18
Planes divergentes
Kendra y Seth estaban sentados a la mesa con Warren. Él estaba terminándose un segundo bocadillo de crema de cacahuete con miel. Ella vertía limonada en polvo en una jarra llena de agua. Removió la solución con una cuchara de madera.
La llave permanecía sobre la mesa. Estaba casi totalmente lisa y era de un metal gris pardo. Un extremo tenía un mango similar a la empuñadura de una espada. El otro mostraba pequeñas muescas, hendiduras y protuberancias irregulares. Kendra y Seth no pudieron sino deducir que el segundo extremo había de encajar en una cerradura complicada.
Fuera, en mitad de la noche, Mendigo montaba guardia con una azada en una mano y un cencerro oxidado en la otra. Tenía órdenes de dar la voz de alarma con el cencerro si se acercaba cualquier extraño, y usar a continuación la azada para tullir a cualquier diablillo o persona que rondase por allí.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Seth.
—Lo sé —respondió Kendra, sirviendo limonada en un vaso—. ¿Quieres un poco?
—Claro —dijo Seth—. Tengo un plan.
Kendra empezó a llenar un segundo vaso.
—Te escucho.
—Propongo que volvamos a la arboleda, que sorteemos a la aparición, que usemos la llave y cojamos el objeto mágico.
Kendra bebió un sorbo de uno de los vasos.
—Una pizca demasiado fuerte —sentenció.
Seth cogió el otro vaso y dio un sorbo.
—En mi opinión, un poquillo aguado.
—¿Cuál es tu plan, esta vez? —preguntó Kendra, frotándose los ojos—. Estoy tan cansada que noto que me cuesta concentrarme.
—Deberíamos ir a buscar el objeto mágico —repitió Seth.
—¿Y cómo pasamos por delante de la aparición? Tenía entendido que te quedaste totalmente petrificado al verla.
Seth levantó un dedo.
—Lo tengo todo pensado. Mira, contamos con aquella poción de la valentía que hay en el morral de Tanu. Ya sabes, el sentimiento embotellado. Creo que si me tomo una dosis lo bastante grande, la valentía contrarrestará el miedo que me produce el zombi.
Kendra suspiró.
—Seth, hay que mezclar toda clase de potingues para que los sentimientos se equilibren unos a otros de la manera adecuada.
—El miedo que me da la aparición lo equilibrará de sobra. Ya oíste a Vanessa y a Errol. Sólo tengo que extraerle el clavo. ¡Sé que lo puedo hacer!
—¿Y si no puedes?
Seth se encogió de hombros.
—Si no puedo, acabaré convertido en un albino como los demás, y tú tendrás que idear un nuevo plan.
—Después de todo lo que ha pasado, ¿crees que el plan más arriesgado imaginable es nuestra mejor opción?
—A no ser que tú tengas otro.
La chica negó con la cabeza y se frotó la cara con las manos. Se sentía tan agotada que le costaba centrarse. Pero, evidentemente, no podían arremeter sin más contra una aparición y luchar contra ella, y luego tratar de sobrevivir a todas las trampas que protegían la torre invertida. Tenía que haber una alternativa mejor.
—Estoy esperando —dijo Seth.
—Y yo estoy pensando —replicó Kendra—. Es lo que hacen las personas «antes» de hablar. Sopesemos las otras opciones que tenemos, aparte de la del suicidio voluntario. Podríamos escondernos. No me vuelve loca esta opción, porque no hará sino demorar una decisión real y no voy a poder seguir despierta mucho más tiempo.
—Tienes ojeras —observó Seth.
—Podríamos atacar. Sólo les queda un diablillo. Mendigo es un luchador bastante duro. Si tuviese un arma, a lo mejor podría eliminar a su último diablillo y luego derrotar a Errol y a Vanessa.
—Siempre y cuando consiguiese hacerles salir del jardín —dijo Seth—, lo cual dudo mucho que suceda. Cuando encuentren a los diablillos heridos, se andarán con mucho ojo. Nunca se sabe, podrían tener otros trucos en la manga. Vanessa podría venir por nosotros valiéndose de Dale, por ejemplo.
