8

Coulter

-No está aquí —dijo Seth, y consultó la hora en su reloj.

—Llegará enseguida —dijo Kendra.

Estaban los dos sentados en un banco de piedra en las lindes de una praderita ovalada, con un bebedero de mármol para pájaros en el centro. No hacía mucho rato que había salido el sol, pero ya empezaba a hacer calor. Un grupito de hadas jugaba entre las flores de un arbusto cercano. Otras revoloteaban sobre el bebedero, admirando su propio reflejo.

—Últimamente las hadas no se han mostrado muy amigables —comentó Seth.

Kendra se rascó la frente.

—Probablemente sólo necesitan su espacio.

—Estaban tan simpáticas poco antes de marcharnos nosotros el verano pasado… Después de que las dirigieras en el ataque contra Bahumat.

—Probablemente sólo estaban más entusiasmadas de la cuenta.

—Intenta hablar con ellas —dijo Seth—. Si entiendes a los diablillos, apuesto a que puedes entender también a las hadas.

—Lo intenté anoche. No me hicieron ni caso.

Seth volvió a mirar la hora en su reloj de pulsera.

—Propongo que vayamos a hacer otra cosa. Coulter lleva ya diez minutos de retraso. Y eligió el sitio más aburrido de todo Fablehaven para tenernos esperándole.

—A lo mejor nos hemos equivocado de lugar.

Seth sacudió la cabeza.

—Aquí es donde nos dijo.

—Estoy segura de que aparecerá —respondió Kendra.

—Para cuando llegue, tendremos que irnos a ver a la Esfinge.

Coulter apareció de repente ante ellos, de pie en mitad de la hierba, a no más de tres metros de distancia, impidiéndoles ver el bebedero de pájaros. No había nada y de pronto había aparecido, apoyándose en el bastón de caminar.

—Supongo que no debía oír eso —dijo Coulter.

Kendra lanzó un grito y Seth se puso en pie de un brinco.

—¿De dónde has salido? —preguntó el niño, casi sin aliento.

—Tened más cuidado con lo que decís aquí fuera —respondió Coulter—. Nunca se sabe quién puede oíros. Estoy seguro de que vuestros abuelos querían mantener en secreto lo de vuestra visita a la Esfinge.

—¿Por qué nos estabas espiando? —le acusó Kendra.

—Para demostraros una cosa —dijo Coulter—. Creedme, si no estuviera de vuestro lado y me hubieseis transmitido esa información, no me habría delatado presentándome ante vosotros. Por cierto, Kendra, las hadas son celosas por naturaleza. No hay modo más seguro de ganarse su desprecio que convirtiéndote en una persona querida por todos.

—¿Cómo sabías eso? —preguntó Seth.

Coulter sostuvo en alto un mitón de piel, dejando que colgase así, flácido.

—Una de mis posesiones más preciadas. Yo trafico con colgantes mágicos, amuletos y artefactos. Tanu tiene sus pociones, Vanessa, sus bichos… y yo, mi guante mágico. Entre otras cosas.

—¿Puedo ponérmelo? —preguntó Seth.

—Todo a su debido tiempo —respondió Coulter, que se guardó el guante en un bolsillo y carraspeó—. Tengo entendido que Tanu os ofreció ayer un interesante aperitivo. Conoce bien su oficio. Haréis bien en hacerle caso.

—Así lo haremos —respondió Kendra.

—Antes de comenzar —dijo Coulter, moviendo los pies como si se encontrase un tanto incómodo—, quiero dejar clara una cosa. —Dirigió a Kendra una mirada incierta—. Por mucho cuidado que pongas en tu higiene personal, es perfectamente natural que a una adolescente le salga de vez en cuando un grano.

Kendra se tapó la cara con las manos. Seth sonrió burlonamente.

—Esa clase de cosas forman parte del proceso de maduración —siguió diciendo Coulter—. Es posible que empieces a notar otros cambios, como…

Kendra levantó la cabeza.

