16

Las puertas de los duendes

Aunque cerca de la abertura del agujero de los duendes la tierra se desmenuzaba al tocarla, enseguida, a medida que el túnel bajaba en pendiente, el terreno se hacía más firme y liso. Cerca de la entrada Kendra y Seth tuvieron que agacharse en algunas zonas, pero al poco rato el túnel aumentó su diámetro y pudieron caminar rectos perfectamente. Al principio, de las paredes y del techo, asomaban raíces, pero conforme descendían, fueron escaseando y el piso del túnel se allanaba. La tierra estaba fría bajo sus pies descalzos.

—No se ve ni torta —dijo Seth.

—Se te acostumbrará la vista —respondió Kendra—. Está oscuro, pero no del todo.

Seth dio una vuelta entera sobre su eje.

—Hacia atrás puedo ver algo de luz, muy poquita, pero hacia delante está negro como boca de lobo.

—Tienes que estar quedándote ciego, yo puedo ver todo el túnel.

—Entonces, ve tú delante.

Kendra se puso la primera y juntos se adentraron por el túnel. No estaba segura de a qué se refería Seth. Estaba oscuro, desde luego, pero llegaba luz suficiente de la entrada incluso para dejar ver la textura de las diferentes piedras incrustadas en las paredes del túnel.

—¿Aún ves algo? —preguntó Seth.

—¿Todavía no se te ha acostumbrado la vista?

—Kendra, está totalmente negro. No hay luz. No te veo. No me veo la mano. Y no puedo ver nada de luz si miro hacia atrás.

Kendra echó un vistazo por encima del hombro. Hacia atrás estaba igual de oscuro que hacia delante.

—¿No ves nada?

—Mi visión nocturna está perfecta, Kendra —respondió Seth—. Cuando fui a la arboleda podía ver bastante bien y allí no había mucha luz. Si todavía ves algo, entonces es que puedes ver en la oscuridad.

Kendra pensó en la noche encapotada en que había estado en el estanque, cuando había dado por hecho que se filtraba luz entre las nubes. Recordó que había podido ver a través de las celdas de la mazmorra que Seth creía que estaban totalmente oscuras. Y ahora, ahí, en las profundidades de la tierra, y pese al crepúsculo cada vez más oscuro del exterior, por mucho que se alejasen de la entrada la luz había dejado de menguar.

—Creo que tienes razón —dijo Kendra—. Todavía veo bastante bien. Hace rato que la luz no ha disminuido.

—Ojalá esas hadas me hubiesen besado a mí un poquito —dijo Seth.

—Alégrate de que uno de los dos pueda ver. Vamos.

El túnel tomó varias curvas a un lado y otro, tras lo cual Kendra se detuvo.

—Veo una puerta al frente.

—¿Impide el paso?

—Sí.

—Entonces, llamemos con los nudillos.

Kendra empezó a andar hacia delante.

—Un momento —dijo Seth—. He perdido el pañuelo. No mires. Aquí está. Vale, sigue.

Un muro curvo tapaba el túnel por completo. En el muro había una puerta ovalada.

Cuando estuvieron más cerca, Kendra probó a abrir con el picaporte. Estaba cerrada con llave.

Así que llamó con los nudillos.

Un segundo después la puerta se abrió rápidamente y Kendra se encontró ante un hombre delgado de su misma altura aproximadamente. Tenía la nariz larga, orejas como hojas y la piel fina, como de bebé. Miró a Kendra y a Seth de arriba abajo.

—Sólo duendes —dijo, y cerró la puerta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Seth—. ¿Has entendido lo que ha dicho?

—Sólo duendes —tradujo Kendra—. Ha abierto la puerta un hombrecillo, ha dicho eso y la ha cerrado. —Llamó a la puerta golpeando con la palma de la mano—. ¡Por favor, necesitamos entrar en la casa, es una emergencia!

La puerta se abrió apenas un resquicio. El hombrecillo escudriñó con un ojo.

—Vamos a ver, ¿a quién se le ocurre aprender rowiano, cuando todo el mundo sabe que los duendes no hablamos con desconocidos?

—¿Rowiano? —preguntó Kendra.

—No te hagas la mosquita muerta conmigo, jovencita. He conocido a unas cuantas hadas y ninfas que sabían los rudimentos de la lengua de los duendes, pero nunca a una humana en miniatura.

