6

Tanu

Cuando Kendra y Seth salieron del estudio, Dale estaba esperándolos al otro lado de la puerta.

—¿Listos para empezar el curso en la escuela de verano? —preguntó.

—Si significa ver monstruos chulos, entonces sí, totalmente —respondió Seth.

—Seguidme —dijo Dale. Los condujo al salón, donde encontraron a Tanu, sentado leyendo un libro encuadernado en piel—. Ya están aquí tus alumnos —anunció Dale.

Tanu se puso en pie. Dale era alto, pero Tanu le sacaba media cabeza. Y era mucho más grueso. Llevaba una basta camisa de manga larga y unos vaqueros.

—Por favor, tomad asiento —dijo con su voz profunda y aterciopelada. Kendra y Seth se sentaron en un sofá, y Dale los dejó—. Vuestros abuelos os han contado lo de la reliquia que andamos buscando, ¿es así? —preguntó.

—No nos han dado muchos detalles —respondió Kendra—. ¿De qué se trata exactamente? —Pensó que si no se mostraba intrigada, parecería sospechoso.

—Nosotros desconocemos gran parte de los detalles —dijo Tanu, mientras miraba a uno y a otra con sus ojos negros—. Solamente sabemos que se rumorea que es bastante poderoso y que podría servirnos para proteger las reservas frente a la Sociedad. Vosotros dos nos echaréis una mano en la búsqueda de este tesoro escondido. Pero antes tenemos que conocernos un poco más.

Tanu les hizo varias preguntas típicas. Así, supo que Seth iba a pasar a séptimo, que le gustaba montar en bici y gastar bromas a la gente, y que una vez había capturado un hada valiéndose de un tarro y de un espejo. Se enteró también de que Kendra iba a cursar noveno, que sus asignaturas favoritas eran Historia y Lengua y que jugaba en el equipo de fútbol americano del colegio. No le preguntó nada sobre el ejército de hadas.

—Ahora lo justo sería que os contase algunas cosas sobre mí —dijo Tanu—. ¿Queréis preguntarme algo?

—¿Eres de Hawai? —preguntó Seth.

—Crecí en Pasadena —respondió Tanu—. Pero mis antepasados son de Anaheim. —Sonrió de oreja a oreja, dejando ver unos enormes dientes blancos—. Soy samoano. Aunque sólo he estado allí de visita.

—¿Has viajado mucho? —quiso saber Kendra.

—Más de lo que me correspondería —admitió él—. He dado la vuelta al mundo muchas veces, he visto muchos rincones insólitos. Mi padre fabricaba pociones, y su padre antes que él, y así desde hace muchas generaciones. Mi padre me enseñó lo que sé. Se jubiló hace ya unos años. Vive en Arizona en invierno y en Idaho en verano.

—¿Tienes familia? —preguntó Kendra.

—Tengo a mis padres, algunos hermanos y hermanas, y un puñado de sobrinas, sobrinos y primos. No tengo ni mujer ni hijos. A mis padres eso les vuelve locos. Todos quieren que siente la cabeza. Una vez mi padre intentó colarme un filtro de amor para que me enamorase de una vecinita que era de su agrado. Ya tiene diecisiete nietos, pero dice que quiere algunos de su primogénito. Algún día echaré raíces. Aún no.

—¿Tú sabes hacer filtros de amor? —preguntó Seth.

—Y evitarlos —respondió Tanu, sonriendo burlonamente.

—¿Qué más sabes hacer? —preguntó Seth.

—Pociones para curar enfermedades, pociones para inducir el sueño, pociones que reavivan recuerdos olvidados —respondió Tanu—. Todo depende de que con qué tenga que trabajar. La parte más dura de ser maestro en pociones es la de recoger los ingredientes. Sólo los ingredientes mágicos ofrecen resultados mágicos. Yo estudio causas y efectos, y aprovecho los estudios de las muchas personas que vivieron antes que yo. Trato de averiguar cómo combinar los diferentes materiales para obtener el resultado deseado.

—¿De dónde sacas los ingredientes? —preguntó Kendra.

—Los ingredientes más poderosos suelen ser productos derivados de criaturas mágicas —explicó Tanu—. Viola, la vaca lechera, es el sueño de todo maestro de pociones. Su leche, su sangre, sus excrementos, su sudor, sus lágrimas, su saliva… Todos poseen propiedades mágicas diferentes. En una reserva helada de Groenlandia, a la orilla del mar, obtienen la leche de una morsa gigante que tiene casi mil años, uno de los animales más viejos del planeta. Los derivados de esa morsa poseen propiedades diferentes de los de la vaca. Además de ciertas similitudes.

—Qué pasada —comentó Seth.

