2
Hablar con desconocidos
Al día siguiente Kendra llegó a su clase con varios minutos de antelación. Mientras iban entrando compañeros, aguardó en su silla con el corazón en un puño, esperando a que apareciera Alyssa. Case franqueó la puerta y aunque Kendra estaba observándole, él no se fijó en ella. Fue hacia la parte delantera del aula y se detuvo cerca de la mesa de la señora Price, charlando con Jonathon White.
¿Iba a acabar la foto de Alyssa estampada en los envases de leche? De ser así, Kendra no podría sino sentirse culpable. No debió dejar a solas a su amiga con ese trasgo, ni por un segundo.
Menos de dos minutos antes de que sonara el timbre, Alyssa entró en el aula. Dirigió la vista a Case, pero no hizo ningún gesto de saludo hacia él. En lugar de eso, se fue derecha a su pupitre y se sentó al lado de Kendra.
—¿Estás bien? —preguntó Kendra.
—Me besó —respondió Alyssa entre dientes, con una sonrisa forzada.
—¿Que te qué? —Kendra trató de disimular el asco que le daba—. No se te nota muy entusiasmada.
Alyssa sacudió la cabeza con expresión de arrepentimiento.
—Me lo estaba pasando genial. Estuvimos charlando un rato delante de mi casa cuando nos dejasteis. Él estaba realmente mono y gracioso. Entonces, se acercó a mí. Yo estaba aterrada… vamos, que casi no le conozco, pero a la vez era todo como emocionante. Hasta que me besó. Kendra, el aliento le olía a perro.
Kendra no pudo evitar soltar una carcajada.
A Alyssa le llenó de alegría su reacción y se animó un poco.
—Te lo digo en serio. Le olía a rancio. A putrefacto. Como si no se hubiese cepillado los dientes desde que nació. Fue tan horroroso que no podría describirlo. Pensé que iba a vomitar. Casi vomito, te lo juro.
Mirando el leproso cuero cabelludo del bicho al que Alyssa había besado, Kendra no pudo evitar imaginarse lo mal que debía de saberle la boca. Al menos, la ilusión que enmascaraba su verdadera identidad no había servido para disimular su mal aliento.
El timbre sonó. La señora Price estaba exhortando a un puñado de alborotadores del fondo del aula para que ocupasen sus asientos.
—¿Y qué hiciste? —susurró Kendra.
—Creo que se dio cuenta de cuánto me extrañó lo de su aliento. Se me quedó mirando con una sonrisa extraña, como si se lo hubiera esperado. A mí me había dado tanto asco que no estuve muy amable. Le dije que tenía que irme y me metí corriendo en casa.
—¿Se acabó la historia de amor? —preguntó Kendra.
—No pretendo ser superficial, pero sí. Puede quedárselo Trina. Va a necesitar una máscara de gas. ¡No sabes qué asco! Me fui directamente al cuarto de baño para hacer gárgaras con el colutorio. Cuando le veo ahora, me produce escalofríos. ¿Alguna vez has comido algo que te ha hecho vomitar, y luego ya nunca más has podido ni pensar en que volvías a comerlo?
—Alyssa —interrumpió la señora Price—. El curso no acaba hasta dentro de cuatro días.
—Perdón —dijo Alyssa.
La señora Price cruzó el aula hasta su mesa y se sentó. Sobresaltada, dio un brinco al tiempo que se azotaba la falda. La señora Price miró a la clase con los ojos entornados.
—¿Alguien ha puesto una chincheta en mi silla? —preguntó sin poder creerlo. Se palpó la falda y miró por la silla y por el suelo—. Me ha hecho daño y no tiene la menor gracia. —Puso los brazos en jarras, mirando intensamente al grupo—. Alguien ha tenido que ser. ¿Quién lo ha hecho?
Nadie decía nada. Los alumnos se intercambiaban miradas de soslayo. Kendra no podía imaginar que nadie hubiese hecho algo tan dañino, ni siquiera Jonathon White. Hasta que recordó que Case se había quedado cerca de la mesa de la señora Price al principio de la clase.
