19

La torre invertida

Con una manta a modo de chal, Kendra se sentó a horcajadas en la gruesa rama de un árbol que tenía buenas vistas sobre la cabaña. La noche estaba lo bastante fresca como para echarse bien a gusto una manta por encima, manta que, al igual que todo su cuerpo, era invisible en estos momentos. Antes de subirse al árbol, había recorrido toda la zona tocando los troncos de otros árboles, por si acaso algún diablillo intentaba seguirle el rastro.

Aunque se sentía agotada, su precaria situación contribuía a motivarla para mantenerse alerta. Si se adormilaba, caería desde una altura de tres metros, y el suelo, indiferente a sus sentimientos, se ocuparía de despertarla de un modo de lo más rudo. Casi todo el tiempo que llevaba sentada en la rama lo había pasado, o furiosa con Seth, o angustiada por él. No era justo que la hubiese abandonado y la hubiese dejado en una situación tan vulnerable, como tampoco lo era que hubiese pasado a la acción sin consultarlo con ella. Pero además se daba cuenta de que su hermano estaba tratando de hacer lo que él consideraba correcto, y que probablemente pagaría un alto precio por su insensata valentía, lo cual frenó sus malos pensamientos.

Tensa y angustiada, Kendra aguzó la vista y el oído por si percibía alguna señal de que estuviese acercándose un enemigo, o de que regresaba Mendigo. No estaba muy segura de cómo actuaría cuando reapareciese la marioneta gigante. Aunque era demasiado tarde para salvar a Seth de su destino, en gran parte deseaba ir a buscarle en lugar de huir de Fablehaven.

A la vez, sabía que si conseguía encontrar a la Esfinge, podría ser su mejor oportunidad de rescatar a sus abuelos, y tal vez hasta de descubrir un modo de sacar a Seth, Tanu, Coulter y Warren de su albinismo.

Mientras aguardaba impaciente en la rama, Kendra se sorprendió al ver que Warren salía a la plataforma de observación, en lo alto de la cabaña. Muda de asombro, le vio desperezarse y frotarse los brazos. La noche estaba demasiado oscura para poder captar todos los detalles, pero le pareció que Warren se movía como una persona normal.

—¡Warren! —le llamó sin levantar demasiado la voz.

Él dio un respingo y se volvió hacia ella.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Tanto le sorprendió a Kendra oírle hablar que por un instante se quedó sin poder responder.

—¡Puedes hablar! ¡Madre mía! ¿Qué ha pasado?

—Pues claro que puedo hablar. Perdona, ¿quién eres?

—Soy Kendra. —No podía creérselo. Warren parecía encontrarse perfectamente bien.

—Voy a necesitar algún dato más para identificarte. —Entrecerró los ojos en dirección a ella. Probablemente la noche le parecería más oscura a él que a ella y, además, Kendra era invisible.

—Soy Kendra Sorenson. Stan y Ruth son mis abuelos.

—Si tú lo dices… ¿Qué te ha llevado a esconderte en un árbol en mitad de la noche? ¿Puedes explicarme cómo he llegado yo aquí?

—Reunámonos delante de la puerta trasera —dijo Kendra—. Bajo dentro de un momento.

¡De alguna manera, Warren se había curado! ¡Ya no estaba sola! Se deslizó desde la gruesa rama y fue descendiendo por el tronco. Una vez que se hubo quitado el guante, se abrió paso entre los árboles y cruzó el jardín en dirección a la puerta trasera, donde Warren la esperaba.

De pie en el umbral, el hombre la observó detenidamente. Ahora que había vuelto a tener el control de sí mismo, parecía aún más guapo. Sus increíbles ojos eran de un color avellana plateada. ¿Antes habían sido de ese color?

—Eres tú —dijo él en un tono de curiosa admiración—. Me acuerdo de ti.

—¿De cuando eras mudo? —preguntó ella.

—¿Era mudo? No tenía ni idea. Ven dentro.

Kendra entró.

—Llevas unos años siendo mudo y albino.

—¿Años? —exclamó él—. ¿En qué año estamos?

Ella se lo dijo y él puso cara de desconcierto. Se acercaron a la mesa de la habitación principal.

Warren se pasó su blanca mano por la mata de pelo y luego se quedó mirando la palma de la mano.

—Ya decía yo que estaba muy paliducho —dijo, mientras doblaba y estiraba los dedos—. Lo último que recuerdo era que algo venía hacia mí en la arboleda. Podría haber sido ayer. Un pánico hasta entonces desconocido se apoderó de mí, y mi mente se refugió en un rincón oscuro. Allí no sentía nada, enclaustrado por el terror en estado puro, desconectado de mis sentidos, reteniendo una especie de conciencia de mí mismo, pero como en sueños. Hacia el final te vi a ti, envuelta en luz. Pero para mí han sido unas horas, no días, y mucho menos años.

—Has estado catatónico —dijo Kendra—. En la arboleda hay una aparición y todo el que va allí acaba exactamente como tú.

—No me he estropeado exageradamente —comentó, mientras se palpaba el cuerpo—. Me noto un poco más delgado, pero no me he estropeado como era de temer, después de años en coma.

