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Vacaciones forzosas

Kendra miraba por la ventanilla del todoterreno deportivo, y veía pasar ante sus ojos la vegetación emborronada por efecto de la velocidad. Cuando notaba que se mareaba, dirigía la vista al frente y la fijaba en algún árbol, y lo acompañaba con la mirada mientras este se aproximaba lentamente al vehículo para pasar por su lado como una centella y después perderse de vista poco a poco en la distancia.

¿La vida también era así? Se podía mirar hacia delante, al futuro, o hacia atrás, al pasado, pero el presente transcurría demasiado deprisa como para poder asimilarlo. A veces, quizás. Hoy no. Hoy cruzaban en coche las montañas arboladas de Connecticut por una autovía de dos carriles que no se acababa nunca.

—¿Por qué no nos habías dicho que el abuelo Sorenson vivía en la India? —se quejó Seth.

Su hermano tenía once años e iba a empezar sexto. Se había cansado de jugar con su consola (prueba de que aquel viaje en coche estaba siendo verdaderamente interminable).

Su madre se volvió para mirar al asiento trasero.

—Ya no falta mucho. Disfruta del paisaje.

—Tengo hambre —dijo Seth.

Ella empezó a rebuscar en una bolsa de supermercado repleta de aperitivos y tentempiés.

—¿Unas crackers con crema de cacahuete?

Seth estiró el brazo para coger las galletitas. Su padre, al volante, pidió una Almond Roca. Las últimas navidades había decidido que las Almond Roca eran sus chocolatinas favoritas y que debía tener alguna a mano todo el año. Casi seis meses después seguía haciendo honor a su resolución.

—¿Tú quieres algo, Kendra?

—Estoy bien.

Kendra volvió a fijar la atención en el vertiginoso desfile de árboles. Sus padres se iban de crucero por Escandinavia durante diecisiete días en compañía de todas las tías y los tíos de la rama materna de la familia. Iban todos gratis. No porque hubiesen ganado ningún concurso: se iban de crucero porque los abuelos de Kendra habían muerto asfixiados.

La abuela y el abuelo Larsen habían ido a ver a unos parientes en Carolina del Sur que vivían en una caravana. La caravana tuvo no se sabe qué problema relacionado con un escape de gas y habían perecido todos mientras dormían. Mucho tiempo atrás, la abuela y el abuelo Larsen habían especificado que cuando muriesen, todos sus hijos y sus cónyuges tenían que hacer un crucero por los mares escandinavos, empleando cierta suma de dinero asignada a tal efecto.

Los nietos no habían sido invitados.

—¿No os vais a aburrir como una ostra, metidos en un barco diecisiete días? —preguntó Kendra.

Su padre le lanzó una mirada por el espejo retrovisor.

—Supuestamente la comida que sirven es fabulosa. Caracoles, huevas de pescado…, la bomba.

—A nosotros el viaje no nos hace ninguna ilusión —dijo la madre en tono triste—. No creo que vuestros abuelos tuvieran en mente una muerte accidental cuando propusieron ese deseo. Pero trataremos de pasarlo lo mejor posible.

—El barco hace escala en varios puertos —añadió el padre para cambiar deliberadamente el curso de la conversación—. Y te dejan bajar unas horas.

—¿Este viaje en coche va a durar también diecisiete días? —preguntó Seth.

—Ya casi estamos —le respondió su padre.

—¿Tenemos que quedarnos en casa de los abuelos Sorenson? —preguntó Kendra.

—Lo pasaréis estupendamente. Deberíais sentiros honrados. Casi nunca invitan a nadie a su casa.

—Precisamente. Apenas los conocemos. Son unos ermitaños.

—Bueno, son mis padres —repuso él—. De algún modo, yo sobreviví.

