11
Panorama después de la batalla
Kendra supo que la cosa había ido mal en el momento mismo en que abrió la puerta. Las paredes de la escalera del desván estaban cubiertas de surcos de forma desigual: en la parte superior había pintarrajeados unos burdos pictogramas, así como gran cantidad de muescas y arañazos no tan nítidos como aquellos, y en la base de las escaleras se veía una sustancia parda y reseca pringada por la pared.
—Voy a coger sal —dijo Seth.
Volvió al círculo que rodeaba la cama y se llenó manos y bolsillos con la misma sal que había abrasado al intruso la noche anterior.
Cuando Seth se reunió de nuevo con Kendra, ella empezó a bajar las escaleras. El crujir de los peldaños resonó por toda la casa, sumida en el silencio. El pasillo del final de la escalera se encontraba en peor estado que esta. También aquí las paredes habían sido destrozadas salvajemente por unas garras. La puerta del cuarto de baño había sido arrancada de las bisagras y presentaba tres agujeros de diferentes tamaños, con el filo hecho astillas. La alfombra tenía zonas chamuscadas y otras manchadas.
Kendra avanzó por el pasillo, desolada ante el panorama tras la violenta noche. Un espejo hecho añicos. Un aplique roto. Una mesa reducida a astillas para el fuego. Y al final del pasillo un rectángulo boqueante por ventana.
—Parece como si hubieran dejado entrar a otras criaturas —dijo Kendra, señalando el final del pasillo.
Seth estaba examinando unos pelos chamuscados que había en una mancha húmeda en el suelo.
—¿Abuelo? —gritó—. ¿Hay alguien?
El silencio no hacía presagiar nada bueno.
Kendra bajó las escaleras que llevaban al vestíbulo. Faltaban trozos de barandilla. La puerta de la entrada colgaba de lado, con una flecha clavada en el marco. Unas pinturas primitivas afeaban las paredes, algunas marcadas en el yeso, otras garabateadas.
Como en trance, Kendra recorrió las estancias inferiores de la casa. Estaba todo completamente destrozado. Casi todas las ventanas habían sido destruidas. Las puertas, abolladas, aparecían tiradas en el suelo a distancia de su marco original. Los muebles, mutilados, sangraban su relleno sobre una alfombra echada a perder. Las colgaduras, rasgadas, pendían convertidas en jirones. Los candelabros estaban por el suelo, destrozados. Y a un sofá, quemado, le habían arrancado la mitad.
Kendra salió al porche de atrás. Las campanillas móviles estaban tiradas en el suelo, completamente enmarañadas. Los muebles aparecían repartidos por todo el jardín. Encima de una fuente se veía, haciendo equilibrios, una mecedora rota. Y de entre un seto asomaba un sillón de mimbre.
De vuelta en la casa, Kendra encontró a Seth en el despacho del abuelo. Era como si hubiese caído un yunque encima del escritorio. El suelo estaba cubierto de añicos de objetos de interés.
—Está todo destrozado —dijo Seth.
—Es como si hubiese entrado aquí un equipo de demoliciones pertrechado con mazos.
—O con granadas de mano. —Seth indicó un punto de la pared en el que parecía que hubiesen derramado brea—. ¿Eso de ahí es sangre?
—Parece demasiado oscura para ser humana.
Seth se abrió paso con cuidado alrededor de la mesa hecha astillas para acercarse a la ventana.
—A lo mejor están fuera.
—Espero que sí.
—En la pradera de césped —dijo Seth—. ¿Eso de ahí es una persona?
Kendra se acercó a la ventana.
—¿Dale? —gritó.
La silueta, tendida boca abajo en el suelo, no se movió.
—Vamos —dijo Seth, apresurándose entre los destrozos.
Kendra le siguió a la puerta de entrada a la casa y alrededor del lateral del edificio. Corrieron hasta la figura que yacía tendida junto a un bebedero de pájaros volcado.
—Oh, no —dijo Seth.
Era una estatua policromada de Dale. Una réplica fiel, salvo porque la pintura era más simple de lo que habría sido su coloración real. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado, los ojos cerrados y apretados con fuerza, y los brazos levantados como si quisiera protegerse de algo. Las proporciones eran exactas. Llevaba el mismo atuendo de la noche anterior.
Kendra tocó la estatua. Estaba hecha de metal, incluida la ropa. ¿De bronce, tal vez? ¿Plomo? ¿Acero? Golpeó con los nudillos uno de los antebrazos. Sonó macizo. Nada de sonido a hueco.
—Le han convertido en una estatua —dijo Seth.
—¿Tú crees que es él de verdad?
—¡Tiene que serlo!
—Ayúdame a darle la vuelta.
Entre los dos, lo intentaron. Pero no hubo manera de mover a Dale. Pesaba muchísimo.
—Realmente lo he jorobado todo —dijo Seth, apretándose las sienes con la palma de las manos—. ¿Qué he hecho?
—A lo mejor podemos hacer que vuelva a estar como antes.
Seth se arrodilló y acercó la boca al oído de Dale.
—Si puedes oírme, ¡danos una señal! —gritó.
La metálica escultura no emitió ninguna respuesta.