—Podías moverte y andar, pero siempre como en una bruma —le explicó Kendra—. Tu hermano Dale se aseguraba de que hicieses ejercicio. Se ha ocupado muy bien de ti.

—¿Está aquí?

—Está encerrado en la mazmorra con mis abuelos —dijo Kendra—. La reserva entera se encuentra en peligro. Miembros de la Sociedad del Lucero de la Tarde se han adueñado de la casa. Uno de ellos es una narcoblix, por lo que llevo un par de días despierta. Están intentando apoderarse del objeto mágico.

Warren enarcó las cejas.

—¿Estás diciendo que no me van a dar una fiesta de bienvenida por haber salido del coma?

Kendra sonrió.

—Hasta que rescatemos a los demás, esto es lo que hay.

—Tarde o temprano, quiero tarta y helado. Has mencionado el objeto mágico. ¿Saben dónde está?

Kendra asintió con la cabeza.

—No estaban seguros de lo que debían hacer con la aparición. Mi hermano ha ido a enfrentarse a ella. Como de repente te has despertado… creo que ha debido de vencerla.

—¿Tu hermano?

—Mi hermano pequeño —aclaró ella, de pronto sintiéndose bastante orgullosa de él—. Se marchó con la llave y con un plan descabellado de usar una poción de valentía para contrarrestar el miedo que provoca la aparición. Yo pensé que estaba como una cabra, pero ha debido de dar resultado.

—¿Tiene la llave de la torre invertida?

—Quiere conseguir el objeto mágico antes que los otros —dijo Kendra.

—¿Cuántos años tiene?

—Doce.

Warren puso cara de perplejidad.

—¿Qué tipo de formación ha tenido?

—Más bien poca. Estoy preocupada por él.

—No es para menos. Si entra solo en la torre, no saldrá con vida.

—¿Podemos ir a rescatarle? —preguntó Kendra.

—Creo que más vale que vayamos. —Bajó la vista hacia sus manos, al tiempo que movía la cabeza a un lado y a otro—. Entonces, ¿ahora soy albino? No te me acerques mucho; puede que te contagie mi suerte. Me parece que fue ayer cuando partí por el objeto. Eso fue lo que me llevó a la arboleda. Yo sabía que había peligro, pero la insoportable sensación de miedo me pilló desprevenido. Ahora, después de haber perdido años de mi vida presa de un trance inducido por el pánico, me veo retomando las cosas en el mismo punto en que las dejé.

—¿Por qué querías coger el objeto mágico?

—Era una misión clandestina —dijo Warren—. Teníamos motivos para creer que tal vez el secreto de Fablehaven había sido desvelado, así que me encargaron retirarlo y trasladarlo de sitio.

—¿Quién te lo encargó?

Warren la miró con ojos tranquilizadores.

—Soy miembro de una organización secreta que combate la Sociedad del Lucero de la Tarde. No te puedo decir más.

—¿Los Caballeros del Alba?

Warren levantó las dos manos.

—Muy bien. ¿Quién te lo ha dicho?

—Dale.

Warren meneó la cabeza.

—Contarle un secreto a ese chico es como escribirlo en el cielo. En fin, sí, teníamos motivos para sospechar que la Sociedad había descubierto la ubicación de Fablehaven, y se suponía que yo debía localizar el objeto mágico.

—¿Preparado para terminar lo que empezaste?

—¿Por qué no? Parece que por aquí todo se viene abajo cuando yo no estoy. Es hora de poner orden en todo esto. Nada de mi equipo está donde lo dejé, pero bien equipados o no, será mejor que nos apresuremos si tenemos alguna esperanza de alcanzar a tu hermano antes de que entre en la torre. Entiendo que Hugo no está por aquí.

—Vanessa le mandó a la esquina más alejada de Fablehaven con órdenes de quedarse allí —respondió Kendra.

—Los establos quedan tan lejos de aquí que conseguir un caballo no servirá para ganar tiempo. Sé cómo se llega al valle. ¿Lista para una marcha nocturna?

—Sí —respondió ella—. Mendigo debería volver enseguida. Es una marioneta encantada del tamaño de un hombre, y puede ayudarnos a llegar allí más deprisa.

—¿Una marioneta encantada? No eres una adolescente típica, ¿verdad? Seguro que tienes unas cuantas historias que contar.

A Kendra le agradó el tono de admiración de su voz, y esperó que no se le notase en la cara. ¿Por qué estaba pensando en el instante en que había besado a Warren? De repente, fue muy consciente de su postura y no supo qué hacer con las manos. Tenía que dejar de fijarse en lo mono que era. ¡Era un mal momento para enamoramientos tontos!

—Bueno, una o dos cosillas —consiguió decir.

—Voy a buscar todo el equipo que podamos llevar —dijo Warren, que se dirigió rápidamente a los armarios.

—Tengo un guante que me vuelve invisible cuando me quedo quieta —dijo Kendra—. Y varias pociones mágicas, aunque no estoy segura de qué hace cada una.

—¡No me digas! —dijo él, mientras rebuscaba por los cajones—. ¿De dónde has sacado todo eso?