La carretera dejó de serpentear entre montañas cubiertas de bosques al atravesar una población. Mientras esperaban a que un semáforo se pusiera en verde, Kendra se quedó mirando a una mujer obesa que llenaba el depósito de combustible de su furgoneta. El parabrisas de la furgoneta estaba sucio, pero la señora no parecía tener la menor intención de lavarlo.

Kendra miró hacia delante. El parabrisas del todoterreno deportivo daba pena, lleno de bichos muertos espachurrados, a pesar de que su padre lo había restregado bien la última vez que habían parado a repostar. Habían hecho todo el camino desde Rochester sin parar.

Kendra sabía que los abuelos Sorenson no los habían invitado a quedarse en su casa. Había escuchado a hurtadillas la conversación entre su madre y el abuelo Sorenson cuando ella le había planteado la idea de dejarles a los chicos. Fue durante el funeral.

El recuerdo del funeral hizo estremecer a Kendra. Antes de la ceremonia tuvo lugar el velatorio, con la abuela y el abuelo Larsen expuestos en sus dos ataúdes idénticos. A Kendra no le gustó ver al abuelo Larsen con maquillaje. ¿A qué chalado se le habría ocurrido la idea de que cuando alguien moría había que pagar a un taxidermista para retocar al difunto para su última aparición en público? Ella prefería mil veces recordarlos vivos, y no expuestos grotescamente con sus mejores galas. Los Larsen eran los abuelos que habían formado parte de su vida. Habían disfrutado juntos muchas vacaciones y largas temporadas.

Kendra apenas podía recordar haber pasado algo de tiempo en compañía de los abuelos Sorenson. Más o menos en la época en que se casaron sus padres, estos habían heredado unas propiedades en Connecticut. Nunca los habían invitado a ir a verlos y ellos rara vez iban a Rochester. Cuando se decidían a hacerlo, generalmente iba uno de los dos. Sólo habían ido juntos en dos ocasiones. Los Sorenson era agradables, pero sus visitas habían sido demasiado infrecuentes y breves como para que surgiera un verdadero vínculo. Kendra sabía que la abuela había dado clases de Historia en una facultad y que el abuelo había viajado mucho, como dueño de una pequeña empresa de importación. Eso era todo.

Todo el mundo se sorprendió cuando el abuelo Sorenson se presentó en el funeral.

Habían pasado más de dieciocho meses desde la última vez que los Sorenson habían ido a verlos. El abuelo se había disculpado porque su mujer no asistiera al funeral, ya que se encontraba enferma. Parecía que siempre había alguna excusa. A veces, Kendra se preguntaba si se habrían divorciado en secreto.

Hacia el final del velatorio, Kendra oyó a su madre tratar de convencer al abuelo Sorenson para que cuidase de los chicos. Estaban en el pasillo junto al área del velatorio. Kendra los oyó hablar antes de alcanzar la esquina y se detuvo a escuchar.

—¿Por qué no pueden quedarse con Marci?

—Podrían haberse quedado, pero Marci también viene al crucero.

Kendra se asomó a mirar desde la esquina. El abuelo Sorenson llevaba una americana marrón con coderas y pajarita.

—¿Dónde se quedan los chicos de Marci?

—En casa de sus suegros.

—¿Y si contratáis una canguro?

—Dos semanas y media es mucho tiempo para contratar una canguro. Recuerdo que alguna vez comentaste que te gustaría que fuesen a pasar unos días con vosotros.

—Sí, lo recuerdo. Pero ¿tiene que ser a finales de junio? ¿Por qué no en julio?

—La fecha del crucero está cerrada. ¿Qué diferencia habría?

—En esa época todos andamos siempre más atareados de lo normal. No sé, Kate. Ya no tengo práctica con los críos.

—Stan, no tengo ningunas ganas de hacer este crucero. Pero para mis padres era importante, y por eso vamos. No es mi intención obligarte si no quieres.

Parecía a punto de echarse a llorar.

El abuelo Sorenson suspiró.

—Supongo que podremos encontrar algún lugar donde encerrarlos.

