14
Reunión
Seth arrancó otra tira más de la esponjosa pared y se la metió en la boca. Su textura le recordaba a la pulpa de los cítricos. La mascó hasta que sólo le quedó una pequeña cantidad de materia rugosa e insípida, y se la tragó. Arrugando los labios, pegó la boca a la pared del capullo. Cuanto más fuertemente besaba la pared, más jugo le pasaba a la boca. Un agua con un toque de néctar.
Olloch rugió de nuevo y el capullo se estremeció. Seth dio tumbos en su interior, mientras el capullo se agitaba de un lado otro. Cuando logró anticiparse al vaivén, los movimientos cesaron. Seth se estaba acostumbrando a los rugidos y a los episodios de agitación, pero la idea de que el sonido del rugido le estaba llegando al interior del capullo desde dentro de la panza de un demonio seguía resultándole chocante.
Seth había intentado dormir. Las primeras veces, al empezar a adormilarse, los rugidos le habían despertado invariablemente. Al final, ayudado por la creciente fatiga, había conseguido dormirse profundamente varios ratos más o menos largos.
En la interminable oscuridad, el tiempo era algo que empezaba a carecer de sentido.
Sólo los rugidos y los movimientos del demonio interrumpían la monotonía. Eso, y el picoteo de tiras de pared acolchada. ¿Cuánto tiempo llevaba en las tripas de Olloch? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres?
Por lo menos, Seth seguía razonablemente a gusto dentro de esa prisión parecida a una matriz. Cabía a duras penas. Tenía el sitio justo para poder mover los brazos cuando quería arrancar un trocito de pared. Incluso cuando era zarandeado de acá para allá, nunca se hacía daño porque las paredes eran mullidas y además no había espacio suficiente como para que la agitación le hiciese caer en posturas peligrosas.
Con tan poco espacio, parecía que el aire se acabaría en cuestión de unos minutos, pero seguía respirando sin ningún impedimento. El que Olloch se lo hubiese zampado tampoco afectaba en absoluto: el aire seguía limpio. La apertura del capullo le producía algo de claustrofobia, pero en medio de la oscuridad, cuando se quedaba quieto, podía imaginarse que el recinto era espacioso.
Olloch lanzó un rugido especialmente feroz. El capullo tembló. El demonio emitió un par de gruñidos prolongados, seguidos del rugido más fuerte de todos los que había oído Seth hasta el momento. Se preguntó si ese demonio estaba enzarzado en un combate. Los gruñidos y rugidos prosiguieron. La sensación era extraña, como si estuviesen estrujando el capullo, primero por la cabeza, luego por la zona de los hombros, después por la cintura y, finalmente, por las rodillas y los pies. Los recalcitrantes gruñidos continuaron con la misma fuerza.
El capullo sufrió un último zarandeo y se hizo el silencio. Seth permaneció inmóvil, a la espera de que recomenzasen las turbulencias. Aguardó durante unos minutos, seguro de que de un momento a otro oiría más rugidos. Los gruñidos habían sonado casi a desesperados.
Ahora todo estaba sumido en una sobrecogedora calma. ¿Era posible que algo hubiese matado a Olloch? O, quizás, el demonio había ganado el combate y a continuación se había derrumbado de puro agotamiento. Era, con diferencia, el intervalo de silencio y quietud más prolongado que Seth había notado desde que se lo había tragado el monstruo. La inactividad fue alargándose minutos y minutos, hasta que Seth notó que se le cerraban los ojos. Cayó profundamente dormido.
• • •
Mendigo soltó de golpe a Kendra y la dejó en el suelo. Una gruesa alfombra de flores silvestres amortiguó la caída. El aire olía a flores y frutas. Aún desorientada como estaba después de la vertiginosa carrera por el bosque, Kendra sabía dónde estaban: en el lugar donde antiguamente se elevaba la Capilla Olvidada. La última orden de Muriel a Mendigo debía de haber sido traer a Kendra a la capilla.
La chica no había cesado de revolverse, retorcerse y forcejear a lo largo de toda la carrera a través del bosque. Le había dado puntapiés en la cabeza a Mendigo y había intentado soltarle los brazos o las piernas. Pero la marioneta gigante se había limitado a cambiarla de posición y había seguido adelante como si nada. La había llevado patas arriba, tumbada sobre sus hombros, enroscada en una pelota. Por mucha fuerza que ella había opuesto, Mendigo siempre se había adaptado.
Kendra estaba tendida en medio de un lecho de flores silvestres bajo un cielo sin estrellas, tibio y acre el aire de la noche en penumbra. Mendigo se agachó y se puso a cavar la tierra, arañándola con sus dedos de madera y arrojando a un lado las piedras que iba encontrando. Muriel estaba enterrada en alguna parte de debajo de la montaña, aprisionada junto a Bahumat. Al parecer sus órdenes no consistían únicamente en llevar a Kendra a la capilla, sino además en entregarla a Muriel.
Kendra se puso en pie de un salto y echó a correr pendiente abajo, como una flecha. No había dado más de seis pasos cuando Mendigo se abalanzó sobre ella por la espalda y la tumbó junto al tronco de un melocotonero. Rodaron por el suelo y ella se hizo daño en la espalda.
Kendra chilló, con Mendigo sujetándola con una fuerza sobrenatural, aprisionándole el cuerpo con brazos y piernas.
