7
La mazmorra
A la mañana siguiente, Kendra, Seth, los abuelos y Tanu estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, desayunando. Fuera, el sol empezaba a ascender por el cielo, en un día despejado y húmedo.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Seth, usando el tenedor para cortar en trozos su tortilla.
—Hoy os vais a quedar aquí en casa conmigo y con vuestra abuela —dijo su abuelo.
—¿Qué? —exclamó Seth—. ¿Y adónde se va todo el mundo?
—¿Y qué somos nosotros? —preguntó el abuelo.
—Quiero decir que ¿a dónde se van los demás? —rectificó Seth.
—Esta tortilla está deliciosa, abuelo —dijo Kendra después de comerse un trozo.
—Me alegro de que te guste, querida —respondió su abuelo con aire digno, lanzándole una mirada a la abuela, quien fingió no darse cuenta.
—Tienen que ocuparse de un asunto desagradable —le dijo la abuela a Seth.
—Querrás decir de un asunto alucinante —replicó Seth en tono acusador, y se volvió hacia Tanu—. ¿Nos estáis dejando tirados? ¿A qué venía entonces todo eso del trabajo en equipo, que decías ayer?
—Manteneros a salvo a tu hermana y a ti era uno de nuestros objetivos —respondió Tanu con serenidad.
—¿Cómo se supone que vamos a aprender nada si sólo nos dejáis hacer cositas sin importancia? —se quejó Seth.
Coulter entró en la habitación con un bastón en la mano. El extremo superior del bastón tenía forma de horquilla y tenía enganchada una banda elástica que lo convertía en un tirachinas.
—Hoy no querríais venir adonde vamos —dijo.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Seth.
—Porque yo mismo no quiero ir —respondió Coulter—. ¿Tortillas? ¿Quién ha hecho tortillas?
—El abuelo —respondió Kendra.
De pronto, Coulter pareció cauteloso.
—¿Qué es esto, Stan? ¿Nuestra última comida?
—Sólo quería echar una mano en la cocina —dijo el abuelo, inocentemente.
Coulter miró al abuelo con recelo.
—Debe de quereros de verdad, chicos —dijo finalmente—. Ha estado explotando la excusa de los huesos rotos para mantenerse lo más lejos posible de cualquier tarea doméstica.
—No me hace gracia que me dejen atrás —recordó Seth a todo el mundo.
—Nos dirigimos a una zona de Fablehaven que no está cartografiada —le explicó Tanu—. No estamos seguros de lo que podemos encontrarnos, sólo sabemos que será peligroso. Si todo sale bien, os llevaremos la próxima vez.
—¿Crees que la reliquia podría encontrarse allí? —preguntó Kendra.
—Es uno de los varios sitios posibles —respondió Tanu—. Suponemos que encontraremos la reliquia en alguna de las zonas más inhóspitas de la reserva.
—Lo que seguramente encontraremos serán trasgos, gigantes de niebla y blixes —replicó Coulter de mal humor, al tiempo que tomaba asiento ante la mesa. Se echó un poco de sal en la palma de la mano y la lanzó por encima de su hombro. Luego, dio unos golpes en el mantel con los nudillos. Parecía hacer esos gestos de forma mecánica.
Vanessa entró en la habitación.
—Tengo malas noticias —anunció. Llevaba una camiseta del Ejército de Estados Unidos y pantalones de loneta negra, y el pelo recogido atrás.
—¿De qué se trata? —preguntó la abuela.
—Anoche se me escaparon los drumants y sólo he capturado un tercio de ellos —dijo Vanessa.
—¿Andan sueltos por la casa? —exclamó la abuela.
Coulter señaló a Vanessa con el tenedor, acusadoramente.
—Te dije que no saldría nada bueno de meter aquí a esa colección de bichos salvajes.
—No entiendo cómo se han escapado —dijo Vanessa—. Nunca me había pasado esto con ellos.
—Es evidente que no te han picado —intervino Tanu.
