12
Dentro del granero
Kendra y Seth dieron con el camino tal como los sátiros les habían indicado, y enseguida reencontraron los agujeros tamaño moneda de cinco centavos que les sirvieron de perfecto rastro de miguitas de pan para retornar a casa.
—Esos tipos cabra eran unos estúpidos —comentó Seth.
—Pero gracias a ellos nos salvamos de la ogresa —le recordó Kendra.
—Podrían habernos ayudado a rescatar al abuelo, y en vez de eso nos dejan colgados.
Mientras proseguían la marcha por el sendero, Seth puso cara de malas pulgas.
Estaban acercándose ya al jardín cuando oyeron otra vez el gemido inhumano, el mismo sonido que habían oído al salir del sótano, sólo que ahora más fuerte que nunca. Se detuvieron. Aquel desconcertante sonido venía de más adelante. Era un gemido largo y lastimero, similar al bramido de una sirena.
Seth rebañó parte de lo que le quedaba de sal en un bolsillo y aceleró el paso. Enseguida se encontraron en el límite del jardín. Todo parecía normal. No vieron ningún mastodonte gigantesco capaz de emitir el sonido bronco que habían oído.
—Acuérdate de que la sal no surtió mucho efecto con el sátiro —susurró Kendra.
—Probablemente sólo achicharra a las criaturas malévolas —replicó él.
—Yo creo que la señora ogro se llevó un poco.
—A esas alturas estaba ya toda mezclada con tierra. Tú misma viste que abrasaba a esos bichos anoche.
Aguardaron, dudando si entrar en el jardín o no.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kendra.
El tremendo gemido resonó por todo el jardín, más fuerte ahora, como si estuviera más cerca. Los tablones del tejado del granero tabletearon.
—Sale del granero —dijo Seth.
—¡Ahí no hemos mirado aún! —exclamó Kendra.
—A mí no se me ocurrió.
El monstruoso gemido retumbó una tercera vez. El granero entero se estremeció. Los pájaros alzaron el vuelo desde el alero.
—¿Crees que algo pudo llevarse al abuelo y a Lena al granero? —preguntó Kendra.
—Suena como si ese algo estuviera todavía ahí dentro.
—El abuelo nos dijo que no entráramos jamás en el granero.
—A mí me parece que yo ya estoy castigado —dijo Seth.
—No, me refiero a… ¿y si ahí dentro tiene guardadas criaturas feroces? Tal vez no tenga nada que ver con la desaparición del abuelo.
—Es nuestra mejor opción. ¿En qué otro sitio podemos mirar? No tenemos ninguna otra pista. Las huellas no nos han llevado a nada. Por lo menos deberíamos intentar echar una ojeada al interior.
Seth empezó a andar en dirección al granero, mientras Kendra le seguía a su pesar. La enorme construcción medía unos buenos cinco pisos de alto y estaba rematada con una veleta con forma de toro. Hasta ese momento, Kendra nunca se había parado a ver por dónde podía accederse al interior del granero. Ahora reparó en la inevitable puerta doble de gran tamaño, en la fachada delantera, así como en otras puertas más pequeñas dispuestas a lo largo de uno de los flancos.
El granero entero crujió y, a continuación, empezó a temblar como si hubiese un terremoto. El chasquido de la madera al partirse lo invadió todo, y en ese instante se oyó otro triste lamento.
Seth miró a Kendra, a su espalda. Ahí dentro había algo gigantesco. Unos segundos después el granero quedó en calma.
Las puertas delanteras estaban aseguradas mediante unas cadenas y un pesado candado, por lo que Seth se dirigió al lateral de la edificación y trató sigilosamente de abrir las puertas pequeñas. Todas estaban cerradas con llave. El granero tenía varias ventanas, pero las más próximas al suelo se encontraban a una altura de tres pisos.
Con sigilo, rodearon todo el edificio sin encontrar ninguna puerta que no estuviera cerrada con llave. Tampoco había ni rendijas ni agujeros por los que mirar.
—El abuelo selló bien este sitio —susurró Kendra.
—Puede que tengamos que hacer algo de ruido para entrar —dijo Seth, y empezó a rodear el edificio una vez más.
—No estoy segura de que eso sea inteligente.
—Voy a esperar a que el granero se ponga a temblar otra vez.
Seth se sentó en el suelo, delante de una puertecilla de casi un metro de alto. Pasaron los minutos.
—¿Crees que sabe que estamos esperando? —le preguntó Kendra.
—No seas gafe.
—Deja de decir eso.