—No me da ninguna vergüenza —dijo en tono insistente—. Fue sólo efecto de la poción.

Coulter asintió con condescendencia.

—Bueno, si alguna vez necesitas hablar con alguien de… del desarrollo…

—Eres muy amable —le interrumpió Kendra, al tiempo que levantaba las dos manos para que no siguiera hablando—. Te lo diré, si quiero hablar. Tener granos le pasa a cualquiera. No me siento mal por eso.

Seth parecía a punto de estallar de risa, pero se las arregló para contenerse.

Coulter se pasó una mano por la coronilla para alisarse la pequeña mata de pelo cano.

Se había sonrojado ligeramente.

—Bien. Ya hemos hablado bastante sobre hormonas. Cambiemos de tema. —Hizo una pausa de unos segundos, mientras se frotaba las manos—. ¿Qué deseáis que os enseñe?

—Cómo hacernos invisibles —dijo Seth.

—Me refiero en términos generales —aclaró Coulter—. ¿Por qué deseáis ser mis aprendices?

—Para aprender a protegernos de las criaturas mágicas —respondió Kendra.

—Y así ser de utilidad mientras estemos aquí —añadió Seth—. Estoy harto de no poder salir del jardín.

Coulter sacudió el índice.

—Una reserva como Fablehaven es un lugar peligroso. En mi trabajo, cualquier grado de descuido puede conducir al desastre. Y por desastre entiendo la muerte. Sin segundas oportunidades. Tan sólo un ataúd frío y solitario.

El tono nuevo de seriedad con que hablaba había transformado enseguida el humor reinante. Kendra y Seth eran todo oídos.

—Ese bosque —dijo Coulter, indicado con el brazo extendido en dirección a los árboles—, está repleto de criaturas a las que nada agradaría más que ahogaros. Descuartizaros. Devoraros. Convertiros en piedra. Si dejáis caer la guardia un sólo instante, si olvidáis por un segundo que absolutamente todas las criaturas de esta reserva son vuestro peor enemigo en potencia, no tendréis más oportunidades de sobrevivir que un gusano en el suelo de un gallinero. ¿Me estoy haciendo entender?

Kendra y Seth dijeron que sí con la cabeza.

—No os digo esto por crueldad —dijo Coulter—. No pretendo impactaros a fuerza de exagerar. Lo que quiero es que entréis ahí con los ojos bien abiertos. En mi profesión muere gente todo el tiempo. Gente con talento, gente cautelosa. Por mucho cuidado que tengáis, existe siempre la posibilidad de que os topéis con algo más terrible de lo que estáis preparados para manejar. O podríais veros en una situación a la que os habéis enfrentado en cientos de ocasiones, pero que si cometéis un error, ya no tendréis una segunda oportunidad. Si alguno de vosotros dos tiene la expectativa de adentrarse en ese bosque junto a mí, no quiero que se aferré a un falso sentido de seguridad. He pasado por situaciones muy apuradas y he visto morir a personas. Haré todo lo posible por manteneros a salvo, pero creo que es justo que os advierta de que el día menos pensado, incluso haciendo algo que pudiera parecemos rutinario, podríamos morir todos si estamos ahí, en ese bosque. No quiero que vengáis conmigo sin antes haber dejado eso claro.

—Sabemos que es peligroso —dijo Seth.

—Y ahora hay otra cosa más que debo deciros. Si nos encontramos todos en peligro mortal y para salvaros tengo que sacrificarme o sacrificaros a los dos, probablemente me salvaría a mí mismo. Espero que hagáis lo mismo vosotros. Si puedo protegeros, os protegeré; si no… ya estáis advertidos. —Coulter levantó las dos manos—. No quiero que vuestro espectro se me aparezca para quejarse de que no os avisé.

—Estamos advertidos —replicó Kendra—. No te rondaremos.

