15

Asistencia satírica

Seth se sentó ante la mesa, frente a Kendra, con cara de absoluta perplejidad. Después de contarle a su hermana lo del capullo y lo de su paso a través del cuerpo de Olloch, ella le había explicado cómo Vanessa había quedado al descubierto mientras se encontraba ausente.

—Vanessa controlaba a Coulter —dijo—. Por eso de repente estaba como desorientado. Se despertó con la aparición casi encima de nosotros, y aun así se las apañó para salvarme.

—Si nos dormimos, tal vez pueda controlarnos a nosotros —advirtió Kendra.

—¿Cómo? —Cogió otra galleta del plato que Kendra había dejado en el centro de la mesa. Su hermana había descubierto las galletas en un armario de la cocina.

—Como es una narcoblix, creo que los drumants eran una maniobra de distracción para poder mordernos en mitad de la noche sin que nadie se preocupase por las picaduras. Te picaron a ti. Y a mí. Y a Coulter. Y a Tanu. Pero ¿quién sabe si todas esas picaduras eran realmente de drumants?

—Apuesto a que estás en lo cierto —dijo Seth, masticando la galleta—. ¿Sabes?, me quedé dormido en un par de ocasiones dentro del capullo. Una de las veces bastante rato. Ella podría saber que sigo con vida.

—Para estar seguros, será mejor que no nos durmamos hasta que hayamos resuelto este problema —dijo Kendra.

—Pareces cansada —respondió Seth—. Tienes los ojos enrojecidos.

—Vanessa me dio un somnífero ayer, y dormí prácticamente todo el día. Pero, bueno, luego he estado despierta toda la noche, y hoy no he querido arriesgarme a echar ni una siesta. —Kendra bostezó—. Estoy tratando de no pensar en ello.

—Bueno, yo dormí profundamente después de que Olloch me… expulsase, así que debería poder tirar toda la noche —dijo Seth—. Estoy de acuerdo con que es preciso liberar a los abuelos, pero también necesitamos encontrar la llave y mantenerla lejos del alcance de Vanessa. Debemos proteger el objeto mágico.

—Que nosotros sepamos, es posible que ya tenga la llave en su poder —dijo Kendra—. ¡Hasta podría tener también el objeto mágico!

—Lo dudo. Le costará pasar por delante de aquella aparición. El bicho ese me dejó petrificado de puro terror. No podía hacer nada para evitarlo. Pero quizá Vanessa conozca algún truco.

—No puede ser tan fácil para ella —dijo Kendra—. Creo que os envió a Coulter y a ti a la arboleda a modo de experimento. No estoy muy segura de que sepa lo que está haciendo.

—Bueno, si envió a Coulter, es posible que envíe a otros —dijo Seth—. Ella y ese tal Christopher Vogel están aquí para apoderarse del objeto mágico. Si no los detenemos, encontrarán la manera. Y podrían hacer daño a todos los que capturen por el camino.

—¿Crees que deberíamos espiarlos?

—Inmediatamente. Mientras tengamos un poco de luz. No tenemos tiempo que perder.

Kendra asintió con la cabeza.

—Vale, tienes razón. —Se levantó de la silla y apoyó una mano en el hombro de Warren—. Vamos a ir a la casa, Warren. Volveremos. —Él le sonrió con la mirada ausente.

—Conozco algunas de estas pociones —dijo Seth, señalando las que había en la mesa.

—¿Sabes qué sentimiento corresponde a cada una? —preguntó Kendra.

—Estoy bastante seguro —dijo él—. Y sé que estas te hacen diminuto. Algo menos de treinta centímetros de alto. Y esta es un antídoto contra la mayoría de los venenos. Y esta otra te hace resistente al fuego. ¿O era esta otra?

—¿Sabes cuál es la del miedo? —preguntó Kendra—. Podría venirnos bien tenerla a mano.

—La del miedo es esta —respondió Seth, cogiendo uno de los frasquitos—. Pero deberíamos llevarlas todas. —Empezó a guardar las pociones en el morral—. Oh, y este frasco contiene algo importante. —Seth desenroscó la tapa de un frasquito. Mojó un dedo en su contenido y al retirarlo tenía una pasta amarillenta. Chupó la pasta de la yema del dedo.

—¿Qué era eso? —preguntó Kendra.