—Es fascinante —reconoció Tanu—. Nunca sabes qué habilidades vas a necesitar. Yo he escalado montañas, he abierto cerrojos con ganzúa, me he aventurado a bucear en aguas profundas y he aprendido idiomas. Hay veces en que puedes obtener los ingredientes canjeándolos por otra cosa, o comprarlos. Pero hay que tener cuidado. Algunos fabricantes de pociones no tienen escrúpulos. Obtienen sus ingredientes con métodos horribles. Como las lágrimas de dragón, por ejemplo. Un ingrediente muy potente, pero difícil de conseguir. Los dragones solamente lloran cuando se hallan sumidos en la más profunda de las penas o cuando han cometido una traición espantosa. No son capaces de fingir el llanto. Hay gente mala por ahí, dispuesta a capturar un dragón joven y a matar a continuación a sus seres queridos con tal de conseguir sus lágrimas. Vosotros no querríais secundar esa clase de barbaridad, por lo que debéis tener cuidado con quién comerciáis y a quién compráis. La mayoría de los fabricantes de pociones prefieren ir a buscar ellos mismos sus ingredientes, motivo por el cual algunos de los mejores fabricantes de pociones no viven muchos años.

—¿Recoges tú mismo tus ingredientes? —preguntó Seth.

—La mayoría de las veces sí —respondió Tanu—. Muy de vez en cuando, comercio con tratantes que son de fiar. En las reservas puedo encontrar muchos de los ingredientes que necesito. Otros los encuentro en la naturaleza. Mi abuelo vivió hasta que se jubiló, y murió mientras dormía. Mi padre ha vivido hasta su jubilación y sigue entre nosotros. Ellos me enseñaron algunos buenos trucos que me ayudan a permanecer sano y salvo. Espero poder pasaros a vosotros dos parte de esos conocimientos.

Tanu cogió del suelo un morral que había al lado de su silla y se puso a sacar de él unas botellitas de cuello estrecho, colocándolas en una sola fila encima de la mesita baja.

—¿Qué es eso? —preguntó Seth.

Tanu levantó la vista.

—Parte de una demostración, para probaros que conozco mi oficio. Una especialidad de la familia: sentimientos embotellados.

—Si los bebemos, ¿nos sentiremos de determinada manera? —preguntó Kendra.

—Momentáneamente sí —dijo Tanu—. Tomados en grandes dosis, los sentimientos pueden provocar confusión. Quiero que cada uno elija un sentimiento para probarlo. Yo os mezclaré una pequeña dosis. Los sentimientos no durarán mucho rato. Podéis probar el miedo, la rabia, la vergüenza o la tristeza. —Sacó varios objetos más de su morral: unos tarros, varias ampollas y una bolsa llena de hojas de planta.

—¿Todos son sentimientos negativos? —preguntó Kendra.

—Puedo fabricar valor, calma, seguridad y alegría, entre otros. Pero los sentimientos negativos funcionan mejor para las demostraciones. Son más impactantes y menos adictivos.

—Yo quiero probar el miedo —dijo Seth, acercándose a Tanu.

—Buena elección —respondió él. Desenroscó la tapa de un tarro y se sirvió de un utensilio que parecía un depresor de lengua de reducidas dimensiones, para extraer un poco de una pasta color beis—. Voy a mezclarlo para que el efecto surja y desaparezca muy deprisa, lo justo para que experimentes brevemente el sentimiento.

Tanu extrajo una hojita de la bolsa y untó la pasta en ella. Luego, echó encima cuatro gotas de uno de los botes, añadió una sola gota de otro bote diferente y mezcló el líquido con la pasta con el depresor de lengua. Pasó la hoja a Seth.

—¿Me como la hoja?

—Cómelo todo —respondió Tanu—. Antes, siéntate. Cuando se desate el sentimiento, te resultará angustioso, mucho más real de lo que probablemente esperas. Trata de recordar que es artificial y que se te pasará.

Seth se sentó en un sillón tapizado de brocado. Olisqueó la hoja y se la metió en la boca.

Masticó y tragó rápidamente.

—No está mal. Sabe un poco a cacahuetes.

Kendra le miró atentamente.

—¿Va a tener alucinaciones? —preguntó.

—Espera y verás —respondió Tanu, reprimiendo una sonrisa burlona.

—De momento me siento bien —anunció Seth.

—Tarda unos segundos —dijo Tanu.

—¿Unos segundos para qué? —preguntó Seth, con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Por qué le guiñas un ojo? ¿Por qué habláis de mí como si no estuviese delante?

—Perdona, Seth —dijo Tanu—. No pretendemos hacerte daño. La poción está haciendo efecto.

La respiración de Seth se volvió entrecortada. Se removía en su asiento y se frotaba los muslos con las palmas de las manos.

—¿Qué me has dado? —preguntó, elevando la voz como si estuviera paranoico—. ¿Por qué has mezclado tantas cosas? ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?

—No pasa nada —dijo Kendra—. Sólo estás notando los efectos de la poción.

Seth miró a Kendra con la cara crispada y las lágrimas asomándole a los ojos. Al hablar de nuevo, elevó más la voz y sonó como si estuviera histérico.

—¿Sólo la poción? ¡Sólo la poción! —Soltó una risa glacial—. ¿No lo entiendes? ¡Me ha envenenado! Me ha envenenado y tú serás la siguiente. ¡Voy a morir! ¡Todos vamos a morir!

—Había plegado las piernas y con los pies encima de la silla, temblaba mientras se cogía las rodillas con los brazos. Una lágrima asomó a sus ojos y le rodó por la mejilla.

Kendra miró a Tanu, angustiada. Tanu levantó una mano para tranquilizarla.

—Ya está saliendo.