En ese momento, Kendra se alejó del pasillo. Desde entonces, aunque no le había dicho nada a nadie, le preocupaba la perspectiva de quedarse en casa del abuelo Sorenson.

Tras dejar atrás la población, el todoterreno deportivo subió por una pendiente empinada. A continuación la carretera rodeó un lago y se perdió entre colinas cubiertas de bosque. De vez en cuando pasaban por delante de un buzón particular. A veces se divisaba una casa entre los árboles; otras sólo se veía un largo camino de acceso.

Tomaron una carretera más estrecha y prosiguieron el viaje. Kendra se inclinó hacia delante y comprobó el nivel del combustible.

—Papá, te queda menos de un cuarto de depósito —dijo.

—Ya casi hemos llegado. Lo llenaremos cuando os hayamos dejado.

—¿Por qué no podemos apuntarnos al crucero? —preguntó Seth—. Podríamos escondernos en los botes salvavidas. Y vosotros birlaríais comida para nosotros.

—Chicos, os lo pasaréis mucho mejor con los abuelos Sorenson —le contestó su madre—. Esperad y veréis. Dadles una oportunidad.

—Ya hemos llegado —anunció su padre.

Salieron de la carretera por una pequeña calzada de grava. Kendra no veía ni rastro de una casa, únicamente el sendero que se perdía entre los árboles al doblar en un recodo.

Con la grava crujiendo bajo los neumáticos, fueron dejando atrás varios letreros en que se les advertía de que se encontraban en propiedad privada. Otros letreros prohibían el paso a los intrusos. Llegaron a una cancela metálica baja que estaba abierta, pero que podía cerrarse para impedir el acceso.

—¡Es la carretera de entrada más larga del mundo! —se quejó Seth.

Cuanto más se adentraban, menos convencionales resultaban los letreros. En vez de leerse «Propiedad privada» y «Prohibido el paso», rezaban: «ATENCIÓN: CALIBRE 12» o «LOS INTRUSOS SERÁN PERSEGUIDOS».

—Estos letreros son curiosos —comentó Seth.

—Más bien siniestros —murmuró Kendra.

Al cabo de otra curva del camino, llegaron a una verja alta de hierro forjado, coronada con unas flores de lis. La doble puerta se encontraba abierta. A cada lado, la verja se extendía entre los árboles hasta más allá de donde le alcanzaba la vista a Kendra. Cerca de la verja había un último letrero: «MUERTE SEGURA».

—¿Está paranoico el abuelo Sorenson? —preguntó Kendra.

—Los letreros son una broma —respondió su padre—. El abuelo heredó estas tierras. Estoy seguro de que la verja venía en el lote.

Una vez cruzaron la puerta, seguía sin haber casa alguna a la vista. Sólo más árboles y maleza. Cruzaron un puentecillo que salvaba un riachuelo y subieron por una suave pendiente. Los árboles terminaban allí de repente, y mostraban una casa al otro lado de una vasta explanada de hierba.

La casa era grande, pero no enorme, con un montón de tejados y hasta una torrecilla. Después de ver la verja de hierro forjado, Kendra se esperaba un castillo o una gran mansión. Construida con madera oscura y piedra, la casa parecía vieja, y sin embargo, en buen estado de conservación. El terreno impresionaba más. Delante de la casa había un brillante jardín de flores. Unos setos podados y un estanque de peces añadían un toque personal al jardín. Detrás de la casa se levantaba, imponente, un enorme granero marrón, de por lo menos cinco pisos de alto, rematado por una veleta.

—Me encanta —dijo la madre de Kendra—. Ojalá nos quedáramos todos.

—¿Nunca habías estado aquí? —preguntó Kendra.

—No. Vuestro padre vino un par de veces antes de casarnos.

—Hacen lo imposible por evitar las visitas —comentó él—. Ni yo ni el tío Cari ni la tía Sophie hemos pasado mucho tiempo aquí. No lo entiendo. Sois unos afortunados, chicos. Lo vais a pasar genial. Aunque sólo sea por una cosa: os podéis pasar todo el tiempo jugando en la piscina.