—Mantequilla de morsa —dijo Seth—. Elaborada con leche de morsa de una reserva de Groenlandia. Actúa como la leche. Es lo que toma Tanu cuando está sobre el terreno.

—Con suerte aún no habrán encontrado la llave —comentó Kendra—. El abuelo la escondió en otro sitio. Por supuesto, también es posible que nosotros mismos no podamos encontrarla.

—Ya pensaremos en algo —dijo Seth—. En realidad, no podemos trazar ningún plan hasta que comprobemos qué es lo que está pasando. Debería poder usar el guante para echar un buen vistazo.

Kendra se dirigió a la puerta, la abrió y le dijo al muñeco gigante:

—Mendigo, obedece todas las órdenes que te dé Seth como si fuese yo quien te las da. —Se volvió hacia Seth—. ¿Listo?

—Un momento —dijo su hermano, mientras colocaba cuidadosamente las últimas pociones en la mochila. Se quedó con la poción del miedo en la mano—. He perdido el kit de emergencias, pero he ganado una bolsa llena de pociones mágicas y un guante de la invisibilidad. No está mal el cambio.

Salieron de la cabaña.

—Mendigo —dijo Kendra—, llévanos a Seth y a mí al jardín lo más deprisa y cómodamente que puedas, procurando que nadie nos oiga ni nos vea.

La marioneta de madera se puso a Seth sobre un hombro y a Kendra sobre el otro. Sin la menor señal de esfuerzo, Mendigo trotó liviano por el camino que bajaba desde la cabaña.

Agazapados, mirando muy bien por dónde pisaban, Kendra y Seth se acercaron al jardín. Mendigo se quedó esperando varios pasos por detrás de ellos, con órdenes de ir a buscarlos para llevarlos de vuelta a la cabaña si le llamaban. Kendra había intentado hacerle entrar en el jardín, pero la marioneta había sido incapaz de poner un pie en la hierba. La misma barrera que había impedido entrar a Olloch en el jardín actuaba para el limberjack.

Seth se acuclilló tras un arbusto frondoso, cerca del límite del bosque. Kendra se colocó detrás de él.

—Echa un vistazo al porche —susurró él.

Kendra sacó la cabeza para mirar por encima del arbusto, pero Seth tiró de ella hacia abajo.

—Mira a través del arbusto —susurró con fuerza. Ella se pegó y se apartó varias veces de la planta hasta que encontró un hueco por el que pudo divisar el porche—. Diablillos —susurró.

—Dos —dijo Seth—. De los grandes. ¿Cómo han podido entrar en el jardín?

—Ese grandote se parece al diablillo de las mazmorras —dijo Kendra—. Apuesto a que los dos estaban prisioneros. No entraron en el jardín desde el bosque, salieron del sótano.

—Ya hemos visto de lo que son capaces —afirmó Seth, apartándose del arbusto—. Los diablillos son de armas tomar. No podemos arriesgarnos a que nos vean.

Kendra se retiró junto a Seth al lugar donde Mendigo los esperaba. Las sombras eran alargadas ahora que el sol bajaba hacia el horizonte.

—¿Cómo vamos a pasar por delante de ellos? —preguntó Kendra.

—No lo sé —respondió Seth—. Son rápidos y fuertes. —Se puso el guante y desapareció—. Iré a echar un vistazo más de cerca.

—No, Seth. Están montando guardia. Te verán. No puedes quedarte quieto y huir al mismo tiempo.

—Entonces, ¿tiramos la toalla?

—No. Quítate el guante. —No le agradaba hablar con esa voz sin cuerpo.

Seth reapareció.

—No estoy seguro de que tengamos muchas opciones. Es la puerta principal, la puerta de atrás o una ventana.

—Hay otra manera de entrar —dijo Kendra—. Y a lo mejor podemos utilizarla.

—¿Qué manera?

—Las puertas de los duendes. Por ellas se baja a la mazmorra.

Seth frunció el entrecejo, pensativo.

—Pero ¿cómo…? Espera un momento: las pociones.

—Nos encogemos.

—Kendra, es la mejor idea que has tenido en tu vida.

—Pero hay un problema —respondió ella, cruzándose de brazos—. No sabemos por dónde entran los duendes. Sabemos que cruzan a la mazmorra y que entran en la cocina, pero no sabemos por dónde acceden.