—¿Crees que el abuelo y Lena estarán también por aquí cerca? —preguntó Kendra.
—Tendremos que echar un vistazo.
Kendra hizo bocina con las manos antes de llamar a gritos:
—¡Abuelo! ¡Abuelo Sorenson! ¡Lena! ¿Podéis oírme?
—Mira esto —dijo Seth, que se agachó junto al bebedero de pájaros volcado en el suelo.
El bebedero se había caído encima de un lecho de flores. En el arriate se veía perfectamente una huella: tres largos dedos y un talón fino. La huella era lo bastante grande como para indicar que pertenecía a una criatura de al menos el tamaño de un hombre adulto.
—¿Un pájaro gigante?
—Mira el agujero que queda detrás del talón. —Metió un dedo en un agujero del tamaño de una moneda de cinco centavos—. Medirá casi diez centímetros de hondo.
—Qué raro.
Seth se puso nervioso.
—Tiene una especie de punta afilada en la parte posterior del talón, como una espuela o algo así.
—¿Y eso qué significa?
—Probablemente podemos seguir el rastro.
—¿Seguir el rastro?
Seth avanzó en la dirección que indicaban los dedos, mientras examinaba el terreno con la mirada.
—¡Mira! —Se agachó y señaló un agujero que había en la pradera de césped—. La dichosa espuela se clava hondo. Debería dejar un rastro claro.
—¿Y qué pasa si das con lo que sea que ha dejado estas huellas?
Seth se palpó los bolsillos.
—Le arrojo sal y rescato al abuelo.
—¿Cómo sabes que secuestró al abuelo?
—No lo sé —reconoció—. Pero por algo hay que empezar.
—¿Y si te convierte en una estatua policromada?
—No le miraré directamente a los ojos. Sólo a su reflejo.
—¿De dónde has sacado eso?
—De un libro de historia.
—Ni siquiera sabes de qué estás hablando —repuso Kendra.
—Eso ya lo veremos. Será mejor que vaya por mi camisa de camuflaje.
—Antes vamos a asegurarnos de que no hay más estatuas por el jardín.
—Vale, y luego yo me piro. No quiero que se enfríe el rastro.
Después de mirar por todo el jardín durante media hora, Kendra y Seth habían encontrado varias piezas de mobiliario procedentes de la vivienda o del porche, en los sitios más insospechados. Pero no hallaron más estatuas policromadas de tamaño natural. Llegaron junto a la piscina.
—¿Te has fijado en las mariposas? —preguntó Kendra.
—Sí.
—¿No notas nada especial en ellas?
Seth se dio una palmada en la frente con el talón de la mano.
—¡Hoy no hemos tomado leche!
—Exacto. Nada de hadas, sólo bichos.
—Si esas hadas son listas, no asomarán las narices por aquí —gruñó Seth.
—Eso, así aprenderán. ¿Qué quieres ser esta vez? ¿Una jirafa?
—Nada de todo esto habría pasado si hubiesen seguido protegiendo la ventana.
—Tú torturaste a un hada —le recordó Kendra.
—¡Ellas me torturaron a mí a cambio! Estamos en paz.
—Hagamos lo que hagamos, antes deberíamos tomar algo de leche.
Entraron en la casa. El frigorífico estaba tumbado sobre un costado. Entre los dos consiguieron abrir la puerta. Parte de las botellas de leche se habían roto, pero quedaban algunas intactas. Kendra agarró una, le quitó el tapón y dio un sorbo. Seth bebió después de ella.
—Necesito mis cosas —dijo, y salió disparado en dirección a las escaleras.
Kendra se puso a buscar pistas. ¿No habría intentado el abuelo dejarles algún mensaje? Tal vez no le había dado tiempo. Recorrió las habitaciones, pero no encontró ninguna pista que aclarase el destino que habían corrido Lena o el abuelo.
Seth apareció con su camisa preferida de camuflaje y la caja de cereales.
—Estaba intentando encontrar la escopeta. ¿No la has visto?
—Qué va. En la puerta de la casa hay una flecha clavada. Podrías lanzársela al monstruo.
—Creo que me limitaré a usar la sal.
—No hemos mirado en el sótano —observó Kendra.
—Merece la pena intentarlo.
Abrieron la puerta que había al lado de la cocina y escudriñaron la penumbra. Kendra se fijó en que era prácticamente la única puerta que no presentaba desperfectos de toda la casa. Unos peldaños de piedra descendían hacia las tinieblas.
—¿Dónde tienes la linterna? —dijo Kendra.
—¿No hay un interruptor? —preguntó Seth.
No encontraron ninguno. Seth rebuscó en la caja de cereales y sacó la linterna.
Con un puñado de sal del bolsillo en una mano y la linterna en la otra, Seth encabezó la marcha. El tramo de escaleras era más largo de lo que cabría esperar en una escalera que bajaba a un sótano: tenía más de veinte escalones. Al pie de la escalera, el foco de la linterna iluminó un pasillito desnudo que terminaba en una puerta de hierro.