Por lo menos, si estaba ocupado sujetándola, no estaría excavando. ¿Qué pasaría si cavase un túnel hasta Muriel? ¿Emitiría la bruja nuevas órdenes a su criado de madera? ¿Se pondría en contacto con Vanessa e idearía la manera de escapar?
—Te has metido en un bonito lío —rio una vocecilla. Sonaba aguda y musical, como el tintineo de una campanilla.
Kendra giró la cabeza. Un hada amarilla revoloteó cerca de su cara, emitiendo un resplandor dorado. Llevaba un resplandeciente vestidito ligero de gasa y tenía alas de abejorro y un par de antenas.
—No me vendría mal una manita —dijo Kendra.
—A una heroína de tu reputación no debería costarle nada escapar de un adversario tan enclenque —respondió el hada con displicencia.
—Te sorprenderías de lo fuerte que es —dijo Kendra.
—Su magia es débil —replicó el hada desdeñosamente—. Muriel está apresada en una prisión muy poderosa. Su voluntad ya no mantiene los encantamientos que dejó al desaparecer. Y aun así no puedes hacer nada más que suplicar una manita. Perdóname que te diga que causas una pobre impresión.
Mendigo estaba arrastrando a Kendra por la pendiente de la colina en dirección al agujero que había empezado a cavar.
—Evidentemente, me está costando un montón —dijo Kendra—. No sé qué hacer.
El hada se rio (un gorjeo).
—¡Esto no tiene precio! ¡La gran Kendra Sorenson, arrastrada por la arena por una marioneta!
—Lo dices como si yo me creyese el no va más —dijo Kendra—. Creo que te estás proyectando en mí. Sólo soy una niña. Sin ayuda de todas las hadas, habría muerto el verano pasado.
—¡La falsa modestia es más insultante que el orgullo no disimulado! —replicó con desdén el hada.
Mendigo levantó a Kendra del suelo, la cogió entre sus brazos, la obligó a doblar las piernas con las rodillas pegadas a la barbilla y le inmovilizó los brazos a ambos costados. Y reanudó la excavación con los pies.
—¿A ti te parece que de verdad puedo sentirme superior a alguien? —preguntó Kendra en tono airado.
El hada se acercó volando y se quedó suspendida delante de la nariz de Kendra.
—La magia que tienes dentro es asombrosa. En comparación, este es como una tenue estrella junto al sol del mediodía.
—No sé usarla —dijo Kendra.
—A mí no me preguntes —respondió el hada—. Tú eres la afortunada luminaria que nuestra reina escogió honrar. Yo no te puedo enseñar a liberar tu propia magia, del mismo modo que tú no me puedes enseñar a mí a utilizar la mía.
—¿Podrías utilizar tu magia contra él? —preguntó Kendra—. Conviértelo otra vez en una marioneta pequeña.
—El embrujo que le da vida sigue siendo muy fuerte —dijo el hada—. Pero la orden que guía sus actos es débil. Con un poco de ayuda, tal vez pueda transformarlo.
—Oh, por favor, ¿lo harías? —preguntó Kendra.
—Bueno, estoy aquí para proteger la prisión —dijo el hada—. Todas las que antes éramos diablillos nos turnamos para hacer de centinelas.
—¿Eras un diablillo? —preguntó Kendra.
—No me lo recuerdes. Fue una existencia carente de toda elegancia.
—Está intentando llegar a Muriel —dijo Kendra, refiriéndose a Mendigo—. Si eres una guardiana, ¿no deberías impedírselo?
—Supongo que sí —admitió el hada—. Pero es que los ciruelos huelen tan bien en este momento, y la noche es tan agradable… Congregar hadas es una lata.
—Te lo agradecería mucho —insistió Kendra.
—Kendra, no hay nada que nos guste más, a nosotras, a las hadas, que sentir que nos estás agradecida. Te admiramos muchísimo. ¡Una sola palabra amable y nuestros corazoncitos se ponen a palpitar como locos! Lo único que ansiamos es el amor de las chicas grandes y patosas.
—Eres terrible —dijo Kendra.
—¿A que sí? —dijo el hada, finalmente halagada—. Te diré lo que haremos. Es mi responsabilidad vigilar a Muriel y a Bahumat, tenías razón al decirlo, así que tal vez podría ir a ver si alguna otra está lo bastante aburrida como para echarte una mano.
La pequeña hada se largó de allí velozmente. Kendra esperaba que de verdad hubiese ido en busca de socorro. No parecía muy de fiar. Intentó apartar los brazos del limberjack estirando las piernas. Del esfuerzo, le dio un tirón en la espalda. Mendigo era demasiado fuerte.
Mientras Mendigo hacía cada vez más profundo el hoyo, las esperanzas de Kendra de que el hada fuese a volver empezaron a apagarse. Mendigo estaba casi metido hasta la cintura en el agujero, cuando un reducido grupo de hadas llegó formando una nube voladora que lanzaba destellos de todos los colores del espectro luminoso.
—¿Lo ves? Te lo dije —canturreó el hadita amarilla.
—Sin duda, está cavando un túnel hasta Muriel —dijo otra hada.
—No con mucha eficiencia —intervino una tercera con voz cantarina.
—¿Querrías que le hiciésemos obedecer tus órdenes? —preguntó una cuarta.