Kendra volvió a mirar a su hermano. Este se quedó quieto unos segundos y a continuación bajó las piernas y se sentó bien, al tiempo que se enjugaba la lágrima del rostro.

—¡Vaya! —exclamó Seth—. ¡No mentías! Parecía tan auténtico… No era capaz de pensar con claridad. Creía que me habías engañado para hacerme beber un veneno o algo así.

—Tu mente estaba buscando amenazas que justificasen el sentimiento —le explicó Tanu—. Ha sido de ayuda que supieras de antemano que ibas a experimentar esa emoción. Si te hubiese drogado por sorpresa, te habría costado mucho más encontrarle después una explicación a la experiencia. Por no hablar de lo que habría pasado si hubiese utilizado una dosis mayor. Imagínate si hubiese hecho mucho más intenso y duradero ese mismo sentimiento.

—Tienes que probar —dijo Seth a Kendra.

—No estoy segura de querer —replicó ella—. ¿No puedo sentir algo alegre?

—Si quieres notar su potencia, deberías probar un sentimiento que normalmente te resistirías a sentir —respondió Tanu—. En el momento, alarma. Pero luego te sentirás bien. Resulta purificador, en cierto modo. Una incursión ocasional por alguna emoción negativa hace que sentirse normal resulte mucho más dulce.

—Tiene razón, yo ahora me siento fenomenal —comentó Seth—. Es como el chiste: ¿Por qué te golpeas cincuenta veces en la cabeza con un martillo?

—¿Por qué? —preguntó Kendra.

—¡Porque cuando paras, es una gozada!

—Prueba un sentimiento distinto del miedo —propuso Tanu—. Por variar.

—Escoge uno por mí —dijo Kendra—. No me digas cuál es.

—¿Estás segura? —preguntó Tanu.

—Sí. Ya que voy a hacerlo, quiero que me sorprendas.

Tanu echó otro pegote de pasta beis en una hoja y añadió unas gotas de otras tres botellitas. Le pasó a Kendra la hoja y ella se la metió en la boca y la masticó, mientras se sentaba en la alfombra, en el centro del salón. La hoja no era fácil de masticar. No sabía a nada que supuestamente se pudiera comer. La pasta estaba muy rica. Se le deshacía en la boca y era un poco dulce. Kendra tragó.

Seth se acercó a Tanu y le susurró algo al oído. Kendra entendió que seguramente estaría preguntándole qué sentimiento cabía esperar. La chica centró toda su atención en recordar que estaba a punto de aflorar un sentimiento falso. Si se concentraba con suficiente intensidad, debería ser capaz de mantenerlo bajo control. Podría sentirlo, pero sin dejar que se apoderase de ella. Tanu susurró algo a Seth. Los dos la miraban con expectación. ¿De qué iban? ¿Acaso se le había quedado un trocito de hoja entre los dientes? Seth susurró algo otra vez a Tanu.

—¿Por qué susurráis? —preguntó Kendra en tono acusador. Lo dijo un poco más bruscamente de lo que había pretendido, pero es que ellos de pronto se habían puesto de lo más misteriosos. ¿Le había hablado ella a Tanu en susurros? ¡No! Había hablado de tal modo que todos pudieran oírla. Parecía evidente que ya no estaban hablando de la poción, sino que estaban chismorreando sobre ella.

Seth se echó a reír al oír su pregunta y Tanu sonrió con su sonrisa burlona. A Kendra estaban a punto de saltársele las lágrimas.

—¿Es que he dicho algo gracioso? —les retó, y su voz se entrecortó un poco.

Seth se rio con más ganas. Tanu rio con disimulo. Kendra apretó los dientes, con la cara colorada. Otra vez era la marginada. Seth siempre hacía amigos enseguida. Y ya había puesto a Tanu contra ella. Es como si estuviera otra vez en cuarto curso, cuando almorzaba a solas y aguardaba en silencio que alguien se acercase a hablar con ella, esperando que alguien que no fuese algún profesor se diera cuenta de que estaba sola y la incluyera en un grupo.

—No pasa nada, Kendra —dijo Tanu amablemente—. Acuérdate: no es real.

¿Por qué trataba de tranquilizarla? De golpe y porrazo, entendió qué debía de ser lo que Seth le había dicho al oído. ¡Le había señalado el grano que tenía en la barbilla! Había dicho que tenía la cara en erupción como un volcán, que la mugre le taponaba los poros y que la estaba convirtiendo en un adefesio de feria. ¡Por eso se habían reído! Seguramente Seth la habría acusado de no lavarse a conciencia, cuando lo cierto era que se frotaba la cara todas las noches. Pero, claro, Tanu creería a Seth porque ahí estaba la prueba de lo que decía: en su barbilla, tan sutil como un faro encendido. Y ahora que Tanu se había fijado, ya no vería nada más que el grano. Kendra agachó la cabeza. Casi seguro que Tanu se lo contaría al abuelo. ¡Y a todos los demás! Se reirían de ella a sus espaldas. ¡Ya no podría mostrar su cara nunca más!

Le ardían las mejillas. Empezó a llorar. Alzó la vista de mala gana. Los dos la miraban atónitos. Seth se acercó a ella.

—No pasa nada, Kendra —dijo.