Avanzaron hasta la puerta. Debajo del picaporte había una cerradura. Seth trató de girar el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave. En la parte inferior había una pequeña trampilla.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es para los duendecillos, para que puedan entrar a arreglar cosas.
Seth empujó la trampilla.
—¡Abuelo! ¡Lena! ¿Hay alguien ahí?
Esperaron en vano una respuesta. Seth repitió la llamada una vez más, antes de ponerse de pie y alumbrar con la linterna el hueco de la trampilla.
—¿Ninguna de tus llaves valdría para abrir esta cerradura? —preguntó.
—Son demasiado pequeñas.
—Puede que haya una llave escondida en algún rincón del dormitorio del abuelo.
—Si estuvieran aquí abajo, supongo que nos responderían.
Kendra y Seth empezaron a subir las escaleras. Una vez arriba oyeron un gemido fuerte y profundo que se prolongó durante al menos diez segundos. El penetrante sonido procedía del exterior. Era demasiado fuerte como para que lo hubiera emitido un ser humano. Fueron corriendo al porche trasero. El gemido había cesado. Era difícil saber de dónde procedía.
Aguardaron, mirando a su alrededor, esperando que aquel insólito sonido volviera a oírse. Al cabo de un par de tensos minutos, Kendra rompió el silencio.
—¿Qué ha sido eso?
—Apuesto a que era lo que tiene apresados al abuelo y a Lena —dijo Seth—. Y no ha sonado muy lejos de aquí.
—Sonaba a algo de gran tamaño.
—Sí.
—Tamaño ballena.
—Llevamos la sal —le recordó Seth—. Tenemos que seguir el rastro.
—¿Estás seguro de que es una buena idea?
—¿Tienes otra mejor?
—No sé. ¿Esperar a ver si aparecen por su propio pie? A lo mejor se escapan.
—Si eso no ha ocurrido ya, no va a ocurrir. Iremos con cuidado, y nos aseguraremos de regresar antes de que se haga de noche. No nos pasará nada. Llevamos la sal. Actúa como si fuera un ácido.
—Si algo sale mal, ¿quién nos salvará? —preguntó Kendra.
—No tienes que venir si no quieres. Pero yo sí voy.
Seth bajó a toda prisa los escalones del porche y empezó a atravesar el jardín. Kendra le siguió a regañadientes. No estaba segura de cómo iban a organizar un rescate si achicharrar al monstruo con la sal no daba resultado. Pero Seth tenía razón en una cosa: no podían abandonar al abuelo.
Kendra dio alcance a su hermano en el arriate donde habían encontrado la primera huella. Examinando la hierba, siguieron una sucesión de agujeros del tamaño de una moneda de cinco centavos que discurría por el césped. Los orificios se sucedían separados entre sí por una distancia de unos metros y seguían una línea generalmente recta que rebasaba el granero y abandonaba finalmente el jardín por un angosto sendero que se perdía en el bosque.
Al no estar ya medio oculto entre la hierba, seguir el rastro se volvió aún más fácil. Dejaron atrás un par de intersecciones, pero el camino resultaba siempre evidente. Las huellas de la criatura que había dejado aquellos agujeros en la tierra eran inconfundibles. Progresaban rápidamente. Kendra se mantenía alerta, observando bien los árboles por si hubiera alguna bestia mítica, pero no encontró nada más extraordinario que un jilguero y varias ardillas.
—Me muero de hambre —dijo Seth.
—Yo estoy bien. Pero me está entrando sueño.
—No lo pienses.
—Empieza a dolerme la garganta —añadió Kendra—. Ya sabes, llevamos despiertos casi treinta horas.
—Yo no estoy tan cansado —dijo Seth—. Sólo hambriento. Deberíamos haber buscado comida en la despensa. No puede estar todo destrozado.
—No tendremos tanta hambre si no pensamos en ello todo el rato.
De repente, Seth se detuvo en seco.
—Oh, oh.
—¿Qué?
Seth dio varios pasos hacia delante. Se inclinó hacia el suelo y retrocedió de espaldas hasta más allá de donde se encontraba su hermana. Luego volvió a avanzar hacia delante, más despacio esta vez, apartando con la punta del pie cualquier hoja o ramita que hubiera en el camino. Kendra entendió cuál era el problema antes de que Seth le pusiera palabras.
—No hay más agujeros.
Kendra le ayudó a repasar el terreno. Entre los dos, analizaron el mismo segmento de sendero varias veces. A continuación, Seth empezó a buscar fuera del camino.
—Esto podría ser chungo —dijo.
—Hay mucha maleza —coincidió Kendra.
—Si pudiéramos encontrar aunque sólo fuera un agujero, sabríamos en qué dirección fue.
—Si abandonó el camino, nunca podremos seguir el rastro.
Seth gateó a cuatro patas por el borde del camino, rebuscando bajo el mantillo de debajo de la maleza. Kendra cogió un palo y lo usó para apartar obstáculos y buscar el rastro.
—No hagas agujeros —le avisó Seth.
—Sólo estoy apartando hojas.
—Podrías hacerlo con las manos.
—Si quisiera acabar con picaduras y un sarpullido.
—Eh, aquí está. —Mostró a Kendra un agujero a una distancia de aproximadamente metro y medio desde el último que habían encontrado en el camino—. Giró a la izquierda.