Kendra reconoció a esta última como el hada de plata que había encabezado la carga cuando las hadas atacaron a Bahumat.
—Desde luego. Eso sería genial —dijo Kendra.
Las hadas revolotearon en círculo alrededor de Mendigo y de Kendra. Se pusieron a entonar sus cánticos y se produjeron destellos y chispas de colores que hicieron guiñar los ojos a Kendra. Ya no podía entender lo que estaban diciendo. Era como intentar escuchar varias conversaciones a la vez. Lo único que lograba captar eran fragmentos inteligibles y sueltos que, al mezclarse con otros, no tenían ni pies ni cabeza.
Tras un último e intenso resplandor, las hadas enmudecieron. La mayoría se marchó volando. Mendigo continuaba cavando.
—Ahora obedecerá sólo tus órdenes —informó el hada de plata.
—Mendigo, deja de cavar —probó Kendra. Mendigo paró—. Mendigo, deposítame en el suelo. —Él la depositó en el suelo.
—Gracias —dijo Kendra al hada amarilla y al hada plateada, las dos únicas que se habían quedado con ella.
—Ayudar es un placer para nosotras —respondió el hada de plata. Aun siendo agudísima, su voz sonaba más profunda que las de las demás.
El hada amarilla meneó la cabeza y se marchó con el zumbido de su aleteo.
—¿Por qué se van todas tan aprisa? —preguntó Kendra.
—Han cumplido su deber —respondió el hada de plata.
—Ninguna de las hadas ha sido muy amable —dijo Kendra.
—La amabilidad no siempre es nuestro punto fuerte —contestó el hada de plata—. Especialmente con una niña que ha sido beneficiaría de la bondad de nuestra reina. Eres muy envidiada.
—Yo sólo trataba de proteger Fablehaven y de salvar a mi familia —dijo Kendra.
—Y lo lograste, lo cual no hizo sino elevar tu estatus —le explicó el hada plateada.
—¿Por qué tú sí hablas conmigo? —preguntó Kendra.
—Supongo que soy rara —dijo el hada de plata—. Mi forma de pensar es más seria que la de muchas otras. Me llamo Shiara.
—Kendra.
—Por suerte para ti, a todas nos interesa mantener encarcelado a Bahumat —explicó Shiara—. De lo contrario, dudo que hubiera sido capaz de reunir la suficiente ayuda para transformar a Mendigo. Aunque Bahumat te culpe, con razón, a ti por encima de todas las demás, su venganza contra las hadas sería implacable si lograrse escapar.
—¿No podríais aprisionarle de nuevo? —preguntó Kendra.
—Tu elixir aumentó nuestro tamaño y nuestro poder. Sin él, no podríamos enfrentarnos a un demonio como Bahumat.
—¿No podría conseguir otra vez ese elixir? —preguntó Kendra.
—Mi querida niña, eres verdaderamente ingenua, lo que tal vez explique por qué nuestra reina accedió a compartir sus lágrimas contigo. Tu decisión de acercarte a su santuario habría sido respondida, por lo general, con una rápida despedida de este mundo. Sospecho que no te quitó la vida debido a tu inocencia, aunque sólo ella conoce sus motivos.
—Fablehaven está otra vez en peligro —dijo Kendra—. No me vendría mal un poco de ayuda.
—No busques de nuevo favores de ella, a no ser que te invite —contestó Shiara—. Ahora que estás avisada, no te tolerará ninguna irreverencia.
Kendra recordó la sensación de que sería un error volver a ir a la isla.
—¿Podrías ayudarme tú?
—Sí, obviamente: ya lo he hecho —respondió Shiara, y emitió un centelleo.
—¿Has visto a Olloch, el Glotón? Es un demonio que va por mi hermano.
—El glotón ha entrado en fase durmiente. No os molestará.
Kendra sintió una punzada de tristeza al escuchar la noticia. Si el demonio estaba empezando a dormirse, significaba que realmente Seth había muerto.
—Los problemas no se reducen a Mendigo y al demonio —siguió Kendra—. Unas malas personas se han adueñado de la casa. Capturaron a mis abuelos y a Dale y a Tanu. Quieren robar algo precioso que hay en Fablehaven. Si lo logran, liberarán a todos los demonios de sus celdas.
—Meternos en asuntos de los mortales es algo que tenemos que pensarnos muy bien —dijo Shiara—. Dedicarnos a ese tipo de preocupaciones no está en nuestra naturaleza. Tú hiciste que la misión de apresar a Bahumat se convirtiese en un deber para nosotras, debido a la intervención de nuestra reina. Y seguimos cumpliendo ese deber. Siempre tengo a una centinela apostada aquí.
Kendra revisó la zona con la mirada y posó la vista en la colina en la que se levantaba la cabaña de Warren, a cierta distancia de donde estaban.
—¿Podrías ayudarme a curar a Warren, el hermano de Dale?
—La maldición que cayó sobre él es demasiado fuerte —dijo Shiara—. Ni todas las hadas de Fablehaven juntas podrían deshacerla.
—¿Y si tomarais el elixir?
—Eso ya podría ser otra cosa. Me pregunto: ¿Por qué no devolviste el cuenco al santuario?
Kendra arrugó el entrecejo.
—El abuelo pensó que sería más apropiado tirarlo al agua. Le pareció que sería una falta de respeto volver allí.
