3

Procedimientos de exterminio

Casi había oscurecido del todo cuando Kendra y Seth entraron en el autoservicio de la gasolinera. Dentro, una de las bombillas fluorescentes parpadeaba, interrumpiendo la fuerte y uniforme iluminación. Seth señaló una chocolatina. Kendra giró sobre sí misma.

—¿Dónde está? Llegamos casi diez minutos tarde.

—Relájate —replicó Seth—. Andará por aquí.

—Que no estás en una película de espías —le recordó Kendra.

Seth cogió la chocolatina, cerró los ojos y la olisqueó de punta a punta.

—No es una película. Es de verdad.

Kendra se fijó en que una maltrecha furgoneta Volkswagen les hacía ráfagas con los faros desde el aparcamiento.

—A lo mejor tienes razón —dijo, acercándose a la ventana. Los faros volvieron a encenderse y apagarse. Aguzó la vista y distinguió a Errol al volante, y este le hizo una señal para llamarlos.

Kendra y Seth atravesaron el aparcamiento en dirección a la furgoneta.

—¿De verdad que vamos a irnos con él en esa cosa? —murmuró Kendra.

—Todo depende de las ganas que tengas de deshacerte del kobold —repuso su hermano.

El bicho no había causado nuevas conmociones ese día en la escuela, aunque se había dedicado a chinchar a Kendra a base de miraditas de complicidad. El horrendo impostor se regodeaba en su victoria. Se pasó el tiempo pegado a sus amigas, sin que Kendra pudiera hacer nada al respecto. ¿Quién sabía cuál podría ser su siguiente acto de sabotaje?

Kendra había seguido intentando contactar con el abuelo Sorenson, pero una y otra vez recibía la misma respuesta automatizada que le informaba de que la llamada no podía realizarse, no se podía contactar con ese número. ¿Es que había dejado de pagar la factura del teléfono? ¿Había cambiado de número? Fuera cual fuera el motivo, todavía no había podido hablar con él para confirmar si Errol era de fiar.

El mago se inclinó desde su asiento para alcanzar la portezuela del otro lado y abrirla.

Una vez más, llevaba puesto aquel traje arrugado y anticuado. Kendra y Seth subieron al vehículo. Seth cerró la puerta tras de sí. El motor estaba ya en marcha.

—Aquí estamos —dijo Kendra—. Si vas a secuestrarnos, dímelo ya. No soporto la intriga.

Errol metió primera y salió de la gasolinera a la calle Culross.

—Realmente estoy aquí para ayudaros —dijo Errol—. Sin embargo, si yo tuviera hijos, no estoy seguro de que quisiera que se montaran en un coche ya entrada la noche con un hombre al que acaban de conocer, sea cual sea la historia que les haya contado. Pero no temáis, os devolveré sanos y salvos a casa en cuestión de un rato.

Errol viró para tomar otra calle.

—¿Adónde vamos? —preguntó Seth.

—Unos bichos indeseables, los kobolds. Muy tenaces —dijo Errol—. Necesitamos conseguir una cosa que nos permitirá echar de forma permanente al intruso. Vamos a robar un objeto muy poco común de la casa de un hombre malvado y peligroso.

Seth desplazó el cuerpo hasta el borde del asiento. Kendra se recostó hacia atrás con los brazos cruzados.

—Pensé que habías dicho que eras un exterminador de kobolds —dijo Kendra—. ¿Es que no dispones de tu propio instrumental?

—Dispongo de experiencia —dijo Errol, virando de nuevo por otra calle—. Exterminar a un kobold es una bobadita más complicada que rociar el jardín con pesticidas. Cada situación es única y requiere improvisación. Alégrate de que sepa dónde conseguir lo que necesitamos.

Prosiguieron unos cuantos kilómetros más en silencio. Entonces, Errol aparcó el coche en un lado de la calle y apagó las luces.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó Seth.

—Por fortuna, lo que necesitamos estaba cerca —explicó Errol, y señaló un señorial edificio que había a media manzana de distancia, en la misma calle. Fuera había un letrero que decía:

MANGUM

POMPAS FÚNEBRES

DESDE 1955

—¿Vamos a atracar una funeraria? —preguntó Kendra.