—En diagonal.
Kendra dibujó una línea con la mano que conectaba los dos puntos y continuaba bosque adentro.
—Pero podría haber vuelto a girar —apuntó Seth—. Deberíamos encontrar el siguiente.
Encontrar el siguiente agujero les llevó casi quince minutos. Aquello demostraba que la criatura había girado ciertamente casi del todo a la izquierda, colocándose en perpendicular al camino.
—¿Y si giró más veces? —preguntó Kendra.
—Estaría volviendo sobre sus propios pasos.
—A lo mejor quería despistar a quien lo siguiese.
Seth avanzó metro y medio más y encontró el siguiente agujero casi al instante. El hallazgo confirmó que el nuevo curso era perpendicular al sendero.
—Por esta zona la maleza no es tan tupida —observó Seth.
—Seth, vamos a tardar todo el día en dar con veinte zancadas.
—No pretendo seguir sus huellas exactamente. Sólo avanzar un rato en la misma dirección que tomó. A lo mejor nos cruzamos con un sendero y podemos seguir otra vez el rastro. O a lo mejor vive por aquí cerca.
Kendra se metió una mano en el bolsillo para tocar la sal.
—No me hace gracia dejar el sendero.
—A mí tampoco. No iremos muy lejos. Pero parece que a esta cosa le gustan los senderos. Todo este rato vino por uno. Puede que estemos a punto de hacer un descubrimiento. Merece la pena seguir un poco más sólo para comprobarlo.
Kendra miró a su hermano fijamente.
—Vale, pero ¿y si lo que nos encontramos es una cueva?
—Echamos un vistazo.
—¿Y si oímos respiraciones procedentes de la cueva?
—No hace falta que entres. Ya miraré yo. Se trata de encontrar al abuelo.
Kendra se mordió la lengua. Estuvo a punto de decir que si le encontraban allí, seguramente estaría hecho pedazos.
—Vale, sólo un poco más.
Caminaron en línea recta, alejándose del sendero. Observaban el suelo todo el tiempo, pero no volvieron a encontrar más agujeros. No mucho rato después cruzaron el lecho seco y pedregoso de un arroyo. A pocos metros de allí atravesaron un pradito. Los arbustos y las flores silvestres les llegaban casi hasta la cintura.
—Yo no veo ningún otro rastro —dijo Kendra—. Ni ninguna guarida de monstruo.
—Echemos un buen vistazo por el prado —propuso Seth.
Realizó una búsqueda exhaustiva por el perímetro del prado pero tampoco encontró ni agujeros ni huellas.
—Aceptémoslo —dijo Kendra—. Si tratamos de seguir más allá, estaremos andando a ciegas.
—¿Y si subimos a esa colina? —sugirió Seth, señalando el punto más elevado que se divisaba desde el prado, a menos de un cuarto de kilómetro de distancia—. Si fuésemos a hacernos una casa por estos alrededores, elegiríamos aquel alto. Además, si conseguimos subir ahí, tendremos mejores vistas de toda el área. Con estos árboles, a duras penas distinguimos algo.
Kendra apretó los labios. La colina no era muy empinada; sería fácil subirla. Y no estaba demasiado lejos.
—Si no encontramos nada allí arriba, ¿damos la vuelta?
—Trato hecho.
Marcharon en dirección a la colina, que estaba en una línea completamente diferente del curso que habían tomado inicialmente desde el sendero. Conforme se abrían paso por entre una maleza cada vez más densa, oyeron de pronto el chasquido de una ramita a un lado. Se detuvieron a escuchar con atención.
—Me estoy poniendo bastante nerviosa —confesó Kendra en voz baja.
—Está todo bien. Seguramente habrá sido sólo una piña que se ha caído de un árbol.
Kendra trató de quitarse de la mente las imágenes que le venían de la pálida mujer del vestido negro y ondulante. Sólo de pensar en ella se quedó helada. Si la veía en el bosque, temía que simplemente se haría un ovillo en el suelo y dejaría que la apresase.
—Estoy perdiendo la pista de hacia dónde nos dirigimos —dijo. Al caminar de nuevo entre los árboles, habían dejado de ver tanto la colina como la pradera.
—Llevo mi brújula.
—Así, si todo lo demás falla, siempre podremos encontrar el polo Norte.
—El sendero que seguimos antes discurría en dirección noroeste —la tranquilizó Seth—. Luego, lo abandonamos para ir en dirección suroeste. La colina está al oeste, y el prado al este.
—Eso está bastante bien.
—El truco consiste simplemente en fijarse.
Poco después, los árboles empezaron a escasear y se encontraron ascendiendo la colina. Con los árboles cada vez más distanciados entre sí, la maleza crecía más alta y los arbustos eran más grandes. Kendra y Seth subieron la moderada pendiente en dirección a la cumbre.
—¿Hueles eso? —preguntó Seth.
Kendra se detuvo.
—Como si alguien estuviera cocinando.
El aroma era leve pero, una vez percibido, notorio. Kendra estudió la zona con repentina sensación de alarma.