—El guante pertenecía a un hombre llamado Coulter.

—¿Coulter Dixon? —preguntó él con tono de urgencia—. ¿Por qué hablas de él en pasado?

—Se transformó en un albino mudo como tú. Probablemente quiere decir que ahora estará bien, excepto porque está encerrado en la mazmorra con Dale.

—¡Bingo! —anunció Warren.

—¿Qué?

—Galletas. —Se metió una en la boca—. ¿Y las pociones?

—De un tipo llamado Tanu. También ahora es un ex albino mudo, pero no sé dónde está.

—He oído hablar de Tanu, el genio de las pociones —dijo Warren—. Nunca le he visto.

Justo en ese momento Kendra oyó un leve tintineo de goznes. Corrió a la puerta principal. Mendigo se detuvo al lado del porche.

—El cochero ya está aquí —anunció Kendra.

—Un momentito —respondió Warren desde dentro. Regresó enseguida con un cuerda enrollada colgada de un hombro y un hacha en la mano—. La mejor arma que he podido encontrar —dijo, levantando el hacha.

—Mendigo puede llevarnos —dijo ella—. Es más fuerte de lo que parece.

—Puede ser, pero iremos más rápido si yo voy corriendo al lado. Vámonos, pues.

—Mendigo —dijo Kendra—. Llévame al lugar al que acabas de llevar a Seth, lo más deprisa que puedas. Y no pierdas a Warren. —Señaló al hombre.

Entonces, se montó a caballo en la espalda de Mendigo y partieron a paso rápido.

Al principio Warren se las apañó bien para mantener el ritmo, pero iba corriendo casi al máximo de su potencia y al poco rato jadeaba y resoplaba. Kendra ordenó a Mendigo que le llevase a cuestas también a él, y Warren consintió.

—No tengo el aguante que solía tener, ni las piernas —se disculpó.

Warren era considerablemente más grande que Seth o que Kendra, y Mendigo no podía correr tan deprisa con él a cuestas. De vez en cuando, Warren insistía en seguir corriendo durante un par de minutos, tratando de aprovechar al máximo la velocidad que llevaban.

La noche iba pasando. Por fin llegaron al valle. Las estrellas empezaban a apagarse por el este, a medida que el cielo iba palideciendo. Pronto Mendigo llegó a la frontera invisible que era incapaz de franquear.

—No puede entrar en la arboleda, exactamente igual que Hugo —observó Warren—. Si Hugo hubiese estado a mi lado aquella noche, no habría perdido todos estos años.

—Déjanos en el suelo, Mendigo —ordenó Kendra—. Vigila la arboleda para que no entre ningún intruso.

—¿Qué tenemos aquí? —murmuró Warren, doblándose hacia delante y observando atentamente el suelo.

—¿Qué? —preguntó Kendra.

—Creo que tu hermano ha estado aquí. Sígueme. —Warren trotó en dirección a los árboles, asiendo el hacha.

Kendra apretó el paso para no quedarse atrás.

—¿Podría ser que hubiese otros peligros en el bosquecillo? —preguntó.

—Lo dudo —respondió Warren—. Este lugar ha sido dominio de la aparición desde que se escondió el objeto mágico y se fundó Fablehaven. Pocos se atreverían a pisar esta tierra maldita.

—Espera un momento —dijo Kendra—. Aquí está el estuche de emergencias de Seth. Lo perdió la primera vez que vino a la arboleda. —Kendra cogió la caja de cereales de donde estaba tirada.

—¿La primera vez? —preguntó Warren.

—Es una larga historia —respondió Kendra.

—Mira esto —dijo Warren—. La llave. Tu hermano no está dentro de la torre. Probablemente esté herido o agotado. Será mejor que nos demos prisa.

Atravesaron la arboleda a la carrera. Warren sostenía el hacha en una mano y la llave en la otra.

—¿Qué es eso de ahí delante? —preguntó Warren—. ¿Una linterna encendida?

Kendra vio también el foco de luz, a ras del suelo. Conforme se acercaban, observó que se trataba de una linterna caída. A juzgar por lo mortecino de la luz que daba su bombilla, las pilas estaban casi agotadas. Junto a la linterna había un esqueleto envuelto en harapos. Y encima del esqueleto, tumbado boca abajo, estaba su hermano.

Warren se arrodilló al lado de Seth, le palpó la muñeca en busca de pulso y le dio la vuelta. Una de las manos de Seth estaba cerrada, con unos alicates que no agarraban nada. La linterna revelaba unas feas marcas moteadas en el cuello de Seth. Warren se inclinó para mirar mejor.

—Tiene el cuello magullado y abrasado, pero respira.

—¿No debería estar bajo el control de Vanessa? —preguntó Kendra—. Ya sabes, la narcoblix.

—Esto no es sueño natural —dijo Warren—. Puede que tenga poder sobre él, pero no puede animar un cuerpo que se niega a funcionar. Ha pagado un alto precio por vencer a la aparición, es evidente que ha sido una lucha muy reñida. ¡Con poción o sin ella, tu hermano debe de tener un corazón de león!