Se detuvieron delante del garaje.

La puerta principal se abrió y apareció el abuelo Sorenson, seguido de un hombre alto y desgarbado de orejas enormes y de una mujer delgada de más edad. Seth y sus padres salieron del coche. Kendra se quedó dentro y observó.

El abuelo se había presentado en el funeral perfectamente afeitado, pero ahora lucía una barba blanca de varios días. Iba vestido con unos vaqueros gastados, unas botas de faena y una camisa de franela.

Kendra estudió a la mujer mayor. No era la abuela Sorenson. Pese a su pelo blanco, con mechones negros aquí y allá, su rostro parecía joven. Sus ojos almendrados eran negros como el café y sus rasgos sugerían un vestigio de antepasados asiáticos. Baja y ligeramente encorvada, conservaba una belleza exótica.

El padre de los chicos y el larguirucho abrieron el maletero del todoterreno deportivo y empezaron a sacar maletas y bolsas de lona.

—¿Vienes, Kendra? —le preguntó su padre.

Kendra abrió la puerta y descendió al suelo de grava.

—Dejad las cosas dentro sin más —le estaba diciendo el abuelo a su hijo—. Dale las subirá a la habitación.

—¿Dónde está mamá? —le preguntó el padre de Kendra.

—Ha ido a ver a tu tía Edna.

—¿A Misuri?

—Edna se está muriendo.

Kendra apenas había oído hablar de la tía Edna en toda su vida, por lo que la noticia no significó gran cosa para ella. Levantó la vista para contemplar la casa. Se fijó en que el cristal de las ventanas presentaba burbujas. Bajo los aleros había nidos de pájaros.

Todos se dirigieron a la puerta principal de la casa. El padre de los chicos y Dale portaban las bolsas más grandes. Seth llevaba una bolsa de lona más pequeña y una caja de cereales. La caja de cereales era su kit de emergencia. Estaba llena de cachivaches que él consideraba que podrían serle útiles para alguna aventura: gomas elásticas, una brújula, barritas de cereales, monedas, una pistola de agua, una lupa, unas esposas de plástico, cuerda, un silbato.

—Esta es Lena, nuestra ama de llaves —presentó el abuelo. La mujer mayor asintió e hizo un leve gesto de saludo con la mano—. Dale me ayuda con el jardín.

—Eres una preciosidad, ¿eh? —le dijo Lena a Kendra—. Debes de tener unos catorce años.

Lena tenía un ligero acento que Kendra no consiguió identificar.

—Los cumplo en octubre.

De la puerta principal colgaba una aldaba de hierro que representaba un trasgo con los ojos entrecerrados y un anillo en la boca. La gruesa puerta tenía unas voluminosas bisagras.

Kendra entró en la casa. El suelo del vestíbulo era de madera lustrada. En una mesa baja había un jarrón de cerámica blanca con un arreglo floral mustio. En un lateral se veía un perchero alto de hierro, junto a un banco negro con el respaldo alto y tallado. De la pared colgaba un cuadro de una cacería del zorro.

Kendra podía ver el interior de otra estancia, cuyo suelo de madera aparecía cubierto en su mayor parte por una alfombra bordada de grandes dimensiones. Igual que la casa misma, los muebles eran antiguos, pero en buen estado de conservación. Los sofás y las sillas eran, casi todos ellos, del tipo que esperarías encontrar en una visita a un lugar histórico.

Dale estaba subiendo por las escaleras con algunas de las bolsas. Lena se excusó y se metió en otra habitación.

—Vuestro hogar es precioso —elogió la madre—. Ojalá tuviéramos tiempo para que nos lo enseñarais.

—Tal vez cuando regreséis —dijo el abuelo.

—Gracias por acceder a que los chicos se queden con vosotros —le agradeció su hijo.