—Oh, Dios mío —dijo, al tiempo que se agachaba en cuclillas.
—¿Qué?
—Agáchate.
Seth se arrodilló a su lado. Kendra señaló en dirección a la cumbre de la colina. A un lado se elevaba una tenue columna de humo, fina y temblorosa.
—Sí —susurró él—. Puede que lo hayamos encontrado.
Una vez más, Kendra tuvo que morderse la lengua. Esperaba que nadie estuviera cocinando al abuelo.
—¿Qué hacemos?
—Quédate aquí —dijo Seth—. Iré a ver qué es.
—No quiero quedarme sola.
—Pues entonces ven conmigo, pero mantente un poco retrasada. No queremos que nos cojan a los dos a la vez. Ten preparada la sal.
No hacía falta que se lo recordara. Su única preocupación sobre la sal era que el sudor de sus manos la convirtiera en una pasta.
Seth se alejó reptando, siempre agachado, usando los arbustos a modo de protección, y se abrió paso poco a poco en dirección a la delgada columna de humo. Kendra imitó sus movimientos, impresionada ante el fruto que finalmente daban tantas horas de jugar a los soldaditos. Incluso ahora que le seguía, tuvo que hacer esfuerzos para aceptar lo que estaban haciendo. Acercarse a hurtadillas a la guarida de un cuco monstruoso para pillarlo por sorpresa se contaba entre las actividades sin las cuales Kendra podía vivir. ¿No deberían estar escabullándose de allí, más bien?
La trémula hilaza de humo estaba cada vez más cerca. Seth hizo una señal a Kendra con el brazo para que se acercara. Ella se acurrucó a su lado, detrás de un arbusto ancho dos veces más alto que ella, y trató de mantener una respiración tranquila. Seth arrimó los labios al oído de su hermana.
—Podré ver lo que está pasando ahí cuando rodeé este arbusto. Trataré de chillar si me capturan o me pasa algo parecido. Estate preparada.
Ella pegó su boca al oído de él.
—Si me juegas una mala pasada, te prometo que te mataré, en serio.
—No lo haré. Yo también estoy asustado.
Él reanudó el avance sigilosamente. Kendra intentó calmarse. Esperar era una tortura. Se planteó rodear el arbusto para echar un vistazo rápido, pero no logró reunir el valor necesario. El silencio era buena señal, ¿verdad? A menos que hubiesen derribado a Seth de manera fulminante con un dardo venenoso.
La pausa se alargó de forma despiadada. Entonces, oyó que Seth retornaba menos cautelosamente que cuando se había ido. Al rodear el arbusto, iba caminando recto y diciendo:
—Ven aquí, tienes que ver esto.
—¿Qué es?
—No asusta.
Kendra rodeó el arbusto con él, tensa aún. Más adelante, en un claro próximo a la cumbre de la colina, vio el origen del fino hilo de humo: un cilindro de piedra, que les llegaría por la cintura aproximadamente, con un cabrestante de madera y un cubo colgando.
—¿Un pozo?
—Sí. Ven a oler.
Se acercaron al pozo. Aun de cerca, el humo que se elevaba seguía siendo vaporoso y poco definido. Kendra se asomó a mirar y clavó la vista en la profunda oscuridad.
—Huele bien.
—A sopa —dijo Seth—. Carne, verduras, especias.
—¿Será sólo que tengo hambre? Huele de maravilla.
—Opino lo mismo. ¿Deberíamos probar un poco?
—¿Echo el cubo? —preguntó Kendra, escéptica.
—¿Por qué no? —replicó Seth.
—Ahí abajo podría haber criaturas.
—No lo creo —dijo él.
—Tú piensas que no es más que un pozo lleno de sopa —se mofó Kendra.
—Te recuerdo que estamos dentro de una reserva mágica.
—Por lo que sabemos, podría ser venenoso.
—Echar un vistazo no puede hacernos ningún daño —insistió Seth—. Me muero de hambre. Además, no todo lo que hay aquí es malo. Apuesto a que aquí es adonde vienen a cenar los habitantes fantásticos del lugar. Mira, si hasta tiene manivela.
Empezó a girar el cabrestante, haciendo descender así el cubo a lo oscuro.
—Yo vigilo —dijo Kendra.
—Buena idea.
Kendra se sintió expuesta. Se encontraban tan lejos aún de la cumbre que no podía ver nada en la otra punta de la colina, pero sí estaban lo bastante altos como para dominar desde allí un amplio panorama de árboles y tierra cuando dirigió la vista pendiente abajo. Con la escasa cobertura que apenas protegía el pozo, le preocupó que unos ojos escondidos pudieran estar espiándolos desde el follaje de abajo.
Seth siguió desenrollando la cuerda e hizo bajar el cubo cada vez más. Al final oyó el chapoteo que indicaba que había tocado el líquido del fondo. La cuerda se aflojó un tanto. Al poco, empezó a enrollarla de nuevo para subir el cubo.
—Deprisa —le apremió Kendra.
—Eso hago. Es muy hondo.
—Tengo miedo de que todos los seres del bosque puedan estar viéndonos.
—Ya llega.