—Yo a lo mejor sí, un poquito —dijo Seth.

Coulter soltó una risa ahogada, juntó unas flemas y escupió.

—Bien, mi intención es que nos mantengamos lejos de situaciones en las que nuestra vida corra peligro, pero siempre existe la posibilidad de que pueda suceder lo peor, y si ese es un riesgo que no estáis dispuestos a asumir, decidlo ahora, porque en cuanto estemos en el bosque es posible que sea demasiado tarde.

—Yo sí —dijo Seth—. Todavía estoy triste por no haber podido salir ayer.

—Yo también —dijo Kendra con valentía—. Pero a mí no me importó no salir ayer.

—Eso me recuerda una cosa —intervino Coulter—. Estoy un poco chapado a la antigua en algunos aspectos, y eso afecta a este acuerdo. Llamadlo «caballerosidad pasada de moda», pero hay ciertos lugares a los que creo que no deberían ir las mujeres. No porque no sean inteligentes o capaces. Simplemente creo que a las damas hay que tratarlas con cierto respeto.

—¿Estás diciendo que hay lugares a los que llevarías a Seth, pero no a mí? —preguntó Kendra.

—Eso es lo que estoy diciendo. Y ya puedes echarme todos los rapapolvos feministas que quieras, que no vas a hacerme cambiar de parecer. —Coulter abrió las manos—. Si quieres que te lleve otra persona, y está dispuesta a hacerlo, no podré oponerme.

—¿Qué me dices de Vanessa? —exclamó Kendra, sin poder creer lo que estaba oyendo—. ¿Y la abuela? —Aunque una parte de sí misma ni siquiera deseaba ir a esos lugares peligrosos de los que hablaba Coulter, la idea de que el hecho de ser mujer le impidiese llevarla a ellos le resultaba profundamente insultante.

—Vanessa y vuestra abuela son libres de hacer lo que les plazca, igual que tú. Pero yo también soy libre para hacer lo que me venga en gana, y hay ciertos lugares a los que no llevaría a una mujer, por muy capacitada que pueda estar. Y eso incluye a Vanessa y a vuestra abuela.

Kendra se levantó.

—Pero sí llevarías a Seth, ¿no? ¡Tiene dos años menos que yo y un cerebro que prácticamente no le rula!

—Mi cerebro no es la cuestión —dijo Seth, que disfrutaba de aquella discusión.

Coulter señaló a Seth con el bastón.

—Con doce años, está en camino de convertirse en un hombre. Hay montones de lugares a los que no os llevaría a ninguno de los dos, si te sirve de consuelo. Lugares a los que ninguno de nosotros os llevaría hasta que tengáis más edad y experiencia. Hay lugares a los que ni nosotros mismos iríamos.

—Pero hay sitios a los que llevarías a mi hermano pequeño y no a mí, sólo porque soy chica —le presionó Kendra.

—No habría sacado el tema si no previese que iba a plantearse dentro de unos días —dijo Coulter.

Kendra sacudió la cabeza.

—Increíble. Sabes que Fablehaven no estaría aquí de no haber sido por mí.

Coulter se encogió de hombros, como disculpándose.

—Hiciste algo maravilloso, y no estoy tratando de restarte mérito. No estoy hablando de capacidades. Si yo tuviera una hija y un hijo, hay ciertas cosas que me veo haciendo con una y no con el otro. Ya sé que hoy en día todo el mundo está empeñado en hacer como si los niños y las niñas fuesen exactamente iguales, pero yo no lo veo así. Si te hace sentir mejor, compartiré todo lo que sé con los dos, y a la mayor parte de los sitios a los que vayamos, podremos ir todos juntos.

—Yo me buscaré a alguien que quiera llevarme a los sitios a los que tú no quieras que vaya —prometió Kendra.

—Estás en tu derecho —dijo Coulter.

—¿Podemos pasar a otra cosa? —preguntó Seth.