—Es muy valiente —contestó Kendra, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Los labios le temblaron—. ¿Puedo cogerte la luz? —Warren le dio la linterna y Kendra encontró una pequeña poción dentro de la caja de cereales—. Estaba muy orgulloso porque Tanu le hubiese dado una poción capaz de devolverle las fuerzas en caso de emergencia.

—Podría venirle bien —dijo Warren.

Destapó el frasco, enderezó la cabeza a Seth y vertió una dosis del líquido en su boca.

El chico escupió y tosió. Al cabo de unos segundos, Warren le dio un poco más y esta vez se lo tragó.

Los ojos se le abrieron y arrugó la frente.

—¡Tú! —dijo débilmente, con la voz ronca.

—Vete de él, bruja —espetó Warren.

Seth sonrió con una expresión inquietante. Entonces, se le pusieron los ojos en blanco.

—¿Qué ha pasado? —dijo casi sin aliento, con la voz ronca aún—. ¿La aparición?

—Lo has conseguido —dijo Warren.

—Estás curado —murmuró Seth con perplejidad, mirando fijamente a Warren—. No sabía… que pasaría esto. Kendra. Has venido.

—Pregúntale algo que sólo él pueda saber —le advirtió Warren—. Podría ser una estratagema.

Kendra meditó unos segundos.

—¿Qué postre de tu almuerzo del colegio odiabas el año pasado?

—El pastel de cerezas —respondió Seth con un hilo de voz.

—¿Cuál era tu sombra chinesca preferida, de las que nos hacía papá?

—El pollo —contestó el chico.

—Es él —dijo Kendra con seguridad.

—¿Puedes incorporarte? —preguntó Warren.

A Seth se le movió ligeramente la cabeza hacia delante. Le temblaban los dedos.

—Me siento como si hubiese pasado una apisonadora por encima de mí. Como si me hubiesen… exprimido. Me duele la garganta.

—Necesita tiempo para recuperarse —dijo Warren—. Y yo tengo que entrar en la torre.

La narcoblix sabe que el paso está libre. La única razón por la que ha debido de liberar a Seth es porque está ya de camino hacia aquí. Kendra, mencionaste que un diablillo enorme la ayuda, además de otro hombre; pero es posible que tenga más contactos en la reserva, aparte de ellos. Yo debería ser capaz de sortear las trampas. Que Mendigo os lleve a ti y a tu hermano a un lugar seguro.

—Yo quiero ir —protestó Seth con su voz ronca.

—Por hoy ya has hecho bastante —dijo Warren—. Es hora de que les cedas el relevo a otros.

—Dame más de esa poción —dijo Seth.

—Más de esa poción no cambiará tu estado —dijo Warren—. Aunque Kendra, probablemente, debería tomarse una dosis, para mantenerse despierta.

Kendra dio un sorbo. Casi al instante notó un aumento súbito de su capacidad de atención, como si la hubiesen abofeteado.

Warren metió los brazos por debajo de Seth y le levantó en posición acurrucada. Kendra fue a recoger la llave y el hacha, pero Warren le dijo que no lo hiciese. Caminaba con pasos rápidos en dirección a Mendigo.

—Warren, ¿voy contigo a la torre? —preguntó cuando le dio alcance.

—Demasiado peligroso —respondió él.

—Puede que te sirva de ayuda —insistió ella—. El año pasado visité el santuario de la reina de las hadas, en la isla del estanque, y organicé un ejército de hadas para salvar Fablehaven de un demonio llamado Bahumat.

—¿Qué? —soltó Warren, atónito.

—Es verdad —confirmó Seth.

—¡Sí que tienes historias que contar! —exclamó Warren.

—Las hadas me otorgaron ciertos dones —siguió diciendo Kendra, sin querer especificar que ahora formaba parte de la familia de las hadas—. Veo en la oscuridad y hablo los idiomas de las hadas. Ya no necesito la leche para ver criaturas mágicas. Y mi tacto es capaz de recargar objetos mágicos que se han quedado sin energía. Al parecer, la Esfinge considera que podría venirnos bien con ciertos objetos escondidos.

—Podría ser perfectamente —dijo Warren—. Se ha sugerido que los objetos mágicos fueron despojados adrede de su energía, como salvaguardia extra.

—Sin mí, puede que no seas capaz de usar el objeto mágico una vez que lo encuentres —afirmó Kendra.

—Creo que podré apañármelas bien con las trampas de la torre —contestó Warren—. Pero lo digo sin saber en qué consisten. No soy infalible, tal como lo ha demostrado la arboleda a las mil maravillas. ¿Comprendes los posibles peligros que entraña venir conmigo?

—Los dos podríamos morir —dijo Kendra—. Pero ahora hay peligros por todas partes en Fablehaven. Iré contigo.

—Un par más de ojos y de manos podría suponer una gran diferencia —concedió Warren—. Y el poder de cargar el objeto mágico, sea lo que sea, podría significar un antes y un después. Confiaremos en Mendigo para que cuide de Seth.

—Esto no es justo —murmuró el niño.

—¿Quieres que te devuelva el guante? —preguntó Kendra.

—Tú lo necesitarás más —respondió él con firmeza.