Dejó de darle a la manivela y sacó los últimos metros de cuerda con las manos hasta dejar el cubo apoyado en el pretil del pozo.
Kendra se acercó a su lado. Dentro del cubo de madera flotaban en un fragante caldo amarillo trozos de carne, rodajas de zanahoria, patatas cortadas y cebolla.
—Parece un guiso normal y corriente —dijo Kendra.
—Mejor que normal. Yo voy a probar un poco.
—¡Ni se te ocurra! —le advirtió ella.
—Anímate. —Seth cogió con los dedos un trozo de carne que chorreaba caldo y la probó—. ¡Está rico! —anunció. Luego sacó una patata y emitió el mismo veredicto. Inclinando el cubo, sorbió directamente el caldo—. ¡Alucinante! —exclamó—. Tienes que probarlo.
Desde detrás del mismo arbusto que habían utilizado como último escondrijo durante su maniobra de aproximación al pozo emergió una criatura. Se trataba de un hombre desnudo de cintura para arriba. Tenía el pecho llamativamente peludo y un par de afilados cuernos por encima de la frente. De cintura para abajo presentaba unas greñudas patas de cabra. Blandiendo un cuchillo, el sátiro cargó contra ellos.
Kendra y Seth se dieron la vuelta, alarmados al oír el trote de las pezuñas que subían a todo correr por la pendiente.
—La sal —soltó Seth, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos.
Mientras él trataba de coger la sal, Kendra corrió a colocarse detrás del pozo, de modo que este quedó entre ella y el atacante. Seth no. Él se mantuvo donde estaba y, cuando el sátiro se encontraba a un par de pasos de distancia, le tiró un puñado de sal.
El sátiro se detuvo en seco, obviamente sorprendido por la nube de sal. Seth le tiró un segundo puñado y volvió a meter la mano en el bolsillo para coger más. La sal ni chisporroteó ni emitió destello alguno. Pero el sátiro se había quedado anonadado.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con un murmullo.
—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó Seth.
—No, no puedes. Estás echando a perder nuestra operación. —El sátiro embistió de nuevo, pero dejando a Seth a un lado, y cortó la cuerda con el cuchillo—. Ya llega.
—¿Quién?
—Yo me ahorraría las preguntas para más tarde —dijo el sátiro, que enrolló la cuerda hasta dejarla bien tensa en el cabrestante.
A continuación, agarró el cubo y echó a trotar pendiente abajo, derramando la sopa en la carrera.
Kendra oyó, procedente del otro lado de la colina, un rumor de hojas y ramas que se partían. Seth y ella siguieron al sátiro.
Este se metió directamente en el arbusto tras el cual Kendra se había acurrucado un rato antes. Seth y su hermana se ocultaron tras él como había hecho el hombre cabra.
Nada más esconderse, apareció una mujer corpulenta y horripilante que se acercó al pozo. Tenía la cara ancha y chata, y unos lóbulos flácidos que le colgaban casi hasta los fornidos hombros. El pecho deforme le bajaba por dentro de una casaca vasta de confección casera. Su tez, que parecía de piel de aguacate, presentaba una textura rugosa que la hacía parecerse a la pana. Sus cabellos eran canosos y los llevaba revueltos y enmarañados, y su complexión rayaba en la obesidad. El pozo apenas le llegaba a las rodillas, lo que la hacía considerablemente más alta que Hugo. Al andar, se balanceaba a un lado y otro, y respiraba con fuerza por la boca.
Se dobló por la cintura y palpó el pozo, con lo que la estructura de madera recibió un buen mamporro.
—La ogresa no ve tres en un burro —susurró el sátiro.
Al decir esto, la ogresa levantó la cabeza de golpe y refunfuñó en un idioma gutural. Luego se apartó del pozo dando un par de bamboleantes pasos, se sentó en cuclillas y olisqueó la parte del suelo en la que Seth había tirado la sal.
—Aquí ha habió gentes —sentenció en tono acusatorio, con voz ronca y acento marcado—. ¿Dónde estar ustedes gentes?
El sátiro se puso un dedo en los labios. Kendra estaba totalmente inmóvil y trataba de respirar con suavidad, pese a la tensión. Intentó planear en qué dirección saldría corriendo.
La ogresa echó a andar pesadamente pendiente abajo en dirección a su escondrijo, olisqueando arriba y abajo.
—He oído gentes. He olido gentes. Y huelo mi guiso. Otra vez gentes han estado con mi guiso. Salgan ahora mismo pa disculparse.
El sátiro sacudió la cabeza e hizo el gesto de cortarse el cuello con un dedo para enfatizar la orden. Seth se metió una mano en el bolsillo. El sátiro le tocó la muñeca y sacudió la cabeza en gesto de negación, mirándole con el ceño fruncido.
La ogresa había recorrido ya la mitad de la distancia que la separaba del arbusto.
—Ya que a ustedes gentes tanto gusta mi guiso, a lo mejor quieren darse baño en él.
Kendra reprimió el impulso de salir pitando. La ogresa se les echaría encima en cuestión de segundos. Pero parecía que el sátiro sabía lo que hacía. Levantó una mano, indicándoles tácitamente que no se movieran ni hicieran ruido.