—Las náyades se lo han tomado como un tributo —dijo Shiara—. En el futuro, recuérdalo: si recibes algo por una necesidad, no se te castigará porque lo devuelvas en señal de gratitud. Algo así no habría dañado la estima que te tiene Su Majestad.
—Lo siento, Shiara —se disculpó Kendra—. Pensamos que ellas se lo devolverían.
—Las náyades temen y respetan a nuestra reina, pero prefirieron aceptar el cuenco como un presente que les regalabais libremente —dijo Shiara—. Yo traté de recuperarlo, pero no quisieron dármelo y te echaron a ti la culpa por habérselo obsequiado. Algunas hadas te consideraron la culpable de lo ocurrido. —El hada plateada revoloteó más alto—. Todo indica que aquí la situación está ahora bajo control.
—Espera, por favor no te vayas —dijo Kendra—. No sé qué hacer.
—Trataré de que las demás sean conscientes de la amenaza que me has descrito —le prometió Shiara—. Pero no cuentes con ayuda de nuestra especie. Admiro tu bondad, Kendra, y no te deseo ningún mal.
Shiara se marchó por los aires, desapareciendo en mitad de la noche. Kendra se dio la vuelta y observó atentamente a Mendigo. La marioneta aguardaba inmóvil, a la espera de sus indicaciones. Kendra suspiró. La única persona que tenía de su parte era un muñeco gigante que daba miedo.
• • •
Con un gemido, Seth se movió en sueños. Intentó estirarse, pero el esfuerzo le sirvió de bien poco debido al angosto espacio del capullo. Al darse cuenta de dónde estaba, se despertó de repente. ¿Cuánto tiempo llevaba dormido?
Abrió los ojos y se sorprendió al ver el interior del capullo iluminado por un suave resplandor verde, como si se filtrase la luz del exterior. El capullo seguía insólitamente quieto.
¿Estaba Olloch durmiendo? ¿Por qué de pronto había luz? ¿Estaba la luz atravesando tanto a Olloch como al capullo?
Seth esperó. No se produjo ningún cambio. En un momento dado, empezó a chillar y trató de mover el capullo balanceándose a un lado y a otro. No hubo ni rugidos, ni gruñidos ni movimiento alguno, salvo un ligero ladeamiento cuando cambió de posición. Tan sólo el silencio y aquel resplandor uniforme y difuminado.
¿El capullo ya no estaba dentro de Olloch? ¿Lo habría escupido, como una bola de pelo? ¡A lo mejor el capullo no podía digerirse! No se atrevió a hacerse ilusiones. Pero eso explicaría la falta de gruñidos y la nueva iluminación. ¿Había acudido el abuelo en su rescate?
En tal caso, ¿por qué nadie le animaba a salir del capullo?
¿Podría tratarse de una especie de truco? Si abría el capullo, ¿olloch volvería a comérselo, esta vez sin un capullo que pudiera impedir su digestión? ¿Era posible que siguiese aún en la horrible arboleda, con la aparición? No lo creía. No notaba la menor señal de aquel miedo helador e involuntario.
Seth decidió esperar. Por actuar precipitadamente se había metido en problemas anteriormente. Se cruzó de brazos y aguzó el oído, afinando todos sus sentidos por si percibía alguna indicación de lo que estaba pasando en el exterior del capullo.
Enseguida empezó a ponerse nervioso. Nunca se le había dado bien soportar el tedio.
Cuando el capullo se había bamboleado y agitado con los movimientos del demonio, y cuando el silencio se había visto interrumpido por los feroces gruñidos, Seth había permanecido alerta, lo cual le había mantenido ocupado. Este silencio y esta quietud le resultaban despiadados.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? El tiempo siempre pasaba más lentamente cuando se aburría. Podía recordar determinadas clases del colegio en las que daba la sensación de que el reloj se hubiese estropeado. Cada minuto parecía una vida entera. Pero esto era peor. No tenía compañeros de clase con los que gastar bromas. No tenía papel para garabatear. Ni siquiera tenía el runrún de un profesor para dar forma a la monotonía.
Seth empezó a arrancar trocitos de la pared del capullo. No hacía falta rasgarla del todo, sólo quería ver lo dura que era. De paso, fue comiéndose parte de la pared.
Al poco rato había hecho en ella un agujero bastante grande, delante de su cara. Al arrancar trozos más profundos, la textura de la pared fue cambiando, volviéndose blanda y pegajosa, como crema de cacahuete. Era la parte que mejor sabía de la pared, hasta el momento; le recordaba vagamente al sabor del ponche de huevo.
Después de arañar la crema con sabor a ponche de huevo, llegó a una membrana. Era resbaladiza, y al pincharla con el dedo se arrugaba. Seth perforó la membrana clavándole los dedos y salió un chorro de líquido blanquecino que le empapó.
Ahora realmente entraba luz en el capullo a través del agujero. Había llegado a una cascara dura, traslúcida. A través de ella veía el resplandor de una luz plateada, que eclipsaba el brillo verde. Era evidente que ya no se encontraba en la panza de Olloch. Mientras rompía las diferentes capas de la pared, no había oído ni notado ninguna señal que indicase que Olloch se hallaba cerca.