La señora Price se apoyó en la mesa mientras se frotaba la frente con una mano. ¿Iba a echarse a llorar? Era una profesora bastante guay. Era una mujer de mediana edad, con el pelo negro y rizado; sus rasgos eran finos y usaba mucho maquillaje. No se merecía que un trasgo le gastase dolorosas bromas.
Kendra se planteó chivarse. Habría delatado al bicho sin pensárselo. Pero para sus compañeros de clase habría sido como chivarse de un chico guay. Y aunque era el principal sospechoso, en realidad no le había visto hacer nada.
La señora Price pestañeaba y se mecía.
—No me siento muy… —empezó a decir con la voz pastosa, y entonces se desplomó en el suelo.
Tracy Edmunds chilló. La clase entera se puso de pie para ver mejor. Un par de chicos acudieron a toda prisa a ayudar a la profesora desmayada. Uno le buscó el pulso en el cuello.
Kendra se acercó. ¿Estaba muerta la señora Price? ¿La había pinchado el trasgo con una aguja envenenada? Case se había agachado a su lado.
—Llamad al señor Ford —gritó Alyssa.
Tyler Ward salió corriendo por la puerta, supuestamente para avisar al director.
El chico que le buscó el pulso a la profesora, Clint Harris, anunció que le latía el corazón.
—Probablemente sólo se haya desmayado por la chincheta —conjeturó.
—Levantadle los pies —dijo alguien.
—No, levantadle la cabeza —intervino otra persona.
—Esperad a que venga la enfermera —indicó una tercera voz.
La señora Price abrió la boca para coger aire y se incorporó, con los ojos como platos.
Parecía estar momentáneamente desorientada. Entonces, señaló hacia los pupitres.
—Volved a vuestro sitio, pronto.
—Pero es que acaba usted de desma… —fue a decirle Clint.
—¡A vuestro sitio! —repitió la señora Price en tono más contundente.
Todo el mundo obedeció.
La señora Price se colocó delante del grupo, con los brazos cruzados, y fue mirando uno a uno a todos los alumnos como tratando de leerles el pensamiento.
—Nunca me había encontrado con semejante pandilla indisciplinada de víboras en toda mi vida —les espetó—. Si nada me detiene, haré que os expulsen a todos.
Kendra arrugó el ceño. Aquello no era propio de la señora Price, ni siquiera en esas circunstancias. Su voz tenía un matiz diferente, cruel y odioso.
La profesora agarró el borde del pupitre de Jonathon White. Estaba en primera fila debido a sus reiterados problemas de disciplina.
—Dígame, hombrecito, ¿quién ha puesto una chincheta en mi silla?
La profesora apretaba los dientes. Tenía infladas las venas del cuello. Parecía a punto de estallar.
—Yo… no lo vi —tartamudeó Jonathon. Kendra nunca le había oído hablar asustado.
—¡Embustero! —gritó la señora Price, al tiempo que levantaba la parte frontal de su pupitre de tal modo que se le volcó encima al chico. Como el asiento y la mesa estaban unidos, Jonathon cayó al suelo también, y se golpeó la cabeza con el pupitre de detrás.
La señora Price avanzó hasta el siguiente pupitre, el de Sasha Goethe, su alumna predilecta.
—¡Dime quién ha sido! —le exigió, fuera de sí, escupiendo saliva al hablar.
—Yo no… —fue todo lo que Sasha alcanzó a decir antes de ver su pupitre volcado igualmente.
A pesar de la conmoción que sentía, Kendra se dio cuenta de lo que estaba pasando.
Case no había envenenado a la señora Price. Fuera lo que fuera lo que la había pinchado, la había envuelto en una especie de maleficio.
Kendra se puso de pie y exclamó:
—¡Ha sido Casey Hancock!
La señora Price se detuvo y miró a Kendra a través de los ojos entornados.