Ella hundió la cara en los brazos de su hermano, sollozando. ¿Por qué la miraban así?

¿Por qué no la dejaban en paz? ¿No habían tenido bastante? Soportar su lástima era mucho peor que sufrir sus burlas. Deseó poder simplemente desaparecer.

—Enseguida se te pasará —la tranquilizó Tanu.

¿Y él qué sabía? ¡Esto podría ser sólo el principio! Hasta ahora había tenido suerte, con sólo algún que otro grano de vez en cuando, pero pronto podría quedar desfigurada por culpa de vastas constelaciones de acné. Los bultos enrojecidos se le acumularían de tal manera, unos encima de otros, que parecería que había metido la cabeza en una colmena. Ahora que Seth había iniciado la costumbre de burlarse de ella, ya nada volvería a ser como antes. De ahora en adelante lo único que podía esperar eran chistes crueles y falsa compasión. Tenía que salir de allí.

Kendra se puso en pie de un salto.

—¡Seth, te odio! —chilló, sin importarle lo que podrían pensar los demás de semejante estallido. Su reputación estaba ya dañada sin remedio. Salió corriendo del salón.

Tras ella, oyó que Tanu le decía a Seth que la dejase ir. ¿Dónde podría esconderse? ¡En el dormitorio! Subió corriendo por las escaleras, saltando los escalones de dos en dos. Y, de repente, se dio cuenta de lo ridícula que debía de estar huyendo así. Se detuvo, aferrada a la barandilla. De pronto, la situación le pareció mucho menos trágica.

¿Estaba segura de que Seth le había señalado el grano a Tanu? Y aunque lo hubiese hecho, ¿de verdad era para tanto? A casi todos los adolescentes les salen granos de vez en cuando. Ahora que lo pensaba, ¿era siquiera remotamente probable que Seth hubiese mencionado el grano? ¡No! Ella sola había sacado esa precipitada conclusión, basándose en pruebas muy débiles. ¡Era efecto de la poción! ¡Exactamente como cuando Seth había dado por hecho que Tanu le había envenenado! Aunque había tratado de anticiparse a ello, el sentimiento la había cegado. Ahora todo le parecía ridículamente evidente.

Kendra volvió al salón, mientras iba secándose las lágrimas. Había llorado un montón.

Se le mojaron las mangas, y tenía la nariz congestionada.

—Eso ha sido increíble —dijo.

—¿Qué sentimiento era? —preguntó Seth.

—¿Corte? —tanteó Kendra.

—Casi, casi —respondió Tanu—. Era vergüenza. Una mezcla entre el corte y la aflicción.

—Creía —dijo Kendra, vacilando un instante antes de divulgar su ridícula asunción—, creía que Seth te había señalado el grano que me ha salido en la barbilla. Y de repente fue como si hubiese desvelado el secreto más pecaminoso de la historia. Creía que os estabais riendo de mí. No es que me encanten los granos, pero de pronto lo viví de una manera totalmente desproporcionada.

—Una vez más, tu mente se estaba agarrando a algo para intentar entender el sentimiento —dijo Tanu—. ¿Os dais cuenta del poder que tienen los sentimientos para distorsionar vuestra interpretación de la realidad? Eso hace pensar si de verdad has tenido un mal día o si tú mismo has hecho que pareciese un mal día.

—Pensé que, si me concentraba bien, podría mantener el sentimiento bajo control —dijo Kendra.

—No es ningún disparate —reconoció Tanu—. Somos capaces de ejercer un gran control sobre nuestras emociones. Pero a veces se nos desbocan. Estos sentimientos embotellados os han afectado con mucha fuerza. Haría falta una voluntad a prueba de bomba para poder resistirse a ellos. Tomados en dosis lo suficientemente grandes, creo que no hay nadie capaz de conseguirlo.

—¿Para qué los utilizas? —preguntó Seth.

—Depende —dijo Tanu—. A veces las personas necesitan una pequeña dosis de valor.

Otras veces quieres alegrar a alguien. Y muy de vez en cuando puedes evitar un enfrentamiento indeseado con una pizca de miedo o usar una combinación de sentimientos para obtener información. Esos usos los reservamos para las malas personas.

—¿Puedo probar un poco de valor? —preguntó Seth.

—Ya tienes mucho —respondió Tanu—. No conviene que uséis estos sentimientos en exceso. Su potencia puede debilitarse si los usáis más de la cuenta, y además podéis acabar desequilibrando vuestros sentimientos naturales. Los artificiales resultan de utilidad solamente en determinadas situaciones. Tiene que mezclarlos un experto. Si bebéis valor sin mezclar, os podéis volver temerarios e imprudentes. Para conseguir buenos resultados, hay que suavizar el valor con una pizca de temor y una pizca de serenidad.

—Eso tiene sentido —dijo Kendra.

—Conozco mi oficio —afirmó Tanu, mientras sonaba el tintineo de las ampollas y los tarros al guardarlos de nuevo en su morral—. Espero que la experiencia no os haya dejado demasiado conmocionados. Una dosis de miedo o de tristeza de vez en cuando puede resultar catártica, como unas buenas lágrimas.

—Si tú lo dices —dijo Kendra—. Probablemente la próxima vez no participaré.