—¿Seguro? —respondió Vanessa, y estiró el brazo para enseñarles tres pares de marcas de picaduras—. Tengo más de veinte picaduras repartidas por todo el cuerpo.
—¿Cómo es que sigues con vida? —preguntó el abuelo.
—Son una raza especial de drumants que he criado yo misma —respondió Vanessa—. He estado experimentando con las formas de eliminar la toxicidad de los whirligigs venenosos.
—¿Qué es un whirligig? —preguntó Kendra.
—¿Y qué es un drumant? —añadió Seth.
—Un whirligig es cualquier criatura mágica de inteligencia sub-humana —les explicó su abuela—. Es jerga.
—Los drumants parecen tarántulas con cola —dijo Tanu—. Muy peludos. Saltan de acá para allá y pueden deformar la luz para distorsionar su ubicación. Crees que ves uno y vas a cogerlo, pero lo único que tocas es un espejismo, porque el drumant en realidad se encuentra a medio metro de distancia.
—Son animales nocturnos —dijo el abuelo—. Pican con agresividad. Normalmente inyectan un veneno mortífero.
—De alguna manera la portezuela de la jaula se abrió —dijo Vanessa—. Escaparon los diecinueve que tenía. Cuando me desperté, los tenía a todos encima de mí. Conseguí cazar seis. Los demás se dispersaron. A estas alturas están por las paredes.
—Seis de diecinueve es menos de un tercio —indicó Coulter mientras masticaba.
—Estoy segura de que cerré la portezuela y eché el candado de la jaula —dijo Vanessa con firmeza—. Para seros sincera, si me encontrase en cualquier otro sitio, sospecharía que me han hecho una jugarreta. Nadie sabía que esos drumants no son venenosos. Si lo hubiesen sido, a estas horas estaría muerta.
Un silencio incómodo se extendió por la habitación. El abuelo carraspeó.
—Yo en tu lugar, con independencia de dónde me encontrase, apostaría por un sabotaje.
Kendra clavó la vista en su plato. ¿Alguna de las personas con las que estaba desayunando acababa de intentar acabar con Vanessa? ¡Seguro que su abuela, su abuelo y Seth no habían sido! ¿Tanu? ¿Coulter? No quería cruzar la mirada con ninguno de ellos.
—¿Podría haberse colado en la casa algún intruso? —preguntó Vanessa—. ¿O podría haber escapado alguien de la mazmorra?
—No es muy probable —respondió el abuelo, mientras se limpiaba las manos con una servilleta—. Los duendes y los mortales son los únicos seres que tienen permiso para entrar libremente en esta casa. Los duendes no harían una diablura como esa. Aparte de Dale y Warren, los únicos mortales que pueden moverse libremente por esta reserva se encuentran en esta habitación. Dale se quedó anoche en la cabaña. Cualquier otro mortal tendría que cruzar la verja antes de poder acceder a la casa, y cruzar la verja es prácticamente imposible.
—Alguien podría llevar un tiempo escondido en algún lugar de la finca, y haber esperado hasta ahora para atacar —conjeturó Coulter.
—Cualquier cosa es posible —dijo Vanessa—. Pero yo juraría que dejé la jaula cerrada con candado. ¡No la he abierto desde hace tres días!
—¿Nadie vio nada raro anoche? —preguntó el abuelo, fijando la vista en todos los presentes, uno por uno.
—Ojalá hubiese visto algo —dijo Tanu.
—Nada en absoluto —respondió Coulter en un murmullo, entornando los ojos, meditabundo.
Kendra, Seth y la abuela sacudieron la cabeza.
—Bueno, hasta que averigüemos algo más, tendremos que considerar lo ocurrido como un accidente —dijo el abuelo—. Pero estad el doble de atentos. Tengo el presentimiento de que faltan muchas piezas de este rompecabezas.
—¿Ningún drumant era peligroso? —preguntó la abuela.
