20

La cámara

Al otro lado de la puerta bajaba otra escalera de caracol. Más piedras solares, más brillantes que las anteriores, iluminaban el camino. Warren tanteó los escalones con la llave y comprobó que eran macizos.

—Kendra —dijo—, ve a borrar las líneas de algunos de los pozos de arena de cerca de la entrada a la otra habitación.

Cuando Kendra volvió, Warren estaba comprobando su propio pulso, palpándose el cuello. Tenía la frente empapada de sudor.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella.

—No demasiado mal —la tranquilizó—. Sobre todo para un tipo que acaba de ser sometido a una operación de cirugía improvisada. Tenemos la llave del minotauro. Si cerramos la puerta detrás de nosotros, nuestra amiga, la narcoblix, seguramente tendrá que ganarse su propia llave.

—De acuerdo —dijo Kendra, que dio un paso al frente para colocarse junto a Warren en el primer escalón y cerró la puerta. Se volvió para mirarle y desapareció.

—A lo mejor deberías simplemente tener a mano el guante para la próxima amenaza —dijo Warren—. No es agradable dejar de saber dónde estás a cada pausa que hacemos.

Kendra se quitó el guante. De todos modos, mientras iban de acá para allá explorando la torre no le servía de mucha protección. Podría volver a ponérselo rápidamente con la misma facilidad con que se quedaba inmóvil.

Bajaron las escaleras durante un buen rato sin encontrar ningún escalón falso hasta que llegaron a los últimos, justo antes del final.

—Me gusta la distribución —dijo Warren, saltándolos y cerrando con fuerza los ojos al aterrizar en el suelo. Se apoyó de espaldas en la pared agarrándose la herida con una mano—. Justo cuando das por hecho que todos los escalones son macizos, te ves cayendo al vacío y encontrando tu destino.

Allí no les esperaba ninguna puerta. En vez de eso, una entrada abovedada daba acceso a una cámara espaciosa decorada con un complicado mosaico en el suelo. El mosaico representaba una gran batalla de primates que se libraba sobre unos árboles altos. La perspectiva era desde el suelo y hacia arriba, lo cual generaba un efecto óptico desorientador.

Indicando a Kendra mediante gestos que se quedase donde estaba, Warren entró en la habitación. Al parecer, la única salida era otra arcada al otro lado de la cámara. Satisfecho al comprobar que no se enfrentaban a ninguna amenaza inmediata, Warren hizo señas a Kendra para que le siguiese.

En el mismo instante en que ella puso un pie en el suelo de la sala, el hacha despareció de su mano. Bajo sus pies, en lo alto de un árbol, un chimpancé lanzó un chillido. El histérico primate hizo girar el hacha de Kendra en su mano y saltó de su posición para caer hacia el suelo. El chimpancé salió del mosaico deslizándose majestuosamente y se materializó delante de Kendra, blandiendo el hacha.

Kendra chilló y escapó a todo correr del chimpancé armado, mientras se enfundaba el guante a toda prisa. Warren se acercó rápidamente por detrás del chimpancé y le lanzó la llave justo cuando el simio chillón empezaba a perseguirla. La llave dio en el blanco, le alcanzó entre los omóplatos, y el chimpancé cayó de bruces al suelo. Su alargada mano sufrió unos espasmos y el hacha cayó al frente, sobre las diminutas teselas.

—No cojas el hacha —la avisó Warren—. Esta cámara está pensada para despojarnos de todas nuestras armas.

—Menos de la llave —dijo Kendra.

Con más gemidos, Warren se dobló por la cintura y extrajo la llave, para limpiar a continuación la punta de lanza con sus pantalones.

—Así es —coincidió—. Deduzco que para cruzar esta sala con un arma que no sea la llave, tendríamos que matar a todos los monos del mosaico.

Kendra miró hacia abajo. Había centenares de primates, como, por ejemplo, varias docenas de poderosos gorilas.

—A lo mejor fue bueno que no tuvieses todo tu equipo.

Warren sonrió compungido.

—Y que lo digas. Acabar destripado por una panda de monos está bastante abajo en mi lista de formas de morir. Vamos.

Atravesaron la arcada del otro lado de la sala y empezaron a bajar por otra escalera de caracol. Todos los escalones eran auténticos y al llegar abajo encontraron otra arcada sin puertas, pero más angosta que las anteriores.

Warren pasó primero y entraron en una sala cilíndrica en la que el suelo quedaba a cientos de metros de distancia, hacia abajo. Unas piedras solares desperdigadas por el lugar ofrecían luz suficiente. Una estrecha pasarela sin barandilla recorría la parte superior de la sala, al mismo nivel que la entrada. El techo estaba recubierto de afiladas púas forradas de espinas.

Kendra no veía ningún camino para descender: las paredes eran lisas y bajaban en vertical hasta el fondo, donde a duras penas distinguió algo en el centro.

—No estoy seguro de si hemos traído cuerda suficiente —bromeó Warren, andando ya por la pasarela—. Creo que hemos llegado a nuestro destino. ¿Qué tal te manejas con la altura?

—No muy bien —dijo Kendra.

—Era aquí —dijo él.

Avanzó por la pasarela, comprobando el espacio circundante con la llave como si estuviese buscando alguna escalera invisible. Kendra reparó en un nicho que había al otro lado de la amplia sala. Cuando Warren llegó al nicho, sacó algo de él. Entonces, se elevó por el aire varios centímetros, miró hacia las púas del techo y volvió a descender.

—Creo que ya lo tengo —dijo en voz alta.

Volvió a meter la mano en el nicho y se produjo un brillante resplandor que le hizo retroceder bruscamente por los aires, por encima de la pasarela. Conteniendo la respiración, Kendra observó que Warren se desplomaba contra el suelo.

Empezaba a caer más despacio, luego se paraba y otra vez se elevaba. Flotando suavemente, se colocó al mismo nivel que Kendra y, finalmente, se detuvo en el centro de la sala, suspendido en el aire.

Además de la llave, Warren portaba una vara blanca y corta.

—No puedo desplazarme a los lados —le explicó.

Flotó hacia lo alto, aproximándose a las púas, se agarró a una con mucho cuidado y se empujó haciendo fuerza contra ella, volando en dirección a Kendra, desplazándose de un modo muy parecido a como Kendra se imaginaba que harían los astronautas sometidos a gravedad cero.

Warren se posó a su lado, en la pasarela. La varita era de marfil tallado. Un extremo era negro. Había estado sujetando la vara en paralelo al suelo, pero ahora que se encontraba de pie sobre la pasarela, la inclinó de manera que el extremo negro quedase apuntando hacia arriba.

—¿Eso te hace volar? —preguntó Kendra.

—Más bien, revierte la gravedad —dijo él—. Con la punta negra hacia arriba, la gravedad se reduce. Con la punta negra hacia abajo, la gravedad aumenta. Tumbada, tienes gravedad cero. Si inclinas un poquito la punta negra hacia arriba, la gravedad se reduce un poquito. ¿Lo pillas?