¿Quién sabía si se le volvería a presentar una oportunidad como aquella? Tenía que intentar escapar. El demonio podría volver en cualquier momento. Seth empezó a golpear la pared con los puños. Los golpes le hicieron daño en los nudillos, pero la cascara empezó a agrietarse. Pronto su mano la atravesó, y la luz del sol entró sin filtro de ninguna clase.
Seth trabajó con todas sus fuerzas para ensanchar el boquete. El esfuerzo le llevó más tiempo de lo que hubiese querido. Ahora que su capullo de protección estaba roto, quería salir de él lo antes posible, antes de que apareciese alguna criatura y lo arrinconase.
Por fin, el agujero fue lo bastante grande como para que Seth pudiese colarse por él.
Cuando tenía la cabeza, los hombros y los brazos fuera del capullo, Seth se quedó petrificado.
Olloch se encontraba sentado a menos de seis metros de él, dándole la espalda. Había crecido considerablemente. Era más grande que los elefantes que había visto en el zoo, no sólo más alto, sino también mucho más gordo. No era extraño que ese demonio hubiese podido comérselo. ¡El glotón era descomunal!
Pero Olloch no se dio la vuelta. El inmenso demonio permaneció sentado, sin moverse, de espaldas a él. Seth empezó a notar un hedor espantoso. Miró hacia la cascara del capullo.
Era lisa, con un brillo como de nácar, salvo en las zonas en las que aparecía manchada con una maloliente sustancia marrón. Cerca, en el suelo, había unas enormes bostas blandas de excremento, cubiertas de moscas.
De repente, Seth lo entendió. ¡Había pasado por el demonio, a salvo dentro del capullo! Era la única explicación. ¡Había entrado por un extremo y había salido por el otro!
Olloch seguía inmóvil. El demonio ni siquiera parecía respirar. Estaba como una estatua. Y a juzgar por lo que Seth podía ver, el claro en el que se encontraba no era la arboleda encantada.
Seth sacó el resto del cuerpo del capullo retorciéndose y tratando de no tocar el excremento. Una vez liberado del capullo, se alejó pisando con cuidado por entre el campo de minas plagado de pestilentes boñigas del demonio, para apartarse con sigilo del enorme glotón.
Cuando rodeaba uno de aquellos montones apestosos, una rama seca crujió ruidosamente bajo sus pies. El cuerpo entero se le puso en tensión. Tras unos segundos aguantando la respiración, se arriesgó a mirar al demonio. El glotón ni se había inmutado y seguía absolutamente inmóvil.
Decidió que tenía que confirmar que el demonio ya no representaba una amenaza, así que empezó a virar para poder ver a Olloch de frente, rodeando al demonio a buena distancia.
Cuando lo tuvo delante, Seth descubrió que el demonio se hallaba sentado en la misma posición en que lo había encontrado la primera vez que había puesto los ojos en él en la funeraria. La textura de su piel había cambiado. El demonio volvía a ser una estatua. Seth no pudo evitar sonreírse. ¡Ya no estaba condenado! Y hasta que alguna nueva víctima cometiese el error de darle de comer, Olloch, el Glotón, seguiría petrificado.
Seth miró a su alrededor. Estaba en un pequeño claro rodeado de árboles. Se dio cuenta de que podía ser cualquier lugar de la reserva. Necesitaba encontrar algún punto de orientación.
Lamentó no tener consigo su kit de emergencias. Se lo había dejado en la arboleda. El único objeto útil que le quedaba era el guante que Coulter le había puesto en la palma de la mano. Seth se había guardado el guante en el bolsillo. Lo sacó y se lo puso.
En el instante en que se enfundó el guante, dejó de verse a sí mismo. Era una sensación extraña, como si lo único que quedase de él fuesen dos globos oculares transparentes. Levantó las manos para colocarlas delante de la cara. Al moverlas, su cuerpo reapareció poco a poco.
Pero cuando se quedaba quieto, no sólo podía ver a través de las manos, sino que no veía ni rastro de sí mismo. Era como si fuese un ser totalmente incorpóreo.
El guante le quedaba un poco suelto, pero le iba bien. Menos mal que había pertenecido a Coulter y no a Tanu. Llevarlo puesto debería garantizarle cierto grado de protección, mientras trataba de enterarse de dónde estaba.
El sol brillaba en lo alto, así que por el momento no le serviría para determinar en qué dirección miraba. De todos modos, dado que no tenía ni idea de en qué lugar de la reserva se encontraba, tampoco iba a servirle de mucha ayuda saber dónde estaba el norte. Necesitaba algún tipo de mojón. Se acercó al centro del claro, sorteando los montículos de mierda. La pila más alta le llegaba por la cintura. Seth se puso las manos en la cadera. Los árboles que rodeaban el claro eran demasiado altos, no podía ver nada detrás de ellos. Echó un vistazo al demonio. Si trepaba a lo alto de Olloch, ganaría unos cuatro metros y medio de altura extra, pero no quería acercarse a esas fauces ni lo más mínimo.
No había ningún sendero aparente por el que salir del claro, pero la maleza no era muy espesa, de modo que se decidió por una dirección y se puso en marcha. Al cabo de un rato, se acostumbró a que su cuerpo se desvaneciese cada vez que hacía un alto y a que reapareciese en cuanto reanudaba el camino. Su prioridad era dar con algún mojón o punto elevado que le permitiese orientarse. Todo lo que sabía era que cada paso que daba le alejaba de la casa principal.