—¿Vamos a robar un cadáver? —soltó Seth, más entusiasmado de lo que le hubiera gustado a Kendra.

—Nada tan morboso —les tranquilizó Errol—. El propietario de la funeraria, Archibald Mangum, vive encima del local. Tiene en su poder una estilizada estatuita que representa un sapo. Podemos utilizar la figurita para expulsar al kobold.

—¿Y no nos la prestaría, sin más? —preguntó Kendra.

Errol sonrió.

—Archibald Mangum no es un hombre amable. De hecho, no es un hombre. Es una abominación vampírica.

—¿Es un vampiro? —preguntó Seth.

Errol ladeó la cabeza.

—En sentido estricto, nunca me he topado con un vampiro de verdad. No como los que salen en las películas, que se convierten en murciélagos y se esconden del sol. Pero determinados órdenes de seres son de naturaleza vampírica. Estos seres son probablemente los que dieron origen al concepto de los vampiros.

—Entonces, ¿qué es exactamente Archibald? —insistió Kendra.

—No es fácil saberlo con toda certeza. Lo más probable es que pertenezca a la familia de los blix. Podría tratarse de un lectoblix, una especie que envejece rápidamente y que ha de arrebatar la juventud a otros para sobrevivir. O un narcoblix, un demonio capaz de ejercer control sobre sus víctimas mientras están dormidas. Pero, teniendo en cuenta su lugar de residencia, yo diría casi con toda seguridad que se trata de un viviblix, un ser dotado del poder de reanimar temporalmente a los muertos. Al igual que los vampiros de leyenda, los blixes conectan con sus víctimas a través de una mordedura. Todas las clases de blixes son muy poco habituales, y ¡hete aquí que vosotros tenéis a uno a tan sólo unos kilómetros de vuestra casa!

—¡Y quieres que nos colemos en su funeraria! —exclamó Kendra.

—Querida mía —repuso Errol—, Archibald no está en casa. Si no fuera así, ni en sueños se me ocurriría enviaros a ningún lugar que estuviera cerca de su empresa de pompas fúnebres. Sería demasiado peligroso.

—¿No tendrá vigilantes zombis? —preguntó Seth.

Errol extendió las manos enguantadas.

—Si es un viviblix, es posible que haya algún que otro muerto viviente por alguna parte. Nada que no podamos manejar.

—Tiene que haber otra manera de ocuparnos del kobold —musitó Kendra, nerviosa.

—Ninguna que yo sepa —dijo Errol—. Archibald volverá mañana. Después, ya podemos olvidarnos de conseguir la estatuita.

Los tres se quedaron silencio, mirando hacia el frente, a las lúgubres ventanas de la funeraria. Era una mansión a la antigua, con porche cubierto, un camino circular para acceder a la entrada y un enorme garaje. El letrero luminoso de la parte de fuera constituía la única iluminación del lugar, aparte del resplandor de la luna.

Al fin, Kendra rompió el silencio.

—Esto me da mala espina.

—Oh, sé más dura —dijo Seth—. No será para tanto.

—Me alegra oírte decir eso, Seth —terció Errol—. Porque en la casa sólo pueden entrar niños a solas.

Seth tragó saliva.

—¿No vas a venir con nosotros?

—Ni Kendra tampoco —dijo Errol—. ¿Aún no has cumplido catorce años, correcto?

—Correcto —respondió Seth.

—Los conjuros de protección que guardan la casa impedirán que entre en ella cualquier persona que tenga más de trece años —le explicó Errol—. Pero se les pasó por alto hacerla a prueba de niños.

—¿Por qué no la protegieron de todo el mundo? —preguntó Kendra.

—Los más jóvenes gozan de inmunidad de nacimiento frente a muchos de estos conjuros —dijo Errol—. Crear encantamientos para ahuyentar a niños requiere de una pericia mayor que la necesaria para levantar barreras con el objeto de impedir el acceso de los adultos. Prácticamente no hay ninguna magia que surta efecto sobre niños menores de ocho años. Esa inmunidad natural va disminuyendo conforme se hacen mayores.

