17
Recuperar la llave
Kendra llevaba a Seth cogido de la mano mientras los dos corrían a toda velocidad por el pasillo. Con el tamaño que tenían ahora, el pasillo parecía tan ancho como un salón de baile. La velocidad de Seth empezó a menguar cuando casi estaban al final del pasillo, donde tenían que doblar a la izquierda.
—Este guante parece que pesa cada vez más —dijo entre jadeos.
—Deja que lo lleve yo un rato —se ofreció Kendra.
Él se lo pasó sin ninguna queja. El guante no era terriblemente pesado, pero era complicado de llevar, como querer acarrear un par de sacos de dormir sin enrollar. Cargada con el guante, corrió lo más aprisa que pudo.
—Ojalá tuviese visión de infrarrojos, como tú —dijo Seth.
—¿Infrarrojos?
—O ultravioleta. Lo que sea. ¿La luz normal te resulta demasiado brillante ahora?
—Es como siempre. ¿Podemos hablar más tarde? Me estoy quedando sin resuello.
Siguieron a paso ligero en silencio. El pasillo parecía no tener fin. A Kendra le estallaba el corazón, y el sudor le empapaba la ropa de seda de tal manera que la notaba pegajosa. El voluminoso guante iba dando coletazos a su alrededor mientras ella corría.
—Tengo que parar un momento —dijo Kendra finalmente, boqueando. Ralentizaron la marcha y pasaron de trotar a caminar.
—Puedo llevar yo el guante otra vez —se ofreció Seth. Kendra se lo pasó.
—Aun así, necesito caminar, sólo un poquito —aclaró Kendra—. Eh, ahí veo ya nuestro último recodo.
—Todavía quedaba bastante hasta la puerta, y luego están las escaleras —le recordó Seth.
—Ya lo sé, estaré bien enseguida, perdona que frene la carrera.
—¿Estás de broma? Yo también estoy cansado, y tú has llevado ese guante un buen trecho.
Continuaron andando en silencio, hasta que llegaron al pasillo que tenían que coger a la derecha.
—¿Corremos otra vez? —preguntó Kendra.
—Más vale —dijo Seth.
Kendra se acordó de las vueltas que daba corriendo al campo de deportes con su equipo de fútbol. Era, naturalmente, una corredora bastante buena, pero aquellos primeros entrenamientos la habían puesto realmente a prueba. Durante la primera semana había estado a punto de vomitar un par de veces. Podía soportar correr mientras notaba pinchazos en un costado y le ardían los músculos, pero en cuanto le entraban náuseas su fuerza de voluntad empezaba a flaquear a toda velocidad. Había llegado a ese punto cuando le había pedido a Seth que parasen un poco, y podía sentir otra vez esa desagradable sensación ahora.
Intentó ignorar el olor a humedad de las mazmorras. Por sí solo, el hedor a húmedo y a cerrado bastaba para revolverle las tripas. Se recordó que Seth llevaba el guante y que se las estaba apañando bien. El sabor de la bilis le subió por la garganta. Hizo esfuerzos por reprimir la sensación, hasta que cayó de bruces involuntariamente, y se golpeó las palmas de las manos con el suelo de piedra, y le dieron arcadas.
—Eso es asqueroso, Kendra —soltó Seth.
—Sigue tú —dijo ella sin aliento.
No había vomitado nada, pero tenía un sabor de boca horrible. Se secó los labios con la manga.
—Creo que deberíamos permanecer juntos —dijo el niño.
—Ve tú primero —dijo ella—. Te alcanzaré más adelante.
—Kendra, no veo nada. No puedo salir corriendo sin que vengas conmigo. A lo mejor si no te reprimes y lo echas todo, te sentirás mejor.
Kendra negó con la cabeza y se levantó.
—Odio vomitar. Ya me siento mejor.
—Podemos seguir andando un minuto —dijo él.
—Sólo un minuto —contestó ella.
Al poco rato, Kendra se encontraba mucho menos revuelta. Cogió ritmo otra vez, pero sin correr tan rápido como antes para tratar de ahorrar energías.
—Veo la puerta ahí al fondo —dijo por fin.
La alta puerta de hierro apareció ante su vista; se elevaba imponente. Kendra condujo a Seth hasta la pequeña abertura de la parte inferior de la puerta. Cruzaron por la entrada de los duendes y fueron hacia las escaleras a toda velocidad.
—¿Ves el agujero del que hablaba la abuela? —preguntó Seth.
—Sí, a nuestra izquierda. Es pequeño, como el hueco de una ratonera.
Llevó a Seth hasta el agujero de la pared, cerca del primer escalón. No se había acordado de lo empinados y numerosos que eran los escalones que iban del sótano a la cocina.
A duras penas conseguirían alcanzar el filo de cada escalón. Con el guante a cuestas, podrían tardar horas en escalarlos.
Kendra y Seth se agacharon para meterse por el agujero. Dentro encontraron un túnel de duendes semejante al que habían seguido para llegar a las mazmorras, salvo que en este caso se trataba de una escalera hecha totalmente de piedra. Los escalones eran altos, pero del tamaño justo para un duende. Empezaron a subir por la larga escalera, salvando escalones de dos en dos. Pronto Kendra notó que le flojeaban las piernas.