—No había pensado en ello —admitió Kendra—. ¿Crees que estará haciendo eso mismo en estos momentos?
—Yo sí lo haría —respondió Seth—. Y este es el primer lugar en el que buscaría.
—¿Y si aparece Dale, y Mendigo le hace daño? —se preguntó Kendra.
—En este punto, si aparece Dale, más valdrá que Mendigo le haga daño. Las piernas se le curarán.
—Probablemente deberíamos abandonar Fablehaven —dijo Kendra—. Escapar e ir a buscar a la Esfinge.
—¿Cómo? ¿Tienes su número de teléfono? ¿Sabes dónde está escondida?
Kendra se rascó un lado de la cabeza.
Su hermano la miraba con vehemencia.
—Y adivina quién estará, seguramente, esperándonos en el camino de acceso, justo al otro lado de la verja. Tu amigo el kobold. Y ese monstruo gigante hecho de paja. Y tropecientos mil otros miembros de la Sociedad del Lucero de la Tarde, vigilando las puertas por si alguien tratara de hacer precisamente lo que estás proponiendo. Y probablemente esperando que Vanessa dé con la forma de permitirles la entrada.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —resopló Kendra de mal humor.
—Ya te he dado una idea mejor. No se lo esperarán.
Kendra negó con la cabeza.
—Seth, hasta Tanu y Coulter no estaban seguros de cómo iban a sortear las trampas de la torre. Incluso si pudieras vencer a la aparición, nunca lograríamos llegar al objeto mágico.
Seth se levantó de la silla.
—Fuera de Fablehaven la Sociedad del Lucero de la Tarde puede enviar a por nosotros a todos sus miembros. No duraríamos ni cinco minutos. Aquí dentro sólo cuentan con Vanessa, con Errol y con ese diablillo. Cualquier opción es peligrosa. Pero yo preferiría arriesgarme a intentar arreglar nosotros las cosas, antes que jugárnosla a huir.
—A pedir ayuda —puntualizó Kendra.
—Tú no huiste cuando acudiste a la reina de las hadas —le recordó Seth.
—Aquello fue diferente —dijo ella—. Tú y los abuelos ibais a morir seguro, y no tenía a nadie que pudiese ayudarme. Si hubiese huido, os habría estado abandonando. Sabía que podría salvaros si la reina de las Hadas atendía mi petición y aceptaba ayudarme.
—Y si nos apoderamos del objeto mágico, podremos salvar a los abuelos —dijo Seth—. Seguramente tiene poderes que nos serán de utilidad.
—Nadie sabe siquiera qué hace —contestó Kendra.
—Algo hará. Se supone que todos esos objetos mágicos son muy poderosos, y podremos controlar el tiempo, el espacio, o cosas así. Tú no sabías qué podía hacer exactamente la reina de las hadas. Sólo sabías que era poderosa. Sea lo que sea el objeto, al menos nos dará una oportunidad. ¿Preferirías que nos escondiéramos debajo de un tronco? Por la mañana estaríamos en el mismo aprieto que ahora.
—Por lo menos no estaríamos muertos.
—No estoy tan seguro —respondió Seth—. Basta con que uno de los dos se duerma para vernos metidos en toda clase de problemas.
—No estoy diciendo que quiera esconderme bajo un tronco. Digo que llevemos a Mendigo con nosotros y que nos arriesguemos a tratar de encontrar a la Esfinge. No tenemos que ir por el camino de los coches; podemos trepar por la verja y dar un rodeo sin que nadie nos vea. Tendremos más probabilidades de conseguirlo.
—¿Cómo vamos a tener más probabilidades? ¡No tenemos ni idea de lo que nos espera al otro lado de la verja! ¡No tenemos ni idea de dónde está la Esfinge! ¡Ni siquiera podemos saber si sigue viva!
Kendra se cruzó de brazos.
—¿Ha vivido cientos de años y, de repente, la van a matar?
—Igual sí. Estos objetos mágicos llevan escondidos cientos de años y, de repente, los están encontrando.
—Eres agotador —dijo Kendra.
—¡Eso es lo que dices siempre que tengo razón! —exclamó Seth.