Por primera vez desde que se montara en la furgoneta, Kendra sintió que algo era divertido. Nunca había visto a Seth tan serio como en ese momento. Al margen de cuáles fueran las circunstancias, siempre era un gusto ver cómo se comía sus propias palabras. Seth se removió en su asiento y la miró.

—De acuerdo, vale, ¿qué tengo que hacer? —dijo. La bravuconería había perdido intensidad.

—Seth, no… —empezó a decir Kendra.

—No —repuso él, levantando una mano—. Dejadme el trabajo sucio. Sólo dime lo que tengo que hacer.

Errol desenroscó el tapón de un frasquito. Unido al tapón había un cuentagotas.

—Primero, necesitamos agudizarte la vista. Estas gotas actuarán como la leche que bebisteis en Fablehaven. Ladea la cabeza.

Seth obedeció. Errol se inclinó hacia delante, colocó un dedo debajo del párpado derecho de Seth para empujarlo hacia abajo y apretó el cuentagotas para que saliera una. Seth retrocedió, pestañeando incontroladamente.

—¡Guau! —se quejó—. ¿Qué es eso, salsa brava?

—Pica un poco —dijo Errol.

—¡Abrasa como si fuera ácido! —Seth se enjugó las lágrimas que le manaban del ojo afectado.

—El otro ojo —dijo Errol.

—¿No tienes leche?

—Lo siento, acabo de vender la última que me quedaba. Quédate quieto, sólo será un momento.

—¡Lo mismo que si me marcaras la lengua con un hierro candente!

—¿No está mejor el otro ojo ya? —se interesó Errol.

—Supongo que sí. Igual podría ver sólo por uno.

—No puedo dejar que entres ahí sin que puedas detectar los peligros que puedan acecharte —dijo Errol.

—Trae, ya lo hago yo. —Seth tomó el cuentagotas que le tendía Errol. Con el ojo no tratado cerrado casi del todo, Seth dejó caer una gota encima de las pestañas. Parpadeando, hizo muecas de dolor y lanzó gemidos—. Por supuesto, la única persona que no necesita estas gotas es demasiado vieja para servir de ayuda.

Kendra se encogió de hombros.

—Yo me pongo estas gotas cada mañana —dijo Errol—. Al final te acostumbras.

—Quizá cuando se te mueren los nervios —repuso Seth, quitándose más lágrimas—. ¿Ahora qué?

Errol levantó una mano vacía. Agitó ligeramente los dedos y apareció de la nada un mando de apertura de puertas de garaje.

—Entra por el garaje —dijo Errol—. Probablemente la puerta que da acceso a la vivienda desde el garaje no estará cerrada con llave. Si lo estuviera, fuérzala. Una vez dentro, a la izquierda de la puerta verás, en la pared, un teclado numérico. Encima de los conjuros de protección, la funeraria cuenta con un sistema de seguridad convencional. Pulsa 7-1-0-9 y le das al «enter».

—Siete, uno cero, nueve «enter» —repitió Seth.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Kendra.

—Del mismo modo que sé que Archibald no está —respondió Errol—. Reconocimiento. No enviaría ahí dentro a Seth sin haber preparado la operación. ¿Qué crees que he estado haciendo desde que contacté contigo?

—¿Cómo encuentro la estatua? —preguntó Seth.

—Estoy casi seguro de que tiene que estar en el sótano. Entra por el ascensor que hay junto al salón de exposición. Si giras a la derecha nada más entrar, no puedes dejar de verla. Tienes que encontrar una figura de un sapo no más grande que mi puño. Es muy probable que esté a plena vista. Busca por zonas de acceso restringido. Cuando des con ella, dale de comer esto. —Errol le tendió una galletita para perros con forma de hueso.

—¿Que dé de comer a la estatua? —preguntó Seth.

—Mientras no le des nada de comer, te será imposible mover la figurita. Dale de comer, levántala, tráenosla y os llevaré a casa. —Errol entregó a Seth el mando del garaje y la galletita para perros. También le dio una linternita, con la advertencia de usarla sólo en caso de necesidad.

—No hemos tratado el tema de qué hago si me encuentro con muertos vivientes —recordó Seth a Errol.