—Me llamo Kendra —se presentó ella—. Adoro a los duendes. Cocináis de maravilla y arreglasteis la casa de mis abuelos después de que quedase destrozada.

—Todos hacemos lo que hacemos —dijo el duende humildemente.

—Mi hermano y yo necesitamos desesperadamente entrar en la casa, y esta es la única vía. Por favor, déjanos pasar.

—Este acceso es sólo para duendes —insistió él—. Es posible que el menor de vuestros problemas sea yo. Hay barreras mágicas en el lugar para impedir que otros seres entren en la casa a través de nuestro acceso.

Kendra lanzó una mirada a Seth, que presenciaba la conversación sin entender nada.

—Pero nosotros sí tenemos permiso para entrar en la casa, estamos invitados.

—Qué modo tan curioso de entrar para unos invitados.

—Mis abuelos son los responsables de Fablehaven. Alguien los ha saboteado, así que estamos tratando de meternos para echarles una mano. Tenemos que darnos prisa. Si se pasa el efecto de la poción, nos quedaremos atrapados en vuestro túnel.

—Eso no lo podemos consentir —dijo el duende pensativamente—. Muy bien, en vista de que sois de tamaño duende, y viendo que formáis parte de los ocupantes de la vivienda, y viendo cómo te has explicado tan pacientemente, no veo ningún daño en dejaros pasar. Con una condición: los dos tenéis que poneros vendas en los ojos. Estáis a punto de acceder a una comunidad de duendes. Nuestros secretos son sólo nuestros.

—¿Qué dice? —preguntó Seth.

—Dice que tendremos que vendarnos los ojos.

—Dile que de acuerdo —respondió Seth.

—¿Qué dice? —preguntó el duende.

—Dice que se vendará los ojos.

—Me parece bien —respondió el duende—. Un momento. —El duende cerró la puerta.

Kendra y Seth esperaron. Ella probó a abrir con el picaporte. Estaba cerrado con llave.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Seth.

—No lo sé —dijo Kendra.

Justo cuando Kendra empezaba a plantearse que tal vez acababan de abandonarla, la puerta se abrió.

—Dos vendas —dijo el duende—. Y dos mantas, más de vuestra talla. No puedo soportar que vayáis arrastrando esa tela tan delicada por el suelo.

—¿Qué dice? —preguntó Seth.

—Nos ha traído vendas —respondió Kendra.

—Pregúntale si es preciso que me la ponga si no veo nada de nada tal como estoy —dijo Seth.

—Tú póntela —replicó Kendra—. Y quiere que nos pongamos unas mantas en lugar de los pañuelos.

Kendra y Seth cambiaron los pañuelos por las mantas, procediendo de tal manera que estuvieron todo el tiempo estrategicamente tapados. A continuación, el duende les ató las vendas.

—Yo seré tu guía, querida —dijo a Kendra una voz de mujer—. Pon una mano en mi hombro.

—Dile a tu amigo que yo le guiaré —dijo la voz de un duende varón.

—El será tu guía, Seth.

Los duendes, con ellos detrás, cruzaron la puerta y siguieron por el túnel. Al cabo de poco rato, el suelo se volvió duro. Parecía piedra pulida. Incluso con la venda puesta, Kendra percibió que habían llegado a una zona iluminada. De vez en cuando, los duendes les daban indicaciones como «sube un escalón» o «agacha la cabeza», que Kendra transmitía a Seth. A veces, oía murmullos, como si su paso despertase comentarios susurrados entre una muchedumbre.

Cuando llevaban un rato caminando, el fulgor se apagó y el suelo pulido pasó otra vez a ser de tierra. Los duendes se detuvieron. El duende hombre les quitó las vendas. Se encontraban delante de una puerta muy parecida a la anterior.

—¿Estás a oscuras? —preguntó Kendra.

—No veo ni torta —dijo Seth.

—Seguid por este pasadizo, simplemente —les indicó el duende—. Os conducirá directamente a las mazmorras. Supongo que conocéis el camino desde allí. No sé deciros si alguna barrera os cortará el paso. Tendréis que correr ese riesgo.

—Gracias —contestó Kendra.

—Aquí tienes tu ropa —dijo la duende.