—Es lo que digo cuando no te callas la boca. —Kendra se puso de pie—. Tengo que ir al baño.
—Antes dime que iremos por el objeto mágico.
—De ningún modo, Seth. Nos vamos de la reserva.
—Ya lo tengo —dijo Seth—. ¿Qué te parece si tú te vas y yo consigo el objeto?
—Lo siento, Seth. Una vez ya creí que habías muerto. No pienso soltarte ahora.
—Tiene sentido —insistió él con más convicción—. Yo voy por el objeto mágico y tú vas por ayuda. Puede que las dos opciones sean complicadas, pero las dos sólo necesitan de uno de nosotros.
Kendra apretó los puños.
—Seth, estoy a punto de estallar. Deja ya de hablar de ir por el objeto mágico. Es una locura. ¿No te das cuenta de cuándo una idea es un disparate? ¿Estás programado para autodestruirte? No nos separaremos. Nos vamos de Fablehaven. Puede que ni siquiera haya nadie montando guardia ahí fuera. Sólo son conjeturas. Tendremos cuidado, pero nuestra mejor baza es encontrar de algún modo a la Esfinge. Con suerte, ella estará ya buscándonos a nosotros.
—Vale, tienes razón —dijo él secamente.
Kendra no estuvo segura de cómo reaccionar.
—¿Tú crees?
—Qué más da lo que yo crea —repuso Seth—. La princesa de las hadas ha hablado.
—Eres un memo —dijo ella.
—No hay manera —respondió Seth—. Soy un memo si estoy de acuerdo, y un chiflado si no lo estoy.
—Se trata de cómo estás de acuerdo —insistió ella—. ¿Puedo ir ya al cuarto de baño?
—Al parecer, consigues todo lo que te propones —dijo Seth.
Kendra fue al cuarto de baño. Seth estaba comportándose de manera poco razonable. Ir por el objeto mágico era una locura. Si fuesen avezados aventureros como Tanu, podría representar un riesgo que merecería la pena afrontar. Pero ellos no sabían nada. Era la receta segura para acabar en un desastre. Huir de Fablehaven también daba miedo, pero, por lo menos, no tendrían garantizados esos peligros. La aparición estaba allí, sin lugar a dudas, así como las trampas que protegían el objeto.
Kendra se dio un masaje en las sienes tratando de aclarar sus ideas. Siempre que estaba muy cansada le costaba pensar con claridad. En parte, no quería salir del cuarto de baño. En cuanto se reuniese con Seth de nuevo, tendrían que huir corriendo en plena noche con Mendigo y escapar de la reserva. Lo único que deseaba era hacerse un ovillo y quedarse dormida.
Se lavó las manos y se echó agua en la cara. A regañadientes, regresó a la habitación principal. Warren estaba sentado a solas en la mesa.
—¿Seth? —llamó.
La mochila de las pociones estaba abierta. La llave había desaparecido. En la mesa había una nota, con el guante de la invisibilidad al lado. Kendra cogió rápidamente la nota.
Kendra:
Me llevo a Mendigo y me voy por el objeto mágico. Mandaré a Mendigo de vuelta en cuanto me haya acercado a la arboleda. No te enfades conmigo.
Vigila bien y trata de que no te vea nadie hasta que vuelva Mendigo. Luego, ve a buscar a la Esfinge. Te dejo el guante.
Con cariño,
SETH
Kendra releyó la nota sin poder dar crédito a lo que leía. La tiró al suelo y salió corriendo por la puerta. ¿Cuánto rato había estado en el cuarto de baño? Bastante. Había estado meditando y se lo había tomado con calma. ¿Diez minutos? ¿Más?
¿Se atrevía a gritar para llamar a Mendigo? La noche estaba en silencio. Una luna creciente se elevaba en el cielo. Las estrellas se veían nítidas y brillantes. No se oía nada. Si ordenaba a Mendigo que se diese la vuelta, ¿la oiría? ¿Vendría? Seguramente Seth había ordenado a la marioneta gigante que no hiciese caso de ninguna orden de regresar. Y como ella le había ordenado a Mendigo que obedeciese a Seth, seguramente el muñeco vería equiparable el mando de cada uno de ellos y obedecería la orden preferente de Seth.