—Creo que sí —respondió ella.

—Cuidado con el techo —la avisó.

—¿Lo habías hecho antes? —preguntó ella.

—Nunca —dijo él—. Se aprenden muchas cosas en sitios como este.

Le tendió la vara y Kendra la cogió.

—Quiero probar en la escalera, sin las púas.

—Adelante —dijo él.

Kendra regresó a la escalera. Lentamente, inclinó la vara hasta colocarla tumbada. Todo parecía igual. Dio un saltito y la sensación fue absolutamente normal.

—Creo que aquí no funciona.

—El hechizo debe de ser específico para esta sala —dijo él—. Aun así, es muy potente; nunca había oído hablar de nada parecido. Recuerda: con la vara estás cambiando el lado del que tira la gravedad. Si tu impulso va en una dirección, dar la vuelta a la vara no modificará instantáneamente la dirección en la que vas. Cuando caía y le di la vuelta, frené un poco, me detuve y empecé a ascender. Así que déjate sitio para poder parar, o podrías terminar hecha papilla.

—No voy a ir rápido —aclaró Kendra.

—Bien pensado —dijo Warren—. Y, para que lo sepas, no intentes coger otra vara. Cuando cogí esta, tuve la sensación de que me había caído un rayo.

Sosteniendo la vara en alto, Kendra siguió a Warren por la pasarela circular. Llevaba la punta negra señalando hacia arriba, pero no quería arriesgarse a ascender hasta las púas.

Cuando llegaron al nicho, vio que había otras nueve varas, cada una depositada en un hueco, con la punta negra hacia arriba.

—¿Qué te parece si nos aseguramos de que no puedan seguirnos? —preguntó Warren, que cogió una vara y la arrojó por el borde de la pasarela.

En vez de caer, la vara regresó por los aires al mismo hueco del que Warren la había cogido. Cuando la soltó de nuevo, esta volvió a regresar por sí sola al hueco.

—Será mejor que nos agarremos bien fuerte, no vaya a ser que acabemos atrapados aquí abajo —dijo Kendra.

Warren asintió y cogió una vara para sí. La giró de modo que la punta negra quedase ligeramente hacia arriba. Entonces, dio un paso hacia el vacío, cayendo suavemente. Kendra pensó de nuevo en los movimientos de los astronautas.

La chica inclinó despacio la vara y se maravilló al notar cómo disminuía la atracción de la gravedad incluso sin moverse. La sensación era extraña; le recordó a lo que pasa cuando estás bajo el agua. Ladeando la vara de manera que la punta negra apuntase ligeramente hacia abajo, ascendió suavemente y dejó de pisar la pasarela. Luego, inclinó un poco la vara en el sentido contrario y descendió suavemente.

Ahora que confiaba en el poder de la vara, Kendra dio un paso al frente para abandonar la pasarela y comenzó a descender en una suave caída libre. La sensación era increíble. Había soñado con ir al espacio para poder experimentar la gravedad cero, y ahí estaba ahora, en una torre subterránea, probando algo muy parecido a eso. La mareante caída que había bajo sus pies ya no la intimidaba tanto, ahora que podía controlar la gravedad con un toque de muñeca.

Warren ascendió para reunirse con ella.

—Practica con la vara —dijo—. Nada exagerado. Pero comprueba cómo subir, bajar y detenerte. Tiene su truco. Me da la sensación de que nos puede venir bien antes de que terminemos aquí.

De repente, Warren cayó en picado. Kendra le observó mientras él ralentizaba hasta detenerse.

—Pensé que habías dicho «nada exagerado» —le gritó desde arriba.

Él ascendió como un cohete hasta colocarse de nuevo a su lado.

—Me refería a ti —dijo, antes de sumergirse de nuevo por debajo de Kendra.

Poco a poco, ella fue levantando la punta negra, lo que hizo aumentar paulatinamente la velocidad de su descenso. De pronto, ladeó la vara en la otra dirección y su descenso se ralentizó; era como estar unida a una goma elástica. Colocando la vara en paralelo con el suelo, se detuvo por completo a medio camino del fondo.

Kendra levantó la vista a las distantes púas del techo. Colocó la punta negra directamente hacia abajo y, con un súbito impulso hacia arriba, salió disparada en dirección a las estalactitas de hierro. La sensación resultaba desorientadora, exactamente igual que caer de cabeza hacia el suelo, y las púas se aproximaban a toda velocidad. Presa del pánico, agitó la vara en el sentido opuesto. La sensación de estar conectada a una banda elástica fue aún más poderosa esta vez, aunque tardó tanto en frenar que acabó mucho más cerca de las púas de lo que le hubiera gustado. Antes de que pudiera darse cuenta, cayó en barrena en dirección al fondo de la alta cámara. Su cuerpo empezó a rotar sobre sí y perdió en parte la noción de lo que debía hacer para frenar la caída. Antes de recuperar el control, corrigió excesivamente varias veces la inclinación de la vara, de tal modo que subió y bajó sin control hasta que lo consiguió.

Cuando finalmente ganó equilibrio, Kendra estaba a dos tercios de distancia del suelo, sobrevolando cerca de la pared. Reanudó la marcha de nuevo, suavemente.

—Y yo que pensaba que era temerario —le dijo Warren a lo lejos.

—Ha sido un poco más osado de lo que pretendía —reconoció Kendra, tratando de que no mostrarse tan temblorosa como realmente se sentía.

Practicó un poco más la maniobra de subir y bajar, hasta que se acostumbró a frenar suavemente y a orientar correctamente el cuerpo. Por fin, aterrizó con delicadeza al lado de Warren y normalizó la gravedad sosteniendo la vara, a la que había dado la vuelta.

La sala estaba desierta, salvo por un pedestal en el centro. El suelo era de piedra pulida perfectamente ensamblada. Sobre el pedestal descansaba una especie de gato negro de tamaño natural hecho de vidrio tintado.

—¿Eso es el objeto mágico? —preguntó Kendra.

—Me parece que lo que tenemos delante es la cámara secreta —dijo Warren.

—¿Lo hacemos añicos? —preguntó Kendra.

—Podríamos empezar por ahí —respondió Warren.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Kendra.

—Apuñalado —respondió él—. Pero en estado operativo. Las cosas podrían ponerse feas en un periquete. En ese caso, tal vez quieras subir volando a la pasarela y esperar clemencia de la narcoblix. Pero no intentes salir de la torre. Hablaba muy en serio cuando te mencioné las trampas para impedir que nadie salga de aquí antes de tiempo.

—Vale —dijo Kendra—. No te dejaré tirado.

Warren ladeó un poquito la vara y saltó, se elevó por encima de la cabeza de Kendra y aterrizó con suavidad detrás de ella, estremeciéndose un poco de dolor y agarrándose el costado.

—¿Ves?, también puedes simplemente reducir la gravedad según te convenga. Podría venirnos bien.

Kendra ladeó su vara, notando cómo se aligeraba su peso, dio un salto y se deslizó trazando una larga y suave parábola.

