Ruth. Si buscas problemas aquí y ahora, delante de los pequeños, te someteré. Este no es el mejor momento para aplicar un protocolo anticuado. Las cosas han cambiado más de lo que crees. Te sugiero que os marchéis de aquí antes de que recupere la autoridad sobre el lugar.
Seth corrió hacia ellas. La abuela dio un paso atrás. Seth lanzó un puñado de sal en dirección a la bruja, pero no surtió el menor efecto. Muriel le señaló con el dedo y dijo:
—Tendrás tu recompensa, mocoso impertinente. Mi memoria es excelente.
—Pagarás por tus actos —le advirtió la abuela.
Muriel había echado a andar de nuevo a zancadas.
—Hablas a unos oídos que no te escuchan.
—Dijiste que nos ayudarías a encontrar a nuestro abuelo —le recordó Kendra a voces.
Muriel se rio sin mirar atrás.
—Guardad silencio, niños —dijo la abuela—. Muriel, te he ordenado que te marches de aquí. Tu desafío es un acto de guerra.
—Emites desahucios con el fin de tener argumentos contra mí por incumplimiento y, de este modo, justificar unas represalias —dijo Muriel—. No temo una guerra contra ti.
La abuela se dio la vuelta.
—Kendra, ven aquí —dijo, y se acercó a Seth para darle un fuerte abrazo. Cuando Kendra estuvo cerca, la abrazó a ella también—. Siento haberos inducido a error, niños. No debí guiaros hasta Muriel. No me di cuenta de que se trataba del último nudo que le quedaba.
—¿Qué quieres decir? —replicó Kendra—. Tú escuchaste lo que decíamos.
La abuela sonrió con tristeza.
—Cuando eres una gallina, pensar con claridad se convierte en un reto agotador. Tenía la mente nublada. Relacionarme con vosotros como una persona, aunque sólo fuera por un instante, me exigía una concentración tremenda.
Seth indicó en dirección a Muriel con el mentón.
—¿Deberíamos detenerla? Apuesto a que entre los tres podríamos con ella.
—Si atacamos nosotros, ella podrá defenderse recurriendo a la magia —explicó la abuela—. Nos quedaríamos sin la protección que otorgan los estatutos fundacionales del tratado.
—¿Lo hemos complicado todo? —preguntó Seth—. Al liberarla, quiero decir.
—Las cosas estaban ya patas arriba —respondió la abuela—. Que la bruja ande suelta viene a complicar, sin duda, la situación. Falta por ver si mi ayuda puede contrarrestar su posible interferencia. —La abuela parecía sofocada y se abanicó la cara con la mano—. Vuestro abuelo nos ha dejado metidos en un buen apuro.
—No fue culpa suya —dijo Seth.
La abuela se dobló hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. Kendra la sujetó.
—Estoy bien, Kendra. Sólo un poco atontada. —Se irguió con cuidado—. Contadme lo que ha pasado. Sé que unos seres indeseables entraron en la casa y se llevaron a Stan.
—Y a Lena también, y creo que convirtieron a Dale en una estatua —informó Kendra—. Le encontramos en el jardín.
La abuela asintió.
—Como responsable de la reserva, Stan es un valioso trofeo. Igual que una ninfa caída. Por el contrario, Dale fue considerado un personaje poco importante y le dejaron atrás. ¿Alguna pista sobre quién pudo llevárselos?
—Encontramos unas huellas cerca de Dale —dijo Seth.
—¿Os llevaron a alguna parte?
—No —respondió Seth.
—¿Tenéis alguna idea sobre dónde pueden tener al abuelo y a Lena?
—No.
—Muriel probablemente lo sepa —dijo la abuela—. Mantiene una alianza con los diablillos.
—Hablando de Muriel —intervino Kendra—, ¿adónde ha ido?
Los tres miraron a su alrededor. A Muriel no se la veía por ninguna parte. La abuela frunció el entrecejo.
—Debe de disponer de medios especiales para ocultarse o para viajar. Da igual. Por ahora, no estamos preparados para enfrentarnos a ella.
—¿Qué hacemos? —preguntó Seth.
—Nuestro primer punto en el orden del día es encontrar a vuestro abuelo. Averiguar su paradero debería indicarnos el mejor modo de proceder.
—¿Cómo lo hacemos?
La abuela suspiró.
—Nuestra opción más cercana sería Ñero.
—¿Quién? —preguntó Kendra.
—Un trol del precipicio. Tiene una piedra mágica con la que puede verse todo. Si conseguimos cambiársela por algo, deberíamos ser capaces de descubrir el paradero de Stan.
—¿Le conoces bien? —preguntó Seth.
—Nunca le he visto. Vuestro abuelo tuvo tratos con él en su día. Será peligroso, pero en estos momentos probablemente sea nuestra mejor alternativa. Deberíamos darnos prisa. Os contaré más detalles por el camino.