10

La noche del solsticio de verano

El abuelo golpeó los troncos de la chimenea con el atizador. Un chorro de chispas ascendió por el tiro cuando uno de los troncos se partió por la mitad dejando al descubierto su interior de ascuas candentes. Dale se sirvió una taza de humeante café y se echó tres cucharadas de azúcar. Lena escudriñaba el jardín a través de las persianas de una ventana.

—Dentro de nada el sol tocará el horizonte —anunció.

Kendra estaba sentada al lado de Seth en el sofá y miraba al abuelo azuzar el fuego. Los preparativos habían concluido. Los accesos a la vivienda se veían atestados de farolillos de calabaza.

Lena tenía razón: Dale había tallado más de doscientos. No llegaban a treinta las hadas que se habían presentado a cumplir con su cometido, muchas menos de las que había esperado el abuelo, incluso teniendo en cuenta la reciente tensión en sus relaciones.

Habían colocado ocho farolillos de hada en el tejado del desván, cuatro en cada ventana. La mayoría de las calabazas estaban iluminadas con tubos de neón, dos en cada una. Al parecer, el abuelo Sorenson los había encargado por cajas.

—¿Empezará nada más ponerse el sol? —preguntó Seth.

—En realidad las cosas no empezarán a moverse hasta el fin del crepúsculo —le explicó el abuelo, al tiempo que dejaba el atizador junto a los demás instrumentos de la chimenea—. Pero ha llegado el momento de que os retiréis a vuestros aposentos, muchachos.

—Yo quiero quedarme levantado con vosotros —se quejó Seth.

—El cuarto del desván es el lugar más seguro de la casa —repitió el abuelo.

—¿Por qué no vamos todos al desván? —preguntó Kendra. El abuelo sacudió la cabeza.

—Los conjuros que hacen impenetrable el desván sólo funcionan si lo ocupan niños. Sin niños, o con adultos en la habitación, las barreras pierden todo su efecto.

—¿No se supone que la casa entera es segura? —preguntó Kendra.

—Eso creo, pero en una reserva encantada nunca se puede dar nada por definitivo. Me inquieta el escaso número de hadas que se han presentado esta tarde. Me preocupa que esta pueda ser una noche de solsticio de verano especialmente tumultuosa. Tal vez la peor desde que vivo aquí.

Un largo y lastimero aullido subrayó sus palabras. A esta inquietante llamada respondió otro aullido, más fuerte y más cercano, rematado con una risa socarrona. Kendra notó escalofríos en la espalda.

—El sol se ha puesto —informó Lena desde la ventana. Entornó los ojos y se llevó una mano a la boca. Cerró la tablilla de la persiana y se apartó de ella—. Están entrando en el jardín.

Kendra se inclinó hacia delante. Lena parecía alterada de verdad. Había palidecido visiblemente. Sus ojos negros traslucían conmoción.

El abuelo frunció el entrecejo.

—¿Tan mal está la cosa?

Ella asintió.

El abuelo dio una palmada al juntar las manos.

—Al desván.

La tensión que se respiraba en el salón impidió a Kendra pronunciar protesta alguna. Por lo visto, Seth había percibido la misma urgencia. El abuelo Sorenson los siguió escaleras arriba, por el pasillo y luego hasta la puerta de su habitación.

—Meteos debajo de las sábanas —dijo el abuelo.

—¿Qué hay alrededor de las camas? —preguntó Seth, examinando el suelo.

—Círculos de una sal especial —respondió el abuelo—. Una medida extra de protección.

Kendra pasó con cuidado por encima de la sal, apartó la ropa de cama y se metió en la cama. Las sábanas estaban frías. El abuelo le entregó un par de mullidos cilindritos.

—Tapones para los oídos —dijo, y le pasó otro par a Seth—. Os sugiero que os los pongáis. Deberían contribuir a amortiguar el alboroto, para que podáis dormir.

—¿Nos los metemos sin más en los oídos? —preguntó Seth mientras analizaba uno de los tapones, receloso.

—Esa es la idea —dijo el abuelo.