—Yo volvería a probar el miedo —dijo Seth—. Fue un poco como una montaña rusa. Sólo que tan espeluznante que en realidad no te hace gracia hasta que se te ha pasado.

Tanu entrelazó las manos sobre el regazo y adoptó una actitud más formal.

—Ahora que os he dejado ver un poco de mi oficio, quisiera establecer una serie de objetivos comunes. Son los mismos objetivos que me marco yo mismo, y si vamos a trabajar juntos creo que deberíamos compartirlos. Siempre y cuando deseéis trabajar conmigo.

Kendra y Seth coincidieron, llenos de emoción, en manifestar que estaban entusiasmados con la idea de aprender de Tanu.

—Mi primer objetivo consiste en proteger la integridad de Fablehaven —dijo Tanu—. Quiero mantener esta reserva a salvo de todo peligro, tanto interno como externo. Eso incluye proteger a las personas que habitan aquí. Ese objetivo ocupa el primer lugar de mis prioridades. ¿Os comprometéis a ayudarme en esa tarea?

Kendra y Seth asintieron en silencio.

—En segundo lugar —prosiguió Tanu—, quiero encontrar la misteriosa reliquia. Puede que sea una búsqueda pesada, pero si trabajamos juntos sé que lo conseguiremos. Y de acuerdo con nuestra prioridad número uno, debemos encontrar la reliquia sin poner en peligro ni a Fablehaven ni a nosotros mismos, lo cual quiere decir que debemos utilizar la cabeza y ser cautos. ¿Os parece bien?

—Sí —respondieron Kendra y Seth a la vez.

—Y, tercero, sin hacer peligrar nuestras otras misiones, quiero encontrar una cura para el hermano de Dale, Warren. Entiendo que no le habéis visto, ¿verdad?

—No —respondió Seth.

—El abuelo me contó algo —intervino Kendra—. Me dijo que Warren había desaparecido en el bosque, y que cuando volvió a aparecer, estaba blanco como un albino y catatónico.

—Eso son los datos básicos —dijo Tanu—. Sucedió hace casi dos años. Si os soy sincero, creo que vuestros abuelos casi han tirado la toalla y no creen que vayan a poder curarle. Pero están dispuestos a dejarnos intentarlo a nosotros. Si hay alguien capaz de encontrar una cura para él, creo que ese es nuestro equipo.

—¿No se sabe lo que le pasó? —preguntó Seth.

—Todavía no —respondió Tanu—. Y resulta difícil curar una enfermedad sin diagnosticar. He reflexionado mucho acerca de la cuestión y sigo sin entender nada, así que la cabaña en la que vive Warren será nuestra principal parada de hoy. Dale está esperándonos en el otro salón para llevarnos allí. ¿Os parece buen plan?

—A mí me parece perfecto —respondió Seth.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo en nuestros objetivos? —preguntó Tanu.

—En todos —respondió Kendra.

Tanu sonrió.

—Tenemos mucho trabajo por delante.

• • •

El sol de junio resplandecía en el cielo mientras Kendra, Seth, Tanu y Dale doblaban un recodo del camino de carretas cubierto de hierba. Un poco más adelante una pintoresca cabaña de troncos se elevaba a un lado de una pendiente, no lejos de la cima redondeada de una suave colina. A cierta distancia de la cabaña se veía una construcción destartalada, y Kendra se fijó en una bomba de agua manual que había cerca del porche. A un lado de la cabaña el terreno había sido aplanado y crecían en él gran cantidad de verduras dispuestas en limpias hileras. Como consecuencia de la pendiente, un muro de contención rodeaba tres lados del jardín, más bajo delante, más alto detrás. Habían limpiado de vegetación la zona que rodeaba la cabaña, pero los árboles bordeaban el jardín por todas partes.

—¿Es ahí dónde vive? —preguntó Seth.

—Warren no se desenvuelve con soltura cuando hay gente —les explicó Dale—. No responde bien al alboroto. Nos convendrá hablarle en voz baja cuando estemos dentro.

—Creí que habías dicho que estaba catatónico —dijo Seth.

Dale se detuvo.

—No ha vuelto a hablar desde que se volvió albino —dijo—, pero a veces es posible interpretar las reacciones de sus ojos. Es algo sutil, pero yo lo veo. Y reacciona al tacto. Si le guías, él se mueve. Si le pones comida en los labios y le empujas un poquito la comisura de la boca, come. Si le dejásemos a su aire, se moriría de hambre.

—Diles lo de la azada —le instó Tanu.

—Tienes razón —respondió Dale—. Una tarde le puse a trabajar con la azada en el jardín. Le puse la azada en las manos y empecé a moverle los brazos. Al cabo de un rato lo hacía él solo. Había tenido una jornada muy larga y me senté a observarle. Él siguió y siguió, dándole a la azada sin parar. Descansé los ojos, apoyé la espalda contra el muro y me quedé dormido. Lo siguiente que sé es que me desperté en plena noche, en mitad del frío que precede al amanecer. Warren seguía trabajando con la azada. Había arado todo el jardín y gran parte del terreno de alrededor. Tenía las manos destrozadas y ensangrentadas. Casi no pude sacarle los guantes.