De todos modos, a estas alturas probablemente estarían tan lejos que ya no la oirían.
Mendigo correría aún más deprisa, al llevar sólo a un pasajero.
¿Cómo podía Seth ser tan egoísta? Se planteó salir por él, pero no tenía ni idea de en qué dirección había ido. Si supiese dónde se hallaba el rincón más alejado de Fablehaven, iría a buscar a Hugo. Pero, de nuevo, estaría dando vueltas sin rumbo y sin saber dónde estaba. Seth iba a morir y, con Mendigo, seguro que aparecería alguien y la capturaría también a ella.
¿Debía esconderse dentro o fuera de la casa? Si enviaban al diablillo, lo más fácil era ir a buscarla dentro. Pero sabían que el diablillo no podía entrar en la cabaña, por lo que, si enviaban a alguien, sería seguramente a Dale o a alguien controlado por Vanessa. Así pues, debía encontrar un buen escondite fuera de la cabaña y tratar de que no la viese nadie hasta que volviese Mendigo ausente. El guante la ayudaría a ocultarse.
Entró corriendo en la casa para recoger la mochila de Tanu y el guante. Warren la miró, sonriendo vagamente. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. De alguna manera, Kendra sintió envidia de él.
• • •
Seth había descubierto que ir a caballito encima de Mendigo era considerablemente más cómodo que ir colgando de su hombro. También había averiguado que Mendigo podía correr notablemente más rápido al llevar sólo a una persona. La marioneta gigante sostenía la llave con una mano y la poción de la valentía con la otra.
Había ordenado a Mendigo que se dirigiese al puente cubierto, y que desde ahí continuase hacia el valle rodeado por las cuatro colinas. Su única esperanza era que el muñeco entendiese a qué lugar se refería. Mendigo parecía correr sabiendo adonde se dirigía, así que, por lo menos, debía de tener algún destino en mente. Seth también le había ordenado que no obedeciese ninguna indicación de Kendra hasta que le ordenase regresar. Además, le había indicado que le señalase en silencio la presencia de cualquier ser humano o de cualquier diablillo que se les acercase. Esperaba que hubiese pocas probabilidades de toparse con alguno de sus enemigos en mitad del bosque, pero era posible que el diablillo u otros estuviesen buscándolos.
La luna creciente proporcionaba a Seth luz suficiente para ver bastante bien, incluso sin visión especial de hada. Había encontrado una linterna en un armarito de la cabaña, por lo que tenía la seguridad de que podría ver a su adversario en la arboleda.
Además, se había apropiado de unos alicates que había visto en el armario de las herramientas cuando habían ido a coger la azada para Mendigo.
Al cabo de poco tiempo, Mendigo cruzaba ya ruidosamente el puente cubierto. Hacía tan sólo dos noches que Hugo había llevado a Seth y a Coulter por esa misma ruta y hacia el mismo destino. Esta vez Seth estaría preparado. La aparición le daba la sensación de ser bastante enclenque. Con la poción de la valentía para contrarrestar el miedo, debería tener buenas opciones de ganar.
De nuevo bajo los árboles, Seth perdió todo sentido de la orientación y tuvo que confiar en que Mendigo conociese el camino.
—Llévanos al valle de las cuatro colinas, Mendigo —dijo Seth en voz baja—. Y ten cuidado con el frasco que tienes en la mano. Que no se rompa.
Avanzaron en silencio a toda velocidad, hasta que, de repente, Mendigo viró y ralentizó la marcha, dirigiéndose hacia un claro. Seth estaba a punto de reñir a la marioneta cuando vio lo que Mendigo señalaba con un dedo. La marioneta se detuvo detrás de un arbusto. Mirando en la dirección que señalaba el dedo de madera, el niño vio una silueta que paseaba lentamente por el claro.
¿Quién era? Era de gran tamaño. ¿Sería el diablillo que decía Kendra? ¡No, era Tanu!