Un estallido de risas agudísimas ascendió desde el jardín. Kendra y Seth se intercambiaron una mirada de preocupación. El abuelo se sentó en el borde de la cama de Kendra.

—Chicos, necesito que esta noche seáis valientes y responsables.

Ellos asintieron en silencio.

—Deberíais saber —prosiguió— que no os dejé venir aquí solamente por hacerles un favor a vuestros padres. Vuestra abuela y yo nos estamos haciendo viejos. Llegará un día en que otros tendrán que atender la reserva. Es preciso que encontremos a nuestros herederos. Dale es un hombre bueno, pero no le interesa convertirse en el gerente del lugar. Vosotros, chicos, me habéis impresionado hasta ahora. Sois brillantes, arriesgados y valientes.

»Vivir aquí entraña una serie de aspectos desagradables. Las noches festivas son buena muestra de ello. Tal vez os preguntéis por qué no nos marchamos todos directamente a pasar la noche en un hotel. Si lo hiciéramos, al regresar nos encontraríamos la casa en ruinas. Nuestra presencia resulta esencial para que funcione la magia que protege estas paredes. Si alguna vez vais a tener algo que ver con el trabajo que se lleva a cabo en esta reserva, os hará falta aprender a lidiar con determinadas realidades poco agradables. Tomaos esta noche como una prueba. Si el clamor caótico de ahí fuera os parece demasiado, entonces este no es vuestro lugar. No tenéis de qué avergonzaros. Raras son las personas que de verdad encajan aquí.

—Estaremos bien —dijo Seth.

—Así lo creo. Escuchad atentamente las últimas instrucciones que voy a daros. En cuanto salga por esa puerta, da igual lo que oigáis, da igual lo que ocurra: no debéis salir de la cama. No vendremos a ver cómo estáis hasta mañana por la mañana. Puede que creáis que Lena, Dale o yo os llamamos u os pedimos entrar. Estáis avisados: no seremos nosotros.

»Esta habitación es inexpugnable, a no ser que abráis una ventana o la puerta. Quedaos metidos en la cama y no pasará nada. Con los farolillos de hada junto a la ventana, lo normal es que nada se acerque a esta parte de la casa. Tratad de no hacer caso del tumulto de la noche, y mañana nos tomaremos todos juntos un desayuno especial. ¿Alguna pregunta?

—Tengo miedo —dijo Kendra—. No te vayas.

—Estaréis más seguros sin mí. Montaremos guardia toda la noche en la planta de abajo. Todo irá bien. Simplemente procurad dormir.

—Tranqui, abuelo —dijo Seth—. Cuidaré de ella.

—Y de ti mismo también —repuso el abuelo con tono firme—. Hacedme caso esta noche. Esto no es un juego.

—Así lo haré.

Fuera el viento empezó a silbar entre los árboles. El día había sido apacible, pero ahora un rugiente vendaval azotaba la casa. Por encima de sus cabezas las tejas repiqueteaban y las vigas crujían.

El abuelo cruzó la habitación en dirección a la puerta.

—Soplan unos vientos extraños. Será mejor que baje. Buenas noches, que durmáis bien, os veré al amanecer.

Cerró la puerta. El viento amainó. Ricitos de Oro cloqueó bajito.

—Esto tiene que ser una broma —dijo Kendra.

—Sé que lo parece —contestó Seth—. Pero prácticamente estoy meándome en la cama.

—Yo no creo que pegue ojo en toda la noche.

—Yo sé que no pegaré ojo.

—Será mejor que lo intentemos —dijo Kendra.

—Vale.

Kendra se puso los tapones. Cerró los ojos, se hizo un ovillo y se acurrucó debajo de las sábanas. Lo único que tenía que hacer era dormirse, y podría escapar de los aterradores sonidos de la noche. Se obligó a sí misma a relajar todos los músculos del cuerpo y trató de despejar su mente.