Se cruzó con una pareja de ciervos. Los animales se detuvieron y le miraron. Él se quedó quieto, desvaneciéndose de su vista. Al cabo de unos segundos, los ciervos se alejaron a saltos. ¿Habían captado su olor?
Un poco más adelante distinguió un gran búho negro posado en un árbol. Su cabeza plumada viró en dirección a él, clavados en Seth sus ojos redondos. Seth nunca había sabido que los búhos pudiesen ser tan grandes o tan negros. Aun quedándose inmóvil y volviéndose invisible, era como si aquellos ojos dorados estuviesen clavados en los suyos. En ese momento, Seth se dio cuenta de que no había tomado nada de leche. Casi era otro día y había dormido.
No podía ver la auténtica apariencia de ninguna criatura mágica. El búho podía ser cualquier cosa. Los ciervos podían haber sido cualquier cosa.
Pensó otra vez en Olloch. ¿Realmente el demonio tenía tanto aspecto de estatua como a él le había parecido? ¿O era otra ilusión más?
Seth se alejó del búho, sin quitarle ojo mientras se apartaba y lo rodeaba. El negro búho no se giró, pero su cabeza rotó, con los ojos dorados siguiendo a Seth hasta que lo perdió de vista.
Al poco rato, llegó a un sendero inusual. En su día había sido una calzada ancha de losas de piedra, pero ahora estaba repleta de hierbas y de esbeltos árboles jóvenes. Muchas de las losas estaban descolocadas u ocultas bajo la vegetación, pero la mayoría se veían bien y Seth pudo seguir su trazado. En Fablehaven, Seth nunca había visto un camino pavimentado, y aunque la calzada se encontraba en mal estado de conservación, decidió que seguir un camino antiguo era probablemente más seguro que vagar sin rumbo por el bosque.
El camino no era llano, y muchas de las losas recubiertas de liquen estaban torcidas y sueltas, por lo que Seth se veía obligado a estar pendiente de dónde pisaba para no torcerse un tobillo. En un momento dado se detuvo al ver una culebra larga escabullándose entre las plantas. Contuvo la respiración, sin saber si realmente era, o bien una culebra, o bien una criatura más peligrosa disfrazada. La culebra no pareció verle.
Seth pasó por delante de las ruinas de una humilde cabaña, no lejos del camino, a un lado. Dos muros y una chimenea de piedra se mantenían parcialmente intactos. Un poco más allá divisó los restos derruidos de un cobertizo de menor tamaño, tan astillados y podridos que a duras penas se sabía lo que eran. Tal vez en su día había sido una choza o un cobertizo anexo.
Pasó por delante de unas cuantas ruinas más de sencillos cobertizos, tras las cuales la calzada le llevó a una zona despejada en la que se encontró frente a una casona impresionante, en sorprendente buen estado en comparación con la calzada y con las otras construcciones por las que había pasado. Tenía tres plantas, con cuatro enormes columnas en la parte delantera.
Sus paredes blancas estaban ahora grises, y todas las ventanas permanecían tapadas con sendos postigos verdes de aspecto recio. Unas parras en flor se enroscaban alrededor de las columnas y trepaban por los muros. La carretera formaba un camino de acceso en curva delante de la mansión y doblaba sobre sí misma.
Seth recordó haber oído hablar de una mansión abandonada en algún lugar de la finca.
Antiguamente había sido la vivienda principal de Fablehaven, y el centro de una comunidad, cuyos restos probablemente eran aquellos cobertizos en ruinas. No lograba recordar si había oído contar por qué habían abandonado la mansión.
Dada la situación en la que se encontraba en esos momentos, un detalle de la casona le llamó la atención más que todo lo demás. Se levantaba sobre un terreno elevado. Y sospechó que podría orientarse si subía al tejado.
¿Se atrevía a entrar en la casa? Normalmente se habría colado sin pensárselo dos veces. Le encantaban las exploraciones. Pero sabía que entrar en una mansión abandonada en terreno de Fablehaven era un plan arriesgado. Aquí los fantasmas y los monstruos no sólo eran de verdad, sino que estaban por todas partes. Y la mansión tenía que estar vacía por alguna razón. Era más grande y majestuosa que la casa que ocupaban sus abuelos.
Tenía que averiguar dónde estaba. Aunque el sol aún estaba bastante alto, la noche llegaría inevitablemente y no quería verse sorprendido por la oscuridad en mitad del bosque.
Además, todo el mundo debía de estar terriblemente preocupado. Si entrar en la casa le servía para averiguar en qué lugar de la finca se encontraba, habría merecido la pena. Por otro lado, molaría ver cómo era la mansión por dentro. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta había un tesoro.
Seth avanzó con cautela hacia la casa. Decidió ir despacio, sin bajar la guardia en ningún momento, para salir pitando a la menor señal de problemas. Hacía calor y todo estaba en calma.
Por encima de la pradera de hierba revoloteaban nubes de mosquitos. Se imaginó carrozas deteniéndose delante de la casa, recibidas por criados de uniforme. Aquella época había quedado atrás hacía mucho tiempo.