Salieron de la arboleda y apretaron el paso para ir al encuentro de Mendigo. Warren propuso que Kendra le ordenase que llevara a Seth a los establos. Kendra le dio las órdenes correspondientes, incluida la de no alejarse de allí durante un día entero, salvo contraorden.

Mendigo se marchó a paso ligero, con Seth en brazos.

Warren y Kendra volvieron corriendo a donde yacía el esqueleto seco de la aparición y recogieron la llave y el hacha. Kendra siguió a Warren a lo profundo del bosquecillo. Había poca maleza, pero cuanto más se adentraban, más juntos estaban los árboles y más recubiertos con un manto de musgo y muérdago. Llegaron a un lugar en el que los árboles crecían tan juntos que sus ramas se entrelazaban de manera que casi formaban un muro.

Warren logró abrirse paso a través de aquella barrera viviente, y encontraron un pequeño claro bordeado de árboles e iluminado por el cálido resplandor de antes del amanecer.

Una plataforma elevada, de dimensiones considerables y hecha con piedra rojiza, dominaba el lugar; casi parecía un escenario al aire libre. A un lado de la plataforma, unas escaleras de piedra permitían un fácil acceso.

Warren subió por ellos a toda prisa, con Kendra pisándole los talones. Pese a la presencia ubicua de flores silvestres y de hierbas en el claro, la plataforma de piedra no presentaba ni rastro de vegetación. Su lisa superficie estaba salpicada de negro y oro. En el centro de la espaciosa plataforma había una cavidad redonda, rodeada de múltiples surcos circulares que se abrían concéntricamente hasta el filo de la plataforma. Los oscuros y pronunciados surcos distaban entre sí aproximadamente un metro y veinte centímetros. Desde arriba, los surcos debían de parecer una suerte de diana, con la cavidad en su centro.

Warren colocó el extremo recargado de la llave en la cavidad redonda. Tuvo que girarla a un lado y a otro, alineando una serie de protuberancias con las muescas del agujero para ir metiéndola poco a poco. En cuanto la larga llave estuvo a aproximadamente treinta centímetros del agujero, quedó encajada a la perfección.

—¿Estás segura de querer meterte en esto? —preguntó Warren—. Una vez que entremos, no habrá forma de volver.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kendra.

—Esta clase de sitios están diseñados para que, a no ser que llegues hasta el final y obtengas tu botín, no es posible salir con vida. Los diseñadores no quieren ver a exploradores resolviendo el rompecabezas pieza a pieza. Las trampas que protegen el camino de vuelta serán mucho menos benévolas que las trampas que protegen el camino de entrada. Hasta que lleguemos al objeto mágico.

—Voy contigo —dijo Kendra.

Warren asió con todas sus fuerzas la llave y empezó a girarla; el esfuerzo hizo que se pusiera colorado. La llave rotó ciento ochenta grados y se detuvo.

La plataforma tembló. Cuando el anillo exterior se hundió en la oscuridad, seguido por el siguiente y luego por el siguiente y el siguiente, quedó claro que los surcos circulares marcaban la división de unos anillos concéntricos de piedra. Los gigantescos anillos retumbaban al golpear el suelo.

Warren estrechó a Kendra contra su cuerpo, de pie en lo alto del círculo interior, el de la llave. Todos los anillos se hundieron, excepto el del centro. Mirando hacia abajo, la chica vio que el anillo exterior había sido el que más profundamente se había hundido, y que cada anillo siguiente lo había hecho un poco menos, de manera que entre todos formaban una escalera de forma cónica. Desde fuera de la plataforma, la caída era de al menos nueve metros hasta el fondo de la cámara. Desde el centro, donde estaban Kendra y Warren, el siguiente anillo quedaba a sólo ciento veinte centímetros de distancia, el siguiente a otros tantos, y así sucesivamente hasta llegar al suelo.

—Ya no construyen entradas como antes —dijo Warren.

Manipuló la llave y, con un musical sonido de acero, la porción de la llave que estaba introducida en la concavidad se separó del resto de ella. Ahora, en vez de acabar en un conjunto de complicadas protuberancias y muescas, la llave terminaba en una punta de lanza, fina y de doble filo.

—¿Has visto eso?

—No puede ser malo —dijo Kendra.

—Sí, seguramente se transforma en arma por alguna razón —dijo Warren, y miró abajo, al interior de la cámara—. Todavía no veo ningún obstáculo.

—Voy a ponerme el guante —dijo Kendra, y desapareció.

—No está mal —comentó Warren.

La chica movió el brazo delante de él, reapareciendo al moverse.

—Sólo funciona cuando me quedo quieta.

—¿Sabes qué hacen las demás pociones? —preguntó Warren.

—Sé que un par de ellas nos encogerían hasta medir unos veinte o veintidós centímetros de altura —respondió—. Y sé que algunas guardan sentimientos, pero no estoy segura de cuál es cuál. Es posible que Seth conozca unas cuantas más. Deberíamos habérselo preguntado.

Warren empezó a descender, anillo a anillo.

—Como último recurso, siempre puedes probar una poción al azar —dijo él—. Con suerte, no llegaremos a eso.