—¿Podemos descansar un segundo?
Hicieron un alto. Los dos respiraban con dificultad.
—Oh, oh —dijo Seth al cabo de unos instantes.
—¿Qué? —preguntó Kendra, mirando a su alrededor, temiendo que hubiese visto una rata.
—Estoy empezando a notar el hormigueo —dijo él.
—Dame el guante y echa a correr —dijo Kendra.
Se lo dio y subió a toda prisa por las escaleras. Kendra fue detrás, hallando renovadas energías en la desesperación. Seth estaba a diez escalones de distancia, luego a veinte y luego a treinta. Enseguida se perdió de vista. Al poco tiempo, Kendra pudo ver el final de las escaleras. De la cocina llegaba un poco de luz extra, que se filtraba por la puerta.
Llegó a lo alto de la larga escalera y metió como pudo el guante por el agujero que tenía delante. A continuación, se agachó para poder pasar por él.
—Kendra, el guante —susurró Seth entre dientes al otro lado de la puerta de los duendes. Su voz sonaba otra vez en un timbre más grave. Ella corrió hasta la puertecilla, tirando del guante, y salió a la cocina como una exhalación.
Seth casi había recuperado su tamaño normal. La ropa que le habían hecho los duendes estaba en el suelo, convertida en jirones. Kendra oyó unas pisadas que se acercaban a ellos desde detrás de una esquina. Con la cara transformada en una máscara de puro pánico, Seth agarró el guante y rápidamente se lo enfundó, y un segundo después había desaparecido.
Reapareciendo fugazmente, recogió a Kendra del suelo y ella despareció también. Los dos se volvieron otra vez visibles por un momento cuando Seth cogió los restos de la ropa que les habían hecho los duendes. A continuación se quedó inmóvil y se volvió transparente.
Un segundo después, Vanessa doblaba la esquina y miraba a través de ellos.
—¿Has oído algo? —preguntó ella, insegura.
—Pues claro que no, cariño —respondió una voz de hombre detrás de la esquina—. Llevas todo el día oyendo cosas. Los diablillos están en guardia. Todo está bien.
Kendra reconoció aquella voz. ¡Era la de Errol! Vanessa arrugó un tanto la frente.
—Supongo que he estado con los nervios de punta —dijo, y volvió a marcharse.
Kendra se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Estaba un poco mareada. Empezó a respirar de nuevo, tratando de controlarse lo mejor que podía. Seth cogió un gran trapo verde de la encimera y se lo puso alrededor de la cintura.
De repente, Kendra notó el cosquilleo. Dio una palmada a Seth en la mano. Él la acercó a su oreja.
—Tengo hormigueos —susurró Kendra.
Seth se alejó de puntillas de la puerta. Vanessa se había ido en dirección al comedor, así que él fue en la dirección contraria. Cuando entraban en el salón, Kendra notó que el cosquilleo se le extendía a todo el cuerpo y se volvía más intenso.
—No falta mucho —le avisó.
Él la metió detrás de un sofá. En cuanto estuvo fuera de su vista, Kendra, empezó a quitarse la ropa, que ahora le apretaba. Al cabo de un par de segundos, el hormigueo se tornó muy intenso y ella misma notó cómo crecía. Antes de darse cuenta, había recuperado su tamaño normal y su cuerpo desplazó el sofá de la pared, mientras remitían aquellos pinchazos insoportables.
Seth colocó bien el sofá. Kendra asomó la cabeza por arriba.
—Si me das la mano, ¿me volveré invisible también yo?
Seth la cogió de la mano y se quedó inmóvil. Se volvió invisible, pero ella no.
—Debe de funcionar sólo para cosas pequeñas —dijo.
—Intenta buscarme algo de ropa —susurró ella.
Se acercaban unas voces y unos pasos. Seth la mandó callar, se colocó a un lado del sofá y se quedó quieto.
Errol entró en el salón a grandes pasos. Llevaba el mismo traje anticuado que cuando entró en contacto con ellos.
—Un contratiempo menor —comentó por encima del hombro—. ¿Por qué no mandamos a Dale, sencillamente?
Vanessa entró a continuación en el salón.
—Nos estamos quedando sin gente. Aún queda mucho para dar por finalizado nuestro trabajo aquí. Tenemos que ser precavidos. Lo de Tanu representa una pérdida importante. Era fuerte como un toro.
Kendra se mordió el labio. ¿Qué le había pasado a Tanu?
Errol cruzó el salón y se dejó caer en el sofá, tras lo cual se quitó los zapatos sacudiendo las piernas.
—Por lo menos ahora sabemos a lo que nos enfrentamos —dijo.
—Deberíamos haberlo sabido la última vez —contestó Vanessa—. Kendra me despertó justo en el peor momento, un instante antes de que pudiese ver lo que se nos avecinaba. Muchas criaturas irradiaban miedo. La sensación era muy fuerte, sospeché que sería un demonio. Y, por supuesto, no logré ver lo que le pasó a Seth.