—Ni uno —respondió Vanessa—. Serán un incordio, pero no causarán ningún daño duradero. Pondré trampas por la casa. Los acorralaremos. Si esparcís serrín y ajo sobre vuestras sábanas, deberían mantenerse alejados.
—Y, ya puestos, podríamos añadir unos trocitos de cristal roto —gruñó Coulter.
—Con todos esos drumants sueltos por ahí, a lo mejor estaríamos más seguros si fuésemos con vosotros —dijo Seth.
—Buen intento —comentó Kendra.
—Ruth os proporcionará alguna distracción —dijo el abuela.
—Tengo unas cuantas cosas fascinantes que quiero enseñaros —coincidió el abuelo.
—¿Cosas chulas? —preguntó Seth.
—Te lo parecerán —le prometió la abuela.
Vanessa sacó de su bolsillo una tela de malla blanca.
—Dejaré unos trozos de esta malla por la casa. Si veis a un drumant… —Lanzó al aire la tela y esta cayó al suelo como si fuese un paracaídas, extendiéndose de tal modo que cubrió una extensión de casi dos metros y medio de diámetro—. El bultito que quede os indicará dónde está realmente uno de esos granujillas. Utilizad la malla que sobra para envolverlo al cogerlo. Si intenta saltar para escapar, se quedará enredado. Es posible que requiera algo de práctica, pero da resultado. No tratéis simplemente de darles un manotazo o de cogerlo con los dedos sin más.
—De eso no tendrás que preocuparte —dijo Kendra—. ¿Tienes otros animales, además?
—Sí, de muchas variedades diferentes —respondió Vanessa.
—¿Hay alguno que sea peligroso? —preguntó Kendra.
—Ninguno es letal. Aunque algunas de mis salamandras podrían dormirte con su mordedura. Yo uso sus extractos para mis dardos.
—¿Dardos? —preguntó Seth, animándose.
—Para mi cerbatana —respondió Vanessa.
Seth estaba prácticamente saltando de su silla.
—¡Quiero probar!
—Todo a su debido tiempo —dijo Vanessa.
• • •
El aire estaba significativamente más frío al final del largo tramo de empinadas escaleras que conducía al sótano. La puerta de hierro del fondo del oscuro pasillo, iluminado únicamente por la linterna que portaba la abuela Sorenson, tenía un aspecto lúgubre y sombrío. En la parte inferior de la puerta se veía la puertecilla que usaban los duendes, idéntica a la puertecilla que había en lo alto de las escaleras.
—¿Los duendes entran y salen de la mazmorra? —preguntó Seth.
—Sí —respondió la abuela—. Al menos uno nos hace una visita todas las noches, para ver si les hemos dejado algo para arreglar.
—¿Por qué no dejas que los duendes se ocupen de cocinar siempre? —preguntó Kendra—. Preparan unos platos muy ricos.
—Deliciosos —coincidió su abuela—. Pero sean cuales sean los ingredientes que les dejamos, siempre intentan hacer un postre con ellos.
—A mí me suena genial —comentó Seth—. ¿Alguna vez os han cocinado brownies?
La abuela le guiñó un ojo.
—¿Por qué crees, si no, que se llama así a los brownies? Los inventaron estos pequeños genios.
Llegaron ante la puerta metálica. La abuela sacó una llave.
—Recordad: hablad bajito y no os acerquéis a las puertas de las celdas.
—¿Es obligatorio que hagamos esto? —preguntó Kendra.
—¿Estás chalada? —le dijo Seth—. Están encerrados bajo llave, no hay nada de que preocuparse.
—Hay motivos de sobra para preocuparse —le corrigió la abuela—. Sé que sólo quieres infundir valor a tu hermana, pero nunca te tomes la mazmorra a la ligera. Las criaturas que están aquí abajo están encarceladas por algo. Vuestro abuelo y yo sólo traemos a la mazmorra la llave de las celdas individuales cuando vamos a trasladar a algún prisionero. Eso debería bastaros para haceros una idea.
—No estoy segura de querer ver lo que hay ahí abajo —dijo Kendra.