La cámara no era mucho más larga que el anillo más ancho de piedra. El suelo parecía hecho de una sola franja de roca firme. No había nada en la cámara, excepto un par de puertas, una enfrente de la otra. Una pared aparecía cubierta de escritos en diversos idiomas, incluidos algunos mensajes en inglés.

ESTE SANTUARIO MALDITO QUEDA FUERA DE LOS DOMINIOS DE FABLEHAVEN.

NO CONTINÚE, VÁYASE EN PAZ.

Kendra asumió que los demás mensajes repetían la misma idea en sus idiomas respectivos.

—¿Por qué lo escribieron en inglés tantas veces? —preguntó Kendra.

—Yo sólo lo veo en inglés en un sitio —respondió Warren.

—Oh, los idiomas de las hadas —dijo ella.

Llegaron al último anillo.

—Quédate cerca de mí —le indicó Warren—. Pisa sólo por donde yo pise. Estate preparada para cualquier cosa.

Antes de bajar al fondo, tanteó el suelo con el mango de la llave. Kendra le siguió.

—¿Qué puerta deberíamos probar? —preguntó Kendra.

—Elige tú —dijo él—. Es cuestión de cara o cruz.

Kendra señaló una de las puertas. Warren fue delante, palpando el suelo con la llave como si estuviese ciego. La puerta estaba hecha de madera sencilla y maciza, bordeada de hierro, y parecía encontrarse en buen estado de conservación. Warren pinchó el suelo de un lado e hizo que Kendra se pusiese allí, sosteniendo el hacha. Al quedarse inmóvil, desapareció.

Warren agarró la llave como si se tratara de una lanza y empujó la puerta para abrirla.

Detrás de la puerta no había nada esperando, salvo una escalera de caracol que bajaba.

Warren sacó la moribunda linterna. Fue a dar un golpecito en la parte superior de la escalera con el mango de la llave, pero el mango la atravesó sin más.

—Kendra, mira —dijo Warren. El mango de la llave desapareció a través de los primeros escalones—. Unas escaleras falsas. Probablemente disimulan una caída de cientos de metros.

Cruzaron la estancia y repitieron los mismos gestos de cautela que habían hecho con la otra puerta. Una vez más, la puerta se abrió a una escalera y de nuevo esta era sólo una ilusión.

Warren se asomó un poco más, tanteando con la llave para comprobar si tal vez sólo los primeros escalones eran un espejismo, pero nada de lo que tocó demostró ser tangible.

Warren inició el recorrido del perímetro de la sala, golpeando el suelo y las paredes.

Llegaron a un lugar en el que la llave atravesó la pared. El hombre se inclinó hacia delante para atravesar la ilusión y Kendra le oyó dar golpecitos con la llave.

—Esta es la auténtica escalera —dijo.

Kendra atravesó la vaporosa pared y vio una escalera de caracol de piedra que bajaba.

Unas piedras blancas colocadas en los muros emitían una suave luz.

—En sitios como este nunca sabes qué cosas podrían ser meras ilusiones —explicó Warren. Pinchó una de las piedras luminosas con la llave—. ¿Habías visto alguna vez una piedra solar?

—No —dijo Kendra.

—Basta con colocar una piedra bajo el sol, para que todas sus hermanas compartan la luz —le explicó—. Probablemente esté en lo alto de una de las colinas próximas.

A medida que descendían por las escaleras, encontraron varios puntos en los que los escalones imaginarios disimulaban huecos en la escalera. Warren ayudó a Kendra a salvar los espacios vacíos. Finalmente, llegaron al fondo y a otra puerta.

Una vez más, Warren pidió a Kendra que se pusiese a un lado mientras él la abría.

—Extraño —murmuró al comprobar la solidez del suelo. Warren franqueó la puerta—. Vamos, Kendra.

Ella se asomó. La habitación era grande y circular, con un techo abovedado. Unas piedras blancas colocadas en el techo iluminaban el lugar. El suelo aparecía cubierto de arenas doradas. En la otra punta de la sala se veía una puerta pintada en la pared. En el lado izquierdo de la estancia, la pared estaba decorada con murales que representaban tres monstruos, y lo mismo en el lado derecho. Kendra vio a una mujer azul con seis brazos y cuerpo de serpiente, un minotauro, un cíclope descomunal, un hombre que de la cintura para arriba parecía un hombre y de la cintura para abajo tenía cuerpo y patas de araña, un hombre con armadura que parecía una serpiente y que llevaba un complicado tocado, y un enano con un manto con capucha. Todas las imágenes, aun estando un poco descoloridas, habían sido pintadas con extrema habilidad.

Warren levantó una mano para que Kendra se detuviera. La llave se hundió en la arena, delante de él.

—Hay zonas en las que la arena es traicionera —dijo—. Ve con cuidado.

Para evitar ser engullidos por las arenas movedizas, avanzaron en círculo hacia la puerta pintada del fondo de la habitación. El dibujo representaba una puerta de hierro macizo con una cerradura debajo del picaporte. Con cierta inseguridad, Warren tocó el dibujo. La imagen de la puerta se onduló unos segundos y, de pronto, se volvió real, dejando de formar parte del mural.