—Echas a correr —respondió Errol—. Los cadáveres reanimados no son particularmente ágiles o rápidos. No tendrás problemas para evitar que te alcancen. Pero no corras ningún riesgo. Si te encuentras con algún adversario no muerto, regresa a la furgoneta con la estatua o sin ella.

Seth asintió con expresión de gravedad.

—O sea, salgo corriendo y nada más, ¿no? —No parecía del todo satisfecho con el plan.

—No creo que vayas a tener problemas —le tranquilizó Errol—. He registrado a fondo el lugar y no ha habido ni rastro de actividad de ultratumba. Debería ser un abrir y cerrar de ojos. Entrar y salir.

—No tienes que hacerlo —le dijo Kendra.

—No te preocupes, no te echaré la culpa si me comen los sesos ahí dentro —respondió Seth. Abrió la portezuela y saltó al suelo—. Pero no podré evitar que tú misma te culpes.

Seth cruzó la calle a la carrera y caminó hacia el letrero luminoso. Por la calle aparecieron algunos coches en su dirección, y apartó la mirada de los potentes faros hasta que hubieron pasado. De camino a la funeraria, pasó por delante de una casita reconvertida en barbería y, luego, por una casa más grande que albergaba una clínica dental.

Aunque sabía que Kendra y Errol se encontraban cerca, enfrentarse a la adusta sede de la funeraria le producía un sentimiento de soledad. Seth lanzó una mirada atrás, a la Volkswagen, pero no pudo ver a sus ocupantes. Sabía que ellos, sin embargo, sí podían verle a él, así que trató de parecer relajado.

Detrás del letrero luminoso del borde del terreno había una explanada de césped cuidadosamente cortado, bordeado de setos perfectamente podados en redondo que le llegarían por la rodilla. El porche oscuro estaba repleto de plantas en grandes maceteros. Tres balcones con barandilla baja sobresalían de la planta superior. Todas las ventanas estaban cerradas con postigos. Un par de cúpulas coronaban la mansión, así como un buen número de chimeneas. Incluso sin pensar en los cadáveres que había dentro, parecía una casa embrujada.

Seth se planteó dar media vuelta. Entrar en la funeraria en compañía de Errol y de Kendra le había parecido toda una aventura. Entrar a solas se le antojaba un puro suicidio.

Probablemente podría soportar verse metido en una casa fantasmagórica llena de cadáveres.

Pero en Fablehaven había visto cosas asombrosas, como hadas, diablillos y monstruos. Sabía que ese tipo de criaturas existían de verdad y por eso era consciente de que había serias posibilidades de estar metiéndose en una verdadera guarida de zombis, presidida por un vampiro de carne y hueso (independientemente de cómo lo llamase Errol).

Seth jugueteó con el mando del garaje. ¿De verdad le importaba tanto librarse del kobold? Si Errol era tan experto, ¿por qué encargaba a unos críos que le hiciesen el trabajo sucio? ¿No debería alguien con más experiencia ocuparse de esta clase de problemas, en lugar de un estudiante de sexto?

Si no hubiera estado acompañado, probablemente Seth se habría largado de allí. El kobold por sí solo no merecía tanto esfuerzo. Pero había personas observándole, contando con que haría esto, y el orgullo no le dejaba echarse atrás. No se había arredrado ante ciertas proezas intimidantes, como bajar montes en bici, pelearse con un chaval dos cursos mayor que él o comer insectos vivos. Había estado a punto de matarse por trepar a varios postes de madera. Pero esto lo superaba todo hasta la fecha, porque meterse en un nido de zombis él solo, no implicaba únicamente que podías perder la vida, sino además perderla de una manera verdaderamente desagradable.

Por la calle no circulaba ningún coche. Seth pulsó el botón del mando del garaje y se apresuró a subir por el camino de acceso a la casa. La puerta se abrió ruidosamente. Le hizo sentirse expuesto, pero se dijo que a nadie le causaría extrañeza ver a una persona entrando en un garaje. Eso sí: si había zombis en la funeraria, ahora sabrían que había llegado.