—Un placer. Pero no quiero entreteneros.

—Vamos con el tiempo bastante justo —se disculpó él.

—Portaos bien, chicos, y haced caso al abuelo Sorenson en todo lo que sea —les dijo su madre a los chicos, y abrazó a Kendra y a Seth.

Kendra notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Luchó por contenerlas.

—Que disfrutéis del crucero.

—Estaremos de vuelta antes de que os deis cuenta —le contestó su padre, que rodeó a Kendra con un brazo y le revolvió el pelo a Seth.

Diciendo adiós con la mano, sus padres salieron por la puerta abierta. Kendra se acercó al umbral y los miró mientras ellos se montaban en el coche. Al iniciar la marcha, su padre tocó el claxon. Kendra volvió a luchar por contener las lágrimas, al tiempo que el todoterreno deportivo se perdía de vista entre los árboles.

Seguramente sus padres estarían riéndose, aliviados de hallarse solos para disfrutar de las vacaciones más largas de su vida de casados. Casi podía oír el tintineo de sus copas de cristal al brindar. Y allí estaba ella, abandonada. Kendra cerró la puerta. Seth, ensimismado como siempre, examinaba las intrincadas piezas de un juego de ajedrez ornamental.

El abuelo estaba en el vestíbulo, observando a Seth con semblante cortés pero incómodo.

—Deja esas piezas de ajedrez en su sitio —dijo Kendra—. Parecen caras.

—Oh, no pasa nada —replicó el abuelo. Por cómo lo dijo, Kendra estaba segura de que se sentía aliviado al ver que Seth depositaba las piezas en el tablero—. ¿Os enseño vuestra habitación?

Siguieron al abuelo por las escaleras y por un pasillo alfombrado hasta llegar al pie de una angosta escalera de madera que conducía a una puerta blanca. El abuelo reanudó la subida por los peldaños crujientes de esta segunda escalera.

—No solemos tener invitados, y menos aún niños —dijo el abuelo por encima del hombro—. Creo que estaréis más cómodos en el desván.

Abrió la puerta y los chicos entraron detrás de él. Kendra se había preparado para encontrarse telarañas e instrumentos de tortura, y se sintió aliviada al ver que el desván era una alegre estancia de juegos. Espaciosa, limpia y luminosa, la alargada estancia contaba con dos camas, estanterías repletas de literatura infantil, armarios roperos independientes, unos pulcros tocadores, un unicornio balancín, varios arcones para juguetes y una gallina en una jaula.

Seth se fue derecho a por la gallina.

—¡Cómo mola!

Metió un dedo entre los finos barrotes para intentar tocar las plumas del ave, color naranja dorado.

—Cuidado, Seth —le avisó Kendra.

—No le pasará nada —la tranquilizó el abuelo—. Ricitos de Oro es más una mascota doméstica que una gallina de corral. Vuestra abuela es quien suele ocuparse de ella. Pensé que no os importaría sustituirla mientras está fuera. Tendréis que darle de comer, limpiarle la jaula y recolectar los huevos.

—¡Pone huevos! —exclamó Seth, maravillado y encantado.

—Un huevo o dos al día, si la mantenéis bien alimentada —puntualizó el abuelo. Y señaló un cubo blanco de plástico lleno de grano, cerca de la jaula—. Un cucharón por la mañana y otro por la noche deberían bastar. Tendréis que cambiarle el relleno de la jaula cada dos días, y aseguraros de que tiene agua suficiente. Todas las mañanas le damos un pequeño cuenco de leche. —El abuelo guiñó un ojo—. Ese es el secreto de su producción de huevos.

—¿Podemos sacarla alguna vez?

La gallina se había acercado lo bastante como para que Seth pudiera acariciarle las plumas con un dedo.