—Eso es cosa mía —dijo Seth—. Vamos a preguntarles a los sátiros.

—¿Crees que nos ayudarán?

Seth se encogió de hombros.

—Tengo una cosa que ellos quieren.

—¿Sabes cómo encontrarlos?

—Podemos probar en la cancha de tenis. Si no da resultado, hay un sitio en el que les dejo los mensajes.

—Me pregunto si las hadas me lo dirían —comentó Kendra.

—Si consigues que alguna quiera hablar contigo… —dijo Seth—. Vamos, si nos damos prisa, podremos llegar antes del anochecer. No queda lejos.

—¿De verdad han hecho una cancha de tenis?

—Y bien chula. Ya lo verás.

Seth ordenó a Mendigo que los cogiese y a continuación guio al muñeco de madera por el perímetro del jardín hasta el sendero que los llevaría hasta la cancha de tenis. Mendigo trotó por el camino; le sonaban todos los resortes. Al acercarse a la cancha oyeron una discusión.

—Ya te lo he dicho: está demasiado oscuro, tendremos que dar el partido por finalizado —decía una voz.

—¿Y tú dices que así estamos empatados? —replicó la otra voz en tono de incredulidad.

—Es la única conclusión justa.

—¡Voy ganando yo 6-2, 6-3, 5-1! ¡Y el servicio es mío!

—Doren, tienes que ganar tres sets enteros para ganar el partido. Da gracias. Estaba preparándome para iniciar el ataque.

—¡El sol ni siquiera se ha puesto!

—Está detrás de los árboles. Con estas sombras no puedo ver la pelota. Has jugado unos cuantos juegos buenos. Te aseguro que habrías tenido la oportunidad de ganar si hubiésemos seguido. Tristemente, la naturaleza ha intervenido.

Mendigo salió del camino en cuanto Seth se lo indicó y siguió entre la maleza en dirección a la cancha escondida.

—¿No podemos empezar mañana donde lo hemos dejado? —intentó la segunda voz.

—Por desgracia, el tenis es un juego de inercia. Retomar el partido en frío no sería justo ni para ti ni para mí. Te diré lo que vamos a hacer: mañana empezaremos antes, así podemos jugar un partido entero.

—Y supongo que si tú vas perdiendo y ves una nube en algún lugar del cielo, dirás que hay probabilidades de que llueva y darás el partido por terminado. Sirvo yo. Si quieres, puedes devolvérmela, o si quieres puedes quedarte ahí parado.

Mendigo se abrió paso entre los arbustos que rodeaban la cancha de tenis. Doren estaba en posición para servir. La raqueta que había partido durante la refriega con Olloch había sido primorosamente arreglada y encordada de nuevo. Newel estaba junto a la red.

—Hola —los saludó Newel—. Mira, Doren, tenemos visita. Kendra, Seth y… el muñeco ese de Muriel tan raro.

—Chicos, ¿os importa si sirvo para el último juego? —preguntó Doren.

—¡Pues claro que les importa! —bramó Newel—. ¡Menuda descortesía, preguntar eso!

—Estamos un poco apurados —dijo Kendra.

—No tardaremos nada —respondió Doren, guiñándole un ojo.

—Con esta oscuridad, un juego podría bastar para provocarnos una lesión seria —insistió Newel, a la desesperada.

—No está tan oscuro —observó Seth.

—El juez de línea dice que deberíamos seguir jugando —dijo Doren.

Newel agitó un puño en dirección a Seth.

—Vale, un último juego, y el que gane gana el partido.

—Me parece bien —respondió Doren.

—Eso no es justo —murmuró Kendra.

—No pasa nada —dijo Doren—. No ha roto mi servicio en todo el día.

—¡Basta de cuchicheos! —gritó Newel, con malas pulgas.

Doren lanzó la pelota, que pasó a toda velocidad por encima de la red. Newel devolvió el trallazo con un globo suave, lo que le permitió a Doren subir a toda velocidad a la red para golpear la bola con un ángulo endiablado imposible de devolver. Los dos servicios siguientes de Doren fueron dos puntos de saque directo. En cuanto al cuarto servicio, Newel lo devolvió ágilmente, pero después de una fiera volea Doren ganó el punto con un malicioso tiro con efecto que tocó el suelo antes de que Newel lograse alcanzarla.