—Te pillé.

—¿Estás preparada? —preguntó Warren.

—¿Qué va a ocurrir? —dijo Kendra.

—Voy a hacer añicos el gato… y veremos lo que pasa.

—¿Y si se nos cae encima el techo? —preguntó ella.

Warren levantó la vista al techo, a gran distancia de ellos.

—Sería chungo. Esperemos que las púas estén pensadas únicamente para empalar a los que sean unos patosos con las varas de la gravedad.

—¿Crees que puede haber algo terrorífico dentro del gato? —preguntó Kendra.

—A mí me parece una mascota inofensiva. Será mejor que nos demos prisa. ¿Quién sabe cuánto tiempo falta hasta que aparezca la narcoblix? ¿Estás preparada? ¿Te pones el guante?

Kendra se enfundó el guante y se volvió invisible.

—Vale.

Warren pinchó el gato con el extremo afilado de la llave. El ruido que hizo la punta de la cabeza de lanza al chocar con la estatua fue muy fuerte, pero esta no se resquebrajó. La pinchó varias veces más. Clinc, clinc, clinc.

—No estoy seguro de que debamos romperlo —dijo.

Se acercó al gato para tocarlo con un dedo, tras lo cual se apartó, espada en ristre.

El gato de cristal emitió unos destellos y se transformó en un gato de verdad, que maullaba delicadamente. Tenía una llavecilla colgada del cuello.

Kendra notó que parte de su tensión se esfumaba.

—¿Esto es una especie de chiste? —preguntó.

—Si es así, creo que aún no hemos llegado a la frase graciosa.

—A lo mejor tiene la rabia —dijo Kendra.

Warren se acercó al gato negro tímidamente. El gato se bajó del pedestal de un saltito y se acercó a él con sigilo. Nada hacía pensar que el felino fuese otra cosa que un esquelético gato doméstico. Warren se agachó y dejó que el animal le lamiese la mano. Acarició suavemente al gatito y a continuación desató el lazo en el que llevaba la llave. Al instante, el gato bufó y quiso arañarle con su zarpa. Warren se levantó y retrocedió. El gato arqueó el espinazo y sacó los dientes.

—Se ha vuelto malo —dijo Kendra.

—Es que es malo —la corrigió Warren—. Desde luego, no es simplemente un gato doméstico. Todavía no hemos visto la verdadera apariencia de nuestro adversario.

El gato salvaje escupió y bufó.

Warren se puso a analizar la llave grande. Le dio varias vueltas y la examinó de punta a punta.

—¡Ajá! —dijo, e introdujo la llavecilla en un agujero justo debajo de la punta de lanza.

Entonces, giró la llavecilla y el mango del extremo opuesto de la llave grande se desprendió y cayó estrepitosamente al suelo. Pegada al mango había una espada larga y fina.

¡Había una espada escondida en el asta de la espada larga, de la que sólo asomaba la empuñadura!

Warren cogió la espada del suelo y cortó con ella el aire. La empuñadura no tenía guarnición. La afilada hoja era larga y delgada, y la suave luz de las piedras solares le arrancaba destellos amenazadores.

—Ya tenemos un par de armas —dijo Warren—. ¡Coge tú la lanza! Sin la espada, no se desequilibra tanto.

Con los ojos fijos en el gato, Kendra se acercó y cogió la lanza de manos de Warren.

—¿Cómo la uso? —preguntó.

—Empuja para clavarla —le dijo Warren—. Probablemente te pese demasiado como para que puedas lanzarla con eficacia. Estate preparada para alejarte volando si se te acerca algún peligro.

—De acuerdo —contestó ella, y probó a pinchar el aire un par de veces.

Sin previo aviso, el gato se abalanzó contra Kendra. Ella desvió la lanza hacia él y el minino cambió de idea; se lanzó como una flecha en dirección a Warren. Su espada cortó el aire y decapitó al gato. Warren retrocedió para alejarse del cuerpo muerto, sin dejar de observarlo atentamente. Tanto la cabeza como el cuerpo del felino empezaron a bullir como si estuviesen rellenos de gusanos. La cabeza se derritió, formando un charco espeso. El cuerpo decapitado empezó a convulsionar, dejando entrever fragmentos de músculo y de hueso mojados, hasta que finalmente cesaron las convulsiones y el gato negro volvió a aparecer de una pieza.

El animal bufó a Warren erizando el pelo del espinazo encorvado. Ahora era más grande, de mayor tamaño que cualquier gato doméstico que Kendra hubiese visto en su vida.

Warren dio un paso hacia el gato y este salió corriendo; al huir, el cuerpo se le estiraba muchísimo, como hecho de algún fluido. Las otras dos veces que Warren se le acercó, el gato salió huyendo y al final volvió a subirse al pedestal.

Warren se acercó al pedestal. El gato enseñó los dientes y las uñas y saltó sobre él. Un tajo con la espada alcanzó al felino y el gato cayó inerte al suelo. Warren le clavó la espada para estar seguro de que el animal tuviese un final rápido, y a continuación retrocedió para alejarse de él.

Una vez más el cuerpo sin vida del gato empezó a tener convulsiones y a agitarse.

—Esto no me gusta —dijo Warren en tono sombrío. Se acercó al animal y empezó a clavar la espada en la masa espasmódica de pelo, hueso y órganos.

A cada herida infligida, el bicho parecía crecer más, con lo cual prefirió retirarse para dejar que acabase el proceso.

El gato negro renacido ya no parecía un animal doméstico. No sólo era demasiado grande, con las zarpas proporcionalmente mayores, sino que ahora tenía unas garras más peligrosas y las orejas tenían penachos parecidos a los de los linces. Negro absolutamente, el lince emitió un maullido feroz, mostrando unos dientes intimidantes.

—No vuelvas a matarlo —dijo Kendra—. Seguirá yendo a peor.

—Entonces nunca conseguiremos el objeto mágico —dijo Warren—. El gato es la cámara, y la espada y la lanza siguen siendo las llaves. Para conseguirlo, debemos acabar antes con todas sus encarnaciones.

El lince negro se agazapó, mirando a Warren con astucia. Cuando Warren hizo un amago de ataque, el lince ni se inmutó.

Sin despegarse del suelo, el lince avanzó hacia Warren como si acechase un pajarillo.

Warren se mantenía preparado, con la espada en alto. Cual un borrón negro, el lince se dirigió hacia él a gran velocidad, agazapado y en silencio. La espada emitió un destello y produjo una raja en el animal, pero el lince siguió adelante, lanzando zarpazos y mordiendo con furia la pernera del pantalón de Warren. Con un fiero golpe, el hombre puso fin al ataque de las garras.

El lince quedó tendido, inmóvil.

—Qué rápido —se quejó Warren mientras se alejaba cojeando. De la pernera desgarrada del pantalón le caían gotas de sangre.

—¿Te duele mucho? —preguntó Kendra.