Una luz automática iluminó el garaje. El coche fúnebre, negro y con sus cortinillas, no le daba precisamente un toque de alegría a la mansión. Como tampoco se lo daba la colección de animales disecados que había colocados sobre un largo banco de trabajo pegado a la pared: una comadreja, un mapache, un zorro, un castor, una nutria, un búho, un halcón. Y en la esquina un enorme oso negro de pie sobre sus cuartos traseros.

Seth entró en el garaje y pulsó otra vez el botón. La puerta se cerró con un prolongado gemido metálico. Rápidamente, fue hacia la otra puerta que debía dar al interior de la empresa de pompas fúnebres. El picaporte giró y Seth la abrió sigilosamente. De inmediato oyó un pitido.

La luz del garaje alumbró un pasillo.

A la izquierda de la puerta había un teclado numérico, exactamente donde Errol se lo había descrito. Seth pulsó «7109» y la tecla «enter». El pitido cesó. Y empezaron los gruñidos.

Seth giró sobre sus talones a toda velocidad. La puerta seguía abierta y la luz procedente del garaje reveló una masa de rizos que se le acercaba por el pasillo enmoquetado.

En un primer momento, creyó que era un monstruo. Luego, se dio cuenta de que se trataba de un perrazo inmenso con un pelaje tan grueso que alguno de sus antepasados debió de haber sido una mopa. Seth no sabía cómo podía ver aquel animal, de tanto pelo como tenía tapándole los ojos. Los gruñidos prosiguieron, graves y constantes, produciendo ese tipo de sonido que quería decir que de un momento a otro el perro podría embestirle con furia.

Seth tenía que tomar una decisión rápida. Probablemente podría dar un salto para cruzar la puerta y cerrarla antes de que el perro llegase hasta él. Pero eso habría sido el fin de la aventura en busca de la estatua. Tal vez Errol se lo habría tenido bien merecido por haber llevado a cabo una visita de reconocimiento tan chapucera.

Pero entonces cayó en la cuenta de que llevaba en la mano una galletita para perros.

Seguro que la estatua no necesitaba toda la galleta.

Sit —ordenó Seth al perro, con calma pero con firmeza, y extendió el brazo con la mano abierta. El perro dejó de gruñir y de avanzar.

—Buen perro —dijo Seth, tratando de transmitir seguridad. Había oído que los perros pueden percibir el miedo—. Ahora siéntate —le ordenó, repitiendo el gesto de antes.

El animal se sentó. Su cabeza melenuda le llegaba a Seth por encima de la cintura.

Seth partió la galletita en dos y lanzó una mitad al chucho. Este cogió el trozo al vuelo. El chaval no podía entender cómo era posible que hubiese visto la golosina entre tanto pelo.

Seth se acercó al perro y le dejó que le oliese la mano. Una lengua caliente le acarició la palma y Seth le frotó la coronilla.

—Eres un buen chico —dijo Seth con su tono de voz especial, el que reservaba para los bebés y los animales—. No vas a comerme, ¿verdad que no?

La luz automática del garaje se apagó, y el pasillo se sumió en la oscuridad. La única luz que quedaba era la que procedía de una bombillita verde que iluminaba el teclado del sistema de alarma, tan tenue que no servía para nada. Seth se acordó de los postigos que tapaban las ventanas. Ni siquiera la luz de la luna o la luz del letrero podrían entrar en la casa. Bueno, eso probablemente quería decir que la gente de fuera no captaría la luz de su linterna y, como no podía arriesgarse a que unos zombis se le echaran encima en medio de la oscuridad, decidió encenderla.

De nuevo podía ver al perro y el pasillo. Seth recorrió el trayecto hasta llegar a una sala grande con moqueta de lujo y pesados cortinajes. Movió el haz de luz de la linterna de acá para allá, en busca de zombis. Alrededor de la sala había varios sofás y sillones alineados, así como unas cuantas lámparas de pie. El centro del salón estaba despejado, al parecer para que los dolientes pudiesen congregarse cómodamente. En un lateral había un sitio en el que Seth supuso que ponían el ataúd para que la gente pudiese ver al finado. Él había estado en un salón no muy diferente de este, cuando los abuelos Larsen habían fallecido, hacía apenas un año.