Le tendió un precioso vestido y un par de mocasines, todo ello confeccionado con la seda del pañuelo. Kendra aceptó el vestido, y la duende le tendió a Seth una camisa, una chaqueta, unos pantalones y unas zapatillas hechas del mismo material.

—Vaya, esto sí que es improvisar —dijo Kendra—. Esta ropa tiene una pinta increíble.

—Todos hacemos lo que hacemos —respondió la duende, con una leve reverencia.

Los duendes sostuvieron en alto las mantas de manera que Kendra y Seth pudiesen gozar de intimidad mientras se ponían la ropa. Kendra no podía creerse lo bien que le iba el vestido.

—Justo de mi talla —dijo Seth, calzándose las zapatillas.

Kendra se volvió hacia el pomo de la puerta y abrió.

—Gracias otra vez —dijo.

Los duendes cabecearon, con expresión amable. Ella y Seth cruzaron el umbral, cerraron la puerta tras de sí e iniciaron el recorrido del tenebroso túnel.

—Son las prendas de ropa más sedosas que he visto en mi vida —comentó Seth—. Las utilizaré de pijama.

—Si te tomas una loción empequeñecedora cada noche —le recordó Kendra.

—Oh, es verdad.

Finalmente paredes curvilíneas de tierra del túnel dieron paso a la piedra y el pasillo adoptó una forma más cuadrada. El aire empezó a oler menos a tierra y más a frío y humedad.

—Creo que nos estamos acercando —dijo Kendra.

—Bien. Estoy hasta la coronilla de la oscuridad —respondió Seth.

—No estoy segura de que la mazmorra vaya a estar mejor iluminada —intervino Kendra.

—A lo mejor, de alguna manera, encontramos un interruptor de luz —dijo él.

—Ya se verá.

El pasillo terminaba en una puerta de bronce decorada con unos elaborados grabados.

—Creo que hemos llegado —dijo Kendra.

Intentó mover el picaporte y la puerta se abrió de par en par, mostrando al otro lado una sala iluminada con la trémula luz de un fuego. Dado que el origen de la luz quedaba a la izquierda, en la misma pared en la que estaba la puertecilla, todavía no podían ver de qué se trataba.

—Ya veo —susurró Seth, entusiasmado.

—Creo que hemos debido de cruzar las barreras —dijo Kendra.

Seth pasó por delante de ella y entró en la habitación. Al igual que las paredes, el suelo estaba formado por bloques de piedra unidos entre sí mediante argamasa. Seth miró a su izquierda.

—Eh, es la habitación en la que preparan el…

De repente, una mano gigante llena de venas le cogió. El guante que portaba cayó al suelo y Seth se perdió de vista.

—¡Seth! —exclamó Kendra. Una segunda mano se metió por la puerta en dirección al túnel. Ella intentó esquivar los dedos apresadores y batirse en retirada, pero la hábil mano la agarró sin dificultad.

La mano sacó a Kendra del túnel y la levantó por el aire.

Con el cuerpo tan menudo, la habitación le pareció inmensa. Cuando vio el gran caldero borboteando a fuego lento, se dio cuenta de que se trataba de la sala en la que los trasgos hacían su brebaje, ni más ni menos. Iluminado por la titilante luz del fuego, Kendra reconoció a su captor: era Slaggo.

—Voorsh, he pillado a unos bichos extraviados, para endulzar el potaje —chirrió Slaggo con su voz gutural.

—¿Estás tonto? —respondió Voorsh con desdén—. Nada de coger duendes. —Estaba sentado a una mesa, en un rincón, mondándose los dientes con un cuchillo.

—Ya lo sé, imbécil —refunfuñó Slaggo—. No son duendes. Huélelos.

Kendra estaba tratando de zafarse de los dedos que la tenían apresada. No servía de nada; eran más gruesos que su pierna y estaban recubiertos de callos duros como la piedra.

Slaggo la acercó al hocico de Voorsh y este la olisqueó un par de veces: las aletas de la nariz se le ensancharon.

—Huele a persona —dijo Voorsh—. Su aroma me resulta familiar…

—Somos Kendra y Seth —gritó ella con su aguda vocecilla—. Nuestros abuelos son los responsables de Fablehaven.

—Habla goblush —dijo Slaggo.

—Creo que es un diablillo —se rio Voorsh entre dientes.