—Son heridas superficiales. Mis pantalones se han llevado la peor parte —respondió Warren—. Pero me alcanzó. Creo que no me gusta lo que dice eso de mis reflejos.

El pellejo del animal muerto empezó a moverse.

—¿No sería mejor que usases la lanza? —preguntó Kendra—. Podrías clavársela sin tenerlo demasiado cerca.

—Puede que sí —dijo Warren—. Cámbiamela. —Fue hasta ella y se intercambiaron las armas.

—Estás cojo —dijo Kendra.

—Me duele un poco, pero aguantaré.

El lince maulló, esta vez con un sonido más profundo y poderoso. Erguido sobre las cuatro patas, la cabeza le llegaba a Warren por encima del vendaje del vientre.

—Menudo gatazo —dijo Kendra.

—Toma, gatito, gatito —quiso engatusarle Warren, acercándose poco a poco con la lanza.

El robusto lince empezó a pasearse, manteniéndose fuera de su alcance y desplazándose con elegancia y seguridad, a la espera de una ocasión para atacar. El lince corrió hacia Warren y a continuación retrocedió. Fingió una segunda arremetida y Warren caminó hacia atrás dando saltitos.

—¿Por qué tengo cada vez más la sensación de ser un ratón? —se quejó Warren.

Se lanzó a la carga con la lanza, pero el lince saltó a un lado y apenas recibió un golpe de refilón, tras lo cual fue a toda velocidad por Warren, agazapado e increíblemente rápido, fuera del alcance de la lanza. Warren saltó bien alto por el aire.

Al instante, el lince dio media vuelta y corrió hacia Kendra. Invisible o no, el animal sabía dónde estaba exactamente. Ella giró la vara y salió disparada hacia arriba, sólo para detenerse a quince metros del suelo. Después de frenar su ascenso, Kendra no se tornó invisible. Era imposible quedarse totalmente inmóvil estando en el aire. Por muy firmemente que asiese la vara, un leve desplazamiento impedía que el guante funcionase. Warren se puso a unos seis metros por debajo de ella, mirando fijamente al lince. Levantó la vista hacia Kendra y a continuación clavó los ojos en algo que había detrás de ella.

—Tenemos compañía —dijo.

Kendra levantó la vista y vio a Vanessa y a Errol deslizándose hacia abajo desde la pasarela.

—¿Qué hacemos? —preguntó Kendra.

Blandiendo la lanza de tal modo que pudiese mantener al lince a raya, Warren descendió al suelo y saltó en un ángulo que le permitió quedarse flotando cerca de Kendra.

—Dame la espada.

—Propongo una tregua —dijo Vanessa desde lo alto en tono alegre, como si todo fuese un juego.

Kendra le pasó la espada a Warren. Él le dio a ella la lanza. El intercambio hizo que se alejasen el uno del otro suavemente.

—Os conviene, pues nosotros tenemos las armas —gruñó Warren.

—¿Cuántas veces habéis matado al guardián? —preguntó Vanessa.

—Eso es algo que no te importa —respondió Warren—. No os acerquéis.

Vanessa se detuvo, revoloteando con Errol a su lado. Este llevaba el traje hecho jirones.

Uno de sus ojos estaba morado y tan hinchado que no podía abrirlo, y tenía arañazos en las mejillas.

—No tienes buen aspecto, Warren —dijo Vanessa.

—Tu amigo tampoco —replicó él.

—Creo que podría veniros bien un poco de ayuda —dijo Vanessa.

—¿Qué le atacó? —preguntó Warren—. ¿El trasgo?

Vanessa sonrió.

—Estaba herido antes de que entrásemos en la torre.

—Cogí del suelo un lingote de oro que había en el porche trasero —dijo Errol—. Al parecer, se lo habían robado a un trol. Cuando salimos del jardín, vino a recuperarlo de muy malos modos.

Kendra se tapó la boca para ocultar la sonrisa. Errol la fulminó con la mirada.

—¿Tu verdadero nombre es Christopher Vogel? —le preguntó Kendra.

—Tengo muchos nombres —respondió él con altivez—. Ese me lo pusieron mis padres.

—Nosotros preferimos combatir contra el cíclope —dijo Vanessa—. Un montón de piel desnuda para mis dardos. Y dedujimos por el hacha y el mono que no debíamos entrar armados en la cámara cercana. Pero este gato puede plantearnos problemas. ¿Cuántas veces ha muerto? Nosotros hemos visto sólo una.

—Será mejor que deis la vuelta y os larguéis de aquí —dijo Warren.

—Espero que no cuentes con que alguien más te va a ayudar —contestó Vanessa—. Encontramos a Tanu en el bosque y nos ocupamos de él. Estará dormido hasta mañana a estas horas.

—Me sorprende que hayáis venido personalmente —dijo Kendra con frialdad.

—Cuando hace falta astucia, prefiero estar presente —respondió Vanessa.

—No tenemos ninguna intención de hacerle daño a nadie —dijo Errol—. Kendra, sólo queremos coger el objeto mágico y dejaros a todos en paz. La cosa aún puede acabar bien para ti y tu familia.

Con un rápido toque de muñeca, Warren ascendió hasta ponerse a su nivel.

—Perdona que no estemos a tu alcance —dijo Vanessa. Aun revoloteando a la misma altura, los separaba una buena distancia.

—U os marcháis, o tendré que insistir con más contundencia —dijo Warren, levantando la espada amenazadoramente.

—Podríamos pelear —dijo Errol con calma—. Pero, hazme caso, por muy valiente que sea esa niña, no me costará mucho quitarle la lanza.

Errol se impulsó para alejarse de Vanessa y ambos se deslizaron, cada uno a un lado de la pared. Aterrizaron suavemente al tocarla, manteniéndose lo bastante cerca como para controlar la dirección de vuelo con sólo impulsarse contra ella.

—Una pelea entre nosotros acabará en lesiones que ninguno puede permitirse —dijo Vanessa—. ¿Por qué no matamos primero a la bestia entre todos?

—Porque no quiero que me den una puñalada por la espalda —contestó Warren.

—¿No pensarás que vas a poder salir de aquí sin el objeto mágico? —preguntó Errol—. Siempre hay protecciones contra eso.

—Soy plenamente consciente —dijo Warren—. Con el gato puedo manejarme solo.

—¿Cuántas veces habéis matado a la bestia? —insistió Vanessa.

—Tres —dijo Warren.

—Así que esta es su cuarta vida —dijo Errol—. Que me ahorquen si tiene menos de nueve.

—En tu mejor estado físico, sin ninguna herida, este guardián es demasiado para ti o para cualquier persona a solas —dijo Vanessa—. Entre todos es posible que tengamos alguna oportunidad.

—No os voy a armar —dijo Warren.

Vanessa movió la cabeza afirmativamente en dirección a Warren. Los dos a la vez se dejaron caer a gran velocidad por la pared hasta quedar al mismo nivel que Kendra. Warren descendió con ellos, pero al no poder controlar el desplazamiento de lado, no pudo intervenir.