—¿Casey? —Su voz sonó suave y mortífera. La señora Price se acercó a Kendra.
—¡Cómo osas acusar a la única persona de esta clase que sería incapaz de hacerle daño a una mosca! —Kendra empezó a retroceder. La señora Price prosiguió con voz pausada, pero evidentemente furibunda—. Has sido tú, ¿verdad? Y ahora señalas a otros, culpas al nuevo, al que no tiene amigos. Muy rastrero, Kendra. Muy rastrero.
La chica llegó al fondo del aula. La señora Price estaba ya a escasa distancia. Medía sólo un par de centímetros más que Kendra, pero llevaba los dedos encorvados como garras y le ardían los ojos de malicia. Aquella profesora, generalmente serena, parecía como si sólo pensase en matar.
Cuando ya estaba a sólo unos pasos de Kendra, la señora Price dio un salto. Kendra esquivó el ataque y huyó corriendo por otro pasillo entre pupitres, en dirección a la puerta, en la parte delantera del aula. La señora Price estaba justo detrás de ella cuando Alyssa sacó un pie y la enfurecida profesora tropezó y salió volando.
Kendra abrió la puerta a toda prisa y se topó de bruces con el señor Ford, el director.
Detrás de él estaba Tyler Ward, jadeando.
—La señora Price está fuera de sí —le explicó Kendra.
Chillando, la señora Price se abalanzó hacia ella. El señor Ford, un hombre corpulento de complexión robusta, interceptó a la desquiciada profesora y le sujetó los brazos a los costados.
—¡Linda! —dijo en un tono de voz que denotaba que no podía dar crédito a lo que estaba pasando—. Linda, cálmese. Linda, ya basta.
—Son todos unos gusanos —dijo ella entre dientes—. Todos, unas víboras. ¡Unos diablos! —La profesora siguió forcejeando enérgicamente.
El señor Ford echó una ojeada al aula y reparó en los pupitres volcados.
—¿Qué está pasando aquí?
—Alguien le puso una chincheta en la silla y ella se ha puesto como loca —explicó entre sollozos Sasha Goethe, de pie junto a su pupitre tirado.
—¿Una chincheta? —preguntó el señor Ford, todavía tratando de controlar a la profesora, que seguía retorciéndose.
De pronto, la señora Price echó con fuerza la cabeza hacia atrás, golpeando al señor Ford en toda la cara. El hombre se tambaleó, y tuvo que soltarla.
La señora Price empujó a Kendra a un lado y salió corriendo por el pasillo. El señor Ford, atónito, se había puesto la mano debajo de la nariz para recoger la sangre que le salía de la nariz.
Desde la otra punta del aula, Casey Hancock, el trasgo disfrazado, sonreía a Kendra maliciosamente.
Cuando terminó la jornada escolar, Kendra acabó hasta la coronilla de narrar una y otra vez el incidente que había tenido lugar en su aula. Por todo el centro se oía el murmullo de que la señora Price se había vuelto majara. La profesora, totalmente desquiciada, había salido corriendo del recinto del centro. Había dejado su coche en el aparcamiento y no se la había vuelto a ver desde entonces. Conforme se extendía el rumor de que Kendra había acusado a Case y había sido atacada por ello, no paraban de bombardearla a preguntas.
Kendra se sentía fatal por la señora Price. Estaba segura de que alguna extraña magia de trasgo había provocado aquel arrebato, pero al director del centro no podía plantearle esa teoría. Al final, Kendra tuvo que reconocer que no había visto realmente a Case poner nada en la silla. Tampoco le había visto ninguna otra persona, al parecer. Ni siquiera pudieron encontrar la chincheta. Y, por supuesto, no podía decir nada sobre la identidad secreta de Case, porque no había ningún modo de demostrarlo, salvo convenciendo al señor Ford de que le besase en la boca.
Mientras iba andando hacia el autocar, Kendra reflexionó sobre lo injusto de la situación.