Subió la escalinata del porche de delante y pasó al otro lado de las columnas. Siempre le habían encantado las casas con columnas. Le parecían muy señoriales, como auténticas mansiones. La puerta principal estaba entornada. Seth se acercó a la ventana más próxima. La pintura verde de los postigos estaba levantada y desprendida. Cuando tiró de ellos, traquetearon, pero no se abrieron.
Seth volvió a la puerta principal y la abrió cuidadosamente. Con las ventanas tapadas por los postigos y ninguna otra luz en el interior, la casa tenía un aspecto tenebroso. Más allá del recibidor distinguió un espacioso salón. Los muebles parecían caros, incluso bajo una gruesa capa de polvo. Todo estaba en silencio.
Entró en la casa y dejó la puerta de entrada abierta de par en par. Sus pasos levantaron la capa de polvo del suelo. Dentro de la casa se estaba algo más fresco que fuera, bajo el sol.
Olía a humedad, con un toque de moho. Grandes telarañas colgaban del alto techo y cubrían con un velo la lámpara de araña. Decidió que tal vez lo más prudente sería darse prisa.
Una magnífica escalera ascendía desde el recibidor hasta la segunda planta. Seth subió a toda velocidad, levantando una polvareda a cada pisada, dejando sus huellas en la mugrienta moqueta. En lo alto de las escaleras colgaba un retrato de un hombre y de una mujer. El hombre estaba serio y llevaba bigote. La mujer era Lena, mucho más joven de como Seth la había conocido, pero, a pesar de la película de polvo que cubría el cristal, era inconfundible. Lucía una suave sonrisa de complicidad.
Seth corrió por el pasillo hasta que encontró otra escalera, que daba acceso al tercer piso. Cuando hubo llegado al pasillo de más arriba, más alto y estrecho, probó a abrir una puerta al azar, pero la encontró cerrada con llave. La siguiente puerta que intentó abrir también estaba cerrada con llave, pero la tercera sí se abrió. Daba a un dormitorio. Corrió hacia la ventana, la abrió y soltó el pestillo de los postigos. Ahora ya tenía unas buenas vistas, pero sólo en una dirección, así que Seth subió al tejado. Era tan empinado que, si se caía, podía perfectamente rodar por el borde y caer desde tres pisos al camino de acceso. Pisando con sumo cuidado, crujiendo la madera bajo sus pies, Seth subió a la cumbrera.
De pie en lo alto de la mansión, se encontró lo suficientemente elevado para poder ver una panorámica decente del área circundante. Por desgracia, no mucho de ella le resultaba familiar. Identificó las cuatro colinas que rodeaban el valle al que Coulter le había llevado. Pero no estaba seguro de la dirección desde la que miraba las cuatro colinas. Poco a poco, fue girando sobre sí, repasando todo el horizonte en busca de alguna pista. En una dirección podía ver lo que sospechaba que era el inicio del pantano. En otra dirección vio una colina solitaria.
Encima de ella reparó en un tejado que asomaba entre los árboles.
¡La cabaña de Warren! Tenía que ser eso. Desde ese punto elevado, a duras penas podía ver la parte superior. Se puso de puntillas, tratando de mejorar su ángulo de visión.
Quedaba a gran distancia, pero si lograba llegar a la cabaña, sabría cómo volver hasta la casa principal desde allí.
Barriendo la zona con una última mirada, Seth absorbió todos los detalles que pudo.
Pero el sol se desplazaba y ahora las sombras que proyectaba le hicieron sentir confianza sobre dónde estaba el oeste. Y sabiendo dónde estaba el oeste, debería ser capaz de mantener el rumbo mientras marchaba hacia la cabaña.
Volvió a la ventana y se coló de nuevo en la habitación, tras lo cual encajó y cerró los postigos. Seth echó un vistazo a la habitación. Estaba bien surtida, pero no vio nada que mereciera la pena llevar hasta la cabaña. Desde luego, ahora que había estado aquí, probablemente sería capaz de encontrar la manera de volver. Tal vez, escondidos en algún rincón, hubiera dinero o joyas, quizás en el dormitorio principal. A lo mejor le merecía la pena echar un vistazo por la casa un ratito antes de marcharse. Al fin y al cabo, como la casa estaba abandonada, no estaría cometiendo ningún robo.
Supuso que un buen sitio por el que empezar a buscar sería la segunda planta, donde las habitaciones le habían parecido más grandes. Después de registrar rápidamente unas cuantas cómodas y de mirar en el interior de una mesita de noche, Seth salió del cuarto. Se detuvo y miró hacia el final del pasillo, donde el polvo del suelo se arremolinaba para formar un mini tornado. La visión resultaba inquietante: un remolino de polvo a la altura de sus gemelos.
¿De dónde venía esa brisa?
La escalera que daba a la segunda planta quedaba a la mitad del pasillo, en dirección al remolino de polvo. Seth notó que de pronto tenía la boca seca. No quería dirigirse hacia la polvareda, pero en la dirección contraria el pasillo terminaba en un punto muerto.
Seth avanzó ligeramente hacia aquella perturbación antinatural. De repente, el polvo empezó a arremolinarse con más intensidad y ascendió en forma de columna desde el suelo hasta el techo. Seth corrió hacia el diablo de polvo, mientras este avanzaba por el pasillo en dirección a él. Algo le decía que si perdía la carrera hasta las escaleras, lo iba a lamentar profundamente.