Vanessa y Errol se impulsaron de una patada para alejarse de la pared, para acercarse a Kendra. Ella inclinó su vara y ascendió por el aire. Vanessa y Errol ajustaron su vuelo para flotar hacia arriba con ella.

Se le acercaban cada uno por un lado. En el mejor de los casos, podría pinchar a uno de los dos con la lanza. Warren había descendido casi hasta el suelo, pero el fiero lince le impedía bajar del todo. Lo azuzó con la espada. Kendra, presa del pánico, con Vanessa y Errol acorralándola, arrojó la lanza a Warren y gritó:

—¡Tuya!

La lanza giró en el aire y a punto estuvo de agujerear a Warren, antes de caer estrepitosamente al suelo, al lado del lince. El gato gigante maulló y se quedó junto a la lanza, guardándola, con las fauces abiertas. Vanessa y Errol bajaron al suelo para coger el arma caída. Errol tocó el suelo con mucha más fuerza de lo que debía de haber previsto, y cayó hecho un ovillo. Vanessa aterrizó a la perfección.

Cuando Warren bajó hacia el lince, que abría y cerraba la boca y bufaba, se entabló una lucha entre zarpas y espada. Vanessa corrió con una flecha en dirección al lince. Kendra vio un palito blanco que caía por los aires mientras ella subía de nuevo a lo alto de la sala y entendió que Errol había dejado caer su vara.

Con Vanessa acercándose por detrás y Warren asestándole estocadas desde arriba, el lince salió huyendo a toda velocidad, sin hacer caso de Vanessa y corriendo hacia Errol, que estaba poniéndose de pie temblorosamente. Vanessa se agachó veloz y asió la lanza al mismo tiempo que Warren. Errol lanzó un grito y, renqueando sin esperanza, quiso escapar del lince que venía por él y pretendía alcanzarle la pierna derecha.

Warren soltó la lanza y saltó en dirección a donde el lince estaba a punto de encontrarse con Errol. Vanessa corrió a toda velocidad. El lince saltó y Errol desapareció, para volver a aparecer a unos centímetros de él, a un lado. El lince posó las patas en el suelo y viró para ir por Errol. Él abrió los brazos en cruz y generó una nube de humo y una rutilante lluvia de chispas. Cuando el lince, sin amedrentarse, saltó entre el fiero fogonazo, Errol levantó los brazos para defenderse. El corpulento lince lo derribó y empezó a morderle el antebrazo; lo zarandeó y lo arrastró por el suelo. Vanessa llegó antes que Warren y hundió la lanza en el costado del animal. Warren se posó a su lado y decapitó al lince.

Kendra lo observaba todo desde arriba con espanto, como hipnotizada. No sentía ningún aprecio por Errol, pero ver a alguien atacado de esa manera era algo horrible. ¡Todo parecía suceder tan deprisa! Del lugar en el que las chispas habían aturdido al lince subían volutas de humo.

—Deprisa, dadle otra vara de la gravedad —dijo Vanessa.

—Sólo se puede tener una en la mano —dijo Warren, caminando hacia ella.

—¡Entonces, atrás! —soltó ella, jadeando y sosteniendo en alto la lanza en actitud defensiva.

Warren se elevó por el aire. El lince muerto estaba bullendo. La cabeza cortada se deshacía. Vanessa levantó la vista como si se plantease subir rápidamente por una vara, y entonces miró el cadáver.

—Errol, levántate —le ordenó.

Aturdido, el mago herido se levantó y se quedó a la pata coja. La manga destrozada del traje estaba empapada de sangre.

—Ponte detrás de mí —dijo ella, que se dio la vuelta.

Él se montó a caballito y Vanessa ascendió por los aires. Se elevó unos seis metros y entonces ralentizó la subida, se detuvo y volvió a bajar suavemente hacia el suelo. La punta negra de la vara estaba hacia abajo y, aun así, ella descendía. El gato resucitado rugió. Su cabeza tenía ahora una forma diferente, y el cuerpo era mucho más musculoso. Se había convertido en una pantera.

—Errol es más grande que ella —susurró Warren a Kendra—. La gravedad tira de él hacia abajo y de ella hacia arriba, pero él pesa más. —Warren apretó los labios—. ¡Pásale la vara! —gritó.

Vanessa, haciendo denodados esfuerzos, o no le oyó, o no quiso hacerle caso.

—¡Suéltate! —ordenó.

Errol se aferraba a ella desesperadamente.

—No mires —dijo Warren.

Kendra cerró los ojos.

La pantera saltó y sus garras engancharon a Errol y tiraron de él y de Vanessa hasta el suelo. Errol no pudo agarrarse más y Vanessa salió disparada como un misil, escapando sin un rasguño mientras la pantera acababa con su compañero.

La mujer subió como una flecha por delante de Warren y de Kendra; a continuación frenó y empezó a bajar, quedándose suspendida en el aire no lejos de ellos.

—Yo tengo la lanza y tú, la espada —dijo, jadeando y con la voz algo temblorosa—. Probablemente el guardián tenga varias vidas más. ¿Qué tal si sellamos esa tregua?

—¿Por qué nos traicionaste? —la acusó Kendra.

—Un día, aquellos a los que sirvo lo gobernarán todo —dijo Vanessa—. No hago más daño del que es preciso. En estos momentos, nuestras necesidades coinciden. Debemos derrotar al guardián para escapar de este lugar, y solos no lo conseguiremos ni vosotros ni yo.

—¿Y cuando tengamos el objeto mágico? —preguntó Warren.

—Tendremos suerte de estar vivos y de haber llegado al siguiente cruce de caminos —dijo Vanessa—. No os puedo dar más garantías.

—Derrotar a este guardián no será tarea fácil —reconoció Warren—. ¿Qué dices tú, Kendra?

Dos pares de ojos miraban fijamente a Kendra.

—No me fío de ella.

—Un poco tarde para eso —dijo Vanessa.

—Se suponía que eras mi maestra y mi amiga —insistió Kendra—. Me caías bien, de verdad.

Vanessa sonrió.

—Pues claro que te caía bien. Mira, siguiendo mi papel de maestra, te voy a dar una última lección. Cuando nos conocimos, empleé la misma táctica que Errol. Os rescaté de una supuesta amenaza para que confiarais en mí. Por supuesto, yo misma contribuí a crear la amenaza. Me dejé caer por vuestro pueblo la noche antes de que el kobold se presentase en vuestro colegio y mordí a tu tutora mientras dormía. Después, el kobold le puso una chincheta en la silla para dormirla y yo me adueñé de todo y os di un buen susto.

—¿Fuiste tú?

—Teníamos que asegurarnos de que tuvieseis motivos de sobra para aceptar la ayuda de Errol. Entonces, en cuanto os disteis cuenta de que Errol era una amenaza, acudí en vuestro rescate.

—¿Qué ha sido de Case? —preguntó Kendra.

—¿El kobold? Está destinado en otra misión, supongo. Su propósito consistía únicamente en alarmaros.