—¿Podemos? —preguntó Coulter a Kendra.

—No tengo nada más que añadir —dijo Kendra, frustrada aún.

Coulter se comportó como si no hubiese percibido el tono de su voz.

—Como os estaba diciendo antes, mi especialidad son los objetos mágicos. En el mundo hay toda clase de objetos mágicos. Muchos se han quemado, es decir, antes eran mágicos; sin embargo, se han quedado sin energía y han perdido sus poderes. Otros conservan su utilidad, pero sólo se pueden usar un número limitado de veces. Y otros parecen disponer de recursos infinitos de energía mágica.

—¿El guante es de los limitados? —preguntó Seth.

Coulter volvió a levantar el guante.

—Llevo años usándolo, y sus efectos parecen no debilitarse nunca. Por lo que sé, funcionará eternamente. Pero al igual que la mayoría de los objetos mágicos, tiene ciertas limitaciones. —Se lo puso en una mano y el guante desapareció—. Mientras me quede quieto, no podéis ver nada. Otra historia es si me muevo. —Coulter empezó a aparecer y desaparecer rápidamente, como un parpadeo. Meneaba la cabeza al mismo tiempo. Cuando agitó un brazo, apareció del todo hasta que volvió a quedarse quieto.

—El guante sólo funciona si te quedas inmóvil —dijo Kendra.

Coulter era invisible otra vez.

—Correcto. Puedo hablar, pestañear, respirar. Si me muevo mucho más que eso, me hago visible —se quitó el guante y reapareció de inmediato—, lo cual resulta bastante inconveniente. Una vez que me han localizado, este guante no resulta muy útil para huir. Tampoco enmascara mi olor. Para lograr el máximo resultado, tengo que ponérmelo antes de que me vean, en una situación en la que pueda permanecer quieto y en un lugar en el que no esté presente ningún ser que pueda percibir mi presencia a través de otros sentidos aparte de la vista.

—Por eso quedaste con nosotros aquí —intervino Seth—. Para poder llegar antes y prepararte para espiarnos.

—¿Lo ves? —le dijo Coulter a Kendra—. No es tan imbécil. Naturalmente, si de verdad tuviera la intención de espiaros, me habría quedado detrás del banco, entre los arbustos. Pero quería hacer una aparición teatral, y confié en la suerte, esperando que no chocarais conmigo y echarais a perder mi sorpresa.

—Tus huellas debían de haberse visto claramente en la hierba —señaló Kendra.

Coulter asintió varias veces con la cabeza.

—Han cortado la hierba hace poco, y pisoteé un poco la zona antes de decidirme por un sitio, pero sí, si hubieseis prestado atención como es debido, habríais podido ver las huellas de mis pisadas en el prado de hierba. Pero estaba en lo cierto: no os fijasteis.

—¿Puedo probarme el guante? —preguntó Seth.

—En otra ocasión —respondió Coulter—. Escuchad. Preferiría que me guardaseis el secreto del guante. Vuestros abuelos lo saben, pero preferiría que los demás no supieran nada. No compensa dejar que el mundo entero conozca tus mejores trucos.

Seth hizo como si se cerrara los labios con candado y tirase la llave.

—No diré nada —dijo Kendra.

—Guardar secretos es una importante habilidad que hay que dominar en mi ámbito de trabajo —dijo Coulter—. Sobre todo con la Sociedad por ahí, siempre urdiendo trampas para conseguir información y explotar los puntos débiles. Yo sólo cuento mis mejores secretos a las personas en las que puedo confiar. De lo contrario, el secreto se transforma en un rumor, así de rápido. —Chasqueó los dedos—. Practicad el arte de guardaros para vosotros solos las cosas que os voy contando. Creedme, si me entero de que se lo contáis a alguien, nunca volveréis a escuchar de mis labios un secreto.

—Pues más te valdrá vigilar a Kendra —dijo Seth.