—¿Estás segura de que está vivo? —dijo Errol.
—Estoy segura de que le notaba —respondió Vanessa—. Pero no logré apoderarme de él. Era escurridizo y algo le protegía. No se parecía a nada que haya notado antes.
Errol entrelazó las manos detrás de la nuca.
—¿Estás segura de que no se ha convertido simplemente en un albino descerebrado?
Vanessa negó con la cabeza.
—Cuando Coulter y Tanu fueron atacados por la aparición, perdí todo contacto. Es como si Seth hubiese encontrado una especie de área protegida.
—¡Pero si no tenía escapatoria! Tú misma viste lo suficiente para saberlo.
—Motivo por el cual estoy perpleja —respondió ella—. Sé lo que noté.
—¿Y no le has percibido desde esta mañana?
—Así es. Es posible que esté libre, es posible que haya muerto; sin embargo, dar por hecho que está muerto sería una suposición temeraria. El instinto me dice que ha ocurrido algo imprevisible.
—¿Estás segura de que no quieres mandar a los diablillos a buscar a Seth y a Kendra? —preguntó Errol.
—Aún no —dijo Vanessa—. Una vez que los diablillos salgan del jardín, no podrán regresar. Si encontramos el registro, eso cambiaría las cosas. No debemos arriesgarnos innecesariamente. Hay demasiado en juego. Quiero que los diablillos estén en guardia hasta que hayamos resuelto cómo ocuparnos de la aparición. Seguro que Kendra tratará de volver para ayudar a sus abuelos. Si tenemos paciencia y vigilamos atentamente, caerá en nuestras manos. Y si no, tendrá que dormirse dentro de poco.
Kendra resistió las ganas que le entraron de ponerse en pie de un brinco y soltarle cuatro gritos a Vanessa. Se dijo que caer en sus garras no haría sino empeorar las cosas, por muy a gusto que hubiese podido quedarse después de cantarle las cuarenta. Por no hablar del incómodo detalle de que estaba totalmente desnuda.
—¿Estás segura de que no se encontrará con Hugo? —preguntó Errol.
—Mandé a Hugo a la punta más alejada de Fablehaven con órdenes terminantes de quedarse esperando allí al menos dos semanas. El golem está fuera de juego.
—Pero el problema de la aparición sigue ahí —musitó Errol.
—Conocemos la ubicación, tenemos la llave, sólo necesitamos pasar por encima del guardián no muerto —dijo ella.
—Y de las trampas que protejan la torre en sí —añadió Errol.
—Naturalmente —coincidió ella—. Eso explica, en parte, por qué no me haría ninguna gracia usar también a Dale para hacer frente a la aparición. Me gustaría usarle para explorar la torre.
Errol se incorporó.
—Entonces manda a Stan o a Ruth.
—O cuando Kendra caiga dormida, la mandaré a ella —dijo Vanessa—. Pero no quiero enviar a nadie hasta que tengamos una estrategia para sacar el clavo.
—¿No puedes distanciarte de la situación? —preguntó Errol—. Tú céntrate en el consolador hecho de que, en realidad, no estás en la arboleda, que simplemente estás utilizando a otro como títere.
—Tendrías que probar el miedo para entenderlo —dijo ella—. Es abrumador e irracional.
A mí me dejó totalmente paralizada en dos ocasiones. No hay sitio para generar un distanciamiento emocional. Lo único que pretendía cuando controlaba la mente de Tanu era echar un vistazo al bicho y salir corriendo, pero perdí todo control corporal. La cosa plantea un problema considerable.
—A lo mejor nos vendría bien consultarlo con la almohada —sugirió Errol.
—Puede que sea la mejor idea de toda la noche —respondió Vanessa.
Errol se levantó. No tenía más que darse cuenta de que el sofá estaba un poquito más separado de la pared de lo normal, mirar detrás y ver a Kendra tendida en el suelo, totalmente expuesta. Recogió los zapatos. A menos de un metro y medio de distancia, la presencia invisible de Seth permanecía debidamente inmóvil.
Kendra oyó que alguien entraba en el salón.
—Sin señal de actividad aún —informó una voz ronca. Tenía que ser uno de los diablillos.
—Vigila atentamente, Grickst —dijo Vanessa—. No me sorprendería que Kendra tratase de colarse en la casa aprovechando la oscuridad.
Kendra pudo oír que Grickst olisqueaba el aire.
—Su hedor está por todas partes —dijo—. Si no fuese porque sé que es imposible, diría que están aquí mismo, en este salón, la niña y su hermano.
—Y han estado, días y días —replicó Errol—. No olvides su aroma. Mantén las narices bien abiertas. A estas alturas, Kendra estará muerta de sueño y desesperada.
—Eso es todo por hoy, Grickst —dijo Vanessa—. Nos vamos a dormir. Di a Huiro y a Zirt que den la voz de alarma al menor signo de la presencia de cualquiera de los dos niños. En caso contrario, no hace falta, hasta el amanecer, que vengas a informarnos.
—Muy bien —contestó Grickst.
Kendra oyó que se marchaba. Vanessa y Errol también se dispusieron a salir del salón.