Un hada se acercó volando por el aire. Seth intentó ahuyentarla.
—Vete de aquí.
El hada esquivó sin el menor esfuerzo los manotazos de Seth. Cuanto más empeño ponía él en espantarla, más se acercaba ella.
—Déjalo, no haces sino azuzarla aún más —dijo Kendra.
—Estoy harto de hadas.
—Entonces, no le hagas ni caso y a lo mejor se va.
Seth dejó de prestar atención al hada. Ella se le puso justo detrás de la cabeza. Al ver que la proximidad no causaba reacción alguna, el hada decidió posársele encima. Seth se dio una palmada en la coronilla, errando el golpe, mientras ella esquivaba una y otra vez sus manotazos. Justo cuando Seth se ponía en pie de un brinco para tratar de cazarla, volvió a retumbar el gemido de antes. La puertecilla tembló.
El chico se sentó rápidamente y empezó a golpear la puerta con los dos pies. El gemido amortiguaba casi por completo el ruido de los golpes. A la tercera patada, el marco de la puertecilla se partió y la puerta se abrió de par en par.
Seth rodó sobre sí para apartarse de la abertura. Kendra dio también un paso a un lado. Seth rebuscó en sus bolsillos y sacó lo que le quedaba de sal.
—¿Quieres un poco? —preguntó, sólo moviendo los labios.
Kendra aceptó un puñadito de sal. Un par de segundos después, el ensordecedor gemido cesó. Mediante gestos, Seth indicó a Kendra que le esperase y, agachándose, se metió por la puertecilla. Kendra aguardó, apretando la sal en la palma de la mano.
Seth reapareció en el hueco de la puerta con una expresión inescrutable.
—Tienes que ver esto —dijo.
—¿Qué es?
—No te preocupes. Ven a ver.
Kendra se agachó para entrar por la puertecilla. El inmenso granero albergaba una única nave, grande y oscura, así como unos cuantos armarios dispuestos alrededor. La nave entera estaba ocupada por una sola vaca de proporciones gigantescas.
—No es lo que me esperaba —murmuró Kendra, sin poder dar crédito a lo que veía.
Con la boca abierta, contempló asombrada la colosal vaca. Su inmensa cabeza rozaba casi las vigas del techo, a catorce o quince metros de altura. Un pajar que cubría todo un lateral del edificio hacía las veces de comedero. Las pezuñas de la vaca eran del tamaño de unos yacusis. La gigantesca ubre estaba a reventar. De unas tetas casi del tamaño de sacos de boxeo brotaban y se escurrían gotas de leche.
La mastodóntica vaca bajó la testuz y se quedó mirando a los recién llegados al granero. Emitió un largo mugido y sólo al cambiar ligeramente el peso de una pata a otra el granero entero se estremeció.
—Esto es la leche —dijo Kendra en un susurro.
—Ya te digo. Dudo que al abuelo se le acaben las reservas de leche en una buena temporada.
—Venimos en son de paz —dijo Kendra, dirigiéndose a la vaca.
El animal levantó la cabeza y se puso a mascar paja de su montón.
—¿Cómo es que no hemos oído antes a este bicho? —se extrañó Seth.
—Probablemente no muge nunca. Parece que le duele algo —observó Kendra—. ¿Ves lo hinchada que está la ubre? Apuesto a que daría para llenar una piscina.
—Totalmente.
—Seguramente alguien la ordeña todas las mañanas. Y hoy no lo ha hecho nadie —dijo Seth. Se quedaron callados y la miraron. La vaca siguió masticando paja del montón. Seth señaló la parte trasera del granero.
—¡Mira qué boñigas!
—¡Qué asco!
—¡La bosta de vaca más grande del mundo!
—Tenías que fijarte en eso…
La vaca emitió otro quejido atronador, el más insistente de todos hasta ese momento. Los chicos se taparon los oídos con las manos hasta que el mugido cesó.
—Seguramente deberíamos intentar ordeñarla —dijo Kendra.
—¿¡Cómo se supone que vamos a hacer eso!? —exclamó Seth.
—Tiene que haber un modo. Ellos deben de hacerlo todos los días.
—Pero si ni siquiera alcanzamos a cogerles las esas.
—Seguro que esta vaca sería capaz de hacer añicos todo esto si quisiera. Es decir…, ¡mírala! Está cada vez más disgustada. Tiene la ubre a punto de explotar. Quién sabe qué clase de poderes tiene. Con su leche, la gente puede ver hadas. Lo último que necesitamos es una vaca mágica gigantesca corriendo suelta por ahí. Podría ser el acabóse…
Seth se cruzó de brazos y analizó la cuestión.