La reputación de una profesora inocente había quedado por los suelos y el culpable obvio salía totalmente indemne. Gracias a su disfraz, el trasgo seguiría haciendo de las suyas sin pagar las consecuencias. ¡Tenía que haber una manera de detenerle!
—Ejem. —Un hombre que caminaba al lado de Kendra carraspeó para llamar su atención. Absorta en sus pensamientos, la chica no se había dado cuenta de que se le había acercado. El hombre iba vestido con un elegante traje que tenía pinta de haber quedado pasado de moda hacía siglos. La chaqueta tenía cola de frac y llevaba un chaleco a juego. Era el tipo de traje que habría esperado ver en una representación teatral, no en la vida real.
Kendra se detuvo y se volvió hacia el hombre. Por un lado y por otro pasaban los chavales en dirección a los autocares.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó.
—Disculpa, ¿tienes hora?
Su chaleco tenía una cadena de reloj. Kendra la señaló.
—¿Eso de ahí no es un reloj?
—Es sólo la cadena, mi niña —respondió él, dándose unas palmaditas en el chaleco—. Me desprendí del reloj hace ya algún tiempo. —Era un hombre bastante alto, con el pelo negro ondulado y el mentón afilado. Aunque el traje era elegante, estaba arrugado y raído, como si hubiese dormido con él puesto varias noches seguidas. El tipo tenía cierta mala pinta. Kendra resolvió inmediatamente no permitir que la convenciese de subirse a una furgoneta sin ventanillas.
Ella llevaba reloj de pulsera, pero no miró la hora.
—Acaban de terminar las clases, así que serán las tres menos veinte pasadas.
—Permite que me presente. —El hombre le mostró una tarjeta de visita, que sostuvo en su mano enguantada de blanco, como dando a entender que quería que la leyera pero no que la cogiera. La tarjeta decía:
ERROL FISK
COGITADOR. RUMIADOR. INNOVADOR.
—¿Cogitador? —leyó Kendra dubitativamente. Errol miró la tarjeta y le dio la vuelta rápidamente.
—No era por ese lado —se disculpó con una sonrisa. El reverso decía:
ERROL FISK
EXTRAORDINARIO ARTISTA CALLEJERO
—Eso sí que me lo creo —dijo Kendra. El hombre miró la tarjeta y, con cara de chasco, volvió a darle la vuelta—. Eso ya lo he… —fue a decir Kendra, pero no era así.
ERROL FISK
UN REGALO ESPECIAL DEL CIELO PARA LA MUJER
Kendra se echó a reír.
—¿Qué es esto? ¿Hay una cámara oculta en alguna parte?
Errol comprobó la tarjeta.
—Te pido disculpas, Kendra, habría jurado que me había deshecho de esa hace mil años.
—No le he dicho cómo me llamo —replicó la chica, súbitamente en guardia.
—No hacía falta. Eras la única de estos jóvenes que tenía aspecto de hado-tocada.
—¿Hado-tocada?
Pero ¿quién era ese sujeto?
—Tengo entendido que recientemente notaste la presencia de un visitante no grato en tu colegio, ¿es así?
Ahora sí que había llamado plenamente su atención.
—¿Sabe lo del trasgo?
—El kobold, para ser exactos, aunque muchas veces la gente los confunde. —Dio la vuelta a la tarjeta una vez más. Ahora decía:
ERROL FISK
EXTERMINADOR DE KOBOLDS
—¿Usted puede ayudarme a librarme de él? —preguntó Kendra—. ¿Le ha enviado mi abuelo?
—Él no. Un amigo suyo.
En ese momento, Seth llegó a donde estaban, con la mochila colgada de un hombro.
—¿Quién es el maestro de ceremonias? —le preguntó a Kendra.
Errol mostró la tarjeta para que Seth la leyera.
—¿Qué es un kobold? —Seth dio a Kendra unas palmadas en el hombro—. Eh, vas a perder el bus. —Kendra se dio cuenta de que estaba tratando de ofrecerle una excusa para librarse del desconocido.