—Tenéis que ayudarnos —gritó Kendra.

—Menos humos —respondió Slaggo—. No estás en situación de darnos órdenes. Ya me acuerdo de estos dos. Ruth los trajo por aquí no hace mucho.

—Razón tienes —coincidió Voorsh—. Y teniendo en cuenta cuánto han cambiado las cosas…

—¿Qué quieres decir con «cuánto han cambiado las cosas»? —chilló Kendra.

—Quiere decir que en vista de que sus señorías ahora son prisioneros en su propia mazmorra —dijo Slaggo—, podría ser una buena travesura el verlos tragar su propia carne.

—Me has leído el pensamiento —gorjeó Voorsh.

—¿Qué dicen? —preguntó Seth.

—Están hablando de cocinarnos vivos —dijo Kendra—. Los abuelos están prisioneros aquí.

—Si nos cocináis, lo pagaréis —gritó Seth—. Seréis culpables de asesinato. ¡Nuestros abuelos no estarán prisioneros toda la vida!

—Este habla como las personas —gruñó Slaggo.

—Tiene sentido —suspiró Voorsh.

—No podéis cocinarnos —les dijo Kendra—. El tratado nos protege.

—Cualquier intruso que se cuele en nuestra mazmorra pierde todos sus escudos —explicó Voorsh.

—Pero puede que el mocoso tenga razón con lo de Stan y Ruth —dijo Slaggo.

—Por supuesto, si Stan y Ruth no se enteran, cabe pensar que no podrán castigarnos —musitó Voorsh.

—¿Por qué no liberáis a mis abuelos? —sugirió Kendra—. Ellos son los responsables legítimos de este lugar. Os recompensarán.

—Vanessa liberó a los diablillos grandes —graznó Slaggo—. Ella es la que domina la situación.

—Además, no podríamos soltar a Stan aunque quisiéramos —dijo Voorsh—. No tenemos las llaves de los calabozos.

—Así que muy bien podemos divertirnos un rato —dijo Slaggo, y estrujó tanto a Kendra que le crujieron las costillas.

—Si nos dejáis ir, a lo mejor podemos ayudar a nuestros abuelos —insistió Kendra—. Vanessa aquí no tiene autoridad real. Tarde o temprano, mis abuelos volverán a hacerse con el mando. Y cuando lo hagan, os recompensarán generosamente por habernos ayudado en este momento.

—Palabras desesperadas de una presa acorralada —soltó Slaggo, acercándose a zancadas al caldero del brebaje gris pardo.

—Espera, Slaggo, tal vez la niña tenga razón —dijo Voorsh.

Slaggo vaciló al llegar al caldero. Un vapor caliente y apestoso subía de él, y empapó a Kendra. Ella miró a Seth, que le devolvió una mirada de preocupación. Slaggo se volvió para mirar a Voorsh de frente.

—¿Tú crees?

—Stan y Ruth han recompensado nuestra lealtad en el pasado —dijo Voorsh—. Si salvamos a sus retoños, la gratificación podría ser mayor que la que tendríamos viendo a estos mocosos bullendo en el caldo.

—¿Un ganso? —preguntó Slaggo, esperanzado.

—O mejor. Esto valdría mucha gratitud, y Stan siempre ha sido justo en sus tratos.

—Estoy segura de que os lo compensarán inmensamente —insistió Kendra.

—Dirías lo que fuera con tal de salvar el pellejo —gruñó Slaggo—. De todos modos, mis oídos están de acuerdo con Voorsh. Probablemente Stan recuperará el poder, y tiene un historial de justas compensaciones a sus espaldas.

—¿Podríais llevarnos a su celda? —preguntó Kendra.

Seth la miró como si estuviera loca.

—No saldría bien si la nueva ama nos pillase ayudando al enemigo —dijo Voorsh.

—Si nos lleváis a la celda, podéis estar seguros de que Stan valorará plenamente vuestra participación —dijo Kendra—. Siempre podéis salir corriendo si aparece alguien.

—A lo mejor no pasa nada —murmuró Slaggo—. ¿Podéis mantener el pico cerrado mientras vamos para allá?

—Absolutamente —respondió Kendra.

—¿Te has vuelto loca? —le dijo Seth entre dientes.

—Esto podría hacernos ganar un montón de tiempo —le respondió Kendra susurrando.