—Es imposible.
—Tenemos que mirar en los armarios. A lo mejor tienen guardadas herramientas especiales.
—¿Y el abuelo?
—No tenemos ninguna pista —dijo Kendra—. Y si no ordeñamos esta vaca, podríamos acabar con un nuevo desastre entre manos.
En los armarios encontraron gran variedad de herramientas y equipamiento, pero ningún artilugio que pareciese servir para ordeñar vacas mastodónticas. Tanto dentro como fuera de los armarios había barriles vacíos, por todas partes, y Kendra supuso que debían de emplearlos para recoger leche. En un armario, Kendra encontró un par de escaleras de tijera.
—Esto puede ser todo lo que necesitemos —dijo.
—Pero ¿cómo vamos a agarrar esas cosas con nuestras manos? —preguntó Seth.
—No hace falta.
—Tiene que haber alguna máquina gigante para ordeñar —dijo Seth.
—Yo no veo por aquí nada parecido a eso. Pero podría dar resultado si simplemente nos abrazamos a ellas y dejamos que goteen.
—¿Estás loca?
—¿Por qué no probar? —insistió Kendra, e indicó el espacio entre la ubre y el suelo—. Desde los pezones hasta el suelo no hay tanta distancia.
—¿No vamos a intentar usar los barriles?
—No, podemos desaprovechar la leche. Los barriles nos estorbarían. Nosotros sólo tenemos que aliviarle la presión.
—¿Y si nos pisa?
—Apenas tiene sitio para moverse. Si nos quedamos debajo de la ubre, no nos pasará nada.
Arrastraron las escaleras de mano a la posición adecuada, cada una al lado de una teta de la ubre, en el mismo lado de la gigantesca vaca. Se encaramaron a ellas. Con sólo mantenerse de pie en el penúltimo peldaño, estuvieron lo suficientemente altos para agarrar la teta cerca de la ubre.
Seth aguardó mientras Kendra trataba de colocarse en posición.
—Esto se mueve un montón —dijo.
—Ponte en equilibrio.
Ella se irguió, vacilante. Tenía la sensación de encontrarse a mucha más altura que cuando lo había calculado desde el suelo.
—¿Listo?
—No. Apuesto a que no escapará del granero.
—Al menos tenemos que intentarlo.
—¿Abrazarnos a la esa y colgarnos de ella? —preguntó Seth.
—Nos turnaremos, primero tú, luego yo, luego tú, luego yo. Luego, seguiremos por el otro lado.
—¿Qué tal si empiezas tú?
—A ti se te dan mejor estas cosas —dijo Kendra.
—Es verdad, yo ordeño mogollón de vacas gigantes. Uno de estos días te enseñaré los trofeos que he ganado.
—En serio, empieza tú —le instó Kendra.
—¿Y si le hago daño?
—No creo que seamos tan grandes como para eso. Me preocupa más que no vayamos a poder extraerle nada de leche.
—O sea, que tengo que achucharla con todas mis fuerzas, ¿no? —confirmó Seth.
—Eso es.
—Y en cuanto yo lo haga, vas tú, y seguimos así lo más deprisa que podamos.
—Y si alguna vez encuentro un trofeo de ordeño de vacas gigantes, te lo compraré —se brindó Kendra.
—Casi preferiría que esto fuera un secretillo entre tú y yo. ¿Lista?
—A por ella.
Con vacilación, Seth apoyó una mano en la gran teta. La vaca mugió y él retiró la mano y se agachó, abrazándose a la escalera con las dos manos para mantener el equilibrio. Kendra trató de mantenerlo también mientras se partía de risa. Al final el mugido sirena cesó.
—He cambiado de idea —dijo Seth.
—Contaré hasta tres —dijo Kendra.
—O empiezas tú, o no lo hago. Casi me caigo y me meo en los pantalones al mismo tiempo.
—¡Uno…, dos… y tres!
Seth dio un paso al frente para lanzarse desde la escalera y abrazarse a la mama. Resbaló por ella y cayó al suelo juntamente con un impresionante chorro de leche. Kendra le imitó y se abrazó también a la mama. Aun aferrándose a ella con fuerza, resbalaba más de lo que había calculado. Kendra se estampó contra el suelo con los vaqueros empapados ya de leche caliente.
Seth estaba subiendo ya por la escalera.
—Esto es una guarrada —dijo, y adelantó la pierna para abrazarse de nuevo a la mama y resbalar por ella.