—Sólo tenéis que meterla después en la jaula otra vez. —El abuelo se inclinó para meter un dedo en la jaula y Ricitos de Oro le dio un picotazo de inmediato. El hombre retiró la mano—. Nunca le he caído muy simpático.

—Algunos de estos juguetes parecen caros —observó Kendra, que estaba de pie junto a una recargada casita de muñecas victoriana.

—Los juguetes están hechos para que se juegue con ellos —respondió el abuelo—. Procurad mantenerlos en buen estado y será más que suficiente.

Seth dejó la gallina para acercarse a un pequeño piano que había en un rincón de la habitación. Aporreó las teclas, y a Kendra le pareció que las notas que sonaron tenían un timbre diferente al que había esperado. Se trataba de un pequeño clavicémbalo.

—Considerad esta habitación vuestro espacio —dijo el abuelo—. Dentro de lo razonable, no os daré la lata con que tengáis el cuarto recogido, siempre que tratéis el resto de la casa con respeto.

—De acuerdo —dijo Kendra.

—Tengo también malas noticias que daros. Estamos en el momento álgido de la temporada de garrapatas. ¿Habéis oído hablar alguna vez de la enfermedad de Lyme?

Seth negó con la cabeza.

—Creo que yo sí —contestó Kendra.

—Se descubrió por primera vez en la ciudad de Lyme, en Connecticut, no muy lejos de aquí. Se contagia por la picadura de la garrapata. Este año el bosque está llenito de ellas.

—¿Y en qué consiste? —preguntó Seth.

El abuelo hizo una pausa solemne.

—Empieza con un sarpullido. En poco tiempo puede provocar artritis, parálisis e insuficiencia cardíaca. Aparte de eso, con enfermedad o sin ella, estoy seguro de que no os gustaría que se os metan garrapatas en la piel y se pongan a chuparos la sangre. Cuando intentas arrancarlas, se les desprende la cabeza. Y cuesta sacarlas.

—¡Qué asco! —exclamó Kendra.

El abuelo asintió con semblante muy serio.

—Son tan pequeñas que casi no se ven, al menos hasta que se atiborran de sangre. Entonces, se hinchan hasta alcanzar el tamaño de una uva. En cualquier caso, la cuestión es que no tenéis permiso para meteros en el bosque bajo ninguna circunstancia, chicos. Quedaos en la pradera de hierba. Violad esta norma, y vuestros privilegios de permanencia al aire libre os serán revocados. ¿Nos entendemos?

Kendra y Seth asintieron.

—Además, no debéis entrar en el granero. Demasiadas escaleras de mano y trastos de labor viejos y oxidados. Las mismas normas que valen para el bosque, valen también para el granero: poned un pie allí, y os pasaréis el resto de las vacaciones metidos en esta habitación.

—De acuerdo —replicó Seth, que cruzó la habitación en dirección a un caballete colocado sobre una lona llena de manchurrones de pintura. Apoyado en el caballete había un lienzo sin estrenar. Había más lienzos blancos apoyados contra la pared próxima, junto a baldas repletas de tarros de pintura—. ¿Puedo pintar?

—Os lo digo por segunda vez: sois los amos de esta habitación —respondió el abuelo—. Sólo procurad no destrozarla. Tengo un montón de tareas que atender, así que puede que no me veáis mucho el pelo. Seguro que aquí hay suficiente cantidad de juguetes y entretenimientos para manteneros ocupados.

—¿Y tele? —preguntó Seth.

—No hay ni tele ni radio —respondió el abuelo—. Normas de la casa. Si necesitáis cualquier cosa, tenéis a Lena, que nunca andará muy lejos. —Señaló un cordón morado que colgaba de la pared, cerca de una de las camas—. Tirad de esa cuerda si la necesitáis. De hecho, dentro de unos minutos, vendrá con vuestra cena.

—¿No vamos a cenar juntos? —preguntó Kendra.

—Algunos días. Ahora mismo tengo que pasar por el henar del lado este. Puede que no vuelva hasta tarde.