—Nunca prometí guardar aquel secreto —insistió ella.

—Os vigilaré a los dos. Y subiré las apuestas, sólo para poneros a prueba. —Levantó entonces una vaina verduzca de reducidas dimensiones—. Existe en Noruega una especie de elfo que pierde las alas al inicio del invierno. El elfo pasa los meses más fríos del invierno hibernando en un capullo parecido a este. Cuando vuelve la primavera, sale con un nuevo par de alas preciosas.

Seth arrugó la nariz.

—¿Tenemos que guardar eso en secreto?

—No he terminado. Tras el adecuado tratamiento y la pertinente preparación, estos capullos se transforman en objetos muy valiosos. Si me meto este capullo en la boca y lo mastico con fuerza, se expandirá al instante y me envolverá. Me encontraré metido dentro de un refugio absolutamente impermeable, totalmente a salvo de cualquier amenaza exterior. Hacia el exterior del capullo se filtra suficiente cantidad de dióxido de carbono, y al interior pasa suficiente cantidad de oxígeno, para que no me sienta mal… ¡hasta debajo del agua! Las capas más internas son comestibles. Junto con la humedad que absorben del exterior, las paredes del capullo serían capaces de sostenerme durante meses. Y a pesar de la impenetrable coraza exterior, desde dentro puedo liberarme en cualquier momento, con un poquito de esfuerzo.

—Vaya —comentó Kendra.

—Este capullo tan insólito y especialmente preparado es mi póliza de seguros —dijo Coulter—. Es mi Tarjeta de Salida de la Cárcel. Y es uno de los secretos que guardo con más cuidado, porque es posible que llegue un día en que me salve la vida.

—¿Y por qué nos lo cuentas? —preguntó Seth.

—Os estoy poniendo a prueba. Ni siquiera vuestros abuelos saben nada de este capullo. No debéis hablar de él con nadie, ni siquiera entre vosotros, porque os podría oír alguien. Cuando haya pasado tiempo suficiente, si guardáis el secreto, puede que os cuente otros. No me decepcionéis.

—No —prometió Seth.

Coulter se agachó y se rascó un tobillo.

—Chicos, ¿anoche no visteis un drumant?

Los dos sacudieron la cabeza con un gesto negativo.

—Me picaron un par de veces en una pierna —dijo—. Estaba dormido y no me enteré. Tal vez debería probar con serrín y ajo, después de todo.

—Vanessa ha atrapado a otros dos —anunció Kendra.

—Bien, entonces sólo quedan once —dijo Coulter—. Quiero enseñaros otro objeto. —Sostuvo en alto una esfera de plata—. Ya oísteis a vuestros abuelos decir que ningún mortal puede acceder a Fablehaven por la verja. Toda la valla que rodea la reserva está reforzada con conjuros muy poderosos. Uno de esos conjuros puede quedar ilustrado con esta bola.

Coulter se acercó al bebedero de pájaros. Las hadas se dispersaron al aproximarse.

—En mi mano el conjuro permanece en estado latente. Pero en cuanto suelto la bola, esta queda protegida mediante un conjuro de distracción. —Dejó caer la esfera en la pila para pájaros—. No llega a ser ni remotamente tan fuerte como el conjuro de distracción que protege la verja, pero debería servir.

Coulter regresó junto a ellos y se quedó parado.

—Seth, ve a buscarme la bola, ¿quieres?

Seth observó con recelo a Coulter.

—¿Va a distraerme de alguna manera?

—Tú sólo tráela.

Seth se acercó al bebedero a la carrerilla. Se detuvo y empezó a mirar en todas direcciones.

—¿Qué era lo que querías? —preguntó finalmente a Coulter.

—Que me trajeras la bola —le recordó Coulter. Seth se golpeó la frente con la base de la mano.

—Es verdad.