Costaba mucho no fantasear sobre la idea de heredar la finca. ¡De ningún modo se la dejarían a Seth! ¡Haría saltar por los aires todo el lugar al cabo de cinco minutos! ¿Cómo sería conocer todos los secretos misteriosos de Fablehaven? Si estuviera ella sola podría dar mucho miedo. Tendría que compartir el secreto con sus padres, para que pudieran vivir con ella.

A los pocos minutos rodó hacia el otro lado. Siempre le costaba un montón dormirse cuando se empeñaba demasiado en ello. Intentó no pensar en nada, concentrarse en mantener una respiración serena y acompasada. Seth decía algo, pero los tapones amortiguaban sus palabras. Se los quitó.

—¿Qué dices?

—Digo que el suspense me está matando. ¿De verdad estás usando los tapones?

—Pues claro. ¿Tú no?

—Yo no quiero perderme nada.

—¿Estás chalado?

—No tengo nada de sueño —respondió él—. ¿Y tú?

—No mucho.

—¿Qué te apuestas a que me atrevo a mirar por la ventana?

—¡No seas estúpido!

—Apenas se ha hecho de noche. ¿Qué mejor momento para mirar?

—¿Qué te parece «nunca»?

—Eres más gallina que Ricitos de Oro.

—Y tú tienes menos sesos que Hugo.

El viento volvió a soplar, ganando fuerza poco a poco. Unos gemidos quebrados resonaron como un eco en la brisa, con diferentes tonos de lamento, y formaron unas armonías discordantes fantasmagóricas. Un chillido largo parecido a un canto de pájaro se impuso al espectral coro de gemidos; se inició en una punta de la casa, pasó por encima de ellos y finalmente se desvaneció. A lo lejos empezó a sonar el tañido de una campana. A Seth ya no se le veía tan valiente.

—A lo mejor deberíamos dormir un poco —concedió, y se puso los tapones.

Kendra hizo lo mismo. Los sonidos quedaron amortiguados, pero siguieron: el viento fantasma cargado de lamentos, los estremecimientos de la casa, un surtido cada vez mayor de chillidos, gritos, aullidos e incontrolables explosiones de risa atropellada. La almohada se calentó tanto que Kendra le dio la vuelta para ponerla por el lado fresco.

La única luz de la habitación había sido la que se filtraba por las cortinas. Al apagarse el crepúsculo, la habitación quedó sumida en la oscuridad. Kendra se puso las manos en los oídos y apretó con fuerza para tratar de aumentar el potencial amortiguador de los tapones. Se dijo que los sonidos eran sólo consecuencia de una tormenta.

A la cacofonía se sumó el retumbar hondo de unos tambores. Conforme aumentaba en volumen y en tiempo, la rítmica percusión fue acompañada de unos cánticos pronunciados con un estilo lastimero. Kendra trató de aplacar las imágenes fantásticas de sanguinarios demonios a la caza que se le formaban en la cabeza.

Un par de manos le apretaron el cuello. Kendra saltó y agitó los brazos como aspas de molino, y acabó soltando un manotazo a Seth en la mejilla con el dorso de una mano.

—¡Ostras! —se quejó Seth, apartándose como pudo.

—¡Te lo has ganado! ¿Qué te pasa?

—Tendrías que haberte visto la cara —se rio él una vez recuperado del bofetón.

—Vuelve a la cama.

Seth se sentó en un lado de la cama de Kendra.

—Deberías quitarte los tapones. Pasado un ratito, el ruido no es tan tremendo. Me recuerda a aquel CD que pone papá en Halloween.

Kendra se los quitó.

—Salvo que aquí tiembla la casa entera. Y que no es de broma.

—¿No quieres asomarte a mirar por la ventana?

—¡No! ¡Deja de hablar de ello!

Seth se inclinó hacia delante y encendió la lámpara de la mesilla de noche, una figurita luminosa de Snoopy.

—No veo a qué viene tanto jaleo. O sea, ahora mismo ahí fuera hay toda clase de cosas chulas. ¿Qué problema hay en mirar un poquito?

—¡El abuelo ha dicho que no saliéramos de la cama!