—Realmente es una casa preciosa —comentó Errol—. Me está encantando tumbarme tan ricamente en la cama de Stan.
Kendra pudo oír que subían las escaleras.
—Cuanto más corta sea nuestra estancia aquí, mejor —repuso Vanessa—. Mantente alerta. Remataremos nuestros planes mañana por la mañana.
Kendra aguardó en silencio, atenta a cualquier sonido de Vanessa y de Errol al desplazarse por el suelo de la planta de arriba. Oyó que tiraban de la cadena y el sonido del agua del grifo en un lavabo.
—Sólo debemos tener paciencia —susurró Seth.
—Sí —dijo Kendra—. Espera a que se queden quietos.
—¿Crees que Errol es Christopher Vogel? —preguntó Seth.
—Si todavía no han encontrado el registro, creo que es la única explicación posible —contestó ella—. Debe de ser su nombre auténtico.
—Volveré enseguida —dijo Seth.
Antes de que Kendra pudiese protestar, Seth se había marchado sigilosamente.
Regresó al poco tiempo, con el albornoz blanco del abuelo. Lanzó una sábana por detrás del sofá y Kendra se envolvió en ella.
—Estas cosas estaban en el estudio —susurró—. El catre sigue estando sin hacer.
Nadie echará en falta la sábana, ni siquiera si miran. Vuelvo en un periquete.
Seth salió otra vez de la habitación. No volvió hasta pasados unos cuantos minutos.
Cuando por fin regresó, dijo:
—He comprobado las ventanas. Hay dos diablillos en el porche trasero, y otro grande y gordo delante. Los lados de la casa, según parece, no están vigilados. Si te escapas por la ventana del estudio, podrías escabullirte por el bosque.
—Deberíamos esperar y correr a refugiarnos los dos juntos —dijo ella—. Nadie va a echar un vistazo detrás del sofá ahora o cuando robes las llaves.
—¿Cuánto tiempo crees que deberíamos esperar? —preguntó él.
—Más del que piensas —respondió Kendra—. El reloj de la pared dice que son las diez cuarenta y siete. Yo digo que esperemos una hora entera antes de que subas al piso de arriba, para estar seguros.
—En ese caso, voy a hacerme un bocadillo.
—Ni hablar —respondió Kendra en tono firme.
—Lo único que he comido en dos días es pulpa de capullo —dijo él.
—Has picado algo en casa de Warren —dijo ella.
—Ya, picar. En ese momento no tenía hambre. Ahora me siento como si mi propio estómago estuviese digiriéndose a sí mismo.
—Si te oyen, podríamos morir todos. Hay comida de sobra en la cabaña. Yo digo que esperemos.
—¿Y si terminan pillándonos? —preguntó Seth—. ¡Entonces no nos quedará más remedio que tomar potaje! ¿Has olido esa cosa?
—Si nos pillan, tendemos problemas más grandes que el de la comida.
—Apuesto a que podría hacerme un bocata con diez veces menos ruido del que estás haciendo con tanto susurro —acusó él.
—¿Estás intentando que me enfade?
—¿Estás intentando darme hambre?
—Vale —dijo Kendra—. Ve a hacerte un bocadillo. Tenemos una hora, a lo mejor también puedes preparar unas magdalenas.
—Tengo una idea mejor. Prepararé unos batidos de yogur con fruta para los dos con la batidora. Con un montón de hielo.
—No me sorprendería.
—Vale. ¿Sabes una cosa? Tú ganas, Kendra. Me quedaré aquí quietecito y me moriré de hambre.
—Bien. Muérete de hambre sin armar ruido.
El tiempo pasó muy despacio. Seth permaneció gran parte de la hora sentado, invisible, en el sofá. Kendra trataba de imaginar la ruta de huida que tomarían si las cosas salían mal.
Cuando ya había pasado una hora, Seth preguntó:
—¿Puedo ir por las llaves?
—¿Necesitamos un plan más preciso? —dijo Kendra.
—Mi plan consiste en no hacer nada de ruido y bajar las llaves aquí —le respondió su hermano.
—Entonces sólo uno de los dos debería bajar al sótano, para que al menos uno pueda escapar —dijo ella—. No queremos quedar los dos atrapados ahí abajo.
—De acuerdo. ¿Y si alguien se despierta y me ve? —preguntó Seth.
—Corre por ella —respondió Kendra—. Yo actuaré de oído. Sólo porque te vean no quiere decir que vayan a saber que yo estoy dentro de la casa. A lo mejor me puedo agazapar y solucionar la situación cuando todo se apacigüe.
—O a lo mejor otra persona solucionará la situación, para variar —dijo Seth—. Además, si me encuentran, apuesto a que registrarán toda la casa.
—¿Dónde está el mejor escondite de esta planta?
—Yo que tú me escondería en el estudio, detrás del escritorio. Tendrás acceso fácil a una ventana por la que podrás salir al exterior. Si sales por un lateral, deberías poder evitar a los diablillos. Si me cogen a mí, probablemente deberías largarte. A lo mejor puedes salir de la reserva y tratar de encontrar a la Esfinge.
—Ya veremos —dijo Kendra.