—¿Y la señora Price se encuentra bien?

—Se pondrá bien, estoy segura —dijo Vanessa—. No pretendíamos hacerle ningún daño. Era un medio para un fin.

—Creo que no capto la moraleja de esta lección —soltó Warren—. ¿No te fíes de las personas que te ayudan?

—Más bien: ten cuidado con a quién le das tu confianza —respondió Vanessa—. Y no contraríes a la Sociedad. Vamos siempre un paso por delante.

—Entonces, no deberíamos formar equipo —dijo Kendra.

—No os queda más remedio. —Vanessa soltó una lúgubre carcajada—. A mí tampoco. Ninguno de nosotros puede escapar. Si luchamos entre nosotros, ninguno saldrá vivo de aquí. No podéis permitiros prescindir de mi ayuda para derrotar al guardián. Y yo tampoco puedo prescindir de la vuestra. Y, tanto si es albino como si no, Warren se está poniendo cada vez más pálido.

Kendra bajó la vista a la pantera. Luego, miró a Warren.

—¿Qué opinas tú?

Warren suspiró.

—Sinceramente, será mejor que trabajemos con ella para matar al gato. Incluso aunando nuestras fuerzas, va a ser todo un desafío.

—De acuerdo —dijo Kendra.

—¿Tienes algo bueno en esa bolsa? —preguntó Vanessa.

—Seguramente, pero no diferenciamos una poción de otra —dijo Kendra.

—No estoy segura de poder serviros de gran ayuda a la hora de diferenciar pociones —respondió Vanessa. Miró a Warren—. Tienes la camisa empapada.

La camisa atada a su abdomen estaba ciertamente calada por la sangre. Su pecho desnudo estaba bañado en sudor.

—Estoy bien. Mejor que Christopher.

—Soy bastante buena con la espada —dijo Vanessa.

—Ya me ocupo yo —replicó Warren.

—Me parece justo: quien la encontró se queda con ella —dijo Vanessa—. La paciencia es nuestra mejor arma. Si lo hacemos bien, podemos despachar al bicho sin siquiera tocar el suelo.

—Tú serás nuestros ojos, Kendra —dijo Warren, descendiendo.

Vanessa bajó también hacia el suelo. Kendra se quedó suspendida en el vacío, observando a la amenazadora pantera, que, desde abajo, observaba a los humanos voladores.

Vanessa y Warren flotaron en direcciones opuestas y descendieron lo bastante como para azuzar y pinchar a la pantera; se deslizaban fuera de su alcance cada vez que el animal brincaba hacia ellos. Finalmente, Vanessa la colocó en una posición idónea para arrojar la lanza contra sus costillas. Pero la pantera se dio la vuelta y la lanza se soltó de su cuerpo. Warren llamó la atención de la pantera para alejarla y Vanessa recuperó el arma.

Siguió azuzando al animal, hasta que Vanessa volvió a clavarle la lanza. Enseguida se derrumbó y Warren la remató con la espada.

—Qué hoja tan afilada —observó Vanessa—. Se mete bien adentro.

Con las armas en ristre, se quedaron suspendidos sobre el suelo mientras contemplaban cómo la pantera emergía de su propio cadáver, ahora con el tamaño de un tigre. Al poco, el animal ya tenía su lustroso pelaje negro perforado múltiples veces por la lanza, y la enorme bestia sucumbió de nuevo.

—No estás haciendo mucho con esa espada —comentó Vanessa.

—La emplearé cuando llegue el momento —dijo Warren.

—Aquí viene la séptima vida —dijo Vanessa.

Esta vez, con un poderoso rugido que reverberó por toda la alta sala, la pantera se reencarnó en un felino tan alto como un caballo, con uñas como puñales y unos colmillos como sables. Cuatro serpientes zigzagueantes, negras con manchas rojas, le crecieron de entre los poderosos omóplatos.

—Eso sí que es un gato —dijo Warren.

Warren y Vanessa empezaron a provocar a la gigantesca pantera, pero esta no se acercaba. En vez de eso, se acurrucó cerca del centro de la sala, dejando el pedestal entre ella y Vanessa. Ellos se arriesgaron a bajar poco a poco, para tratar de incitar a la pantera a atacar.

Finalmente, con aterradora brusquedad, la pantera salió disparada hacia Warren y dio un brinco alarmantemente alto. Warren se elevó a toda velocidad, pero sin que le diese tiempo a evitar que una serpiente le alcanzase el gemelo. Vanessa no se encontraba en una posición ideal, pero aprovechó la ocasión para tirarle la lanza. El arma se le clavó justo por encima de una de las patas traseras. Con un berrido, la pantera saltó también hacia ella; de nuevo alcanzó una altura fabulosa, pero no llegó a tocarla.

—Me han mordido el gemelo —dijo Warren.

—¿Una de las serpientes? —preguntó Vanessa.

—Sí. —Warren se remangó la pernera para mirar las marcas de la mordedura.

Por debajo de ellos, la pantera se acurrucó cerca del pedestal, con la lanza todavía clavada en la pata. A fuerza de pequeños incrementos de gravedad y con ayuda de las piernas, Vanessa se fue acercando a Warren, con unos movimientos que recordaban vagamente los de las medusas.

—Será mejor que me dejes la espada —dijo Vanessa—. No va a ser un veneno leve.

—Una de estas pociones contrarresta el efecto de los venenos —dijo Kendra.

—Y seguramente otras cinco son venenos en sí mismas —replicó Vanessa—. Warren, el tiempo es oro. Voy a necesitarte a mi lado cuando nos enfrentemos a las formas finales.

Warren le entregó la espada. Vanessa descendió hasta el suelo lo bastante como para tentar a la fiera, más abajo de donde Warren había estado cuando la pantera gigante le había alcanzado. El feroz felino se lanzó a la carga y saltó. En lugar de elevarse para escapar, tal como preveía la pantera, Vanessa se dejó caer más y con un movimiento circular de la espada le abrió al enorme gato una raja impresionante en el vientre.

Vanessa se golpeó contra el suelo y al instante volvió a levantar el vuelo, pero no era necesario: la pantera yacía de costado, con las serpientes retorciéndose y todo el cuerpo presa de espasmos. Warren bajó hasta el suelo y recogió la lanza, tras lo cual se reunió con Vanessa en el aire.

—Ya viene la siguiente —anunció Vanessa, mientras el cuerpo del animal se doblaba hacia dentro—. ¿Cómo lo llevas? —preguntó a Warren.

—De momento, bien —dijo él, pero se le veía agotado.

Dos rugidos resonaron por toda la sala cónica. A la pantera, mucho más grande ahora que cualquier caballo, le había brotado una segunda cabeza. La criatura doblemente feroz ya no tenía ni serpientes ni ninguna otra rareza. Pasó por debajo de ellos con una intensidad salvaje.

—¿Quieres azuzarla, o clavarle la lanza? —preguntó Vanessa.