—El abuelo deja mirar cuando se es un poco mayor —respondió Seth—. Me lo ha dicho Dale. Así que muy peligroso no puede ser. El abuelo cree que soy tonto.

—¡Sí, y tiene razón!

—Piensa en ello. Seguro que en la selva no querrías encontrarte con un tigre. Te morirías de miedo. Pero en un zoo, ¿qué más da? No puede hacerte nada. Esta habitación es segura. Echar un vistazo por la ventana será como mirar un zoo lleno de monstruos.

—Más bien como meter la cabeza en una jaula de tiburones.

De repente, una tanda de golpes entrecortados sacudió el tejado, como si una manada de caballos corriera al galope por encima de los tablones de la cubierta. Seth se encogió del susto y se tapó la cabeza con los brazos para protegerse. Kendra oyó el chirrido y el traqueteo de las ruedas de una carreta.

—¿No quieres ver lo que ha sido eso? —preguntó Seth.

—¿Me estás diciendo que no te ha dado miedo?

—Yo ya cuento con asustarme. ¡De eso se trata precisamente!

—Si no vuelves a tu cama —le advirtió Kendra—, se lo diré al abuelo por la mañana.

—¿No quieres ver quién está tocando los tambores?

—Seth, no estoy de broma. Probablemente ni siquiera seas capaz de ver nada.

—Tenemos un telescopio.

Algo en el exterior rugió, un bramido atronador de una ferocidad salvaje. Fue suficiente para interrumpir la conversación. La noche siguió bramando. Volvió a oírse el rugido, esta vez incluso con mayor intensidad, eclipsando todo el estruendo por un momento.

Kendra y Seth se miraron.

—Apuesto a que es un dragón —dijo él sin aliento, y echó a correr hacia la ventana.

—¡Seth, no!

Seth descorrió la cortina. Los cuatro farolillos de calabaza arrojaban una luz suave sobre el trozo de tejado que quedaba justo debajo de la ventana. Por un instante, creyó ver algo arremolinarse en el borde de la luz, una masa de sedosa tela negra. A continuación, sólo oscuridad.

—No hay estrellas —informó.

—Seth, apártate de ahí.

Kendra tenía las sábanas subidas hasta la nariz.

Él escudriñó por la ventana durante unos instantes.

—Demasiado oscuro; no veo nada. —Un hada resplandeciente ascendió desde el interior de una de las lámparas de calabaza y se quedó mirando a Seth desde el otro lado del vidrio ligeramente ondulado de la ventana—. Eh, ha salido un hada.

La diminuta hada hizo una señal con el brazo y se le unieron otras tres. Una hizo una mueca en dirección a Seth, y entonces las cuatro juntas se marcharon volando a lo profundo de la noche.

Ahora sí que no podía ver nada. Seth corrió la cortina y se apartó de la ventana.

—Tenías que mirar —dijo Kendra—. ¿Estás satisfecho?

—Las hadas del interior de la lámpara de calabaza se han marchado —dijo.

—Buen trabajo. Probablemente vieron a quién estaban protegiendo.

—De hecho, creo que tienes razón. Una se ha burlado de mí.

—Vuelve a la cama —le ordenó Kendra.

Los tambores cesaron, así como los cánticos. El viento espectral amainó por completo. Los aullidos y los gritos y las risas disminuyeron en volumen y frecuencia. Algo correteó por encima del tejado. Y entonces… se hizo el silencio.

—Algo va mal —susurró Seth.

—Probablemente te habrán visto; vuelve a la cama.

—Tengo una linterna en el equipo de emergencias.

Se dirigió a la mesilla de noche de su cama y extrajo una linternita de la caja de cereales.

Kendra se quitó de encima las sábanas y las mantas de una patada, se lanzó a por Seth y se puso encima de él para inmovilizarlo en su propia cama. Le arrebató la linterna de las manos y, apoyándose en él, se bajó de la cama. Seth contraatacó. Pero Kendra hizo un quiebro con el cuerpo y aprovechó el impulso de su hermano para tumbarlo en su cama.

—¡Déjalo ya, Seth, o me chivo al abuelo ahora mismo!