—Qué horror —comentó Kendra.

—No puedo decir que me sienta orgulloso de haberme quedado dormido —dijo Dale—. Pero me enseñó a no dejarle nunca haciendo algo sin supervisión. Cuando le pones a hacer algo, él simplemente sigue y sigue hasta que le paras.

—¿Vivir aquí no es peligroso para él? —preguntó Kendra—. Quiero decir, ¿con todas las criaturas que hay en el bosque?

—La cabaña disfruta de las mismas protecciones que la casa —respondió Dale—. Aunque las criaturas pueden entrar en el jardín.

—¿Y qué pasa si tiene que ir al baño? —preguntó Seth.

Dale le miró como si no hubiese entendido la pregunta. Entonces, el hombre desgarbado hizo un gesto con la cabeza al captar el significado.

—Oh, quieres decir el chamizo. La cabaña cuenta ahora con su propio retrete.

Dale reanudó la marcha. Llegaron al porche de tablas de la cabaña, y Dale se sirvió de una llave para abrir la puerta de entrada. La cabaña tenía un espacio central, grande, con una puerta al fondo que daba a otra habitación y una escalera de mano por la que se subía a un altillo. Al lado de la puerta de entrada, colgados de unos ganchos, había un sombrero mexicano, un impermeable y un mono de trabajo. Una mesa alargada dominaba el espacio, con seis sillas alrededor. Dos pirámides de leña flanqueaban la chimenea. Había una cama arrimada a la pared, y un hombre se acurrucaba bajo la ropa de cama, con los ojos clavados en la puerta.

Dale cruzó la habitación hacia Warren.

—Tienes visita, Warren —dijo Dale—. A Tanu le recuerdas. Y estos son Kendra y Seth Sorenson, dos de los nietos de Stan.

Dale destapó a su hermano y le estiró las piernas. A continuación, colocó una mano debajo de la cabeza de Warren y le ayudó a sentarse. Warren llevaba una camiseta naranja oscuro de manga corta y unos pantalones grises de chándal. En contraste con la camiseta, sus brazos eran blancos como la leche. Dale le giró para que se sentase en el borde de la cama.

Cuando dejó de sujetarle, Kendra casi esperaba que Warren se desplomara, pero permaneció sentado muy tieso, con la mirada perdida.

Parecía tener veintitantos años de edad, al menos diez menos que Dale. Aún con la tez tan blanca, el cabello blanco y los ojos vacíos, Warren era sorprendentemente guapo. No tan alto como su hermano, Warren tenía los hombros más anchos y la mandíbula más firme. Sus rasgos estaban más finamente esculpidos. Viendo a Dale, Kendra no se imaginaba guapo a su hermano. Viendo a Warren, no veía feo a Dale. Sin embargo, viéndolos a los dos juntos se notaba que tenían cierto aire de familia.

—Hola, Warren —dijo Seth.

—Mejor será que le des una palmadita en el hombro —sugirió Dale—. Reacciona más al tacto.

Seth dio unas palmaditas a Warren. Su gesto no suscitó ninguna reacción. Kendra se preguntó si era así como reaccionaba la gente cuando se le practicaba una lobotomía.

—Me gusta pensar que en algún rincón de su mente podría ser consciente de nuestra presencia —dijo Dale—. Aunque no da muchas muestras de darse cuenta, sospecho que le llegan más cosas de lo que parece. Si se le deja a su aire, se tumba y se enrosca en posición fetal. Cuando se arma demasiado alboroto, se repliega aún más deprisa.

—He probado con algunas dosis de diferentes sentimientos —dijo Tanu—. Esperaba que alguna pudiera penetrar por esta niebla. Pero parece que con esta clase de terapia llegamos a un callejón sin salida.

Kendra le dio suavemente unas palmaditas en el hombro.

—Hola, Warren.

Warren volvió la cabeza y se quedó mirando la mano de Kendra, mientras lentamente iba asomando una sonrisa a su rostro.

—¡Mirad eso! —se asombró Dale.

Kendra dejó la mano apoyada en el hombro de Warren y él siguió sin apartar la mirada de ella. Sus ojos no sonreían, seguían perdidos, pero la sonrisa de su rostro era inmensa.

Levantó una mano y la colocó encima de la de Kendra.

—En todo este tiempo, es la reacción más significativa que le he visto —se maravilló Dale—. Pon la otra mano en su hombro.

De pie delante de Warren, la chica apoyó su otra mano en el otro hombro del joven.

La acción hizo que Warren desviase la mirada de su mano y la dirigiese hacia la cara de ella. Su sonrisa parecía artificial, pero, por un instante, Kendra creyó ver un destello en sus ojos, casi como si la hubiese enfocado con la vista.

Dale puso los brazos en jarras.

—Nunca deja uno de asombrarse.

—Kendra fue tocada por las hadas —explicó Tanu—. Aquello debió de dejar en ella un efecto duradero que Warren puede percibir. Kendra, acércate y quédate a mi lado.

Ella cruzó la habitación hasta Tanu. Warren no la siguió con la mirada. Miraba fijamente al frente, sin moverse, como si el destello que Kendra había notado hubiese sido sólo imaginación suya. Warren volvía a parecer un muñeco, salvo por un detalle: los ojos se le estaban llenando de lágrimas. Resultaba chocante ver esos ojos vacíos, rebosantes de lágrimas en un rostro tan inexpresivo. Las lágrimas rebosaron y le rodaron por las blancas mejillas.