Sus fuertes pisadas levantaron polvo, pero apenas se notaba, pues el viento del vórtice que venía hacia él llenaba todo el pasillo de partículas cegadoras. Seth entornó los ojos y agachó la cabeza. Cuando llegó a las escaleras, el torbellino estaba a escasos tres metros de él.
El viento le azotaba la ropa.
Seth corrió como una flecha escaleras abajo; el silbido del vórtice le pisaba los talones.
Al llegar al pie de la escalera, dobló rápidamente por el pasillo en dirección a la escalera principal. Sonaba como si llevase un huracán corriendo tras él. Una ola de polvo le envolvió desde detrás cuando llegaba a lo alto de la majestuosa escalera.
Sin atreverse a mirar atrás, Seth se lanzó escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos. Algo se estampó contra la pared, justo detrás de él. Un viento ululante le atronaba en los oídos. Tosiendo, Seth se sintió como si estuviese perdido en una tormenta de arena, con el aire saturado de todo el polvo acumulado a lo largo de décadas.
Al final de las escaleras, mientras corría como un loco para alcanzar la puerta principal, Seth echó una mirada atrás. El vórtice había aumentado. Flotaba hacia abajo en dirección a él desde el otro extremo del alto vestíbulo, deslizándose por las escaleras y tornándose cada vez más alto. Unos tentáculos de polvo salieron del centro del torbellino. Un vendaval helado sopló con furia y le lanzó polvo a los ojos.
Seth salió por la puerta como una exhalación y la cerró de un portazo. Atragantándose con el polvo, bajó la escalinata a toda prisa para salir al camino de acceso y cruzó a todo correr por el jardín en dirección a la cabaña. Sólo cuando la mansión quedó fuera de su vista, aflojó la marcha.
• • •
Kendra estaba sentada a la mesa con Warren, devanándose los sesos en relación a cuál debía ser su siguiente paso. Mendigo montaba guardia al otro lado de la ventana. A pesar de la compañía del mudo albino y de la marioneta gigante, pocas veces en su vida se había sentido tan sola.
Mendigo había resultado ser bastante útil. Después de haber recogido fruta para ella en la colinita que tapaba la Capilla Olvidada, el muñeco la había llevado a caballo hasta la cabaña de Warren al despuntar el alba.
Pero ahora el día empezaba a apagarse y seguía sin tener un plan, salvo el de vigilar desde la ventana por si Vanessa decidía hacerle una visita. Kendra había esparcido en la mesa todos los frascos de pociones de la mochila de Tanu. Sabía qué envases contenían las emociones embotelladas, pero no estaba segura de cuál pertenecía a cuál. El resto de las pociones podían ser prácticamente cualquier cosa. Había pensado en probar una, pero le preocupó la idea de que algunas de ellas podrían ser venenos o brebajes peligrosos de alguna manera, pensados para suministrarlos a enemigos. Así pues, concluyó que debería recurrir a la prueba aleatoria de las pociones sólo como último recurso.
Necesitaba encontrar el modo de liberar a sus abuelos. En la cabaña había herramientas, toda clase de cosas que podría utilizar como armas, pero si Vanessa todavía tenía a Tanu bajo control, difícilmente se imaginaba a sí misma logrando su objetivo. Mendigo podría ayudarla, pero a Kendra le sorprendería ver que la marioneta podía entrar en el jardín, si ni siquiera podía penetrar en la cabaña. Estaba casi segura de que su abuelo debía otorgar un permiso especial a los visitantes no mortales. Las hadas tenían permiso para entrar en el jardín sólo gracias a su consentimiento.
Mendigo se puso a llamar con los nudillos en la ventana. Le había dicho que la avisase si alguien se acercaba. ¿Qué podría hacer?
—Mendigo, protégenos a Warren y a mí de cualquier daño, pero escóndete hasta que yo te lo ordene.
Este se agachó detrás de un arbusto cerca del porche, mientras Kendra se acercaba a la ventana. Echó un vistazo al exterior, girando la cabeza lentamente, y no pudo creer lo que veían sus ojos. Seth aparecía de entre los árboles, subiendo por el camino que llegaba hasta la casita.
En un primer momento se quedó conmocionada. Cuando recobró el sentido, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par, saltándosele lágrimas de felicidad y alivio.
—¡Seth!
—¿Kendra? —dijo él, deteniéndose en seco.
—¡No estás muerto!
—Claro que sí. Soy un fantasma. Me han enviado con un aviso.
Kendra no podía dejar de sonreír.
—¡Creí que nunca más volvería a oírte decir idioteces!
—¿Quién más está contigo?
—Sólo Mendigo y Warren. Rápido, ven dentro.
—Ja, ja —se rio Seth, que continuó en dirección a la cabaña con paso distendido.
—Te lo digo en serio —dijo Kendra—. Ven dentro. Han ocurrido cosas feas.
—Y yo también te lo digo en serio —dijo él—. Muriel me llamó desde más allá de la tumba para entregarme un telegrama cantado.
Kendra se puso con las manos en jarras.
—Mendigo, sal.
El limberjack saltó desde detrás del arbusto.
—¡La leche! —exclamó Seth, retrocediendo—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Y por qué recibe órdenes tuyas?
—¡Entra y te lo explicaré! —replicó Kendra—. Nunca me he alegrado tanto de ver a alguien. Tenemos entre manos un problema muy gordo.