—¡No he sido yo el que ha empezado la pelea!

Su semblante era el auténtico retrato del resentimiento herido. Kendra aborrecía que tratase de hacerse la víctima después de haber iniciado él el altercado.

—Ni yo.

—¿Primero me pegas y luego saltas sobre mí?

—Deja de incumplir las normas o me voy abajo inmediatamente.

—Eres peor que la bruja. El abuelo debería fabricarte una choza.

—Métete en la cama.

—Dame mi linterna. La compré con mi propio dinero.

La disputa quedó interrumpida por el llanto de un bebé. No tenía nada de desesperado, era simplemente el lloro de un crío disgustado. El llanto parecía proceder del otro lado de la oscura ventana.

—Un bebé —dijo Seth.

—No, será algún truco.

—Maaamááááá —gimoteó el bebé.

—Suena de lo más real —dijo Seth—. Deja que eche un vistazo.

—Será un esqueleto o algo parecido.

Seth le quitó a Kendra la linterna. Ella no se la dio, pero tampoco impidió que se la quitara. Seth se acercó trotando a la ventana. Apoyó la parte anterior de la linterna contra la ventana y ahuecó la mano para reducir el reflejo, tras lo cual la encendió.

—¡Anda, pero si es realmente un bebé! —exclamó.

—¿Nada más?

—Sólo un bebé que llora. —El llanto cesó—. Ahora me está mirando.

Kendra no pudo resistirse por más tiempo. Se acercó y se quedó de pie detrás de Seth. Ahí, en el tejado, justo al otro lado de la ventana había un bebé bañado en lágrimas que parecía apenas lo suficientemente mayor como para tenerse en pie. Llevaba un pañal de tela y nada más. Tenía unos ricitos rubios, ralos, y una tripita redonda con un ombligo protuberante. Con los ojos empapados en lágrimas, el chiquitín extendió los bracitos regordetes en dirección a la ventana.

—Tiene que ser un truco —dijo Kendra—. Una ilusión.

Alumbrado por el foco de la linterna, el bebé dio un pasito hacia la ventana y se puso a cuatro patas. Hizo un puchero, a punto de romper a llorar de nuevo. Tenía el pecho y los brazos con la piel de gallina.

—Parece real —dijo Seth—. ¿Y si es real?

—¿Qué pinta un bebé en el tejado?

El bebé avanzó hacia la ventana y apoyó una mano regordeta en el cristal. A su espalda se vio un pequeño destello. Seth dirigió el foco hacia un par de lobos de ojos verdes que se acercaban a paso firme desde el filo del tejado. Las fieras se detuvieron en cuanto les dio la luz de la linterna. Los dos parecían sarnosos y flacos. Uno de los lobos enseñó sus dientes afilados, dejando ver la espuma que le brotaba de la boca. Al otro le faltaba un ojo.

—¡Lo están usando de cebo! —chilló Seth.

El bebé echó la vista atrás para mirar a los lobos y de nuevo dirigió la mirada hacia Seth y Kendra, reanudando el llanto con renovado vigor; las lágrimas le rodaban por la cara mientras golpeaba los cristales con sus manitas. Los lobos se lanzaron a por él. El bebé lloró.

Dentro de su jaula, Ricitos de Oro cacareó como loca.

Seth abrió la ventana.

—¡No! —gritó Kendra, pese a que ella misma quería hacer lo mismo.

En el preciso instante en que la ventana se abrió, una ráfaga de viento entró en la habitación, como si el aire mismo hubiese estado esperando a abalanzarse al interior. El bebé se coló en la habitación y, aterrizando en el suelo con una habilidosa voltereta, se transformó de manera grotesca: el niño fue sustituido por un trasgo de ojillos amarillos y rasgados en los que lucía una mirada maliciosa. Tenía la nariz arrugada y la tez como la piel reseca de un melón. Calva y con la coronilla rugosa, la cabeza presentaba una franja de pelos largos que formaban una especie de malla. Los brazos eran retorcidos y escuchimizados, y las manos largas y correosas, rematadas en unas zarpas ganchudas. El costillar, las clavículas y la pelvis le sobresalían de una manera horrorosa. Las venas, abultadas, le formaban una gran telaraña por toda la piel de color granate.