Su abuela le puso una mano en el hombro.
—Correr hacia el peligro es una temeridad, como creo que habrá aprendido tu hermano. Pero también lo es cerrar los ojos. Muchos peligros se vuelven menos peligrosos cuando comprendes los riesgos potenciales que entrañan.
—Lo sé —dijo Kendra—. La ignorancia ya no sirve de escudo, y todo eso.
—Bien —asintió Seth—. Asunto aclarado. ¿Podemos entrar ya?
La abuela introdujo la llave y empujó la puerta. Chirrió un poco. Una brisa fresca y húmeda les dio la bienvenida.
—Tenemos que engrasar esas bisagras —dijo la abuela en voz baja, alumbrando un largo pasillo con su linterna. A lo largo del pasillo se veían numerosas puertas de hierro con ventanucos con barrotes. El suelo, las paredes y el techo estaban hechos de piedra. Entraron en el pasillo y la abuela cerró la puerta tras ellos.
—¿Por qué sólo linternas? —preguntó Seth.
La abuela dirigió el haz de luz de la linterna hacia un interruptor.
—Desde este punto en adelante la mazmorra cuenta con instalación eléctrica. —Dirigió entonces la luz de la linterna hacia arriba para mostrarles unas bombillas sin pantalla que colgaban del techo—. Pero la mayoría de nuestros huéspedes prefieren la oscuridad. Por consideración hacia ellos, solemos usar sólo linternas.
La abuela se acercó hasta la primera puerta. La ventana con barrotes estaba a metro y medio del suelo aproximadamente, lo suficientemente baja para que todos pudieran echar un vistazo al interior de la celda, que estaba vacía. La abuela señaló una ranura, cerca de la base de la puerta.
—Los guardianes meten bandejas de comida por esa ranura.
—¿Los prisioneros nunca abandonan las celdas? —preguntó Kendra.
—No —respondió su abuela—. Y no es fácil que escapen. Todas las celdas, por supuesto, están selladas mágicamente. Y disponemos de áreas de confinamiento reforzado para ocupantes más poderosos. En caso de que se produjese una fuga, un sabueso susurro actúa como mecanismo de seguridad.
—¿Un sabueso susurro? —preguntó Seth.
—No es una criatura viviente, es sólo un encantamiento —le explicó la abuela—. Aquí abajo notaréis de vez en cuando que pasáis por una zona de aire helado. Eso es un sabueso susurro. Se vuelve bastante feroz si algún prisionero escapa de su celda. Que yo sepa, aquí nunca ha pasado.
—Debe de dar mucho trabajo tener que alimentar a los prisioneros —comentó Kendra.
—En nuestro caso no —respondió la abuela—. La mayoría de las celdas están vacías. Y contamos con un par de guardianes, trasgos de rango inferior que se encargan de preparar y repartir el engrudo y mantienen el lugar razonablemente limpio.
—¿Y esos trasgos no dejarían escapar a los prisioneros? —preguntó Kendra.
La abuela los condujo por el pasillo.
—Los trasgos con dos dedos de frente tal vez sí. Nuestros guardianes son un tipo de trasgo que lleva milenios encargándose de atender mazmorras. Son unas criaturas esmirriadas y serviles, que viven para recibir y cumplir órdenes de sus superiores, es decir, de vuestro abuelo y de mí. Además, no tienen llaves. Disfrutan habitando en la oscuridad, supervisando sus lúgubres dominios.
—Quiero ver algún prisionero —dijo Seth.
—Confía en mí, hay muchos a los que no desearías conocer —le aseguró su abuela—. Varios de ellos son bastante antiguos, transferidos desde otras reservas. Muchos no hablan nuestro idioma. Todos son peligrosos.
El pasillo terminaba en forma de T. Podían girar a la derecha o a la izquierda. La abuela alumbró ambos tramos con la linterna. A lo largo de los dos pasillos había más celdas.