Varias puertas comunicaban la habitación con otras dependencias. Encima de unas puertas dobles se podía leer la palabra «CAPILLA». Una rejilla metálica impedía el paso a un ascensor. Un letrero decía: «PERSONAL AUTORIZADO».

El perro siguió a Seth mientras cruzaba el salón en dirección al ascensor. Cuando Seth empujó la reja a un lado, esta se plegó como un acordeón. El niño entró en el ascensor y cerró la reja para que el perro no entrara con él. Del panel de la pared salían unos botones negros con aspecto de lo más anticuado. Los botones de los pisos eran «B», «1» y «2». Seth pulsó el «B».

El ascensor empezó a bajar con tal traqueteo que Seth se preguntó si no se rompería. A través de la reja, podía ver pasar el muro del hueco del ascensor. Entonces, desapareció. Con un último chirrido, el trayecto de bajada acabó abruptamente.

Sin abrir la reja, y con una mano cerca de los botones del ascensor, Seth alumbró la habitación con la linterna. Lo último que quería era verse acorralado por unos zombis dentro de un ascensor.

Parecía tratarse de la habitación en la que se preparaban los cadáveres. Era mucho menos elegante que el salón de arriba. Vio una mesa de trabajo y otra mesa con ruedas que tenía un ataúd encima. Había numerosos armarios para guardar cosas, así como un fregadero de grandes dimensiones. Seth calculó que el ataúd a duras penas cabía dentro del ascensor. Un lado de la habitación tenía lo que parecía ser un enorme refrigerador. Trató de no pensar mucho en lo que habría guardado allí dentro.

No vio ninguna estatua, ni con forma de sapo ni con ninguna otra forma. En la pared de enfrente del ascensor había una puerta en la que ponía «PRIVADO». Tranquilizado tras comprobar que no había zombis en la sala, Seth descorrió la reja del ascensor.

Salió, tenso, listo para volver de un brinco al cubículo a la menor provocación.

La habitación estaba en silencio. Cruzó el espacio entre la mesa de trabajo y el ataúd y probó a abrir la puerta privada. Estaba cerrada con llave. El pomo tenía una cerradura.

La puerta no parecía especialmente recia ni inusualmente endeble. Estaba hecha para comunicar con la siguiente habitación. Seth intentó darle una patada cerca del picaporte. La madera tembló un poco. Lo probó varias veces más, pero, a pesar de retemblar una y otra vez, la puerta no daba muestras de debilitarse.

Seth supuso que podría valerse de la mesa con ruedas para empujar la puerta con el ataúd a modo de ariete. Pero dudaba de poder conseguir suficiente velocidad para golpearla con mucha mayor fuerza que cuando la había pateado. Y se imaginó que si el ataúd se caía de la mesa, armaría un estropicio tremendo. ¡Era posible que no estuviese vacío!

Otra puerta, esta sin ningún letrero, comunicaba la habitación con otro cuarto. Se encontraba en la misma pared que el ascensor, por lo que Seth no la vio hasta que se hubo adentrado en la sala. Descubrió que esta no estaba cerrada con llave. Al otro lado había un pasillo mondo y lirondo, con varias puertas a un lado y un marco sin puerta al final.

Seth se aventuró con cautela por aquel pasillo. Era consciente de que si los zombis le venían por detrás, podría quedar atrapado en el sótano, así que aguzó el oído. La gran habitación del fondo del pasillo estaba atestada, casi hasta el techo, de cajas de cartón. Deprisa, Seth se abrió paso entre los pasillitos que dejaban las cajas para entrar más en la habitación, mirando atentamente por si veía la estatua. Lo único que encontró fueron más cajas.

De vuelta en el pasillo, Seth probó con las otras puertas. Una daba a un cuarto de baño.

Al otro lado de otra había un gran armario para almacenaje, lleno de artículos de limpieza y utensilios diversos. Le llamó la atención uno de los objetos que había entre las mopas, las escobas y los martillos: un hacha.