—Puede que hoy vuelva andando a casa —respondió Kendra.
—¿Seis kilómetros y medio? —preguntó Seth.
—O le pida a alguien que me lleve. El trasgo que besó a Alyssa y que jugó una mala pasada a la señora Price es un kobold. —Kendra le contó a Seth lo del desastroso incidente durante el almuerzo. Era la única persona capaz de entender la verdadera historia.
—Oh —dijo Seth, evaluando a Errol con una mirada nueva—. Ya entiendo. Creí que era un vendedor. Y es un mago.
Errol desplegó en abanico una baraja de naipes salida de ninguna parte.
—No vas desencaminado —respondió—. Elige una carta.
Seth cogió un naipe.
—Enséñasela a tu hermana.
Seth le mostró a Kendra un cinco de corazones.
—Vuelve a meterla en la baraja —le indicó Errol.
Seth volvió a meterla de tal manera que Errol no pudiera ver el anverso de la carta.
Errol dio la vuelta a la baraja entera para mostrársela a los chicos, desplegadas aún en forma de abanico. Todas eran el cinco de corazones.
—¡Es el truco más malo del mundo! —protestó Seth—. Todas las cartas son iguales. Claro que sabe la que he cogido.
—¿Todas son iguales? —dijo Errol, dando la vuelta a los naipes y pasándolas con los pulgares—. No, estoy seguro de que estás equivocado. —Volvió a darles la vuelta y los naipes formaban una baraja normal de cincuenta y dos cartas diferentes.
—¡Ostras! —exclamó Seth.
Errol colocó las cartas boca abajo y volvió a disponerlas en abanico.
—Nombra una —dijo.
—Jota de trébol —dijo Seth.
Errol mostró las cartas. Todas eran la jota de trébol. Nuevamente, les dio la vuelta.
—Kendra, nombra una carta.
—El as de corazones.
Errol les mostró que la baraja entera estaba compuesta por ases de corazones.
Después, se guardó el mazo en un bolsillo interior.
—Vaya, realmente es usted mágico —declaró Seth.
Errol sacudió la cabeza.
—Soy sólo legerdemain.
—¿Leger… qué?
—Leger de main. Una expresión de origen francés que significa «ligero de manos».
—¿Tiene un puñado de barajas escondidas en la manga? —preguntó Seth.
Errol le guiñó un ojo.
—Ahora sí que estás sobre la pista.
—Es bueno —dijo Seth—. Me he fijado mucho.
Errol prendió la tarjeta de visita entre dos dedos, a modo de tenazas, la plegó para metérsela en la palma de la mano e inmediatamente abrió la mano. La tarjeta había desaparecido.
—La mano es más rápida que el ojo.
Los autocares habían empezado a salir. Siempre salían formando una hilera de cinco.
—Oh, no —exclamó Seth—. ¡Mi autocar!
—Yo puedo acercaros a casa, chicos —se ofreció Errol—. Aunque supongo que sería más apropiado que os pidiese un taxi. Yo pago. De cualquier modo, tenemos que hablar sobre ese kobold.
—¿Cómo se ha enterado tan rápido? —preguntó Kendra, recelando—. El kobold apareció ayer. Y esta misma mañana he enviado la carta al abuelo Sorenson.
—Buena pregunta —dijo Errol—. Vuestro abuelo tiene un viejo amigo que se llama Coulter Dixon, que vive por esta zona. Le pidió a Coulter que velara por vosotros. Cuando Coulter se olió lo del kobold, me llamó. Soy un especialista.
—Entonces, ¿conoce a nuestro abuelo? —preguntó Seth.
Errol levantó un dedo.
—Conozco a un amigo de vuestro abuelo. En realidad nunca he visto a Stan en persona.
—¿Y por qué lleva ese traje tan raro? —le preguntó Seth.
—Porque me chifla.
—¿Y por qué lleva guantes? —siguió Seth—. Hace calor.