Con una celeridad sobrenatural, los lobos se colaron también por la ventana antes de que Seth pudiera acercarse a cerrarla. Kendra se abalanzó para cerrar la ventana de golpe, justo a tiempo de impedir el paso a una mujer de gélida belleza que iba envuelta en unas ropas negras que se le enroscaban al cuerpo. Los cabellos negros de la aparición ondulaban como si fueran vapor que flotase por efecto de una brisa. Su pálido rostro era ligeramente traslúcido. Sin poder apartar la mirada de sus ojos vacuos y penetrantes, Kendra se quedó como petrificada. La cabeza se le llenó de unos susurros balbuceados. Se le secó la boca. No podía tragar saliva.

Seth corrió las cortinas de un solo movimiento y tiró de Kendra hacia la cama. El hechizo que se había apoderado de ella momentáneamente se desvaneció. Desorientada, corrió a su cama al lado de Seth, mientras percibía que algo los seguía.

Cuando se subieron al colchón de un salto, una luz brillante resplandeció a su espalda acompañada de un tableteo como de petardos.

Kendra se dio la vuelta para mirar. El trasgo granate estaba de pie al lado de la cama, acariciándose uno de sus hombros huesudos. La criatura tenía cara de malas pulgas y medía aproximadamente lo mismo que Dale. Dubitativo, tendió una mano nudosa en dirección a Kendra, y otro brillante fogonazo le obligó a apartarse, temblando.

¡El círculo de sal! Al principio no había entendido por qué Seth la arrastraba a la cama. ¡Por lo menos uno de los dos seguía usando la cabeza! Kendra bajó la vista y vio que la duna de cinco centímetros de sal que rodeaba la cama señalaba en realidad la línea que el trasgo no podía cruzar.

Un ciempiés de más de cuatro metros y medio, con tres pares de alas y tres pares de pies en forma de garras, flotaba por toda la habitación retorciendo el cuerpo como un sacacorchos, en un complicado despliegue aéreo. Un monstruo salvaje con la mandíbula inferior exageradamente saliente y placas a lo largo del espinazo lanzó un armario ropero por los aires. También los lobos habían modificado su apariencia.

El trasgo granate retozó por toda la habitación presa de un ataque furibundo, arrancando estanterías de libros, volcando baúles jugueteros y partiendo el cuerno del caballito mecedor. Cogió también la jaula de Ricitos de Oro y la estampó contra una pared. Los finos barrotes se abollaron y la puerta se abrió de par en par. La gallina, aterrada, trató de alzar inútilmente el vuelo, aleteando como loca con sus plumas doradas.

Ricitos de Oro se aproximaba a la cama. El ciempiés alado trató de cazar a la atribulada gallina, pero erró el ataque. El diablillo granate dio un acrobático salto y atrapó a la gallina por ambas patas. Ricitos de Oro cacareó y se retorció, presa de un pánico mortal.

Seth se bajó de la cama de un salto. Se agachó y cogió dos puñados de sal del círculo, y atacó con ella al flaco trasgo. Este, con la gallina ahora en una mano y su malvada sonrisa, corrió a por él. Un segundo antes de que le alcanzase la mano extendida del diablillo, Seth le tiró un puñado de sal. El trasgo soltó a Ricitos de Oro y se tambaleó, abrasado por un ardor que parecía dejarle ciego.

La gallina corrió derecha hasta la cama y Seth echó el otro puñado de sal en un amplio semicírculo para cubrir su retirada conjunta, escaldando con ello al ciempiés volador. La corpulenta criatura de la mandíbula saliente trató de derribar a Seth en la cama, pero llegó demasiado tarde y recibió un violento impacto al chocar con la barrera invisible que creaba sal. De vuelta en su cama, Seth se aferró a Ricitos de Oro con los brazos temblando con convulsiones.