Esta vez aterrizó de pie en el suelo. Kendra subió y volvió a tirarse. Tras abrazarse con todas sus fuerzas, descendió esta vez un poquito más despacio. Pero volvió a caer de bruces cuando tocó el suelo. Había leche por todas partes.
Enseguida le cogieron el tranquillo y aterrizaban de pie casi todas las veces, a un ritmo constante. La ubre inflada colgaba baja, y fueron mejorando la técnica de abrazar la mama para controlar la caída. La leche brotaba en cantidad. Cuando se dejaban caer por las mamas, estas chorreaban como si fueran mangueras de bombero. Debieron de necesitar unos setenta saltos cada uno para empezar a notar que se reducía la producción.
—Al otro lado —dijo Kendra, jadeando.
—Tengo los brazos agarrotados —se quejó Seth.
—Hay que darse prisa.
Arrastraron las escaleras unos metros y repitieron todo el proceso. Kendra trató de figurarse que se encontraba en una especie de parque de columpios surrealista, en el que los niños vadeaban en leche en lugar de arena y se tiraban por gruesos postes carnosos.
Kendra se concentró en subir por la escalera y en aterrizar en el suelo con la máxima ligereza posible. Temía que si convertía alguna de las dos acciones en simple rutina, podría sufrir un grave accidente, como hacerse un esguince en un tobillo, partirse un hueso o algo peor.
A la primera señal de que el flujo de leche menguaba se tumbaron en el suelo, exhaustos, sin importarles el baño de leche, pues tenían la ropa y el pelo empapados ya. Los dos jadeaban intensamente, tratando de recobrar el aliento. Kendra se tocó el cuello y dijo:
—El corazón me late tan fuerte como si fuera un martillo neumático.
—Creí que iba a potar, qué asco —masculló Seth.
—Yo estoy más cansada que con ganas de vomitar.
—Pues piénsalo. Estás empapada en leche caliente y cruda, mientras tu cara resbala unas cien veces por el pezón de una vaca.
—Yo creo que han sido más veces.
—Hemos encharcado el granero entero —observó Seth—. No pienso tomar leche nunca más en mi vida.
—Y yo no pienso volver a los columpios en mi vida —prometió Kendra.
—¿Cómo dices?
—Es un poco difícil de explicar…
Seth repasó con la mirada toda la zona que quedaba debajo de la vaca.
—El piso dispone de sumideros, pero no creo que consigan chupar mucha leche.
—Antes vi una manguera. Dudo que a la vaca le agrade tener todo cubierto de leche cortada. —Kendra se incorporó y se escurrió la leche del pelo—. Ha sido la mejor sesión de gimnasia de mi vida. Estoy muerta.
—Si hiciera esto todos los días me parecería a Hércules —comentó Seth.
—¿No te importa recoger las escaleras?
—No, si te ocupas tú de la manguera.
La manguera era larga y el agua salía con buena presión, y parecía que los sumideros tenían capacidad de sobra. Empujar la leche con el chorro a presión resultó ser la parte más sencilla de toda la operación. Seth le pidió que le limpiara de arriba abajo con el chorro de agua y a continuación le devolvió el favor.
Desde el instante en que el proceso de ordeñarla comenzó de verdad, la vaca dejó de hacer ruido y ya no mostró el menor interés en ellos. Llamaron a voces al abuelo y a Lena, dentro del granero, para estar seguros; empezaron sin alzar mucho la voz para no asustar a la vaca, y poco a poco fueron subiendo el volumen hasta acabar llamándolos a gritos. Como ya había sucedido antes, su llamada no recibió respuesta.
—¿Deberíamos volver a la casa? —preguntó Kendra.
—Supongo que sí. Dentro de poco se hará de noche.
—Estoy agotada. Y muerta de hambre. Deberíamos buscar comida.
Salieron del granero. El día se apagaba.
—Tienes un siete enorme en la camisa —observó Kendra.
—Me la he roto cuando huíamos de la ogresa.
—Tengo una rosa que te puedo prestar.
—Esta me irá bien —dijo Seth—, en cuanto se seque.
—La rosa te camuflará igual de bien que la de camuflaje —insistió Kendra.
—¿Todas las chicas son tan descerebradas como tú?
—¿Me estás diciendo que una camisa verde te hará invisible a los monstruos?
—No. Pero sí «menos» visible. Esa es la cuestión. Menos visible que esa azul que llevas.
—Supongo que también yo debería agenciarme una verde.