—¡Juego, set, partido! —anunció Doren, victorioso.

Gruñendo, Newel corrió al cobertizo y se lio a raquetazos contra la pared. El marco se partió y varias cuerdas se saltaron.

—Buuuuu —lanzó Seth—. Qué poco espíritu deportivo.

Newel paró y levantó la vista.

—Esto no tiene nada que ver con el espíritu deportivo. Desde que los duendes le arreglaron la raqueta, sus disparos tienen más efecto. Yo sólo quiero equilibrar el campo de juego.

—No sé, Newel —dijo Doren, lanzando su raqueta al aire y volviendo a cogerla—. Hace falta ser un sátiro como es debido para manejar una raqueta de este calibre.

—Aguarda y verás —replicó Newel—. La próxima vez jugaremos a plena luz del día, ¡y tendremos un equipo comparable!

—Tiene gracia que hayáis mencionado a los duendes, chicos —intervino Seth—. Necesitamos un favor.

—¿Implica ese favor que algún demonio nos destroce el cobertizo? —preguntó Newel.

—Ya me ocupé de Olloch —dijo Seth—. Necesitamos saber cómo los duendes entran en la casa.

—Por las puertecitas —respondió Doren.

—Se refiere a que necesitamos saber por dónde acceden, para que podamos pasar por sus puertecitas —aclaró Kendra.

—Perdona que te diga, pero igual os tenéis que estrujar un poco —dijo Newel.

—Tenemos unas pociones para encogernos —respondió Seth.

—Vaya niños más ingeniosos —comentó Doren.

Newel los miró detenidamente, con mirada astuta.

—¿Por qué ibais a querer entrar así en la casa? Puede que haya barreras que os lo impidan. ¿Y quién dice que los duendes os dejarán pasar? Son muy suyos.

—Tenemos que colarnos dentro —les explicó Kendra—. Vanessa es una narcoblix. Drogó a nuestros abuelos y se apoderó de la casa. ¡Y es probable que lo siguiente sea intentar destruir Fablehaven!

—Un momento —dijo Doren—. ¿Vanessa? ¿Vanessa la que está como un tren?

—Vanessa la que nos ha traicionado a todos —le corrigió Kendra.

—No estoy seguro de lo que les parecería a los duendes que os dijéramos dónde tienen su entrada secreta —dijo Newel, y empujó con la lengua la cara interna de su mejilla, al tiempo que le guiñaba un ojo a Doren.

—Es verdad —respondió su amigo, moviendo afirmativamente la cabeza con aire sabio—. Violaríamos la sagrada confianza que han depositado en nosotros.

—Ojalá pudiéramos ayudaros —dijo Newel, entrelazando las manos—. Es que una promesa es una promesa.

—¿Cuántas pilas queréis? —preguntó Seth.

—Dieciséis —respondió Doren.

—Trato hecho —dijo Seth.

Newel dio un codazo a Doren.

—Veinticuatro, es lo que quería decir.

—Ya hemos cerrado el trato con dieciséis —repuso Seth—. Podríamos rebajarlo.

—Me parece justo —dijo Newel, que dedicó una mirada ladina a Seth—. Entiendo que has dicho pilas que llevas encima.

—Las tengo en mi cuarto —le corrigió Seth.

—Entiendo —dijo Newel, que le miró con gesto histriónico, frunciendo mucho el entrecejo—. ¿Supón que os atrapan y que nunca volvéis? Nos quedamos sin dieciséis pilas y encima hemos roto nuestra sagrada promesa con los duendes. Podría aceptar dieciséis en mano, pero si estamos hablando de un pago demorado, entonces tendremos que subirte la tarifa en un cincuenta por ciento.

—Vale, veinticuatro —accedió Seth—. Os pagaré lo antes posible.

Newel le agarró de la mano y se la estrechó vigorosamente.

—Enhorabuena. Acabáis de conseguir una entrada secreta.

—Bueno, en serio —dijo Doren—. ¿Qué hace aquí esta marioneta?

• • •

Caía la noche cuando los sátiros, Kendra, Seth y Mendigo llegaron al camino de coches de la casa principal, no lejos de la verja delantera de Fablehaven. Kendra había visto el destello de unas pocas hadas en el bosque, pero cuando había tratado de llamar su atención, estas habían huido a toda velocidad.