—Este pasillo forma parte de un gran cuadrado. Se puede tirar por la izquierda o por la derecha, y al final se acaba otra vez aquí. Del pasillo principal salen otros pasillos secundarios, pero sin llegar a formar un entramado complicado. Hay una serie de características importantes que os quiero mostrar.
La abuela enfiló por el pasillo de la derecha, que acababa doblando a la izquierda. Seth iba todo el rato tratando de ver lo que había dentro de las celdas por las que iban pasando.
—Demasiado oscuro —informó a Kendra en voz baja. La abuela enfocaba hacia delante con la linterna.
La chica escudriñó por uno de los ventanucos y vio una cara como de lobo que la miraba directamente. ¿Qué le pasaba a Seth? ¿Tendría algún problema con la vista? Su hermano acababa de echar un vistazo a esa misma celda y le había dicho que no se veía nada. Estaba oscuro, pero no totalmente. Después de ver al hombre-lobo, no volvió a asomarse a los barrotes de ningún ventanuco más.
Tras recorrer algo de distancia por aquel pasillo, la abuela se detuvo ante una puerta tallada en madera de color rojo sangre.
—Por ahí se va al Túnel del Terror. Nunca abrimos esta puerta. Los prisioneros de esas celdas no necesitan alimento. —Prosiguieron la marcha por el pasillo, sin que Seth pudiera apartar la vista de aquella puerta.
—Ni se te ocurra pensarlo —susurró Kendra.
—¿Qué pasa? —replicó él—. Seré un poco cabezón, pero no soy estúpido.
El pasillo volvía a torcer a la izquierda. La abuela alumbró con la linterna el interior de una sala sin puerta en la que un caldero borboteaba a fuego lento. Un par de trasgos los miraron entornando los ojos y protegiéndose de la luz con sus manos alargadas y estrechas. Eran de corta estatura, huesudos y verdosos, y tenían unos ojillos brillantes como canicas y las orejas membranosas como las alas de los murciélagos. Uno de ellos hacía equilibrios en un taburete de tres patas para remover el maloliente contenido del caldero con lo que parecía ser un remo.
El otro se encorvó, haciendo muecas.
—Presentaos a mis nietos —dijo la abuela, que apartó el foco de la pequeña linterna para que la luz no les diese directamente.
—Voorsh —dijo el que daba vueltas al caldero.
—Slaggo —dijo el otro.
La abuela dio media vuelta y siguió andando por el pasillo.
—Esa comida huele a rayos —soltó Kendra.
—A casi todos nuestros huéspedes les gusta bastante el potaje —le explicó su abuela—. A los humanos normalmente no les atrae nada.
—¿Ningún prisionero recupera alguna vez la libertad? —preguntó Seth.
—La mayoría de ellos están cumpliendo cadena perpetua —le explicó la abuela—. Para muchas criaturas místicas, eso representa muchísimo tiempo. El tratado prohíbe la pena de muerte para los enemigos capturados. Como recordaréis, bajo prácticamente cualquier circunstancia matar dentro de los confines de Fablehaven implica acabar con la protección de que disfrutamos en virtud del tratado, y quedar tan expuestos a las represalias que la única opción que nos quedaría sería huir de aquí y no regresar nunca. Pero hay determinados infractores a los que no se puede permitir que campen alegremente por sus respetos. De ahí la existencia de la mazmorra. Otros infractores que han cometido faltas menos graves se quedan encerrados aquí abajo durante un periodo concreto de tiempo y luego son liberados. Por ejemplo, tenemos encarcelado a un ex encargado que vendió pilas a los sátiros.
Seth apretó los labios.
—¿Cuánto tiempo de condena tiene que cumplir? —preguntó Kendra, dándole un codazo.
—Cincuenta años. Cuando salga de aquí tendrá más de ochenta.
Seth se detuvo en seco.
—¿Lo dices en serio?
La abuela sonrió.
—No. Kendra mencionó que tenías pensado hacer ciertos negocios mientras estáis aquí.
—¡Menuda forma de guardar un secreto! —la acusó Seth.