—Si os pillan, no digáis que os hemos ayudado nosotros —dijo Voorsh.

—Descuida —respondió Kendra.

—Porque podríamos poneros las cosas muy difíciles si nos metéis en un apuro —la amenazó Slaggo.

—Si nos cogen, os mantendremos al margen —le prometió Kendra.

—Asegúrate de que el otro lo ha entendido —dijo Voorsh—. A mí se me traba la lengua cuando me pongo a hablar vuestro asqueroso idioma.

Kendra explicó la situación a Seth, quien afirmó estar totalmente de acuerdo. Slaggo los cogió a los dos con una mano.

—¿No podrías agarrarnos con menos fuerza? —preguntó Kendra.

—Da gracias de que no te aplaste —replicó Slaggo, relajando ligeramente la tensión con que los tenía apresados.

—Dile que coja el guante —dijo Seth.

—¿Podrías también recoger ese guante del suelo? —preguntó Kendra—. Lo vamos a necesitar cuando recuperemos nuestro tamaño.

—He entendido perfectamente bien al otro —repuso Slaggo—. Me parece a mí que entiendo más idiomas que vosotros dos juntos. ¿Para qué os puede servir un guante? —Se agachó y lo cogió del suelo.

—Es mejor que nada —respondió Kendra débilmente.

Slaggo meneó la cabeza.

—Enseguida vuelvo —dijo a Voorsh—. No te olvides de darle vueltas al potaje.

—Que no te descubra nadie —le advirtió Voorsh—. Trágatelos si es menester.

Slaggo cogió una antorcha y la prendió con la lumbre. Salió de la habitación y avanzó rápidamente por el pasillo. Cuando llegó al final, dobló por una esquina y continuó. Pasaron por delante de la Caja Silenciosa que les había enseñado la abuela. Kendra daba gracias a cada celda que dejaban atrás, pues significaba que avanzaban hacia la parte delantera de las mazmorras. Si ella y su hermano volvían a su tamaño natural antes de conseguir alcanzar la cocina, se verían atrapados en el subsuelo, lo que quería decir que cada segundo que pasaba era decisivo.

—Ya hemos llegado —dijo Slaggo en voz baja, y los depositó en el suelo delante de la puerta de un calabozo—. Y ahora cumplid vuestra palabra y no nos metáis en ningún lío. —Dejó el guante de la invisibilidad en el suelo, a su lado—. Si todo va bien, otorgadle el mérito a quienes les corresponde de verdad.

Mientras el trasgo se escabullía sigilosamente, llevándose la antorcha consigo, Kendra y Seth se colaron por la gatera que servía para meter las bandejas de comida.

—¡Abuelo, abuela! —exclamó Kendra.

—¿Es esa Kendra? —dijo el abuelo Sorenson—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Kendra no está sola —dijo Seth—. Nos hemos encogido.

—¿Seth? —dijo la abuela Sorenson, contiendo la respiración y con voz temblorosa de emoción—. Pero ¿cómo?

—Coulter volvió en sí justo antes de que la aparición nos apresase —dijo Seth—. Me dio un capullo mágico que me envolvió. Olloch me engulló como si fuese una pastilla. Entré por un extremo y salí por el otro.

—Lo cual tuvo que bastar para el hechizo y lo habrá inmovilizado —dijo el abuelo—. ¡Menudo golpe de suerte! No puedo expresar el alivio que siento. Tengo muchas más preguntas, pero poco tiempo para hacerlas. Habéis podido entrar por las puertas de los duendes, ¿no?

—Huí con la mochila de pociones de Tanu —dijo Kendra—. Nos hicimos pequeñitos. ¿Sabéis cuánto dura el efecto?

—No lo sabría decir —respondió el abuelo.

—¡Qué niños más listos! —exclamó la abuela—. Será mejor que os deis prisa si queréis subir a la casa. El embrujo no durará eternamente.

—Queremos recuperar la llave del objeto mágico —dijo Seth.

—¿La tienen ellos? —preguntó Kendra.

—Me temo que sí —dijo el abuelo—. Estaba hablando con vuestra abuela y ella no recuerda ciertas conversaciones recientes. Antes de que pusiéramos a Vanessa al descubierto, creo que controlaba a vuestra abuela para sacarme información a mí. Eso explicaría cómo anotó aquellos nombres en el registro. Recuerdo que Ruth me pidió que le confirmase dónde estaba escondida la llave de la cámara, y que le recordase también la combinación que abre el desván secreto.