El diablillo granate gruñía. Tenía la cara y el pecho chamuscados por la sal. De las quemaduras le manaban hilillos de humo. Se dio la vuelta, cogió un libro del estante y lo rompió por la mitad.

La puerta se abrió de repente. Dale apuntó al monstruo de la mandíbula saliente con una escopeta.

—¡Chicos, quedaos quietos pase lo que pase! —les gritó.

Los tres monstruos acudieron a la puerta abierta. Dale retrocedió y descendió las escaleras de espaldas, apuntando con la escopeta. El ciempiés alado salió, retorciéndose en espiral, por encima de las otras dos criaturas, que avanzaban sobre sus pies como buenamente podían.

Oyeron un disparo de escopeta desde el pasillo de abajo.

—¡Cerrad la puerta y no os mováis de ahí! —gritó Dale.

Kendra corrió hacia la puerta y la cerró de golpe, tras lo cual regresó a toda velocidad a su cama. Seth se abrazaba a Ricitos de Oro y las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—No quería que pasara todo esto —gimoteó.

—No pasará nada.

Desde abajo se oyeron varios disparos más de escopeta. Gruñidos, rugidos, gritos, rotura de cristales, maderas que se partían. En el exterior, el cacofónico estruendo se reanudó con más fuerza que nunca. Tambores paganos, coros etéreos, cánticos tribales, lamentos quejumbrosos, guturales sonidos amenazantes, aullidos antinaturales y gritos penetrantes se superponían con una desarmonía implacable.

Kendra, Seth y Ricitos de Oro se quedaron en la cama, aguardando el amanecer. Kendra tenía que combatir una y otra vez las imágenes que se le venían a la mente de la mujer de los ondulantes ropajes negros. No lograba quitarse de la mente aquella aparición. Aunque la mujer había estado al otro lado de la ventana, cuando miró dentro de sus ojos sin alma, Kendra había sentido la certeza de que no había escapatoria.

Finalmente, unas horas después, el furor empezó a amainar y a ser sustituido por sonidos más desconcertantes. Debajo de la ventana empezaron otra vez a llorar bebés que llamaban a su mamá. Al no obtener la respuesta deseada, unas voces de niños pequeños empezaron a suplicar socorro.

—¡Por favor, Kendra! ¡Vienen por nosotros!

—¡Seth, Seth, abre, ayúdanos! ¡Seth, no nos dejes aquí fuera!

Cuando las súplicas quedaron sin respuesta, unos gruñidos y unos chillidos simularon la escabechina de los jóvenes suplicantes. A continuación, una nueva tanda de suplicantes empezó a rogar que los dejasen entrar.

Tal vez lo más desconcertante fue cuando el abuelo los llamó, invitándolos a bajar a desayunar.

—¡Lo hemos conseguido, chicos, ya ha salido el sol! Vamos, Lena ha preparado tortitas.

—¿Cómo sabemos que eres nuestro abuelo? —preguntó Kendra, más que recelosa.

—Porque os quiero. Daos prisa, la comida se enfría.

—No creo que el sol haya salido ya —replicó Seth.

—Es que esta mañana está un poco nublado, nada más.

—Márchate —dijo Kendra.

—Dejadme entrar; quiero daros los buenos días con un beso.

—Nuestro abuelo nunca nos da los buenos días con un beso, psicópata —chilló Seth—. ¡Sal fuera de nuestra casa!

La conversación fue seguida de un montón de golpes sañudos en la puerta, que duraron unos buenos cinco minutos.

Las bisagras se estremecieron, pero la puerta resistió.

Fue pasando la noche. Kendra se apoyó en el cabecero de la cama, mientras Seth dormitaba a su lado. Pese a todo el ruido, empezó a notar que le pesaban los párpados.

De pronto, Kendra se despabiló con un sobresalto. Por las cortinas se colaba una luz grisácea. Ricitos de Oro se paseó por la habitación, picoteando las semillas que se habían esparcido de su contenedor de comida.