Sin previo aviso, algo empezó a formar un alboroto tremendo entre los arbustos, a unos veinte metros a su derecha. La ogresa volvió el cuerpo y se lanzó en dirección al alboroto con una manera de andar poco elegante pero rápida.
El sátiro hizo una señal de afirmación con la cabeza. Los tres salieron gateando del arbusto y echaron a correr colina abajo. A su espalda, la ogresa se detuvo en plena carrerilla y cambió de dirección para ir por ellos. El hombre cabra tiró el cubo en medio de unos setos de espino y brincó para salvar un tronco caído. Kendra y Seth corrieron tras él.
Propulsada por su propio impulso cuesta abajo, Kendra se encontró corriendo a zancadas más largas de lo que hubiera deseado. Cada vez que un pie suyo tocaba el suelo se convertía en una nueva oportunidad para perder el equilibrio y caerse. Seth iba un par de pasos por delante de ella, mientras que el veloz sátiro aumentaba poco a poco la distancia que los separaba.
Sin prestar la menor atención a los posibles obstáculos, la ogresa los perseguía ruidosamente, pisoteando arbustos y arrancando ramas a su paso. Respiraba entrecortadamente, con pitidos y la boca húmeda, y de vez en cuando soltaba alguna maldición, en su idioma ininteligible. Pese a su tamaño descomunal y a su aparente agotamiento, la contrahecha mujerona progresaba a gran velocidad.
La pendiente se niveló. Kendra notó que a su espalda la ogresa sufría una caída, acompañada de los chasquidos de las ramas y de los troncos caídos al partirse debajo de ella, con lo que se creó un estruendo de fuegos artificiales. Kendra echó la vista atrás y vio que la fornida ogresa ya estaba poniéndose de nuevo en pie.
El sátiro los condujo hasta una quebrada no muy honda, donde encontraron la amplia entrada a un túnel oscuro.
—Por aquí —dijo, y se lanzó al interior del túnel a toda velocidad.
Aunque parecía lo suficientemente espacioso como para que la perseguidora cupiera por él, Seth y Kendra le siguieron sin rechistar. El sátiro parecía seguro de lo que hacía y hasta entonces había tenido razón en todo.
El túnel iba volviéndose cada vez más oscuro a medida que se adentraban en él. Unas fuertes pisadas los siguieron. Kendra miró hacia atrás. La ogresa llenaba todo el pasadizo subterráneo, impidiendo el paso de prácticamente toda la luz que se filtraba desde la abertura.
Empezaba a costar distinguir al sátiro. El túnel se estrechó. A escasos metros por detrás de Kendra se oía la respiración entrecortada y las toses de la ogresa. Con suerte, le iba a dar un ataque al corazón y se iba a desplomar allí mismo.
En un momento dado, la oscuridad se tornó absoluta. Entonces, empezó a aparecer algo de luz. El túnel siguió encogiendo. Al poco, Kendra tuvo que avanzar agachada y podía tocar las paredes de ambos lados con las manos. El sátiro aflojó la marcha y miró atrás con una sonrisa maliciosa. Kendra también miró por encima de su hombro para comprobar la situación.
La jadeante ogresa iba a gatas. Entonces, cayó hacia delante sobre la panza para seguir avanzado a rastras, con pitidos y toses. Cuando ya no pudo arrastrarse más, rugió de impotencia, emitiendo un crispado grito gutural. Después se oyó como si vomitase.
Delante de ellos, el sátiro avanzaba a cuatro patas. El pasadizo se inclinaba hacia arriba. Salieron por un boquete a una hondonada en forma de cuenco. Esperándolos fuera había otro sátiro. Este tenía la pelambre más rojiza que el primero, así como unos cuernos algo más largos. Una vez fuera, les hizo una señal para que le siguieran.
Los dos sátiros y los dos niños corrieron como locos por el bosque unos cuantos minutos más. Al llegar a un claro con un pequeño estanque, el sátiro pelirrojo se detuvo y se dio la vuelta para mirar a los demás.
—¿Qué pretendíais? ¿Arruinar nuestra operación? —preguntó.
—Menuda chapuza —coincidió el otro sátiro.
—No lo sabíamos —dijo Kendra—. Creímos que era un pozo.
—¿Creísteis que una chimenea era un pozo? —protestó el pelirrojo—. ¿He de suponer que a veces confundís también los carámbanos con las zanahorias? ¿O las carretas con los retretes?
—Tenía un cubo —dijo Seth.
—Y salía del suelo —añadió Kendra.
—Tienen parte de razón —admitió el otro sátiro.
—Estabais en el tejado de la madriguera de la ogresa —les explicó el pelirrojo.
—Ahora lo entendemos —dijo Seth—. Pensábamos que era una colina.
—No hay nada malo en birlarle un poco de sopa de su caldero —siguió diciendo el pelirrojo—. Nosotros procuramos ser generosos con lo que tenemos. Pero es preciso aplicar cierta dosis de delicadeza. Un poquito de finura. Al menos esperad a que la vieja señora se duerma. ¿Quiénes sois, de todos modos?
—Seth Sorenson.