—Yo no recuerdo haber formulado ninguna de esas preguntas —dijo la abuela.

—Con toda esa información, Vanessa ya debería tener la llave en su poder —afirmó el abuelo.

—¿Saben dónde está el registro? —preguntó Kendra—. ¿Pueden dejar pasar a más gente a la reserva?

—No creo que sepan dónde está escondido ahora el registro —dijo el abuelo—. Pero han liberado al menos a uno de los diablillos grandes, un animal que ocupaba esta misma celda, el bestia que me partió la pierna.

—Yo creía que esta era la celda del diablillo —respondió Kendra—. El que me gritaba mientras la abuela nos mostraba las mazmorras.

—Así es, querida —dijo la abuela.

—Teníamos a otros dos diablillos grandes cautivos, así que podéis estar seguros de que también a ellos los ha soltado —afirmó el abuelo—. Además, seguramente a estas alturas cuenta con ayuda de Christopher Vogel y no me extrañaría que siguiera dominando a Tanu. Chicos, vais a tener que andaros con muchísimo cuidado.

—Dale y Coulter están aquí abajo, en otra celda —dijo la abuela—. Voorsh ha tenido la amabilidad de confirmárnoslo.

—Esos trasgos han estado a punto de cocinarnos vivos —dijo Seth—. Pero Kendra les dijo que les recompensaríais si nos ayudaban. Así que nos han ayudado. Creo que quieren un ganso.

—Les regalaré diez gansos si salimos de esta —dijo el abuelo—. Deprisa: ¿Cuál es vuestro plan?

—Vamos a hacernos con la llave del objeto mágico y luego vendremos a liberaros —contestó Seth—. Tenemos el guante de la invisibilidad de Coulter, así que cuando volvamos a hacernos grandes podremos seguir actuando con astucia.

—Por lo menos uno de los dos —dijo Kendra.

—La llave de la cámara es enorme, como una vara —los informó el abuelo.

—¿De metro y medio de largo, más o menos? —preguntó Seth.

—Más bien dos metros —dijo el abuelo—. Es más alta que yo. Vanessa la tendrá siempre cerca de ella. Estad alerta, es sumamente peligrosa. Seth, no te hagas ilusiones: tanto si controla a Tanu como si no, no tienes ninguna posibilidad frente a ella en una pelea en igualdad de condiciones. ¿Habéis visto las llaves de la mazmorra?

—Sí —respondió Kendra.

—Las teníamos colgadas de un ganchito, al lado de nuestra cama —dijo el abuelo—. Puede que Vanessa también las lleve encima. Dependiendo de cómo se desarrolle todo, tal vez os resulte imposible regresar junto a nosotros con ellas. Excepto para los duendes, sólo hay un modo de salir de aquí, así que fácilmente podríais quedar apresados aquí abajo con nosotros. En el peor de los casos, coged la llave del objeto mágico y escapad de la reserva. Cabe esperar que la Esfinge dé con vosotros.

—Si falla todo lo demás, dejad la llave del objeto mágico y poneos a salvo —dijo la abuela. Y se volvió hacia su marido—. Será mejor que les dejemos marchar ya.

—Por supuesto que sí. Si la poción deja de hacer efecto antes de que lleguéis a la cocina, todo estará perdido.

—Veréis que los duendes cuentan con su propia escalera —les advirtió su abuela—. Buscad el hueco al pie de las escaleras.

—¿Podéis ver por dónde vais, en medio de la oscuridad? —preguntó el abuelo.

—Kendra ve en la oscuridad —respondió Seth.

—Creo que es otra cosa de hadas —dijo ella.

—Entonces, ¿conoces el camino? —preguntó la abuela.

—Creo que sí —respondió Kendra—. Salimos por la puerta, giramos a la derecha, luego a la izquierda, luego a la derecha, y cruzamos otra puerta y subimos por las escaleras.

—Buena chica —dijo su abuelo—. Daos prisa.

Kendra y Seth volvieron a salir por la gatera de la puerta.

—¡Buena suerte! —les deseó la abuela—. Estamos muy orgullosos.