—Nunca dije que fuese a guardar ningún secreto —replicó Kendra.
—Hizo bien en contármelo —dijo la abuela—. Quería cerciorarse de que no ibas a correr peligro ni a hacer peligrar la reserva. No tiene por qué pasar nada, siempre y cuando no compliques las cosas. No te alejes del jardín, y listo. Y que no se entere vuestro abuelo. Es un purista. Hace todo lo posible porque no haya tecnología dentro de la finca.
Mientras avanzaban por el largo pasillo, fueron dejando atrás dos o tres ramales que partían del corredor principal. Cuando llegaron al tercero, la abuela hizo un alto y se quedó pensativa.
—Venid conmigo, quiero que veáis una cosa.
Ese pasillo no tenía celdas. Era el pasadizo más estrecho de todos los que habían visto.
Al final había una sala circular y en el centro, en el suelo, una trampilla metálica.
—Aquí está nuestro calabozo secreto —dijo la abuela—. Ahí abajo tenemos encerrado a un prisionero peligrosísimo. Un yinn.
—¿Como un genio? —preguntó Kendra.
—Sí —respondió la abuela.
—¡Qué guay! ¿Y concede deseos? —preguntó Seth.
—En teoría sí —respondió la abuela—. Los auténticos yinns no se parecen mucho a los genios de los que habéis oído hablar en los cuentos, pero son los entes a partir de los cuales nació el mito de los genios. Son poderosos, y algunos, además, astutos y malvados, como nuestro prisionero. Tengo que confesaros una cosa.
Kendra y Seth aguardaron en silencio.
—A vuestro abuelo y a mí nos dejó profundamente consternados lo que le ocurrió a Warren. Empecé a venir a conversar de ello con el yinn; abría la trampilla y le llamaba desde aquí arriba. Al estar prisionero en nuestra mazmorra, sus poderes están limitados, así que no me dio miedo que fuera a escapar. Llegué a convencerme de que él podría curar a Warren. Y probablemente habría podido. Lo hablé con Stan y decidimos que merecía la pena intentarlo. Me puse a estudiar todo lo que pude encontrar sobre cómo negociar con un yinn. Si se siguen ciertas normas, es posible negociar con un yinn apresado, pero hay que tener mucho cuidado con lo que se dice. Para abrir las negociaciones, hay que hacerle vulnerable. Ellos pueden hacerte tres preguntas, que hay que contestar con plena y absoluta sinceridad. Cuando has respondido las preguntas honestamente, el yinn te concede un favor. Si mientes, queda liberado y se vuelve poderoso contra ti. Si no respondes, sigue cautivo, pero tiene derecho a exigir un castigo. La única pregunta que no tienen permitido formular es cuál es tu nombre de pila, un dato que debes impedir que conozcan por cualquier otro medio. Antes de plantearle las tres preguntas formales, el yinn puede intentar convencerte para que negocies de otra manera que no sea la tradicional, o sea, respondiendo a las tres preguntas. El consultante no puede hacer nada más que esperar con paciencia y hablar con mucho cuidado, porque cada palabra que se le dice a un yinn te obliga de alguna manera.
»Por abreviar una historia que sería larga de contar, me metí en el calabozo secreto. Stan se quedó aquí montando guardia, mientras el yinn y yo negociábamos. Me da tanta rabia cuando pienso en ello… El yinn fue muy astuto. Habría sido capaz de convencer al diablo de que entrase en una iglesia. Yo no me encontraba en mi elemento. El yinn recurría a toda clase de tretas y halagos para intentar inteligentemente hacerse una idea sobre las preguntas que debía formularme. Me planteó numerosas alternativas a las preguntas, varias de las cuales representaban ofertas tentadoras, pero yo detectaba trampas en todas sus propuestas. Intercambiamos ofertas y contra-ofertas. Su objetivo último era asegurarse la libertad, algo que yo no de ningún modo podía permitir.