—Deséame suerte. Esperemos que no me delaten los rugidos de mis tripas.
Envuelta en su sábana, Kendra se dirigió al vestíbulo con su hermano. Mientras él empezaba a subir las escaleras, con la espalda pegada a la pared y pisando con suavidad, ella fue al estudio. Descorrió el pestillo de la ventana y se acuclilló detrás del escritorio. Reparó en un abrecartas que había en lo alto de una pila de papeles. Lo cogió. Era un consuelo tener algún tipo de arma en la mano.
Lo único que podía hacer era esperar. A lo mejor debería haber sido ella la que se hubiese puesto el guante y se colase en el dormitorio de Vanessa. Seth no la habría dejado ni loco, pues lo de fisgar era más su especialidad. Pero era una responsabilidad demasiado grande como para dejarla en manos de un chico al que le gustaba meterse patatas fritas en los agujeros de la nariz.
• • •
Al llegar al final de las escaleras, Seth avanzó sigilosamente por el pasillo en dirección a la puerta de Vanessa. Se habían dejado encendida una luz en el cuarto de baño, por lo que el pasillo estaba bastante iluminado. La puerta de la habitación de Vanessa estaba cerrada. Por debajo no se veía ninguna luz. Ahuecando la mano junto al oído y pegándolo a la puerta, esperó, invisible, pero no oyó nada.
Con mucho cuidado giró el pomo. Hizo un leve sonido de chasquido y Seth se detuvo.
Después de varias respiraciones lentas, terminó de girar el pomo del todo y abrió la puerta con sigilo. La habitación estaba más a oscuras y con más sombras que el pasillo, pero aun así seguía viendo bastante bien. Vanessa estaba tumbada de lado en su lecho, debajo de la sábana. Las mantas estaban dobladas al pie de la cama. Por todas partes había recipientes llenos de extraños animales.
Seth dio un paso lentamente en dirección a la cama. Un croar grave perturbó el silencio.
Seth se quedó petrificado, con lo que se volvió invisible. Vanessa ni se inmutó. Al parecer estaba acostumbrada a los sonidos de los animales en mitad de la noche. Eso debería ser una ventaja.
Su cama estaba al fondo de la habitación. Decidió que, en vez de cruzar por el centro de la estancia, avanzaría a lo largo del perímetro. Así, si se despertaba, habría menos probabilidades de que se topase accidentalmente con él.
Seth reptó a lo largo del perímetro de la habitación con pasitos cortos y sigilosos. La sábana no tapaba los hombros de Vanessa, así que podía ver que no se había cambiado de ropa. Mientras la miraba, le costó hacerse a la idea de que fuese una traidora. Era tan guapa, con su melena negra extendida sobre la almohada.
Seth alcanzó a ver una vara de metal debajo de su mentón. ¡Tenía que ser la llave del objeto mágico! ¡Vanessa dormía encima de ella!
Un pájaro trinó y Seth se detuvo, observando atentamente a la narcoblix. Satisfecho al ver que seguía dormida, avanzó a lo largo de la pared, pasando por delante de numerosas jaulas. Tenía a Vanessa de cara. Lo único que había de hacer era abrir los ojos mientras él se movía, y todo estaría perdido. Finalmente llegó a la mesita de noche, junto a su cama. Encima estaban su cerbatana y tres dardos pequeños. ¿Y si Seth cogía un dardo y se lo clavaba? ¿Los narcoblixes eran inmunes a las pociones somníferas? No merecía la pena correr ese riesgo.
Pero, de todos modos, cogió un dardito diminuto, por contar con algún respaldo.
Otro paso más y ya estaba al lado de Vanessa. Si estiraba el brazo, podría tocarle. Si él estiraba el brazo, podría tocarla. No tenía manera de poder llegar a la llave del objeto. Vanessa estaba parcialmente tumbada encima. Iba a tener que esperar a que cambiase de posición.
Mientras aguardaba, repasó la habitación con la mirada en busca de las llaves de la mazmorra. Había muchas superficies sobre las que podían haberla dejado, ya fuese encima de alguna de las jaulas y terrarios, ya fuera en una mesa o encima de una cómoda. No las veía por ninguna parte. Podía tenerlas guardadas en un bolsillo. O escondidas en algún lugar secreto. O podría ser que las tuviera Errol.
Vanessa seguía respirando acompasadamente, sin dar muestras de ir a cambiar de postura en algún momento. A lo mejor realmente el sueño de los narcoblixes era muy profundo.
Quizá no se moviese en toda la noche. Simplemente, no había forma de extraer la larga llave de debajo de su cuerpo sin despertarla. La mayor parte de la llave estaba bajo la sábana, con ella.
Se fijó en una caja de pañuelos de papel que había en la mesilla de noche. Cogió uno. Al sacarlo de la caja hizo un leve ruido, pero Vanessa ni se inmutó. Seth miró el pañuelo de papel, pero al quedarse inmóvil desapareció, igual que él.
Agitando la mano, volvió a verlo delante de sus ojos y caviló sobre cuál podía ser el mejor modo de cogerlo para que colgase. Iba a ser arriesgado. Podría despertar a Vanessa.