Mientras las cortinas ocultaban lo que era la inconfundible luz del sol, Kendra despertó a Seth zarandeándolo suavemente. Él miró a su alrededor, pestañeando, y a continuación se acercó a la ventana a cuatro patas y echó un vistazo al exterior.

—El sol ha salido oficialmente —anunció—. Lo hemos conseguido.

—Me da miedo bajar —susurró Kendra.

—Todos están bien —dijo Seth con toda tranquilidad.

—Entonces, ¿por qué no han venido a buscarnos?

Seth no pudo responder a eso. Kendra no se había ensañado con él a lo largo de la noche. Las consecuencias de haber abierto la ventana eran ya lo bastante atroces como para echarle además la culpa e iniciar discusiones. Y Seth había dado verdaderas muestras de arrepentimiento. Pero ahora volvía a comportarse en plan idiota, como de costumbre.

Kendra lo acribilló con la mirada.

—Eres consciente de que puede que los hayas matado a todos, supongo.

Seth agachó la cabeza y se dio la vuelta; los hombros se le estremecían por los sollozos. Se tapó la cara con las manos.

—Seguramente están bien —gimoteó—. Dale tenía un arma y todo. Ellos saben cómo manejar estas cosas.

Kendra se sintió mal al ver que Seth estaba realmente preocupado. Se acercó a él y trató de darle un abrazo. Él la apartó de un empujón.

—Déjame solo.

—Seth, lo que haya pasado no ha sido culpa tuya.

—¡Pues claro que es culpa mía!

Empezaba a congestionársele la nariz.

—Lo que quiero decir es que nos liaron con sus trucos. De alguna manera, yo también quería abrir la ventana cuando vi que los lobos se lanzaban al ataque. Ya sabes, por si no era todo pura fantasía.

—Yo sabía que podía ser un truco —sollozó él—. Pero el bebé parecía tan real… Pensé que quizá lo habrían secuestrado para usarlo de cebo. Pensé que podría salvarle.

—Trataste de hacer lo correcto.

Otra vez intentó abrazar a su hermano, pero él la apartó de nuevo.

—Déjame —le espetó.

—No quería echarte la culpa —dijo Kendra—. Estabas comportándote como si ni siquiera te importara.

—¡Pues claro que me importaba! ¿Crees que estoy tan aterrorizado que no me atrevo a bajar a averiguar qué he hecho?

—Tú no lo hiciste. Ellos te engañaron. Si no hubieras abierto la ventana, la habría abierto yo.

—Si me hubiera quedado en la cama, nada de esto habría ocurrido —se lamentó Seth.

—Puede que no les haya pasado nada.

—Seguro. Y han dejado que un monstruo entre en la casa y suba hasta nuestra puerta haciéndose pasar por el abuelo.

—A lo mejor tuvieron que esconderse en el sótano o en algún otro sitio.

Seth ya no lloraba. Cogió una muñeca del suelo y usó el vestidito para sonarse los mocos.

—Eso espero.

—En caso de que haya ocurrido algo malo, no puedes echarte tú la culpa. Lo único que hiciste fue abrir una ventana. Si esos monstruos han hecho algo malo de verdad, es culpa de ellos.

—En parte.

—El abuelo, Lena y Dale saben perfectamente que vivir aquí entraña sus riesgos. Estoy segura de que están bien, pero si no es así, no debes culparte.

—Lo que tú digas.

—Hablo en serio.

—Me gusta más cuando hablas en broma.

—¿Sabes lo que me gustó a mí? —preguntó Kendra.

—¿El qué?

—Cuando salvaste a Ricitos de Oro.

Seth se rio, bufando un poco por la nariz taponada.

—¿Viste lo chamuscado que dejó la sal al tío aquel?

Volvió a coger la muñeca y a limpiarse la nariz con el vestido.

—Fuiste muy valiente.

—Me alegro de que diera resultado.

—Fuiste muy rápido al pensarlo.

Seth lanzó una mirada a la puerta y luego miró de nuevo a Kendra.

—Probablemente deberíamos salir a comprobar los estragos.

—Si tú lo dices…