—Kendra.
—Yo soy Newel —dijo el pelirrojo—. Este es Doren. ¿Os hacéis cargo de que seguramente tendremos que idear todo un nuevo sistema de extracción?
—La ogresa destruirá el viejo —aclaró Doren.
—Casi costará más esfuerzo que cocinarnos nosotros mismos nuestro propio guiso —añadió Newel, enfurruñado.
—Nunca nos queda tan bien como a ella —se lamentó Doren.
—Tiene un don —coincidió Newel.
—Lo sentimos mucho —se disculpó Kendra—. Estábamos un poco perdidos.
Doren le restó importancia moviendo la mano.
—No os preocupéis. Es que nos hace gracia ponernos chulitos. Si lo que hubieseis echado a perder fuera nuestro vino, sería otro cantar.
—Aun así —intervino Newel—, un tío tiene que comer, y guiso gratis es guiso gratis.
—Encontraremos la manera de compensaros —aseguró Kendra.
—Nosotros también —dijo Newel.
—Por casualidad, ¿no tendréis… pilas? —preguntó Doren.
—¿Pilas? —preguntó Seth, arrugando la nariz.
—Tamaño C —puntualizó Newel. Kendra se cruzó de brazos.
—¿Por qué queréis pilas?
—Porque brillan —respondió Newel, dándole un codazo a Doren.
—Las veneramos —explicó Doren, y asintió con expresión de sabiduría—. Para nosotros son como pequeñas deidades.
Los chicos miraron atónitos a los hombres cabra, sin saber muy bien cómo continuar la conversación. Era evidente que mentía.
—De acuerdo —concedió Newel—. Es que tenemos una tele portátil.
—No se lo digáis a Stan.
—Teníamos un montón de pilas, pero se nos han terminado.
—Y nuestro suministrador ya no trabaja aquí.
—Podríamos llegar a un arreglo. —Newel abrió las manos en gesto diplomático—. Un puñado de pilas en muestra de arrepentimiento por habernos fastidiado el trasvase de guiso.
—Luego, podemos hacer negocios con otras cosas. Oro, birras, lo que se os ocurra. —Doren bajó un poco el volumen y añadió—: Por supuesto, tendríamos que mantener en secreto el acuerdo.
—A Stan no le mola que veamos la tele —explicó Newel.
—¿Conocéis a nuestro abuelo? —preguntó Seth.
—¿Y quién no? —dijo Newel.
—¿No le habréis visto últimamente? —preguntó Kendra.
—Sí, claro. La semana pasada, sin ir más lejos —dijo Doren.
—Me refiero desde anoche.
—No, ¿por? —preguntó Newel.
—¿No os habéis enterado? —preguntó Seth.
Los sátiros se miraron y se encogieron de hombros.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Newel.
—Anoche secuestraron a nuestro abuelo —dijo Kendra.
—¿Cómo que lo acostaron? —dijo Newel.
—Dicen que lo secuestraron —le explicó Doren.
Kendra asintió.
—Entraron unas criaturas en la casa y se lo llevaron a él y a nuestra ama de llaves.
—¿Y a Dale no? —preguntó Doren.
—Creemos que no —respondió Seth.
Newel sacudió la cabeza.
—Pobre Dale. Nunca ha sido muy popular.
—Tiene un pésimo sentido del humor —coincidió Doren—. Demasiado callado.
—Vosotros no sabréis quién puede haberlos secuestrado, ¿verdad? —preguntó Kendra.
—¿La noche del solsticio de verano? —dijo Newel, y levantó las manos—. Cualquiera. Seguro que lo adivináis antes que yo.
—¿Podríais ayudarnos a encontrarle? —preguntó Seth.
Los sátiros se cruzaron una mirada incómoda.
—Sí, vaya —empezó a decir Newel, con actitud de sentirse incómodo con la situación—, es que tenemos una semanita fina.
—Mogollón de compromisos —confirmó Doren, al tiempo que retrocedía un poco.
—Ya veis, ahora que lo he pensado —añadió Newel—, puede que, de todos modos, hubiésemos necesitado un nuevo sistema de poleas y jarcias para la chimenea. ¿Y si cada cual se va por su camino y lo dejamos estar?
—No os toméis a pecho nada de lo que hemos dicho —apuntó Doren—. Estábamos siendo satíricos.
Seth dio un paso adelante.
—¿Sabéis algo y no queréis decírnoslo?
—No es eso —dijo Newel, que continuaba con su paulatina retirada—. Es simplemente que hoy es el primer día del verano. Estamos a tope.
—Gracias por habernos ayudado a huir de la ogresa —intervino Kendra.
—Ha sido un placer —repuso Newel.
—Todo incluido en el lote —añadió Doren.
—¿Al menos podríais indicarnos la dirección para volver a casa, chicos? —preguntó Seth.
Los sátiros dejaron de retroceder. Doren extendió un brazo.
—Allí hay un camino.
—Cuando lleguéis a él, doblad a la derecha —añadió Newel.
—Así estaréis en la dirección adecuada para iniciar la vuelta a casa.
Los sátiros se volvieron a toda prisa y echaron a correr entre los árboles.