Metió una mano en el agua. Después, metió la otra y se frotó las dos. Se apartó del bebedero de pájaros sin la bola, al tiempo que se sacudía las manos, para secárselas a continuación en la camisa. Luego, volvió andando en dirección a Coulter y Kendra.

—Es increíble —dijo Kendra.

—¿Lo has olvidado todo, eh, Seth? —preguntó Coulter. Seth se detuvo y ladeó la cabeza.

—Quería la bola —dijo Coulter.

—¡Oh, sí! —exclamó Seth—. ¿En qué estaba pensando?

—Vuelve aquí —le invitó Coulter—. Ya has probado lo que es un conjuro de distracción. Uno de los conjuros que protege la valla de Fablehaven hace eso mismo, en esencia. En cuanto alguien cruza la valla, su atención queda dirigida hacia otro lugar. Simple y efectivo.

—Quiero probar yo —dijo Kendra.

—Con mucho gusto —se ofreció Coulter.

La chica se dirigió al bebedero de pájaros. Iba repitiéndose mentalmente lo que se suponía que tenía que hacer. Incluso lo decía moviendo los labios, sin emitir sonido alguno. «La bola, la bola, la bola, la bola», se repetía. Cuando llegó al bebedero de pájaros, fijó la vista en la esfera plateada de debajo del agua. Todavía no se había distraído. La cogió y se la llevó a Coulter.

—Ahí tienes.

Coulter parecía anonadado.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

—Estoy tan sorprendida como tú. Yo pensaba que sólo era una niña.

—No, Kendra, de verdad, eso ha sido algo totalmente fuera de lo normal.

—Yo sólo me concentré.

—¿En la bola?

—Sí.

—¡Imposible! Su carga ha debido de desgastarse. Después de todos estos años… Ve a ponerla allí otra vez.

Kendra fue hacia el bebedero de pájaros a la carrera y depositó la bola en el agua.

Coulter se acercó a la fuente con los puños cerrados. Metió una mano en el agua, al lado de la esfera, y se puso a frotar el fondo de la pila. Luego, rápidamente, agarró la bola.

—Aún funciona. Podía notar cómo el conjuro luchaba por atontarme, tan potente como siempre.

—Entonces, ¿cómo es que has podido cogerla? —preguntó Kendra.

—Cuestión de práctica —respondió Coulter—. Si te concentras en la bola, te distraerá. Así que sólo hay que concentrarse en algo que esté cerca de la bola. Yo estaba concentrándome en el fondo de la pila, mientras dejaba la bola en algún rincón de mi cabeza. Entonces, mientras estoy frotando el fondo de la pila, me fijo en la bola y la agarro.

—Yo me concentré en la bola —dijo Kendra.

Coulter arrojó la bola en dirección al banco. La bola rodó y se detuvo en la hierba.

—Ve por ella otra vez. No intentes siquiera concentrarte.

Kendra fue hacia la esfera y la cogió del suelo.

—Supongo que soy inmune.

—Interesante —comentó Coulter, pensativo.

—Apuesto a que ahora sí podría hacerlo —dijo Seth.

—Déjala en el suelo, Kendra —dijo Coulter.

Seth avanzó hacia la bola, se detuvo a coger unas briznas de hierba y echó a caminar para ir a sentarse en el banco.

—¿Qué? —preguntó, sin entender por qué le miraban fijamente.

Entonces, se dio una palmada en la frente otra vez, cuando le recordaron que debía coger la bola.

—Debe de tratarse de otro efecto secundario de lo de las hadas —conjeturó Kendra.

—Debe de ser eso —coincidió Coulter, meditabundo—. Siguen apareciendo misterios y más misterios a tu alrededor, ¿eh? Me has recordado que las hadas han provocado otros peculiares efectos aquí, en Fablehaven. Pasemos a los temas divertidos. Desde vuestra última visita hemos descubierto una cosa fascinante. —Levantó la voz y dijo—: ¡Hugo, ven!