Pero tenía que hacerla cambiar de postura. No daba muestras de ir a moverse voluntariamente.
Inclinándose hacia delante, Seth movió el pañuelo de papel en dirección a la cara de Vanessa. Lenta pero inexorablemente, el papel iba acercándose, hasta que una punta del pañuelo le rozó la nariz. Vanessa chasqueó los labios y se rascó la cara. Seth apartó rápidamente la mano y se quedó quieto. La mujer movió la cabeza a un lado y a otro, musitó algo ininteligible y volvió a respirar como antes. No cambió de postura en lo más mínimo. La llave seguía casi por entero debajo de ella.
Seth aguardó un buen rato. Entonces, se inclinó con el pañuelo y de nuevo lo acercó para hacerle cosquillas en la nariz. Vanessa asió el pañuelo y abrió los ojos de golpe. ¡Había estado esperando este instante! Seth se quedó inmóvil, su mano invisible a menos de treinta centímetros de la cara de Vanessa. Ella miró el pañuelo, luego miró entrecerrando los ojos en dirección a Seth y entonces se giró para mirar al otro lado. Cuando apartó la vista, Seth retiró rápidamente la mano, y se hizo visible por un instante. Por suerte, Vanessa no estaba mirando en su dirección. Le recordó a cuando de más pequeño jugaba al Escondite Inglés. Kendra y él tenían que acercarse sigilosamente a su padre mientras él les daba la espalda. Si les sorprendía moviéndose al darse la vuelta, tenían que retroceder al punto de partida. Ahora había mucho en juego, pero la dinámica era la misma.
Vanessa se sentó en la cama.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, repasando rápidamente toda la habitación con la mirada. Varias veces miró a través de Seth—. ¿Errol? —dijo en voz alta, y alargó el brazo para coger la cerbatana. Cuando aún no la había cogido, rozó con el dorso del brazo a Seth. Retiró la mano a toda velocidad—. ¡Errol! —gritó, al tiempo que se quitaba la sábana de encima de un puntapié.
Con un movimiento rápido, Seth clavó el dardito que tenía en la mano en el brazo de Vanessa. Sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa al verle aparecer de repente, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba levantándose de la cama, pero en vez de eso vaciló, apretó los labios y se desplomó pesadamente en el suelo. Seth cogió la larga llave de la cama. Se alegró al ver que desaparecía junto con él cuando se quedaba quieto.
El chico pudo oír las fuertes pisadas de Errol, que corría por el pasillo. Se apartó de la cama dando un brinco y se quedó inmóvil, justo cuando Errol entraba como una exhalación y veía a Vanessa tumbada en el suelo.
—¡Intruso! —gritó Errol.
Seth se dio cuenta de que seguramente Errol sospechase que ya había huido, así que permaneció totalmente inmóvil. Errol repasó la habitación sin mucha intensidad y salió corriendo al pasillo. Seth oyó que la puerta de la casa se abría; y después, unas fuertes pisadas por las escaleras. ¿El diablillo notaría su olor? ¿Qué debía hacer?
Oyó que abajo una puerta se cerraba de golpe. El diablillo de las escaleras gruñó en tono de urgencia. Seth oyó que Errol se iba por el pasillo a todo correr.
—¡En el estudio! —gritó—. ¡Traedme al intruso!
Seth oyó a Errol bajar las escaleras a toda velocidad. Kendra había hecho una maniobra de distracción, pero ahora iba a tener a todo el mundo pisándole los talones. A Seth no le gustó mucho la perspectiva a la que se enfrentaba su hermana. Apoyó la llave junto a la puerta, cogió un terrario lleno de salamandras azul oscuro y corrió por el pasillo. Pudo oír las arremetidas de los de abajo contra la puerta del estudio.
Desde lo alto de las escaleras, Seth volcó el terrario por encima de la barandilla, sobre el vestíbulo. No se quedó a ver cómo se estrellaba contra el suelo, pero sí que oyó el estrépito del cristal como una bomba y los gritos de Errol. Rápidamente, el chico retrocedió a la habitación de Vanessa. Cogió la llave, cruzó la habitación, soltó el cierre de la ventana y la abrió de un golpe.
El cuarto de Vanessa daba al porche trasero. Seth salió por la ventana al tejadillo del porche. Su única esperanza era que el alboroto hubiese atraído ya a los diablillos del porche al interior de la casa. De lo contrario, estaba a punto de ser apresado. Cerró la ventana, esperando que tal vez así sus perseguidores no pudiesen estar seguros de por dónde había salido. Que ellos supieran, podría haber salido de cualquiera de las otras habitaciones, o incluso haber subido hasta el desván.
Oyó que Kendra llamaba a Mendigo a gritos desde un lado de la casa. Parecía desesperada. Seth se apresuró a alcanzar el filo del tejado del porche. El porche estaba construido por encima del nivel del jardín, de modo que la parte más baja del tejado del porche quedaba fácilmente a unos tres metros del suelo.