—Ahora sí que diría que está oscureciendo —dijo Doren.

—Ahórratelo —replicó Newel, arrodillándose junto a un árbol y señalando al frente—. Seth, sigue recto no más de veinte pasos y encontrarás un árbol con la corteza de una tonalidad rojiza. Al pie, entre una horquilla formada por las raíces, verás un agujero de buen tamaño. Esa es la entrada que estáis buscando. No me echéis a mí la culpa si no os reciben con una alfombra roja.

—Y no les digáis que os dijimos nosotros cómo dar con ellos —dijo Doren.

—Pero sé bueno y déjales esto cerca de la entrada —dijo Newel, tendiéndole a Seth su raqueta recién destrozada.

—Gracias —dijo Kendra—. Seguiremos solos desde aquí.

—A no ser que queráis ayudarnos —tanteó Seth. Newel se estremeció.

—Ah, sí, eso, verás, es que tenemos una cosilla…

—Se lo prometimos a unos amigos —intervino Doren.

—Lo teníamos planeado desde hace un tiempo…

—Lo hemos cancelado ya dos veces…

—La próxima —les prometió Newel.

—Id con cuidado —dijo Doren—. No os vaya a comer ningún duende.

Los sátiros se largaron de allí retozando hasta perderse de vista.

—¿Para qué te has molestado siquiera en preguntar? —dijo Kendra.

—No pensé que fuese a hacer daño a nadie —respondió Seth—. Vamos.

Corrieron por el camino de grava. La casa no se veía desde allí, así que se sintieron relativamente a salvo de Vanessa y de sus diablillos. Mendigo los seguía a unos pasos de distancia.

Continuaron en la dirección que les habían indicado los sátiros.

—Este debe de ser —dijo Seth, tocando un árbol que tenía la corteza rosada—. Ahí está el agujero. Menos mal que lo hemos encontrado antes de que se hiciera totalmente de noche. —Seth apoyó la raqueta rota en el árbol.

El agujero parecía lo bastante grande para meter por él una bola del tamaño del juego de bolos. Se metía hacia dentro con una inclinación pronunciada.

—Saca las pociones —dijo Kendra.

Seth rebuscó en el interior de la mochila. Sacó un par de ampollas.

—Con esto debería bastar.

—¿Estás seguro de que son las que necesitamos? —quiso asegurarse Kendra.

—Eran las más fáciles de recordar: la poción de los envases más pequeños es la de encoger. —Le pasó una de las ampollas a Kendra. Ella la miró ceñudamente—. ¿Y ahora qué? —preguntó él.

—¿Crees que nuestra ropa encogerá también? —preguntó su hermana.

Seth guardó silencio unos segundos.

—Espero que sí.

—¿Y si no?

—Tanu dijo que las pociones le encogían a un tamaño de unos veinticinco centímetros. Entonces nosotros mediremos unos… ¿Dieciocho o veinte? ¿Qué íbamos a ponernos de ropa?

—Tanu enrosca pañuelos en algunos de sus frascos —dijo Kendra.

Seth rebuscó por la mochila y sacó un par de pañuelos de seda.

—Esto nos servirá.

—Con suerte, el que fabricó las pociones tuvo en cuenta el detalle de la ropa —dijo Kendra.

—¿Rociamos un poco nuestra ropa, para estar seguros? —dijo Seth—. Tenemos cuatro pociones encogedoras más.

—No hará ningún daño —dijo Kendra.

Seth sacó otra ampolla de poción encogedora.

—¿A la vez? —preguntó.

—Bebe la tuya primero —dijo Kendra.

Seth destapó la ampolla y se bebió todo su contenido.

—Hace cosquillas —dijo. Y abrió los ojos como platos—. ¡Hace muchas cosquillas!

De repente pareció que la ropa le quedaba enorme. Miró a Kendra, doblando mucho el cuello para poder mirar a su mucho más alta hermana. Se sentó en el suelo. Los pies se le salían fácilmente de los zapatones, al tiempo que las piernas se le acortaban. La cabeza se le metió por el cuello de la camisa. El proceso de encogimiento se aceleró y fue como si Seth desapareciese.

—¿Seth? —preguntó Kendra.