Warren giró sobre sí a toda velocidad empuñando la llave bien alta y miró uno por uno los demás murales de la sala. No pasó nada. Al final, se volvió hacia la puerta de nuevo y probó a abrir con el picaporte. Estaba cerrada con llave.

—¿Te has fijado en que todas las criaturas de la pared tienen una cosa en común? —preguntó Warren.

Kendra se concentró mientras las comparaba.

—Una llave alrededor del cuello —dijo.

Las llaves no se veían a simple vista. Eran pequeñas y estaban pintadas sutilmente, pero cada ser retratado tenía una.

—¿Alguna teoría sobre cómo podemos cruzar esta puerta? —preguntó Warren, evidentemente con una respuesta en la mente.

—Tienes que estar de broma —dijo Kendra.

—Eso quisiéramos los dos —respondió él—. Desde luego, los vejetes que diseñaron este lugar sabían montar una fiesta.

Con Kendra detrás de él, rodeó la sala por su perímetro, evitando las arenas movedizas, y analizó detenidamente la representación de cada criatura.

—A mí todas las llaves me parecen iguales —dijo después de haber estudiado al enano—. Creo que el juego consiste en seleccionar qué enemigo creemos que podemos vencer.

—No me gusta nada ser cruel —dijo Kendra—, pero estoy pensando en el enano.

—Yo a ese le elegiría el último de todos —dijo Warren—. No lleva ningún arma, quizá porque tiene grandes poderes mágicos. Y a simple vista es el que parece más fácil, lo cual casi con toda seguridad significa que es el más mortífero.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Kendra.

El minotauro llevaba una pesada maza. El cíclope blandía una porra. La mujer azul sostenía una espada en cada mano. El trasgo, tal como había denominado Warren al hombre serpiente, sujetaba un par de hachas. Y el ser que era medio humano, medio araña, llevaba una jabalina y un látigo.

—Sospecho que el minotauro puede ser el menor de todos estos males —dijo Warren al cabo de un buen rato—. A la mujer no la elegiría la primera, como al enano, y un cíclope es casi tan hábil como fuerte. De los demás, el minotauro es el que lleva el arma más aparatosa. La maza limitará su alcance y menguará su capacidad para evitar la punta de mi lanza.

—Quieres decir: de tu llave —dijo Kendra.

—Utilizaremos una llave para conseguir otra.

Kendra observó al minotauro. Pelaje negro, cuernos separados, musculatura voluminosa. A Warren le sacaba una cabeza de alto.

—¿Crees que podrás con él? —preguntó Kendra.

Warren estaba comprobando la solidez de la arena y marcando los huecos.

—Me interesará que te quedes quieta —dijo—. Es posible que el minotauro perciba tu olor y quiero que dude de dónde estás. Quédate tú con el hacha; si se me cayera la llave, tal vez puedas lanzármela. Si yo cayese, el minotauro recorrerá la sala para dar contigo. Si te quedas quieta, puede que puedas propinarle un golpe.

—Pero ¿crees que podrás con él? —repitió Kendra.

Warren miró la imagen del minotauro y levantó la llave.

—¿Por qué no? He salido bien parado de algunas buenas peleas anteriormente. Daría mucho por tener aquí algunas de mis armas habituales. A lo mejor podrías usar el hacha para señalar todas las zonas de arenas movedizas.

Dedicaron mucho más tiempo a delimitar las áreas de arenas traicioneras de lo que a Kendra le hubiese gustado. Sabía que Vanessa y Errol estaban en camino. Una vez que la arena estuvo marcada, Warren colocó a Kendra de tal modo que la parte más grande de arenas movedizas quedó entre ella y el minotauro. Entonces, se acercó al mural.

—¿Lista? —preguntó Warren.

—Supongo que sí —respondió Kendra, empuñando con fuerza su hacha invisible, con el corazón desbocado.

—A lo mejor puedo soltarle un golpe bajo justo al empezar —dijo, tocando la imagen del minotauro y levantando la llave, listo para el ataque.

El mural onduló un instante y a continuación desapareció. La afilada punta de la llave tocó la pared con un sonido metálico y el minotauro apareció detrás de Warren.

—¡Detrás de ti! —chilló Kendra.

Warren se agachó y saltó a un lado, esquivando por los pelos un golpe que le hubiera partido la cabeza. El minotauro hizo oscilar la maza rápidamente. El arma era grande y pesada, pero el monstruo era tan fuerte que, en comparación, no parecía muy aparatosa.

Warren miró al minotauro de frente, quedándose a unos pasos de él, con la llave en posición de ataque.

—¿Qué tal si, simplemente, me das la llave? —preguntó Warren.

El minotauro bufó. Desde el otro lado de la sala, Kendra percibía el olor de la bestia, un olor parecido al del ganado.

El minotauro embistió y Warren esquivó la arremetida haciéndose ágilmente a un lado, como danzando. Echó entonces el brazo hacia atrás como si fuese a lanzar la llave. El minotauro levantó la maza para protegerse. Fintando como si fuese a arrojársela, Warren dio un salto hacia el minotauro y usó el largo extremo de la llave para arañar a la bestia en el hocico.