Seth arrojó la llave a la hierba. En esto, vio que un trozo del tejado caía sobre un denso arbusto. Dándose la vuelta, se agachó y se aferró al borde del tejado, y se colgó de él, esperando oscilar un poco antes de dejarse caer. El peso de su cuerpo era demasiado para él y no pudo asirse más, de modo que cayó de lado, torpemente, pero aterrizó en el arbusto.
El haber caído de lado encima del arbusto resultó de lo más propicio. Aplastó la planta y esta absorbió el grueso del impacto. Conmocionado, con el corazón en un puño, Seth rodó sobre sí para salir del arbusto, recogió la llave y echó a correr a toda velocidad hacia el bosque, con el albornoz inmenso ondeando a su espalda.
• • •
Tras la espera en silencio, Kendra supo que estaban en un aprieto en cuanto Vanessa empezó a llamar a Errol a voces. Abrió la ventana para estar preparada para una salida rápida.
Entonces Errol chilló algo de un intruso y se dio cuenta de que no habían pillado a Seth. Oyó la puerta principal de la casa y observó que el diablillo subía a toda prisa por las escaleras.
Tenía que hacer algo para distraerlos. Kendra corrió a la puerta del estudio, la abrió y la cerró de un portazo. Corrió el pestillo y se dirigió hacia la ventana, lamentando no llevar puesta más que una sábana. Sacó primero las piernas, de modo que se quedó sentada en el alféizar, y a continuación giró y se impulsó de espaldas. Sus pies descalzos se hundieron en la tierra rica y mullida de un parterre. Por el camino, se le cayó el abrecartas.
A través de la ventana pudo oír que alguien golpeaba la puerta del estudio. La madera empezó a astillarse cuando arremetieron con más fuerza contra la puerta. Sin molestarse en buscar el abrecartas, Kendra echó a correr por la hierba en dirección al bosque. Oyó un estrépito impresionante a su espalda, en el interior de la casa, como si se hubiese hecho añicos un jarrón gigante. Miró atrás, pero siguió sin ver a nadie en la ventana del estudio.
En la primorosa explanada de césped, sus pies descalzos no frenaron su carrera. De hecho, estaba casi segura de que era la vez que más rápido había corrido en su vida, propulsada por el terror. Dentro del bosque sería otro cantar.
Detrás de ella oyó que algo rugía. Miró atrás y vio que la perseguía un diablillo delgado y enjuto, que al parecer acababa de salir por la ventana. Ella había recorrido ya la mitad del jardín en dirección al bosque, pero el diablillo corría muy deprisa.
—Mendigo —gritó Kendra—. ¡Reúnete conmigo en el bosque y protégeme de los diablillos! ¡Deprisa, Mendigo!
A su izquierda, percibió el suave fulgor de unas hadas, que oscilaban y se bamboleaban hasta formar una colorida agrupación.
—¡Hadas, por favor, detened al diablillo! —les pidió Kendra.
Las hadas dejaron de moverse, como si no la viesen, y no acudieron en su ayuda.
Al llegar a la orilla del jardín, a unos pasos de distancia del bosque, Kendra volvió a mirar atrás. El delgado diablillo había avanzado mucho, pero seguía a unos veinte pasos de ella.
Detrás del flaquito, Kendra vio a un diablillo tremendamente gordo que salía como podía por la ventana. Casi no cabía por ella, y cayó de cabeza en pleno lecho de flores.
Mirando hacia delante, Kendra se adentró como una flecha por el borde del bosque.
—¡Mendigo! —volvió a gritar.
Piedras y palos puntiagudos se le clavaban en los pies descalzos. Las hojas y la maleza hacían ruido al pisarlas. En algunas zonas, el suelo estaba embarrado.
Sintió que el diablillo acortaba la distancia con ella, pues oía el chasquido de los palitos y el roce de los arbustos al pasar por ellos. Entonces, a un lado oyó un leve crujido. El diablillo flaco estaba ahora a sólo unos cinco pasos de ella. Kendra no tenía esperanzas de ganarle a la carrera. Escuchó unas pisadas procedentes de la misma dirección desde la que había notado el crujido, sólo que ahora más cerca. Unos arbustos cercanos se separaron por la mitad y apareció Mendigo.
Un fardo golpeó a Kendra en el pecho, y tardó unos segundos en comprender que se trataba de su ropa, la ropa de Seth y la mochila de Tanu. Mendigo despegó del suelo, lanzándose hacia delante en una maniobra voladora que derribó al delgado diablillo a sólo un par de pasos de Kendra. Empezaron a pelear en el suelo.
—Mendigo, detén al diablillo —dijo Kendra—. Pero no le mates.
Al mirar atrás en dirección al jardín, Kendra pudo ver que el diablillo obeso de andares pesados casi había llegado a los primeros árboles. Mendigo había inmovilizado al delgadito en lo que parecía una complicada llave de lucha. Aferrada al atado de ropa, Kendra trató de decidir cuál debía ser su siguiente movimiento. ¿Qué pasaría cuando el diablillo gordo les diese alcance? Era mucho más corpulento que el flaco. A lo mejor podía dejarlo atrás si echaba a correr; sin duda, era más lento. Tampoco era el diablillo que había visto Kendra en la mazmorra.