El gigantesco golem salió de detrás del granero, avanzando a brincos con sus largas y pesadas zancadas. La última vez que Kendra lo había visto, estaba cubierto de flores y vegetación, gracias a las hadas. Ahora estaba mucho más parecido a cómo era antes de que las hadas le hubiesen resucitado: un primitivo cuerpo de arena, piedra y arcilla, más simiesco que humano en sus proporciones, y con alguna que otra hierba silvestre o diente de león brotándole aquí y allá, pero sin rastro de enredaderas con hojas de parra o flores de colores.

Hugo se detuvo delante de ellos. La coronilla de Coulter apenas le llegaba a la altura de sus poderosos pectorales. Hugo era ancho, de extremidades gruesas y pies y manos desproporcionadamente grandes. Parecía tan fornido que podría descuartizar sin el menor esfuerzo a Coulter, miembro a miembro. Pero Kendra sabía que Hugo no haría nunca algo semejante. Sólo obedecía órdenes.

—¿Os acordáis de Hugo? —preguntó Coulter.

—Claro que sí —respondió Seth.

—Mirad esto —dijo Coulter. Cogió una piedra del suelo y se la tiró. Hugo la cogió.

—¿Qué se supone que tiene que demostrar eso? —preguntó Seth.

—No le dije que la cogiera —dijo Coulter.

—Debe de estar obedeciendo una orden de coger cualquier cosa que se le lance —supuso Kendra.

Coulter sacudió la cabeza.

—No hay ninguna orden.

Tímidamente, Hugo sonrió.

—¿Está sonriendo? —preguntó Seth.

—No me extrañaría nada —dijo Coulter—. Hugo, haz lo que te apetezca.

Hugo se acuclilló y a continuación dio un gran salto en el aire, levantando los dos brazos. Aterrizó con tanta fuerza que todo el suelo tembló.

—¿Hace cosas por su cuenta? —preguntó Kendra.

—Cosillas —respondió Coulter—. Todavía obedece absolutamente. Se ocupa de todas sus labores. Pero un día vuestra abuela le sorprendió depositando una cría de pájaro en su nido. Que sepamos, nadie le había dado tal orden, simplemente estaba siendo bueno.

—¡Estás diciendo que las hadas le hicieron algo! —exclamó Kendra—. Cuando Muriel destruyó a Hugo con un maleficio, las hadas lo reconstruyeron, pero debieron de cambiarle de alguna manera.

—Por lo poco que podemos entender, le convirtieron en un golem de verdad —dijo Coulter—. Los golems manufacturados, los peleles sin cerebro que existen sólo para cumplir órdenes, se crearon originalmente como una imitación de los golems auténticos, criaturas vivas reales de piedra, barro o arena. Los auténticos desaparecieron del conocimiento humano. Pero, ahora, aparentemente Hugo es uno de ellos. Está desarrollando su libre albedrío.

—¡Qué alucine! —exclamó Seth.

—¿Es capaz de comunicarse? —preguntó Kendra.

—Sólo de forma rudimentaria, por ahora —le explicó Coulter—. Su grado de comprensión es bastante bueno. Tenía que serlo, para poder recibir órdenes. Y su coordinación motora sigue siendo igual de precisa que antes. Pero apenas acaba de empezar a experimentar lo que es expresarse y actuar por sí mismo. Ha ido mejorando poco a poco, pero de manera segura. A su debido tiempo, debería poder interactuar con nosotros como una persona normal y corriente.

—Entonces, ahora mismo es como un bebé gigante —comentó Kendra, asombrada.

—En muchos aspectos, sí —concedió Coulter—. Una de las tareas que quiero que asumáis vosotros dos será dedicar una hora todos los días a jugar con Hugo. No se le dará la consigna de que obedezca vuestras órdenes. Simplemente le dejaré con el mandato de disfrutar. Entonces, podréis hacer lo que queráis con él: hablar, jugar al lobo, enseñarle trucos, lo que os apetezca. Quiero ver si podemos conseguir que funcione más por su cuenta.