Dale se había llevado un puño a la boca. Las lágrimas de Warren cesaron, aunque sus mejillas siguieron mojadas. Warren no hizo el menor ademán de secárselas, ni mostró ninguna otra señal de ser consciente de haber llorado. Cuando Dale se apartó el puño de la boca, sus nudillos mostraban la marca de los dientes.

—¿Qué quiere decir esto? —le preguntó a Tanu.

—Kendra le ha transmitido algo a través del tacto —dijo Tanu—. Esto es muy alentador.

Creo que su mente sigue intacta en algún lugar, en lo más profundo. Kendra, cógele de la mano.

La chica se acercó a Warren y cogió su mano izquierda con su derecha. Una vez más, Warren volvió a medias a la vida, dirigiendo la mirada hacia la mano de la niña y volviendo a aparecer en su rostro aquella sonrisa aturdida.

—Mira a ver si puedes hacer que se levante —propuso Tanu.

Kendra no tuvo que tirar fuerte de Warren para que se levantara.

—Que me aspen —dijo Dale—. Nunca se mueve tan voluntariamente.

—Dale una vuelta por la habitación —dijo Tanu.

Llevándole de la mano, Kendra paseó a Warren por la estancia. Él la seguía adonde ella fuera, arrastrando los pies al andar.

—No ha tenido que moverle las piernas para que echase a caminar —dijo Dale a Tanu en un susurro.

—Ya me he fijado —respondió Tanu—. Kendra, llévalo a esa silla y haz que se siente. No le sueltes de la mano.

Kendra hizo lo que le había dicho y Warren accedió, con movimientos acartonados.

Tanu se acercó y se quedó de pie al lado de Kendra.

—¿Te importaría besar a Warren?

La sola idea de besarle le hizo sentir timidez, sobre todo porque Warren era muy guapo.

—¿En la boca?

—Sólo un beso rápido —dijo Tanu—. A no ser que te resulte demasiado incómodo.

—¿Crees que podría ayudarle? —preguntó ella.

—Los besos de hada tienen potentes poderes restauradores —dijo Tanu—. Soy consciente de que no eres un hada, pero es cierto que obraron un cambio en ti. Quisiera ver cómo reacciona.

Kendra se inclinó hacia Warren. Notaba que tenía la cara caliente. Esperaba desesperadamente no estar ruborizándose. Trató de pensar en Warren como en un paciente catatónico que necesitaba una extraña cura, para intentar hacer que el beso fuese un acto desapegado, clínico. Pero era tan mono. Aquello le trajo a la memoria cómo se había enamorado de un profesor hacía un par de años: el señor Powell.

¿Cómo se habría sentido al besar al señor Powell, si en algún momento las circunstancias lo hubiesen permitido? Más o menos como se sentía ahora mismo. Secretamente emocionada, pero al mismo tiempo con una vergüenza tremenda.

Se agruparon todos alrededor de ellos y Kendra plantó un beso rápido a Warren en los labios. El chico parpadeó tres veces. Su boca se estremeció. Y por un instante aferró con fuerza la mano de Kendra.

—Me ha apretado la mano —informó ella.

Tanu pidió a Kendra que acariciase la cara de Warren y que le llevase por la habitación un poco más. Cada vez que ella dejaba de tocarle, desaparecía todo rastro de vida, pero ya no volvió a llorar. Mientras estaban en contacto, Warren sonreía. Y de tanto en tanto hacía movimientos sencillos, espasmódicos, como rascarse un hombro. Pero no parecía que sus acciones respondiesen a una decisión deliberada.

Después de haber experimentado con las reacciones de Warren a los estímulos de Kendra durante más de una hora, salieron de la cabaña para ver que el albino daba saltos y hacía estúpidos movimientos con brazos y piernas. Dale hacía que avanzara moviéndole pacientemente las extremidades, hasta que Warren empezaba a repetir él solo los gestos.

Llevaba puesto el sombrero mexicano. Dale les había explicado que Warren se quemaba fácilmente con el sol.

—No es lo que me esperaba —comentó Tanu—. Mi esperanza es que sus reacciones con Kendra nos ayuden a encontrar una cura. Es el primer avance auténtico que hemos observado en todo este tiempo.

—¿Qué me hicieron esas hadas? —preguntó Kendra.

—Hacía mucho que las hadas no tocaban a nadie, Kendra —respondió Tanu—. Sabemos que ocurre, pero no conocemos mucho del asunto.

—¿Y qué me dices de cuando las hadas atacaron a Seth? —preguntó ella—. ¿En aquel momento también le tocaron como a mí?

—Eso fue diferente —respondió Tanu—. Las hadas utilizan su magia en todo momento, unas veces para hacer travesuras, otras para embellecer un jardín. Cuando las hadas te tocan, te señalan como a una igual y comparten su poder contigo. Ni siquiera podemos saber con seguridad que eso fue lo que te pasó a ti, pero la evidencia resulta muy sospechosa. La Esfinge debería poder decirte algo más.