Seth regresó con el hacha a la puerta privada. Ya no había sigilo que valiera. Si la puerta del garaje y el ascensor no habían alertado a los zombis, el hacha se encargaría de ello. Pesaba bastante, pero logró —ahogándose un poco— darle un fuerte impulso, y la punta partió la madera a unos treinta centímetros del picaporte. Tiró del hacha para extraerla y volvió a empuñarla. Unos cuantos golpes más y había abierto un boquete en la madera, uno lo bastante grande para poder meter la mano. Seth limpió el mango del hacha con la camisa antes de dejarla a un lado, por si los vampiros tuvieran medios para comprobar huellas dactilares.

Seth alumbró con la linterna por el hueco de la puerta. No pudo ver ningún cadáver reanimado, pero podía haber perfectamente un zombi pegado a un costado, fuera de la vista, esperando a que su mano apareciera por el agujero. Pasando el brazo por el hueco astillado, temiendo que unos dedos húmedos pudieran agarrarle la muñeca en cualquier momento, Seth palpó el picaporte del otro lado y lo desbloqueó. Giró el pomo y empujó la puerta para abrirla.

Utilizó la linterna para examinar la habitación. Era grande y tenía forma de ele, por lo que no se abarcaba entera con la vista. Material relacionado con las pompas fúnebres llenaban la habitación: lápidas sin nombre, ataúdes colocados en horizontal o de pie, caballetes con coronas funerarias de flores falsas de muchos colores. Una mesa de despacho alargada con una silla giratoria y un ordenador, cubierta de papeles en absoluto desorden. Junto a la mesa había un archivador alto con grandes cajones.

Medio esperando que de un momento a otro saliesen unos zombis babosos de los ataúdes, se abrió paso por entre la abarrotada habitación para poder echar un vistazo al otro lado de la ele. Allí encontró una mesa de billar forrada de fieltro rojo, debajo de un ventilador de techo. Dentro de una hornacina, al otro lado de la mesa, se veía una figurita en cuclillas en lo alto de un pedestal de mármol multicolor.

Seth se dirigió a toda prisa hacia el nicho de la pared. La estatua no estaba a cuatro patas, como los sapos. Más bien, estaba sentada, enhiesta, sobre dos patas y tenía dos bracitos cortos cruzados sobre el pecho. La figurita recordaba a un ídolo pagano con rasgos de rana.

Parecía tallada en jade jaspeado de color verde oscuro, pulido, y medía unos 15 o 18 centímetros de alto. Sobre la estatua se veía un cartel que decía:

NO DEN DE COMER A LA RANA

El breve mensaje llenó de aprensión a Seth. ¿Exactamente qué pasaría cuando hubiera dado de comer a la rana? Errol lo había dicho como si simplemente fuese a permitirle sacar la estatua de la funeraria.

La figurita no parecía pesada. Seth trató de levantarla. No se movía. Tal vez estuviera soldada al pedestal de mármol, el cual a su vez parecía estar firmemente anclado a la base del nicho. Seth no pudo ni siquiera desplazar la figurita ni ladearla un poquito. A lo mejor era verdad que Errol sabía de lo que hablaba.

Como no quería pasar más tiempo del necesario dentro de la funeraria, Seth levantó la mitad restante de la galletita para perros. ¿Se la comería la estatuilla? El chico acercó un poco la golosina. Cuando la galletita casi rozaba la boca, los labios de la rana empezaron a estremecerse. Seth apartó la golosina y los labios dejaron de moverse. Sostuvo la galletita más cerca aún que antes, y vio que los labios se arrugaban hacia delante, estremeciéndose.

¡Parecía que iba a dar resultado! Seth coló la galletita en la ansiosa boca de jade, con cuidado de que la figurita no le pillara la yema de los dedos. La estatua engulló el alimento y, de nuevo, se quedó inmóvil.

Nada parecía haber cambiado, excepto que cuando Seth probó a levantar la estatuilla, esta se desprendió con toda facilidad del pedestal de mármol. Sin previo aviso, la estatua se retorció y le mordió un lado del pulgar. Gritando por la sorpresa, Seth dejó caer la figurita y la linterna al suelo enmoquetado. La sensación de tener en las manos una estatua de jade retorciéndose como una criatura viva era extremadamente extraña. Seth recuperó la linterna y comprobó cómo tenía el pulgar, y descubrió una hilera de agujeritos. La rana tenía dientes.