»Finalmente, cuando nuestra conversación había consumido ya muchas horas y yo había revelado más información sobre mí de lo que me hubiese gustado, dejó de dar rodeos y procedió a formular las preguntas. Stan se había pasado varios días cambiando las contraseñas y otros protocolos de Fablehaven para que yo no conociese ningún dato crucial para nuestra seguridad. Ya había pensado en todas las preguntas que podría hacerme y me sentía preparada para responder a cualquier cosa. El yinn aprovechó su primer intento para preguntarme qué podría preguntar que yo no estuviese dispuesta a responder. Como podréis imaginar, ya había anticipado una pregunta semejante y me había preparado para poder responder que contestaría con franqueza cualquier posible pregunta. Pero en el momento en que me lo preguntó, me acordé de un dato que no podía desvelar (tal vez traído a mi recuerdo por algún tipo de poder que impregnó la entrevista), así que escogí no responder a esa pregunta. Era lo único que podía hacer para evitar que recuperase la libertad. En consecuencia, quedé expuesta a sus represalias. No podía matarme, pero sí convertirme en una gallina.
—¡Así fue como quedaste convertida en gallina! —exclamó Seth.
—Sí —respondió la abuela.
—¿Cuál era el secreto que no podías desvelar? —preguntó Seth.
—Una cosa que no puedo contar a nadie —dijo la abuela.
—El yinn sigue ahí abajo —dijo Kendra en voz baja, mirando hacia la trampilla.
La abuela empezó a caminar sobre sus pasos para volver por donde habían venido.
Kendra y Seth fueron tras ella.
—Para abrir la escotilla del calabozo secreto hacen falta tres llaves y una palabra especial —les explicó su abuela—. Al menos una persona viva debe conocer la palabra que abre la trampilla, pues de lo contrario se desharía el hechizo y el prisionero quedaría liberado. Si se destruyera cualquiera de las llaves, pasaría lo mismo. Para que eso no ocurriera, sería capaz de fundir las llaves y no le diría a nadie la palabra.
—¿Cuál es la palabra? —preguntó Seth.
—Son dos —respondió Kendra—: «Sigue soñando».
—Kendra tiene razón. Tal vez algún día estés preparado para esa clase de responsabilidad —la abuela le dio unas palmaditas en la espalda—, pero probablemente no antes de que yo haya muerto.
Volvieron al pasillo central y continuaron por él hasta que volvió a torcer a la izquierda.
La abuela se detuvo delante de un nicho que iba del suelo al techo y alumbró con la linterna un extraño mueble. Sencillo y elegante a la vez, estaba hecho de madera negra y brillante, con el canto dorado.
—Esta es la Caja Silenciosa —les explicó la abuela—. Es la celda más duradera de todas las que hay en todas las mazmorras. Dentro únicamente hay un prisionero; siempre alberga a un solo prisionero. La única manera de sacar al cautivo es metiendo a otro dentro.
—¿Quién hay ahora? —preguntó Seth.
—No lo sabemos —respondió la abuela—. La Caja Silenciosa llegó aquí cuando se fundó Fablehaven y tenía ya a alguien dentro. Los responsables de la finca se transmiten de uno a otro la orden de no abrirla jamás. Así que nosotros no nos metemos en el tema.
La abuela siguió por el pasillo. Kendra no se alejó de ella, pero Seth se quedó unos instantes aún delante de la Caja Silenciosa. Pasados unos segundos, corrió a alcanzarlas.
Cerca del último recodo del pasillo, el tramo que completaba el cuadrado, la abuela se detuvo delante de lo que parecía la puerta de una celda sin nada especial.
—Seth, dijiste que querías ver un prisionero. Ahí dentro está el diablillo que hirió a vuestro abuelo.
Alumbró con la linterna el ventanuco de la puerta. Kendra y Seth se juntaron para asomarse. El diablillo los miró fríamente, arrugando el entrecejo. Era casi tan alto como Dale. De la frente le salían dos antenas cortas. Sus extremidades eran largas y musculosas, recubiertas de un pellejo correoso. Kendra había visto muchos diablillos. Era una verdadera lástima que ese no hubiese sido transformado de nuevo en hada como los demás.