Seth salió corriendo de su escondite y fue hacia el claro. Tanu seguía paseándose tranquilamente de acá para allá, sin percatarse de la llegada de Seth. Este corrió hasta Tanu. Se quedó mirándolo, asombrado. Ver a Warren y a Coulter transformados en albinos era una cosa.
Ver así al enorme samoano, cuya piel antes era tan oscura, era otra bien diferente. Iluminado por la fantasmagórica luz de la luna, su pálida tez y sus cabellos blancos resultaban impactantes.
—Eh, Tanu —dijo Seth—. ¿Hay alguien en casa?
El enorme samoano siguió caminando lánguidamente, sin dar indicio alguno de haber oído nada. Seth miró atrás, a Mendigo. No soportaba la idea de dejar a Tanu vagando por el bosque, pero Warren había llegado a la casa principal después de volverse albino. Por lo menos, Tanu parecía estar andando en la dirección correcta, más o menos.
Lo cierto era que disponía de un tiempo demasiado escaso y que su misión era demasiado urgente como para que pudiese hacer gran cosa por Tanu en esos momentos.
Kendra estaba en la cabaña, casi indefensa. Necesitaba llegar a la arboleda y mandar a Mendigo de regreso junto a ella.
—Mendigo, ven a cogerme. Sigamos hacia el valle de las cuatro colinas, lo más deprisa que puedas. —Mendigo acudió a su lado a toda velocidad y Seth se montó en su espalda. La marioneta echó a correr—. Pero si nos acercamos a algún diablillo o a algún humano, vuelve a señalármelo sin delatarnos.
Seth miró atrás por encima del hombro para ver a Tanu, que continuaba atravesando el claro. A ese paso, aunque caminase en la dirección correcta todo el tiempo, no llegaría a la casa hasta pasados un día o dos. Con suerte, para entonces todo se habría resuelto felizmente.
Una vez más, el niño se vio avanzando ruidosamente en medio de la oscuridad. Estaba casi seguro de que Hugo los había llevado al valle más deprisa. Justo cuando estaba a punto de perder las esperanzas de llegar a tiempo a la arboleda, salieron de un tupido grupo de árboles y reconoció que se encontraban en el valle lleno de maleza que rodeaba las cuatro colinas.
Mendigo redujo la velocidad y continuó andando.
—Mendigo, llévame al bosquecillo que hay al final de valle —dijo Seth, indicando el lugar con su mano. Mendigo empezó a trotar—. Lo más rápido que puedas.
La marioneta gigante cogió velocidad.
A medida que la arboleda iba aproximándose, Seth reflexionó sobre cuánto estaba apostando por la potencia de la poción de la valentía. La poción del miedo le había hecho sentirse muy asustado, pero apenas había sido un estremecimiento comparado con el pavor que irradiaba la aparición. Por supuesto, sólo había probado una gota o dos de la poción del miedo, mezcladas con otros ingredientes para su mejor disolución. Pensaba tomarse una dosis muchísimo mayor de valentía en estado puro, y se llevaría el frasquito consigo para poder dar algún trago más si era necesario.
Mendigo se detuvo cerca del borde de la arboleda. Seth calculó que era más o menos el mismo lugar en el que Hugo se había detenido.
—Mendigo, avanza sólo unos pasos más hacia los árboles —le apremió Seth.
La marioneta dio varios pasos más, pero no avanzó. Caminaba sin desplazarse de su sitio. Seth se bajó de Mendigo y cayó al suelo de un salto.
—Mendigo, entra en la arboleda. —La marioneta parecía tratar de obedecer, pero en vez de eso dio más pasos sin avanzar ni un centímetro.
—Olvídalo, Mendigo. Dame la llave y la poción. —La marioneta obedeció—. Mendigo, vuelve con Kendra lo más rápido que puedas.
El muñeco echó a correr, así que Seth terminó de darle instrucciones a voces, haciendo bocina con las manos alrededor de la boca.
—Si no está en la cabaña, o si está en algún apuro, rescátala. Haz daño a sus enemigos si tratan de detenerte. ¡Obedécela!