—Si se vuelve demasiado listo, ¿dejará de obedecer órdenes? —preguntó Seth.

—Lo dudo mucho —respondió Coulter—. Tiene demasiado arraigada en su interior la obediencia a sus amos. Forma parte de la magia que lo mantiene con vida. Sin embargo, es posible que evolucione hasta convertirse en un sirviente mucho más útil, capaz de tomar decisiones y de compartir información. Y podría empezar a disfrutar de un estado de existencia más elevado.

—Me gusta la tarea que nos encomiendas —dijo Kendra—. ¿Cuándo podemos empezar?

—¿Qué tal ahora mismo? —propuso Coulter—. Creo que hoy ya no nos va a dar mucho tiempo de hacer una buena incursión por el bosque. Tenéis que estar de vuelta aquí después del almuerzo, para poder ir al pueblo con vuestra abuela. No tengo ni idea de lo que vais a hacer allí. —Imitando a Seth, Coulter hizo el gesto de cerrarse los labios con llave y lanzarla lejos—. Hugo, quiero que juegues con Kendra y con Seth. Siéntete libre para hacer lo que desees.

Coulter se marchó hacia la casa, caminando a grandes pasos, y dejó a Kendra y a Seth con el gigantesco golem. Los tres se quedaron unos segundos en silencio.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Seth.

—Hugo —dijo Kendra—. ¿Por qué no nos enseñas cuál es tu flor favorita del jardín?

—¿Su flor favorita? —se quejó Seth—. ¿Pretendes matarle de aburrimiento?

Hugo levantó un dedo y entonces les hizo un gesto con la mano para que le siguieran.

Con sus andares pesados, cruzó la explanada de hierba en dirección a la piscina.

—Enseñarnos su flor le ofrece la oportunidad de elegir entre varias cosas —le explicó Kendra mientras corrían tras Hugo para no quedarse atrás.

—Estupendo, entonces, ¿qué hay de su arma favorita o su monstruo favorito o algo así de chulo?

Hugo se detuvo junto a un seto que tenía un lecho de flores al pie. Señaló una flor azul y blanca de grandes dimensiones, con forma de trompeta, con los pétalos traslúcidos y de un color intenso. Se trataba de una flor delicada y exquisita.

—Buena elección, Hugo, me gusta —le felicitó Kendra.

—Genial —dijo Seth—. Eres muy sensible y artístico. Bueno, ¿qué tal si hacemos algo divertido? ¿Quieres que nos metamos en la piscina? ¡Apuesto a que sabes hacer las mejores bombas!

Hugo cruzó y descruzó las manos varias veces, indicando que no le agradaba la idea.

—Está hecho de tierra —dijo Kendra—. Usa el coco.

—Y de piedras y barro… Pensé que sólo se pondría un poco embarrado.

—Ya, y atascaría el filtro. Deberías hacer que Hugo te tirase a ti a la piscina.

El golem volvió la cabeza hacia Seth, que se encogió de hombros.

—Claro, eso sería divertido.

Hugo asintió, agarró a Seth y con un movimiento de gancho, lo lanzó por los aires.

Kendra contuvo la respiración. Estaban aún a cien metros o más del borde de la piscina. Se había figurado que el golem llevaría a Seth en volandas un poco más allá, antes de lanzarlo al agua. Su hermano ascendió hasta casi tan alto como el tejado de la casa y cayó en picado hasta zambullirse en el centro del extremo hondo de la piscina, con un chapuzón impresionante.

Kendra corrió a la orilla del agua. Para cuando llegó, Seth ya estaba saliendo al bordillo, con el pelo y la ropa chorreando.

—¡Ese ha sido el momento más hipante y alucinante de mi vida! —declaró Seth—. Pero la próxima vez, espera a que me quite los zapatos.