De los tres, el de la mazmorra era el más musculoso y el que, aparentemente, más peligro tenía.
Otro ser avanzaba hacia ella por entre los árboles, corriendo desde la dirección opuesta a la de Mendigo. Al cabo de unos segundos, vio que aquel ser llevaba puesto un albornoz.
—¡Seth! —exclamó.
Llevaba una vara metálica que no podía ser sino la llave del objeto mágico. Su hermano miró a Mendigo, que luchaba en el suelo con el diablillo, y a continuación vio al diablillo gordo, que se les acercaba a gran velocidad.
—Mendigo —le ordenó Seth—, pártele los brazos.
—¿Qué? —exclamó Kendra.
—De alguna manera hay que pararlos —dijo Seth.
Mendigo cambió de postura y apoyó una de sus rodillas de madera contra la espalda del diablillo flaco, para a continuación girar uno de sus brazos en una posición incómoda y tirar de él con un movimiento rápido. Kendra apartó los ojos, pero oyó el asqueroso chasquido. El diablillo aulló de dolor. Se oyó un segundo crujido.
—Mendigo —dijo Seth—, pártele las piernas y luego haz lo mismo con el otro diablillo.
Kendra oyó otros tantos sonidos desagradables.
Abrió los ojos. El diablillo flaco se retorcía en el suelo con las extremidades dislocadas, y el gordo casi había llegado hasta ellos, abriéndose camino trabajosamente entre la maleza.
Mendigo corrió a su encuentro. El muñeco gigante esquivó un puñetazo y se lanzó contra la criatura. El orondo diablillo agarró a Mendigo en pleno vuelo y lo arrojó a un lado.
Viéndolo de más cerca, Kendra se dio cuenta de que este diablillo no sólo era mucho más ancho y grueso que el otro, sino que al menos le sacaba una cabeza. Mendigo, escabullándose a cuatro patas, se lanzó contra las piernas del diablillo, tratando de desestabilizarlo. El enorme diablillo le pateó, agarró a Mendigo y lo estampó contra un árbol.
Uno de los brazos de la marioneta se soltó de su gozne y cayó al suelo dando vueltas.
Seth, que se había vuelto invisible, apareció de pronto y golpeó al diablillo en un lado de la cabeza con la llave. El enorme bicho se tambaleó de lado y se hincó de hinojos en el suelo, soltando de paso a Mendigo. El muñeco recuperó rápidamente su brazo. El gigantón se dio la vuelta y se levantó, jadeando, frotándose el lado de la cabeza y mirando con unos ojos que echaban chispas. Seth se mantuvo inmóvil y volvió a hacerse invisible.
—Mendigo —dijo Seth—, utiliza esta llave para golpear al diablillo grande.
El niño reapareció momentáneamente al lanzarle la vara metálica a Mendigo. El diablillo se abalanzó sobre Seth, pero Mendigo entró en acción y blandió la llave con mucha más fuerza de la que Seth había sido capaz de reunir.
El diablillo levantó un brazo para parar el golpe, pero el antebrazo se le dobló con el impacto. Convertido en un auténtico torbellino, Mendigo golpeó con la llave la enorme panza del diablillo y a continuación le propinó un buen mazazo en los hombros, cuando se dobló hacia delante.
—Mendigo —dijo Seth—, pártele las piernas, pero no le mates.
El muñeco empezó a aporrear al diablillo derribado, hasta reducirlo, rápidamente.
—Ya basta, Mendigo —dijo Kendra—. Sólo hazles más daño si vuelven a venir por nosotros.
—Vais a pagar por esto —los amenazó el diablillo flacucho apretando mucho los dientes y dirigiendo una fiera mirada a Kendra.
—Vosotros os lo habéis buscado —respondió Kendra—. Mendigo, cógenos y aléjanos del jardín lo más deprisa que puedas.
—Y no pierdas la llave —añadió Seth.
Mendigo se echó a Kendra a un hombro y se colgó a Seth del otro. La marioneta se alejó de la escena más rápido de lo que Kendra o Seth le habían visto correr hasta entonces.
—Mendigo —dijo Kendra en voz baja cuando hubieron dejado atrás a los maltrechos diablillos—, llévanos a la cabaña lo más deprisa que puedas.
—¿Has dicho la cabaña? —preguntó Seth.
—Hay otro diablillo, y me pareció que era el peor de los tres —dijo Kendra.
—Vale, pero ¿no mirarán en la cabaña? —preguntó Seth.
—Los diablillos no pueden entrar en la cabaña —le recordó Kendra.
—De acuerdo —dijo Seth—. Dejé fuera de combate a Vanessa con uno de sus propios dardos.
—Entonces probablemente no vendrán por nosotros de inmediato. Mendigo, si alguien nos persigue y se acerca, déjanos en el suelo y golpéalos con la llave.
Mendigo no dio muestras de haberla oído, pero Kendra tuvo la certeza de que sí lo había hecho. Siguió corriendo en un sprint del que no se cansaba nunca. A Kendra no le importó que las ramas la arañasen al pasar y le desgarrasen la camisa. Eso era preferible a correr descalza.