Antes de que Mendigo se perdiese de vista, Seth se volvió para mirar de frente a la arboleda. Bajo la luna y las estrellas, el bosquecillo estaba más iluminado que en su visita anterior. Aun así, encendió la linterna. A pesar de que tenía una bombilla más floja que la linterna que había usado Coulter, la diferencia era notable.
Saberse allí solo en mitad de la oscuridad, alumbrando con su tenue linterna en dirección a los lúgubres árboles, con sus sombras enrevesadas, no era lo mejor para subirle a uno la moral. Seth se acordó de lo segura que se había mostrado Kendra de que iba a fracasar, y a solas bajo las estrellas de pronto sintió que tal vez su hermana estuviese en lo cierto.
Seth respiró hondo para tranquilizarse. Esto era lo que él quería. Era el motivo por el cual se había ido del lado de Kendra. Sin duda, ahora estaba algo nervioso, pero una buena dosis de valentía remediaría la situación. Y cuando empezase a surtir efecto el escalofriante pavor que producía la aparición, se tomaría otro traguito. Tenía que hacerlo, igual que Kendra tenía que ir en busca de la Esfinge. Ambos planes eran peligrosos, pero ambos eran necesarios.
Dejando en el suelo la larga llave, Seth destapó el frasco y se lo acercó a los labios. Aún con el frasco totalmente inclinado, la poción caía formando un fino hilo de líquido. Seth se lo metió en la boca hasta que apenas quedó un cuarto de él en la botellita.
El líquido era abrasador. Una vez, en un restaurante mexicano, Seth se había tragado un poco de salsa picante directamente de la botella respondiendo a un desafío que le había hecho Kendra. Fue brutal. Tuvo que llenarse la boca de papas y hacer gárgaras con agua para apagar la sensación de fuego. Esto era peor: menos rico y más abrasador.
Seth tosió y se dio palmadas en los labios, mientras le lloraban los ojos. Era como si hubiese lamido una plancha con la lengua, y notaba la garganta como si fuese un acerico lleno de punzantes agujas al rojo vivo. Los lagrimones le rodaban profusamente por las mejillas. No tenía nada para aplacar la sensación de fuego, ni agua ni comida. Tendría que esperar a que menguase por sí sola.
Conforme remitía la dolorosa sensación, una ola de calor empezó a extendérsele desde el pecho. Lanzó una mirada a los negros árboles y se sonrió. Le parecieron menos intimidantes.
¿De verdad se había sentido asustado? ¿Por qué, porque estaba oscuro? Tenía una linterna.
Sabía exactamente lo que había ahí dentro: un andrajo de hombre, huesudo y tan enclenque que podría tumbarle de un estornudo. Una criatura tan acostumbrada a que las víctimas se replegasen ante él de puro miedo, que seguramente había perdido toda su capacidad de enfrentarse a un oponente real.
Seth echó un vistazo a la larga llave. Entre la linterna, la poción y los alicates, tenía las manos llenas. Los alicates los metió en un bolsillo, y se las apañó para llevar en la misma mano la linterna y la poción. Cogió la llave con la otra. Caminó con paso decidido por el espacio que le separaba del bosquecillo, y pronto se encontró rodeado de árboles. Estaba tratando de no sonreír, pero su sonrisa no quería borrarse. ¿Cómo había estado tan preocupado? ¿Cómo había permitido que los recelos de Kendra le hubiesen hecho dudar ni por un segundo? Esto sería coser y cantar.
Hizo una pausa para dejar los bártulos en el suelo y dar unos puñetazos al aire para entrar en calor. ¡Vaya, no se había dado cuenta de lo rápida que se había vuelto su derecha! Su izquierda tampoco estaba nada mal. ¡Era una máquina! A lo mejor le propinaba a la criatura uno o dos ganchos de broma, sólo por divertirse. Jugar con el bicho antes de poner fin a su tormento. Mostrarle exactamente a esa patética monstruosidad lo que podía pasarle a cualquier cosa que intercambiase puñetazos con Seth Sorenson.
Recogió sus cosas y siguió adentrándose en el bosquecillo. El aire se volvía cada vez más frío. Seth alumbraba de un lado a otro con su linterna, sin la menor intención de darle a la aparición ni media oportunidad de acecharle a escondidas. La última vez, Seth se había quedado petrificado sin remedio. Esta vez sería él quien establecería cómo habría de desarrollarse el encuentro.