—Prefiero azuzarla —dijo él, pasándole la lanza y cogiendo la espada.

Warren descendió, pero no demasiado. La pantera ya no se protegía tras el pedestal; se paseaba por todo el espacio, como si los retara a acercarse más. Warren parecía aún bien lejos de su alcance; de pronto, la pantera dio un salto y de sus dos bocas abiertas escupió un chorro de fango negro. La pantera bicéfala no había llegado a caer justo debajo de Warren, por lo que el chorro le cayó en diagonal, salpicándole el pecho y las piernas.

Al instante, Warren se puso a chillar. Unos hilillos de humo manaban de las zonas donde la volátil sustancia se le había quedado adherida. Soltó la espada y, como un loco, trató de sacudirse de encima aquel fango abrasador. Agitándose y gimiendo, Warren fue elevándose hasta llegar a la altura de las púas del techo y las usó para llegar a la pasarela, donde se derrumbó.

Vanessa y Kendra siguieron a Warren y se arrodillaron a su lado en la pasarela. Tenía quemaduras allí donde le había salpicado el fango.

—Acido, o algo parecido —murmuró febrilmente, con los ojos fuera de las órbitas.

Vanessa le rasgó la pernera para abrírsela. La piel de alrededor de la mordedura de serpiente estaba hinchada y amarillenta.

—¿No podemos sacarle de aquí? —preguntó Kendra a Vanessa.

—La torre no nos dejará salir sin el objeto mágico —dijo Vanessa—. Es una salvaguardia para proteger sus secretos.

—¿Es posible que todavía haya trampas peores que esa cosa? —preguntó Kendra.

—Sí —respondió la mujer—. Las trampas que impiden salir antes de tiempo están preparadas para causar una muerte segura. Al guardián es posible derrotarlo, pero no se pueden sortear las trampas. Pásame la bolsa de las pociones. Warren se muere. Probar a ciegas será mejor que no hacer nada.

Vanessa empezó a comparar varios frasquitos, destapando algunos para olerlos. Bajo sus pies, las cabezas de la pantera rugieron.

—Nada de pociones —jadeó Warren—. Dame la lanza. Vanessa le dirigió una mirada de reojo. —No estás en condiciones…

—La lanza —dijo él, sentándose.

—Esto podría darte algo de tiempo —dijo Vanessa, levantando uno de los frascos—. Creo que sé qué poción es esta. Tiene un aroma inconfundible. Transformará tu cuerpo en estado gaseoso. Durante ese tiempo, el veneno no se extenderá, el ácido no te abrasará y tu sangre no correrá.

Vanessa le tendió el frasquito.

Apretando los labios, Warren negó con la cabeza.

Vanessa le tendió la lanza.

Warren se la quitó de las manos y se dejó caer rodando por el borde de la pasarela.

Controlaba la caída con la vara, pero descendía a gran velocidad. Entonces, lanzó un alarido, un grito de guerra primitivo y bárbaro. La pantera bicéfala le enseñó los dientes. Warren volvió a gritar, justo cuando estaba encima del monstruo felino. Este se elevó sobre los cuartos traseros para tratar de alcanzarle, con las mandíbulas abiertas.

Con la lanza en ristre, Warren se dejó caer a toda velocidad cuando sólo le quedaban diez metros, por lo que fue con una fuerza tremenda como clavó la lanza entre los dos cuellos, un momento antes de chocar contra el implacable suelo. Con algo más de la mitad de la lanza clavada en su cuerpo, la poderosa bestia dio varios pasos mareados, trastabilló, se inclinó hacia delante y cayó de bruces al suelo.

Kendra cogió el frasco de manos de Vanessa y saltó de la pasarela. Mantenía la gravedad a plena fuerza, y un viento increíble la envolvió conforme descendía como una exhalación. Giró la vara y su caída empezó a ralentizarse, tras lo cual puso la vara nivelada y se detuvo perfectamente al lado de Warren.

Estaba destrozado, tumbado boca abajo, inconsciente y con una respiración apenas audible. Tras levantarle con las dos manos, Kendra le dio la vuelta y se estremeció al oír que algo crujía en su interior. Tenía la boca abierta. Le enderezó la cabeza sin prestar atención al crujido que hizo su cuello al moverlo y vertió la poción en su boca. Su nuez se movió arriba y abajo y gran parte del fluido se derramó por las comisuras de sus labios.

Una vez más, el cuerpo del monstruo se convulsionaba y se contorsionaba, como si estuviese a punto de eructar. Vanessa tiraba de la lanza, dando pequeños tirones uno tras otro y a continuación empujándola hasta dentro con todas sus fuerzas.

—Apártate, Kendra —dijo—. Esto no ha terminado.

Cuando la chica volvió a mirar a Warren, este estaba vaporoso y traslúcido. Trató de tocarle, pero su mano le atravesó como si estuviese hecho de bruma, con lo que lo disipó ligeramente. Kendra corrió a la otra punta de la sala y agarró la espada. A su espalda, Vanessa por fin extrajo de un tirón la lanza.

Mientras Vanessa alzaba el vuelo de nuevo, Kendra observó que emergía la novena versión del guardián. Desplegó unas largas alas. Doce serpientes salieron de diferentes puntos de su espinazo. Tres pesadas colas se mecían detrás. Y tres cabezas bramaron a la vez, con un sonido ensordecedor incluso desde donde Kendra se encontraba, detrás de la bestia. Las enormes alas batieron con fuerza y la bestia alzó el vuelo, persiguiendo a Vanessa.

Kendra abrió la boca, petrificada de espanto. De la punta de un ala hasta la otra, la monstruosidad ocupaba más de la mitad de la tenebrosa sala. Y se elevaba con toda facilidad.

Sin mucho más sitio para seguir subiendo, Vanessa empezó a bajar en lugar de subir, blandiendo la lanza al acercarse a su perseguidor. El arma sólo le produjo un rasguño al monstruo y cayó al suelo. Las tres cabezas trataron de apresar a Vanessa, pero las tres fallaron.

Ella rebotó contra su musculoso cuerpo, mientras las serpientes la mordían con saña, y descendió hacia el suelo. Vanessa se las apañó para reducir la velocidad de su caída en el último instante, pero, aun así, aterrizó de golpe sólo un segundo después de que la vara tocase el suelo.

Al igual que Errol antes que ella, se le escapó la vara y esta subió como una flecha hasta el techo. Temblando, mordida por las serpientes, arrastrando una pierna rota, gateó en dirección a la lanza. Por los aires, su enemiga de tres cabezas descendió, rugiendo exultante. Detrás del monstruo, Kendra vio un par de personas que caían en dirección a ella.

Con la ayuda de la lanza, Vanessa se irguió y se enfrentó al gato monstruo de tres cabezas, que aterrizaba delante de ella. El bicho la observó desde una buena distancia. Kendra reconoció a Tanu y a Coulter, que descendían con toda facilidad. Los saludó con la mano.