—Estoy aquí dentro —respondió la versión ardillita de su voz—. ¿Podrías pasarme uno de esos pañuelos?

Kendra metió un pañuelo por la camisa. Un instante después Seth emergió de ella, con el pañuelo enroscado a la cintura como si fuese una toalla, rozando el suelo por detrás. Levantó la vista.

—Ahora sí que eres mi hermana «mayor» —gritó—. Rocía un poco de poción en mi ropa.

Kendra quitó el tapón de otra ampolla y roció su contenido sobre las prendas de Seth.

Los dos esperaron, pero no se produjo ninguna reacción.

—Parece que vamos a tener que salir del aprieto con los pañuelos —suspiró Kendra.

—Son bonitos y sedosos —dijo Seth a voz en grito.

—Estás chiflado —respondió Kendra. Se volvió hacia Mendigo—. Mendigo, recoge nuestra ropa y nuestras cosas y estate atento por si salimos de la casa. Cuando salgamos, tendrás que darte prisa y venir a nuestro lado.

Mendigo empezó a tirarle de la blusa.

—Mendigo, espera a que me haya encogido para recoger mi ropa, y déjanos con los pañuelos puestos.

Mendigo cogió el morral de Tanu y las prendas de Seth.

—¡Eh! —exclamó Seth—. Déjame ver si soy capaz de llevar el guante.

Kendra sacó el guante de un bolsillo de los pantalones de Seth y le dijo a Mendigo que les dejase llevar el guante. Se lo dio a Seth. Él se lo echó por los hombros y empezó a andar. Parecía farragoso llevarlo encima.

—¿Es demasiado grande? —preguntó Kendra.

—Puedo arreglarme —dijo Seth—. Cuando crezcamos otra vez, nos alegraremos de tenerlo con nosotros. Hablando de eso: bébete la poción y en marcha. No quiero hacerme grande y quedar aplastado en el agujero de los duendes.

Kendra quitó el tapón de una tercera ampolla y se bebió el contenido. Seth tenía razón: provocaba un hormigueo. Era como si estuviesen clavándole alfileres y agujas en los brazos y en las piernas, como si se le hubiesen dormido y ahora recuperase la sensibilidad de la manera más desagradable. Mientras encogía, la sensación de cosquilleo se intensificó. Cada vez que Seth se enteraba de que a Kendra se le había dormido una pierna, siempre trataba de darle golpes en la cosquilleante extremidad. A ella le ponía enferma. Esto era mucho peor, pues los pinchazos le empezaban en las yemas de los dedos de las manos y de los pies y le recorrían el cuerpo entero.

Antes de que Kendra pudiese darse cuenta verdaderamente de lo que estaba pasando, tenía ya la blusa alrededor del cuerpo como si fuese una tienda de campaña en pleno colapso.

Gateando, encontró la salida por una de las mangas.

—Cierra los ojos, Seth —dijo, y percibió lo aguda y chillona que le sonaba la voz.

—Los tengo cerrados —dijo él—. No quiero tener pesadillas.

Kendra encontró el otro pañuelo y lo transformó en una toga improvisada.

—Vale, ya puedes mirar.

—¿Sabes? —dijo Seth—, si volvemos a crecer mientras estamos en la mazmorra, nos quedaremos atrapados allí abajo.

Kendra se acercó a una de las ampollas vacías que había dejado en el suelo.

Resoplando y zarandeándola, consiguió ponerla de pie. En comparación con su nuevo tamaño, era casi tan grande como una lata de guisantes.

—El vidrio es grueso —dijo Kendra—. A duras penas puedo mover esta ampolla vacía.

Seth dejó en el suelo el gigantesco guante e intentó levantar el frasco. Con mucho esfuerzo consiguió izarlo del suelo.

—Qué lástima que no podamos llevarnos una de más —dijo—. Tendremos que darnos prisa, sencillamente.

—Mendigo, recuerda, vigila por si salimos y acude a nuestro lado en cuando aparezcamos.

La marioneta parecía inmensa, como una especie de monumento espeluznante.

Seth se echó el guante a la espalda.

—Vamos.

Kendra levantó la vista. Por encima de su cabeza, entre los huecos de las ramas, vio que empezaban a salir las estrellas. Entonces, detrás de su hermano, se metió en el enorme agujero.