Tocó con la punta del pie la figurita caída en el suelo. No se movió. Con mucho cuidado, la recogió, sosteniéndola por la base de tal manera que si intentaba morderle de nuevo, podría evitar que le alcanzara con sus dientecillos. La estatua volvía a ser un objeto inanimado.

Seth retrocedió sobre sus pasos a toda prisa y salió por la puerta. No podía hacer nada para disimular los desperfectos que había causado en la puerta, por lo que descorrió la reja plegable y se metió en el ascensor, que chirrió mientras subía a la siguiente planta y se detuvo con estrépito. Seth abrió la reja y salió.

El perro acudió a él sin hacer el menor ruido. Seth se sobresaltó tanto que la estatua estuvo a punto de caérsele de las manos otra vez. Por fortuna, el greñudo animal parecía haber aceptado su presencia. Seth se detuvo a acariciarlo un poco y a continuación se dirigió hacia la puerta que comunicaba con el garaje. Hizo un alto delante del teclado numérico y volvió a conectar la alarma presionando el botón de salida.

Cerró la puerta tras de sí y apretó el botón del mando del garaje. Cuando la luz automática se encendió, apagó la linterna. Seth salió a paso ligero al camino de grava de delante de la casa y apretó de nuevo el botón para cerrar el garaje.

Sabía que si echaba a correr llamaría la atención, pero no puedo resistirse al impulso de salir disparado en dirección a la furgoneta Volkswagen. Errol abrió la puerta y Seth subió.

—Bien hecho —dijo Errol, accionando la llave de contacto. Al cabo de un segundo, el motor estaba en marcha.

—Has estado ahí dentro un montón de rato —intervino Kendra—. Empezaba a preocuparme.

—Encontré un ordenador y me puse a jugar a unos videojuegos —dijo Seth.

—¿Mientras nosotros estábamos aquí fuera angustiados por ti? —exclamó Kendra.

—Era broma —aclaró Seth—. Tuve que destrozar una puerta con un hacha. —Se volvió hacia Errol—. Por cierto, gracias por avisarme del perro.

Avanzaban ya por la calle y el letrero luminoso de la funeraria fue quedando cada vez más atrás.

—¿Había un perro? —preguntó Errol—. Archibald debe de tenerlo escondido. ¿Era grande?

—Enorme —respondió Seth—. Uno de esos que parecen una mopa gigante. ¿Sabes cuáles, los que tienen los ojos tapados por la pelambrera?

—¿Un komondor? —repuso Errol—. Has tenido suerte; esa raza puede ser realmente agresiva con los desconocidos. Originariamente se utilizaban para proteger a los rebaños en Hungría.

—Lo hice bien, y le regalé la mitad de la galletita para perros —explicó Seth—. ¡La estatua me dio un mordisco!

—¿Te encuentras bien? —preguntó Kendra.

—Sí. —Seth levantó el pulgar—. Casi no me sangra.

—Debí haberte avisado —dijo Errol—. Cuando la estatua come, se vuelve agresiva momentáneamente. Nada de lo que preocuparse, pero es verdad que lanza mordiscos.

—Di la verdad: sabías lo del perro, ¿a que sí? —le acusó Seth.

Errol frunció el ceño.

—¿Qué te hace decir eso?

—¿Por qué, si no, me mandaste ahí dentro con una galletita para perros? Podrías haberme dado cualquier cosa para dar de comer a la estatua. Creo que te preocupaba que no quisiera entrar si sabía que había un perro.

—Lo lamento, Seth —dijo Errol—. Te aseguro que lo de la galletita ha sido una coincidencia. ¿Cómo iba a avisarte sobre los muertos vivientes y no decirte nada del perro?

—Bien pensado —reconoció Seth—. Al menos no he visto a ningún zombi. Eso ha sido un alivio.

—Bueno, ¿y cómo se libra del kobold esta estatua? —preguntó Kendra.

—Para eso —respondió Errol—, no tenéis más que seguir mis indicaciones.