Seth empezó a notar un entumecimiento inusual en los dedos de los pies. Le recordaba a cuando había ido a esquiar con unas botas que le quedaban demasiado pequeñas. Se detuvo un instante, dio unos pisotones en el suelo para tratar de recuperar la sensibilidad, pero en vez de eso el entumecimiento se le extendió a los tobillos. Empezó a tiritar. ¿Cómo era posible que de pronto hiciese tanto frío?
Un movimiento apenas perceptible le llamó la atención. Girando sobre sí mismo, Seth dirigió el foco de la linterna a la aparición, que estaba acercándosele. La criatura se encontraba aún a gran distancia y apenas se la distinguía entre los árboles.
El entumecimiento se había extendido por encima de las rodillas, y los dedos empezaron a ponérsele rígidos y con una sensación como de caucho. La insensibilidad nerviosa encendió una chispa de pánico. ¿Iba a quedarse tieso sin experimentar el mismo pavor de la vez anterior?
Con valentía o sin ella, si se quedaba paralizado, se vería en un aprieto. La vista se le nubló un poco. Los dientes le castañeteaban. Dejó caer la larga llave al suelo.
Seth se llevó el frasco a los labios. Tras decidir que debía consumir toda la poción que pudiese mientras aún le fuera posible, se tragó el resto del contenido y arrojó el frasco a un lado.
El fluido no parecía tan abrasador como antes. Mientras contemplaba el patoso avance de la aparición, Seth disfrutó del calor que le brotaba del centro del cuerpo y que se le extendía hasta las extremidades, borrando con ello la sensación de entumecimiento. Sacó entonces los alicates del bolsillo y sonrió.
Era inútil esperar a que aquel zombi insufriblemente lento llegase hasta él. Seth trotó en dirección a la criatura, con el haz de luz de la interna saltando arriba y abajo. Al acercarse a ella, la demacrada figura quedó plenamente a la vista; llevaba la misma ropa andrajosa y mugrienta.
La tonalidad amarillenta de la piel y sus supurantes heridas daban al engendro un aspecto repulsivo, pero no terrorífico. Desde luego, el bicho era más alto que él, pero no mucho más, y se movía como si estuviese a punto de derrumbarse.
Seth se concentró en el clavo de madera que sobresalía de un lado del cuello de la aparición. Sacarlo iba a ser casi demasiado sencillo. Seth se preguntó si debía hacer unos cuantos movimientos de karate para darle a la aparición un avance de lo que le esperaba.
Nunca había ido a clases de karate, pero había visto tantas pelis que tenía una idea general del tema.
Detuvo la carrerilla a unos diez pasos del asqueroso zombi y ejecutó unos cuantos puñetazos de gran calidad y un par de patadas. La aparición continuó acercándose poco a poco, con la boca torcida en un rictus espantoso, sin la menor señal de haber percibido el despliegue de artes marciales. Seth flexionó los dos brazos, mostrando a la aparición dos buenos motivos para rendirse.
La aparición levantó un brazo y señaló a Seth con un huesudo dedo. El escalofriante frío le pareció total y absoluto, como si se hubiese caído en un lago helado. Boqueó con debilidad y los músculos se le pusieron rígidos. En lo más profundo de su ser seguía habiendo un centro cálido y confiado, pero estaba siendo rápidamente erosionado. Un terror irracional que le aturdía el sentido estaba apoderándose de él en los márgenes de su concentración, tratando de minar la seguridad en sí mismo.
Una parte de él quería desplomarse en el suelo y ponerse a gemir. Seth apretó los dientes. Con poción o sin ella, fuera mágico o no mágico aquel miedo, no pensaba sucumbir, no en este punto. Se ordenó dar un paso en dirección a la aparición. La pierna se negó a funcionar en un primer momento. Estaba entumecido hasta la cadera, con la sensación de tener unas pesadas pesas atadas a los pies. Inclinándose hacia delante y emitiendo gruñidos, logró dar un paso lento y pesado.