—Adelante, alumbra con tu linterna, no tienes ni idea de los males que penden sobre ti —gruñó el diablillo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kendra. La abuela y Seth la miraron con extrañeza. El diablillo tenía los ojos clavados en ella—. ¿Qué? —repitió Kendra.
—No habrá ninguna luz que pueda conjurar las tinieblas que se avecinan —dijo el diablillo sin apartar la vista de ella.
—¿Qué tinieblas? —replicó Kendra.
El diablillo emitió un sonido gutural y se quedó mirándola, atónito.
—¿Entiendes su idioma? —preguntó la abuela, asombrada.
—¿Tú no? —dijo Kendra—. Habla nuestro idioma.
La abuela se llevó una mano a la boca.
—No, habla goblush, el idioma de los diablillos y de los trasgos.
—¿Entiendes lo que digo, Rostro-apestoso? —preguntó el diablillo.
—¿Es una broma? —preguntó Kendra.
—Porque yo te entiendo a ti —dijo el diablillo.
—He estado hablando en mi lengua —dijo Kendra.
—Sí —coincidió la abuela.
—No —repuso el diablillo—. Has hablado en goblush.
—Dice que estoy hablando goblush.
—Así es —intervino el diablillo.
—Debe de ser lo que él oye —conjeturó la abuela.
—¿Tú no entiendes lo que dice? —preguntó Kendra a Seth.
—Ya sabes cómo suenan los diablillos al hablar —respondió Seth—. No oyes palabras, sólo gruñidos y resoplidos.
—¿Qué dicen? —preguntó el diablillo—. Diles que voy a asar sus entrañas pinchadas en un palo.
—Está diciendo guarrerías —dijo Kendra.
—No digas nada más —dijo la abuela—. Voy a sacaros de aquí ahora mismo.
La abuela los llevó apresuradamente por el pasillo. El diablillo voceó:
—¡Kendra, no te queda mucho de vida! Piensa en ello mientras duermes. Saldré de aquí antes de que os deis cuenta. ¡Para ir a bailar sobre tu tumba! ¡Sobre vuestras tumbas!
Kendra dio media vuelta.
—¡Vale, pues bailarás tú solo, bicho asqueroso! Todos los de tu calaña quedaron convertidos en hadas otra vez, y ahora son bellos y dichosos. ¡Y tú sigues siendo un monstruo deforme! ¡Deberías oír cómo se ríen de ti! ¡Qué te aproveche el engrudo!
Silencio. Y de pronto el sonido de algo que chocaba estrepitosamente contra la puerta de la celda, seguido de un gruñido gutural. Unos dedos nudosos asomaron a los barrotes del ventanuco de la puerta.
—Vamos —dijo la abuela, tirando de la manga a Kendra—. Sólo quiere irritarte.
—¿Cómo es que le entiendo? —preguntó la chica—. ¿Por las hadas?
—Debe ser por eso —le respondió su abuela, mientras seguía andando rápidamente—. Mañana deberíamos conocer más respuestas. Vuestro abuelo contactó con la Esfinge esta mañana y han fijado una reunión para mañana por la tarde.
—¿También conmigo? —preguntó Seth.
—Con los dos —respondió la abuela—. Pero que quede entre nosotros y vuestro abuelo. Queremos que todos los demás crean que vamos a salir a la ciudad. No saben que la Esfinge se encuentra, en realidad, por los alrededores.
—Descuida —respondió Kendra.
—¿Qué decía el diablillo? —preguntó Seth.
—Que iba a bailar sobre nuestra tumba —respondió Kendra.
Seth se volvió y se acercó las manos a la boca haciendo bocina como si de un megáfono se tratase.
—Sólo si nos entierran en tu mugrienta celda —chilló. Luego, lanzó una mirada a su abuela—. ¿Crees que me habrá oído?