—Espero que alguien pueda —dijo Kendra.

—¿De verdad opinas que esto es un avance? —preguntó Dale.

—Lo que sería un avance es entender de qué va la enfermedad de Warren, y la clave para curarle está en las variables que le afectan —respondió Tanu—. Lo que ha ocurrido hoy aquí es un gran paso en la dirección adecuada.

—¿Se va a pasar la vida entera moviendo así los brazos y las piernas? —preguntó Seth.

—Acabaría desplomándose, supongo —respondió Dale—. Continuará así hasta que le pare.

—¿Y le dejas solo? —preguntó Kendra.

—Muchas noches vengo a hacerle compañía —respondió Dale—. Algunas noches, Hugo cuida de él. Una consecuencia curiosa de su estado es que las criaturas de Fablehaven nunca se le acercan, ni siquiera cuando le saco de la cabaña. Tanto los monstruos como las hadas se mantienen a distancia. Por supuesto, todos los días vengo aquí a ver cómo se encuentra, a darle de comer y a cuidar de su higiene.

—Si nos mantuviésemos todos en silencio, ¿no podríamos encontrarle una habitación en la casa? —preguntó Kendra.

—Le llevo allí de vez en cuando, como en su cumpleaños. Pero nunca parece sentirse a gusto. Se encoge más, renquea más. Aquí fuera parece sentirse más en paz. Aquí era donde se encontraba antes de que ocurriese.

—¿Ya vivía aquí antes de volverse albino? —preguntó Seth.

Dale asintió.

—Warren disfrutaba de su soledad. A diferencia de mí, él nunca fue un elemento permanente de Fablehaven. Él iba y venía. Era un aventurero, como Tanu, aquí presente, o como Coulter o Vanessa. Él pertenecía a una hermandad diferente, la de los Caballeros del Alba. Todo era muy secreto. Trabajaban para luchar contra la Sociedad del Lucero de la Tarde. La última vez que Warren vino a vernos, iba a quedarse un tiempo. Se hallaba en una especie de misión secreta. A mí no me contó los detalles; nunca soltaba prenda sobre sus misiones hasta que sucedían los hechos. No tengo ni idea de si tenía algo que ver con lo que lo volvió blanco. Pero era el mejor hermano que os podáis imaginar. Nunca vacilaba a la hora de echarme una mano. Ahora debo devolverle el favor, asegurarme de que haga ejercicio, de que coma bien, de que se mantenga sano.

Kendra observó a Warren haciendo aquellos tiesos movimientos de brazos y piernas, con el absurdo sombrero mexicano puesto. Estaba sudando. Partía el corazón imaginárselo como un inteligente aventurero dedicado a llevar a cabo peligrosas misiones. Warren ya no era esa persona.

—¿Queréis ver una cosa bonita? —preguntó Dale, para cambiar de tema.

—Claro —respondió Kendra.

—Venid conmigo arriba, al mirador —dijo Dale por encima del hombro.

Dejó a Tanu con Warren, y Dale entró de nuevo en la cabaña seguido de Kendra y de Seth, y subió por la escalera de mano al altillo. Desde allí, ascendieron por una segunda escala a través de una trampilla del techo. Salieron al tejado de la cabaña, y se asomaron a una pequeña plataforma provista de una barandilla baja. La plataforma estaba tan alta que se veía por encima de las copas de los árboles más cercanos a la cabaña, lo que les permitía gozar de unas vistas que llegaban hasta bastante lejos. La colina no era especialmente alta, pero sí era el punto más elevado de la zona.

—Qué bonito —dijo Kendra.

—A Warren le gustaba subir aquí a mirar la puesta de sol —explicó Dale—. Era su lugar favorito para pensar. Deberíais verlo en otoño.

—¿No es ahí donde antes estaba la Capilla Olvidada? —preguntó Seth, señalando hacia un montículo más bajo, no lejos de allí, cubierto de flores de brillantes colores, arbustos floridos y árboles frutales.

—Buena vista —dijo Dale.

Kendra reconoció también el lugar. Hasta que se desviaron para tomar la pista de carretas que los había conducido a la cabaña, sabía que habían estado andando por el mismo camino por el que los había llevado Hugo cuando fueron a rescatar a su abuelo el verano anterior. El ejército de hadas de Kendra había derruido la capilla cuando derrotaron y apresaron a Bahumat y a Muriel. A continuación, las hadas habían amontonado la tierra de los alrededores para tapar el lugar que había ocupado la capilla y la hicieron florecer con el mismo esplendor que el de los jardines de la casa.

—Seguro que ahora es más bonito que cuando estaba aquella vieja ermita cubierta de moho —dijo Seth.

—La capilla tenía cierto encanto —dijo Dale—. Sobre todo vista de lejos.

—Me está entrando hambre —gruñó Seth.

—Hemos traído comida —replicó Dale—. Y hay más en los armarios. Vamos a llamar a Tanu y a Warren. Apuesto a que mi hermano tiene hambre, con tanto ejercicio.

—¿Qué harás con él si no podéis encontrar un modo de curarle? —preguntó Seth.

Dale guardó silencio unos segundos.

—Nunca lo sabré, porque no pienso dejar de intentarlo.