El minotauro rugió y empezó a perseguir a Warren por la habitación. Warren corría para huir de su perseguidor, haciendo todo lo posible por llevar al minotauro a alguna zona de arenas movedizas y, al mismo tiempo alejarlo de Kendra. O bien el minotauro entendió qué significaban las líneas de la arena, o bien su instinto le decía que no las cruzase, porque evitaba las zonas peligrosas con la misma eficacia que Warren.

Olisqueando el aire, el minotauro se volvió hacia Kendra.

—¡Aquí, cobarde! —gritó Warren, acercándose y blandiendo la llave en el aire.

El minotauro avanzó hacia Warren con decisión, sujetando la maza a un costado del cuerpo, tentando a Warren al dejar expuesto el pecho.

Tras unas cuantas fintas, Warren mordió el anzuelo y empujó la punta de la llave en dirección al pecho del minotauro. Este agarró la llave con la mano que tenía libre, justo por detrás de la fina punta de lanza, y se la quitó a Warren de un tirón, acercándoselo de paso y blandiendo la maza.

Warren se salvó gracias a que retrocedió rápidamente y a que mantuvo el equilibrio.

Había esquivado el golpe por muy poco. A toda velocidad, el minotauro dio la vuelta a la llave para sujetarla correctamente y la lanzó como si fuese una jabalina; clavó la punta en el abdomen de Warren, a pesar de su intento de esquivarla.

Emitiendo rugidos triunfales, el minotauro corrió hacia Warren, que se sacó la llave y se apartó dando tumbos; la punta de la lanza estaba roja por su propia sangre. Removiendo la arena, Warren logró llegar como pudo a una pequeña zona de arenas movedizas dejándola entre el minotauro y él.

Kendra lanzó la linterna y golpeó al minotauro en la espalda. La bestia se dio la vuelta, pero Kendra era invisible otra vez. El minotauro cogió la linterna del suelo, la olisqueó y a continuación olfateó el aire, moviéndose hacia Kendra.

Usando la llave a modo de muleta, Warren rodeó la zona de arenas movedizas y se acercó al minotauro por detrás. El minotauro dio media vuelta y empezó a perseguirle. Warren resbaló y acabó tumbado de espaldas en una extensión ancha de arenas movedizas.

—¡Warren, arenas movedizas! —gritó Kendra.

Demasiado tarde. Pasó un pie por encima de la línea dibujada en la arena. Una pierna se le hundió hasta el muslo y el resto de su cuerpo se derrumbó hacia delante sobre la parte de arena firme. El minotauro se abalanzó hacia delante, con la maza en alto para descargar el golpe fatal. Rápido como el resorte de una ratonera, el hombre levantó la llave en posición vertical; la punta afilada de la lanza penetró en el cuerpo del minotauro justo al otro lado del esternón, con el ángulo perfecto para perforarle el corazón.

El minotauro se quedó paralizado, empalado, y bufó. La maza se le cayó de las manos y fue a estamparse pesadamente en la arena.

Warren giró la llave y se la metió más adentro aún, con lo que derribó al minotauro hacia atrás. Jadeando, Warren sacó la pierna de la blanda arena.

Kendra corrió a su lado.

—¡Qué truco tan increíble! —exclamó.

—A la desesperada —respondió él—. Era o todo o nada. —Se tapaba la herida del abdomen con una mano. Se limpió la arena húmeda que le cubría la pierna—. Probablemente no habría funcionado, pero el minotauro creyó que estaba mortalmente herido. Por supuesto, es posible que estuviera en lo cierto.

—¿Es grave? —preguntó ella.

—Me ha entrado hasta muy adentro, pero es limpia —dijo él—. Entró en línea recta y salió en línea recta. Las heridas de la zona del vientre son difíciles de diagnosticar. Depende de qué es lo que se ha clavado. Ve por la llave.

Kendra se agachó al lado del minotauro, y percibió de nuevo su olor. La llave colgaba de una hermosa cadena de oro. Tiró con fuerza y la cadena se rompió.

—La tengo —dijo Kendra.

—Coge la grande también —señaló Warren.

La llave grande seguía alojada en el pecho del minotauro. Kendra tuvo que plantar un pie en el pecho de la bestia para poder extraerla. Warren se había quitado la camisa. La sangre destacaba intensamente en contraste con su piel pálida. Kendra apartó la vista. Él hizo una bola con la camisa y se tapó con ella la herida, apretando con fuerza; la herida estaba a unos cinco centímetros a un lado de su ombligo.

—Esperemos que esto tapone la hemorragia —dijo—. ¿Puedes cortarme un tramo de cuerda?

Kendra obedeció, utilizando el filo de la llave manchada de sangre. Warren empleó la cuerda para atarse bien la camisa sobre la herida. A continuación, limpió la sangre de la lanza con sus pantalones.

—¿Puedes seguir adelante? —preguntó Kendra.

—No tengo elección —contestó él—. Veamos si funciona la llave del minotauro.

Entre gemidos, Warren se apoyó en la larga llave para levantarse del suelo. Se dirigió a la puerta de hierro, insertó la llave del minotauro y la puerta se abrió.