Luego, otro.
La aparición seguía señalándole con el dedo y seguía acercándose a él. Seth sabía que sólo podría esperar a que la aparición le diese alcance, pero algo le decía que era importante que siguiera moviéndose. Dio un paso más.
La aparición estaba ahora al alcance de su mano. Los ojos, vagamente malévolos, no traslucían ninguna personalidad. Un hedor pútrido llenaba el aire. El brazo de la aparición seguía estirado y ahora el dedo casi le tocaba.
La seguridad de Seth mermó. Sabía que su cuerpo estaba a punto de venirse abajo. Fijó la vista en la uña negra y mellada que iba acercándose cada vez más a su pecho. La sensación de calor se había reincido hasta quedar convertida en una chispa que se apagaba. Imágenes de terror empezaron a llenarle la cabeza. Aferrándose a los alicates, Seth levantó el brazo y con un movimiento brusco, golpeó el dedo descarnado con los alicates. La aparición no mostró ninguna reacción al golpe, pero el brazo bajó un poco y quedó claro que le había dislocado el dedo.
Apretando los dientes, Seth combatió lo que le pareció una fuerza de gravedad impresionante que le obligaba a hacerse a un lado. Reuniendo todas sus fuerzas, pateó a la aparición en la corva. La rodilla se le dobló y la aparición cayó al suelo. Seth se abalanzó sobre él y se hincó de rodillas encima del pecho, y notó que unas costillas prominentes se le clavaban en las espinillas.
La aparición le miró desde el suelo. Seth no podía moverse. Le temblaban los brazos. Se le apagaba la última chispa de confianza en sí mismo. Podía notar la avalancha de miedo irracional aguardando a inundarle por completo. En cuestión de unos segundos así sería. La aparición levantó los brazos, moviendo las manos lenta pero claramente en dirección al cuello de Seth.
El chico pensó en todas las personas que dependían de su coraje. Coulter se había sacrificado por él. Kendra estaba sola en la cabaña. Sus abuelos y Dale se hallaban cautivos en una mazmorra. Era capaz de hacerlo. La valentía era su especialidad. No tenía que ser rápido. Simplemente tenía que llegar ahí.
Seth se concentró en el clavo y empezó a mover los alicates en dirección a él. No podía moverse con rapidez. Era como si el aire se hubiese transformado en un gel. Si intentaba darse prisa, su progreso se detenía. Empujando lenta y firmemente, la mano que asía los alicates fue avanzando poco a poco.
Las manos de la aparición llegaron a su cuello. Unos dedos tan fríos que quemaban le apretaron la carne. El resto del cuerpo lo tenía entumecido.
A Seth no le importaba. Los alicantes seguían avanzando. Unos dedos fuertes y despiadados le apretaban cada vez más el cuello. Seth agarró el clavo de madera con los alicates. Intentó tirar de él para sacarlo, pero no se movió.
Seth se sintió como si estuviese ahogándose. La chispa de seguridad en sí mismo había desaparecido, pero perduraba una adusta determinación. La única sensación que notaba era el dolor abrasador en el cuello. Con una lentitud increíble, con la sensación de tener el brazo muy lejos, apenas conectado a su cuerpo, Seth empezó a extraer el clavo, viendo cómo salía centímetro a centímetro. El clavo era más largo de lo que esperaba: seguía saliendo y saliendo, emergiendo sin derramar ni una gota de sangre del agujero en el que había estado alojado tanto tiempo. La mano se le frenó. Era como si el aire estuviese congelándose, pasando del estado de gel al estado sólido. El estrangulamiento al que le sometía la mano de la aparición le impedía respirar. Unas gotas de sudor le perlaron la frente.
Con una lentitud más propia de un sueño, el último tramo del largo clavo salió del cuello.
Entre la punta del clavo y el agujero vacío vio un pequeño espacio. Por un instante, Seth creyó percibir algo en el rostro de la aparición, una expresión de alivio en el semblante, la horrenda sonrisa tornándose ligeramente más sincera.
Y entonces el aire dejó de ser sólido. Se desplomó y se hizo la oscuridad.