Aunque un fango abrasador salía a chorros de las tres cabezas, empapando a Vanessa y causándole unas ampollas que la sumieron en una horrible agonía, Tanu se posó detrás de Kendra, cogió su mochila de las pociones y volcó uno de los frascos en su boca. Aceptó la espada que le tendía Kendra y, mientras Vanessa chillaba, Tanu se expandió, rompiéndosele la ropa conforme duplicaba su estatura: un hombre descomunal que se convertía en gigante, con la espada como si fuese un simple cuchillo en su mano enorme.

Demasiado tarde, el monstruo de tres cabezas se dio la vuelta y Tanu bramó, le clavó la espada, le rajó, le cortó las alas y las serpientes, aun cuando el felino le clavaba las uñas y los dientes. El macizo brazo de Tanu golpeaba sin piedad hasta que el monstruo se derrumbó, y Tanu se desplomó sobre la bestia, sangrando por las brutales heridas.

Kendra vio horrorizada que el cadáver del monstruo empezaba a bullir de nuevo. Tanu se apartó de él. Pero esta vez, en lugar de doblarse hacia dentro, el cuerpo se derritió y se deshizo por completo, como si no hubiese existido nunca.

Coulter y Kendra corrieron hacia Tanu, que yacía de lado. El blanco samoano señaló hacia el lugar donde había estado el monstruo. Allí había una reluciente tetera de cobre con forma de gato; la cola formaba el pico. Coulter lo cogió del suelo.

—No parece gran cosa —dijo.

—A lo mejor tengo que tocarla yo —sugirió Kendra, y cogió la tetera.

Liviana en un primer momento, la tetera empezó a pesar cada vez más. El exterior del recipiente no se modificó, pero Kendra notó la diferencia.

—Se está llenando.

—Viértela —dijo Tanu con un hilo de voz.

El hombre tenía tres profundos boquetes de bordes recortados en el voluminoso antebrazo. Kendra volcó la tetera sobre la herida y cayó un polvo dorado. Gran parte del polvo pareció disolverse al entrar en contacto con la piel. Las heridas desaparecieron sin dejar ninguna cicatriz. A Tanu también le faltaba un trozo enorme de carne del hombro, pero cuando Kendra rellenó el agujero con el polvo de la tetera, se cerró y la piel pareció como nueva.

Mientras Kendra espolvoreaba el contenido de la felina tetera sobre el cuerpo de Tanu, su blanca carne volvió a adoptar un color moreno y saludable, y todas sus heridas se cerraron y desaparecieron. Tanu meneó la cabeza, y levantó con ello una polvareda que le salió de los cabellos.

Kendra fue corriendo junto a Vanessa, que gemía en el suelo, destrozada, irreconocible, incapaz de moverse o de hablar.

—Debería curarla —dijo Kendra.

—Me encantaría decir que no —dijo Tanu—. Pero es lo correcto.

—Técnicamente no estamos en la reserva —les recordó Coulter—. Lo que pase aquí, aquí se queda.

—No le dejéis cerca ningún arma —dijo Kendra.

Coulter apartó la lanza de un puntapié y Kendra empezó a cubrir a Vanessa con el polvo de la tetera. El polvo sanador se reponía él solo y siguió saliendo hasta que Kendra dejó de verterlo. Al cabo de un rato, Vanessa estuvo como nueva, sin una sola cicatriz. Se sentó y se quedó mirando la tetera, maravillada.

—Nada habría podido curar esas heridas —dijo con gran asombro—. Estaba ciega y casi sorda.

—Esto ya ha pasado —le dijo Tanu a Vanessa—. Hay otros más fuertes que nosotros aguardando justo en la entrada.

Vanessa no dijo nada más.

Coulter permaneció cerca de ella con la espada en la mano.

—Supongo que no hace falta decir que si caes en un trance, nunca sales de él.

Kendra se acercó a Errol y le echó polvo por encima. No pasó nada. Estaba muerto.

—Tal vez podamos salvar a Warren —dijo Kendra.

—Me he fijado en que es gaseoso —respondió Tanu, que se había atado la ropa desgarrada para formar un taparrabos—, lo cual quiere decir que está vivo. La poción no habría dado resultado si estuviese muerto. Debe de estar casi en el otro barrio, pues si no tendría que poder moverse de acá para allá en su estado gaseoso. En vez de eso, ahí está, tendido en forma de bruma. Teniendo en cuenta el poder del polvo que hay dentro de ese objeto, estoy seguro de que podrá devolverle a su estado original. Dale te estará eternamente agradecido.

—Vanessa dijo que le vio en el bosque y que le durmió —dijo Kendra.

—Pues era mentira —replicó Tanu.

—Un farol —le corrigió la mujer.

—Cuando recobré el sentido, volví a la casa —siguió diciendo Tanu—. Me acerqué con cautela, y debí de llegar no mucho después de que Vanessa saliese para venir aquí. Cogí las llaves de la mazmorra. Es mucho más fácil colarse en esa prisión que salir de ella. Tus abuelos están bien. Recuperaron el registro y encontramos amigos esperándonos fuera de las puertas de Fablehaven.

Al poco rato, Tanu recuperó su tamaño normal y se reajustó la ropa. No se apartaron de la espectral y vaporosa forma de Warren hasta que el gas se fusionó y volvió a su forma sólida.

En cuanto mostró su cuerpo tangible, Kendra le cubrió de polvo de la tetera, para curarle los huesos rotos, los tejidos emponzoñados, las quemaduras y los órganos desgarrados. Warren se sentó y pestañeó sin poder creérselo. Cuando se retiró la camisa ensangrentada del abdomen, no encontró debajo ninguna marca. Warren ya no era albino. Tenía unos ojos profundos de un intenso color avellana.

Kendra espolvoreó también a Coulter y le curó del albinismo.

—Deberíamos darnos prisa —señaló Tanu—. Dale necesitará también que le curen a él. El trasgo le dejó cojo.

Ataron las manos a Vanessa con la misma cuerda con que Warren se había atado el vendaje y ascendieron a la pasarela. Tanu llevaba sujeta a Vanessa. Al llegar al nicho, dejaron las varas en su sitio. Cuando pasaron por encima del mosaico, ningún mono se movió, pero aún tenían que subir cuidadosamente por las escaleras. Encontraron a Dale en la sala de la arena; en las paredes ya sólo quedaban la mujer azul, el hombre medio araña y el enano.

Dale gritó de emoción al ver a su hermano revivido y en buen estado. Se dieron un largo abrazo antes de que Kendra pudiese acercársele lo suficiente para curarle las piernas. En cuanto estas estuvieron bien, Dale miró asombrado la tetera, enjugándose lágrimas de alegría, y proclamó que ahora ya lo había visto todo, oficialmente.

Una última sorpresa aguardaba a Kendra. Cuando después de mucho rato llegaron a la cámara superior de la torre y escalaron por la cuerda anudada para llegar a la plataforma de piedra del surco anteriormente maldito, se encontró con que la Esfinge y el señor Lich los esperaban para darles la bienvenida.