Errol lanzó una furtiva mirada por encima del hombro, como si se dispusiera a contarles un secreto.
—Porque mis manos estás hechas de oro puro y me preocupa que alguien pueda robármelas.
Seth abrió los ojos como platos.
—¿En serio?
—No. Pero recuerda este principio: a veces las mentiras más disparatadas son las más creíbles. —Se quitó un guante y dobló los dedos, dejando así ver una mano normal y corriente, con vello negro en los nudillos—. Un mago callejero necesita sitios en los que esconder las cosas. Los guantes cumplen ese fin. Lo mismo ocurre con una chaqueta larga en un día cálido. O un chaleco lleno de bolsillos. O un reloj de pulsera o dos. —Se remangó un poco y dejó ver un par de relojes.
—¡Si me preguntó la hora! —dijo Kendra.
—Perdóname. Necesitaba un pretexto para hablar contigo. Tengo tres relojes. Un reloj puede ser un escondrijo perfecto para una moneda de plata. —Errol se apretó la muñeca y a continuación levantó entre los dedos un dólar de plata. Se puso el guante de nuevo y, mientras lo hacía, la moneda se esfumó.
—Entonces, sí que tiene reloj de cadena —dijo Kendra.
Errol sacó la cadena, de la que no colgaba nada.
—Desgraciadamente, no. Era verdad. Lo empeñé. Necesitaba comprar unas peinetas para mi novia.
Kendra sonrió, captando la referencia. Errol no le explicó el misterio a Seth.
—Bueno, ¿he aprobado la inspección? —preguntó.
Kendra y Seth se miraron.
—Si te deshaces del kobold —dijo Kendra—, creeré todo lo me que digas.
Errol se mostró un tanto preocupado.
—Bueno, mirad, la cosa es que voy a necesitar vuestra ayuda para conseguirlo, así que vamos a tener que confiar los unos en los otros. Podrías llamar a vuestro abuelo, y él podría contaros lo de Coulter, al menos. Y entonces se pondría en contacto con Coulter, que le hablaría de mí. O a lo mejor Coulter ya se ha puesto en contacto con él. De momento, pensad que vuestro abuelo no le ha contado a prácticamente nadie que te tocaron las hadas, y estoy seguro de que os instó a mantener en secreto esa información. Sin embargo, yo estoy enterado de esa noticia.
—¿Qué quieres decir con eso de que las hadas me tocaron? —preguntó Kendra.
—Que las hadas compartieron su magia contigo. Que eres capaz de ver criaturas fantásticas sin ayuda.
—¿Tú también puedes verlas? —preguntó Seth.
—Desde luego, siempre y cuando me ponga mi colirio. Pero tu hermana puede verlas en todo momento. Eso me lo contó Coulter directamente.
—De acuerdo —dijo Kendra—. Contrastaremos todo esto con el abuelo. Pero hasta que nos responda, confiaremos en que estás aquí para ayudarnos.
—Fabuloso. —Errol se dio unos toquecitos en la sien—. Ya estoy tramando un plan. ¿Qué posibilidades tenéis de escabulliros de casa mañana por la noche?
Kendra hizo una mueca de dolor.
—Eso va a ser algo difícil. Al día siguiente tengo exámenes finales.
—Sí, claro, claro… —dijo Seth, poniendo los ojos en blanco—. Haremos como si nos fuésemos a dormir pronto y nos escapamos por la ventana. ¿Te va bien si nos encontramos hacia las nueve?
—A las nueve sería casi perfecto —respondió Errol—. ¿Dónde fijamos el punto de encuentro?
—¿Conoces la gasolinera de la esquina de Culross con Oakley? —sugirió Seth.
—La encontraré —respondió Errol.
—¿Y si mamá y papá se dan cuenta de que no estamos? —preguntó Kendra.
—¿Qué preferirías: arriesgarte a que te castiguen o seguir viéndotelas con el feo de tu amigo? —le preguntó Seth.
Seth tenía razón. No había que darle más vueltas.