—¿Cuánta tierra posees? —preguntó Seth.

El abuelo sonrió.

—Más de la que debiera. Vamos a dejarlo ahí. Chicos, os veré por la mañana. —Dio media vuelta para marcharse y entonces se detuvo, al tiempo que buscaba algo en el bolsillo de su abrigo. Se dio la vuelta y tendió a Kendra una pequeña arandela en la que había prendidas tres pequeñas llaves de tamaños diferentes—. Cada una de estas llaves encaja en una cerradura de esta habitación. A ver si conseguís averiguar qué abre cada una.

El abuelo Sorenson salió de la habitación y cerró la puerta tras él. Kendra se quedó escuchando sus pisadas al descender la escalera. Se colocó junto a la puerta, esperó y a continuación probó a girar el picaporte lentamente. Kendra abrió la puerta con cuidado, se asomó a mirar la escalera vacía y entonces cerró. Por lo menos no los había dejado encerrados.

Seth había abierto un baúl de juguetes y examinaba su contenido. Los juguetes eran de otra época, pero se encontraban en excelente estado. Soldados, muñecas, rompecabezas, peluches, bloques de madera.

Kendra se acercó distraídamente a un telescopio que había junto a una ventana. Observó por la mirilla, colocó el telescopio de manera que pudiese mirar a través del cristal de una ventana y se puso a ajustar los mandos de enfoque. Consiguió enfocar la imagen con más nitidez, pero no logró que se viera del todo bien.

Dejó de mover los mandos y observó la ventana. Los cristales estaban hechos de vidrio irregular, como los de la parte delantera de la casa. Las imágenes llegaban distorsionadas antes de pasar por el telescopio.

Descorrió un pestillo y empujó la ventana para abrirla. Desde allí se dominaba el bosque que quedaba al este de la casa, iluminado por las tonalidades doradas de la puesta de sol. Kendra acercó el telescopio a la ventana, se entretuvo un poco más en ajustar el enfoque y consiguió ver con toda nitidez las hojas de los árboles de allá abajo.

—Déjame ver —le pidió Seth, que se había puesto a su lado.

—Antes recoge todos esos juguetes.

Junto al baúl abierto había un revoltijo de juguetes.

—El abuelo ha dicho que aquí dentro podemos hacer lo que nos dé la gana.

—Sin convertirlo en un desastre. Ya estás poniéndolo todo patas arriba.

—Estoy jugando. Esto es un cuarto de juegos.

—¿No te acuerdas de que mamá y papá nos dijeron que teníamos que recoger nosotros solitos nuestras cosas?

—¿No te acuerdas de que mamá y papá no están aquí?

—Se lo diré.

—¿Cómo? ¿Les vas a poner una notita en una botella? Para cuando regresen, ni siquiera te acordarás.

Kendra se fijó en que había un calendario en la pared.

—Lo anotaré en el calendario.

—Vale. Y mientras yo echaré un vistazo con el telescopio.

—Esto es lo único de toda la habitación que estaba usando yo. ¿Por qué no te buscas otra cosa?

—No me había fijado en el telescopio. ¿Por qué no lo compartes? ¿No nos dicen también mamá y papá que compartamos las cosas?

—De acuerdo —respondió Kendra—. Todo tuyo. Pero voy a cerrar la ventana. Están entrando bichos.

—Lo que tú digas.

Kendra cerró la ventana. Seth miró por la mirilla y se puso a mover los mandos de enfoque. Kendra contempló detenidamente el calendario. Era de 1953. Cada mes iba acompañado de una ilustración de un palacio de cuento de hadas.

Pasó las hojas hasta dar con la de junio. Hoy eran de junio. Los días de la semana no coincidían con los actuales, pero igualmente pudo contar los que faltaban hasta que volviesen sus padres. Estarían de vuelta el 28 de junio.

—Este cacharro ni siquiera enfoca bien —se quejó Seth.

Kendra sonrió.